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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (36 page)

BOOK: El castillo de cristal
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Hablé de trasladarme a Nueva York un año antes de un modo hipotético. Pero a medida que caminaba me di cuenta de que, si quería, podía irme. Realmente podía hacerlo. Tal vez no en aquel momento, en ese mismo minuto —estaba a mitad del curso escolar—, pero podía esperar a terminar undécimo curso. Entonces habría cumplido diecisiete años. Tenía ahorrados casi cien dólares, suficiente para instalarme en Nueva York. Podía irme de Welch dentro de cinco meses.

Me entró tal excitación que empecé a correr. Corrí cada vez más rápido, a lo largo de la Carretera Vieja, que discurría bajo árboles de ramas peladas, y luego por Grand View para acabar subiendo por Little Hobart, pasando delante de los jardines en los que ladraban los perros y se amontonaba el carbón cubierto de escarcha. Rebasé la casa de los Noe, la de los Parish, la de los Hall y la de los Renko, hasta que, jadeando, me detuve frente a la nuestra. Por primera vez durante años, me fijé en mi trabajo a medio terminar con la pintura amarilla. Había pasado tanto tiempo en Welch tratando de que las cosas fueran un poco mejores…, pero nada funcionó.

De hecho, la casa estaba cada vez peor. Uno de los pilares que la sostenían empezaba a torcerse. La gotera en el techo encima de la cama de Brian se había agrandado tanto que, cuando llovía, dormía bajo una colchoneta inflable que mamá había ganado en un sorteo, enviando cien paquetes de Benson & Hedges rebuscados en los cubos de basura. Si me iba, Brian podría usar mi vieja cama. Ya estaba decidida. Me iría a Nueva York tan pronto como terminara el año escolar.

Subí por la ladera hasta la parte posterior de la casa —las escaleras se habían podrido por completo— y entré por la ventana de atrás, que ahora hacía las veces de puerta. Papá estaba en la mesa de dibujo, haciendo unos cálculos, y mamá revolvía en sus montones de cuadros. Cuando conté mi plan, papá apagó su cigarrillo, se puso de pie y salió por la ventana de atrás sin decir palabra. Mamá sacudió la cabeza y bajó la vista, sacudiéndole el polvo a uno de sus cuadros y murmurando algo para sus adentros.

—Bueno, ¿qué opinas? —pregunté.

—De acuerdo. Vete.

—¿Qué tiene de malo?

—Nada. Debes irte. Es un buen plan. —Parecía al borde de las lágrimas.

— No te pongas triste, mamá. Escribiré.

—No estoy disgustada porque vaya a echarte de menos —aseguró mamá—. Estoy disgustada porque vosotros lográis iros a Nueva York y yo estoy clavada aquí. No es justo.

• • •

Cuando la llamé, Lori aprobó mis planes. Podía vivir con ella, dijo, si conseguía un trabajo y la ayudaba a pagar el alquiler. A Brian también le gustó mi idea, especialmente cuando le indiqué que podía quedarse con mi cama. Empezó a hacer chistes imitando voces, diciendo que iba a convertirme en uno de esos neoyorquinos de nariz estirada y meñique extendido, vestidos con abrigos de pieles. Empezó a llevar la cuenta atrás de las semanas que faltaban para mi marcha, igual que yo hice con Lori.

—Dentro de dieciséis semanas, estarás en Nueva York —dijo, y la semana siguiente—: Dentro de tres meses y tres semanas estarás en Nueva York.

Papá apenas me hablaba desde que anuncié mi decisión. Una noche, esa primavera, vino a la habitación, en donde estudiaba recostada en mi litera. Tenía unos papeles enrollados bajo el brazo.

—¿Tienes un minuto para mirar una cosa? —me preguntó.

—Por supuesto.

Le seguí al salón, donde extendió los papeles sobre la mesa de dibujo. Eran sus viejos planos del Castillo de Cristal, llenos de manchas y con las esquinas carcomidas. No podía acordarme de cuándo había sido la última vez que los había visto. Dejamos de hablar del Castillo de Cristal cuando la zanja de los cimientos se llenó de basura.

—Creo que finalmente he resuelto el problema de la falta de luz solar en la ladera —reveló papá. La solución suponía instalar espejos especialmente curvados en los paneles solares. Pero de lo que quería hablarme era de lo que tenía planeado para mi habitación—. Ahora que Lori se ha ido, estoy retocando el plano, y tu habitación va a ser mucho más grande.

Las manos de papá temblaban ligeramente a medida que iba desenrollando los distintos planos. Había dibujado perspectivas de frente, de lado y aéreas del Castillo de Cristal. Había hecho diagramas de electricidad y fontanería. Y perfilado los interiores de las habitaciones, rotulándolas y especificando sus dimensiones, hasta los centímetros, con su caligrafía precisa de dibujo técnico.

Miré atónita los planos.

—Papá —dije—, nunca vas a construir el Castillo de Cristal.

—¿Estás diciendo que no tienes fe en tu viejo?

—Aunque lo construyas, yo ya me habré ido. Dentro de tres meses escasos, me marcho a Nueva York.

—No tienes por qué marcharte —dijo papá. Según él, podía quedarme y graduarme en el instituto de Welch e ir a la Universidad Estatal de Bluefield, tal como había sugerido la señorita Katona, y luego conseguir trabajo en
The Welch Daily News.
El me ayudaría a hacer los artículos, como me había ayudado en mi entrevista con Chuck Yeager—. Y construiré el Castillo de Cristal, lo juro. Viviremos todos allí, juntos. Será condenadamente mejor que cualquier apartamento que puedas encontrar jamás en Nueva York, puedo garantizártelo, por todos los demonios.

—Papá —dije—, tan pronto terminen las clases, me iré en el primer autobús que salga de aquí. Si por casualidad no hubiera autobuses, me iré haciendo autoestop. Y si es necesario me iré andando. Tú sigue adelante y construye el Castillo de Cristal, pero no lo hagas para mí.

Papá enrolló los planos y salió de la habitación. Un minuto más tarde, le oí bajar por la ladera.

Había sido un invierno suave, y el verano llegó pronto a las montañas. A finales de mayo, las dicentras y los rododendros florecieron, y el aroma de las madreselvas sobrevolaba la ladera, introduciéndose en casa. Tuvimos los primeros días de calor antes de que terminaran las clases.

Ese último par de semanas, mi estado de ánimo oscilaba del entusiasmo al nerviosismo o al temor y, de nuevo, al entusiasmo. El último día de clase vacié mi casillero y fui a despedirme de la señorita Bivens.

—Tengo un presentimiento con respecto a ti —dijo—. Creo que te va a ir muy bien allí. Pero a mí me dejas con un problema: ¿quién va a editar el
Wave
el año que viene?

—Seguro que encontrará a alguien.

—He pensado en intentar atraer a tu hermano para que se haga cargo.

—La gente podría empezar a pensar que los Walls estamos formando una dinastía.

La señorita Bivens sonrió.

—Tal vez lo seáis.

• • •

Esa noche, en casa, mamá vació una maleta en la que guardaba su colección de zapatos de baile, y yo la llené con mi ropa y mis ejemplares encuadernados de
The Maroon Wave.
Quería dejar atrás lo que tuviera que ver con el pasado, incluso las cosas buenas, así que le regalé mi geoda a Maureen. Estaba polvorienta y opaca, pero le dije que si la limpiaba bien destellaría como un diamante. Mientras vaciaba la caja de la pared junto a mi cama, Brian dijo:

—Adivina qué. Un día más y estarás en Nueva York. —Luego empezó a imitar a Frank Sinatra, cantando
New York, New York
desafinado, y haciendo su paso de baile más característico.

—¡Cállate, tontorrón! —exclamé, dándole un fuerte golpe en el hombro.

—¡La tonta eres tú! —replicó, devolviéndome el golpe con fuerza. Nos dimos un par de puñetazos más y luego nos miramos el uno al otro con incomodidad.

El único autobús para irse de Welch salía a las siete y diez de la mañana. Tenía que estar en la estación antes de las siete. Mamá anunció que, dado que no estaba en su naturaleza ser madrugadora, no iba a levantarse para verme marchar.

—Sé qué expresión pondrás y ya conozco la estación de autobuses —afirmó—. Y las grandes despedidas son demasiado sentimentales.

• • •

Esa noche apenas pude dormir. Brian tampoco. A cada instante rompía el silencio para anunciar que dentro de siete horas me iría de Welch, que en seis horas me iría de Welch, y nos desternillamos de risa. Me quedé dormida, pero poco antes del amanecer me despertó Brian, que, al igual que mamá, no era madrugador. Me tiró del brazo.

—Ya no estoy bromeando —dijo . Dentro de dos horas te habrás ido.

Papá no había vuelto a casa esa noche, pero, cuando salí por la ventana de atrás con mi maleta, le vi sentado debajo de los escalones de piedra, fumando un cigarrillo. Insistió en llevarme la maleta, y bajamos por la calle Little Hobart y la Carretera Vieja.

Las calles vacías estaban húmedas. A cada poco, papá me miraba y me hacía un guiño o un chasquido con la lengua, como si fuera un caballo y me estuviera metiendo prisa. Eso parecía despertar en él el sentimiento de estar haciendo lo correcto en un padre: azuzar el coraje de su hija, ayudarla a enfrentarse al miedo a lo desconocido.

Cuando llegamos a la estación, papá se volvió hacia mí.

—Cariño, la vida en Nueva York no es tan fácil como tú crees.

—Me las arreglaré —repliqué.

Papá metió la mano en el bolsillo y sacó su navaja preferida, la que tenía mango de asta y hoja de acero alemán, utilizada en la cacería del Demonio.

—Me sentiré mejor sabiendo que tienes esto. —Me la puso en la mano y me cerró los dedos.

El autobús dobló en la esquina y se detuvo con un silbido de aire comprimido delante de la estación de la compañía Trailways. El chófer abrió el compartimento de equipajes y colocó mi maleta junto a las otras. Le di un abrazo a papá. Cuando nos rozamos las mejillas y sentí su olor a tabaco, fijador para cabello Vitalis y whisky, me di cuenta de que se había afeitado especialmente para mí.

—Si las cosas no salen bien, siempre puedes volver a casa —dijo—. Yo estaré aquí para recibirte. Lo sabes, ¿verdad?

—Lo sé. —Yo sabía que, a su manera, estaría. También sabía que no iba a regresar jamás.

En el autobús solo iban unos cuantos pasajeros, así que pude elegir un buen sitio, en la ventanilla. El chófer cerró la puerta y arrancó. Al principio, había decidido no girarme. Quise mirar hacia adelante, hacia mi destino, y no hacia el lugar que abandonaba, pero, sin poder evitarlo, me di la vuelta.

Papá estaba encendiendo un cigarrillo. Le despedí con la mano, y él me devolvió el saludo. Luego hundió las manos en los bolsillos, con el cigarrillo colgando de los labios, y se quedó allí de pie, ligeramente encorvado y con aspecto de chalado. Me pregunté si estaría recordando cuando se marchó de Welch lleno de amargura a los diecisiete años y tan convencido de que no volvería jamás como yo lo estaba en ese instante. Me pregunté si albergaba la esperanza de que su niña preferida regresara, o de que, a diferencia de él, las cosas le salieran bien.

Me metí la mano en el bolsillo, toqué la navaja de mango de asta y volví a saludar con la mano. Papá todavía estaba allí de pie, inmóvil, haciéndose cada vez más pequeño. Luego doblamos en una curva y desapareció.

Cuarta parte

Nueva York

Al anochecer vislumbré la ciudad por primera vez en la lejanía, detrás de una colina. Todo cuanto pude ver fueron las agujas y los sólidos remates rectangulares de los edificios. Luego, cuando alcanzamos la cima de la colina, al otro lado de un ancho río, apareció una enorme isla atestada de rascacielos de punta a punta, con sus cristales resplandeciendo como el fuego por el sol poniente.

Se me aceleró el corazón y se me humedecieron las palmas de las manos. Recorrí el pasillo del autobús hasta el diminuto servicio, al fondo, y me lavé la cara en el lavabo metálico. Examiné mi rostro en el espejo y me pregunté qué pensarían los neoyorquinos cuando me mirasen. ¿Verían una chica de los Apalaches, paleta, desgarbada, con los codos, las rodillas y los dientes prominentes? Durante años, papá me había dicho que tenía belleza interior. La mayoría de la gente no la veía. A mí misma me costaba verla, pero papá siempre decía que podía apreciarla condenadamente bien, y que eso era lo importante. Tenía la esperanza de que cuando los neoyorquinos me mirasen, pudieran ver lo que veía papá, fuera lo que fuera.

Cuando el autobús se detuvo en la terminal, recogí mi maleta y caminé hasta el centro de la estación. Una frenética multitud de gente pasaba a mi lado, haciendo que me sintiera como una piedra en un arroyo. De repente, oí a alguien gritando mi nombre. Era un tío pálido con gruesas gafas negras, tras las cuales sus ojos parecían diminutos. Se llamaba Evan y era un amigo de Lori. Ella estaba trabajando y le había pedido que viniera a buscarme. Evan se ofreció a llevar la maleta y me condujo hasta la calle, un lugar ruidoso con muchas personas haciendo cola para cruzar en la esquina, atascos de coches y papeles volando de un lado a otro. Le seguí y nos metimos en medio de ese follón.

En la otra esquina, Evan apoyó la maleta en el suelo.

—Esto pesa mucho —afirmó—. ¿Qué traes aquí?

—Mi colección de carbón.

Me miró sin comprender.

—Sólo estaba bromeando —dije, dándole un golpe en el hombro. Evan era un poco duro de mollera, pero lo tomé como una buena señal. No había razón alguna para sentirme automáticamente intimidada por la perspicacia e intelecto de los neoyorquinos.

Recogí la maleta. Evan no insistió en que se la devolviera. De hecho, parecía aliviado de que la llevase. Seguimos andando por esa calle, y él se puso a mirarme de reojo.

—Vosotras, las chicas de Virginia Occidental, sois una raza fuerte —dijo.

—En eso tienes razón —admití yo.

• • •

Evan me dejó en un restaurante alemán llamado Zum Zum. Lori estaba detrás del mostrador, llevando cuatro jarras de cerveza en cada mano, el cabello recogido en dos moños gemelos y hablando con un áspero acento alemán porque, me explicó más tarde, eso hacía aumentar las propinas.

—¡Essta serrr mi herrrmana!
—les gritó a los hombres de una de sus mesas.

Ellos alzaron sus jarras de cerveza y gritaron:
—¡Bienfeniden a Nueva Yorken!
No sabía nada de alemán, así que me limité a soltar:

—¡Grazi!

Eso hizo que se rieran como locos. Lori iba por la mitad de su turno, así que me fui a vagar por las calles. Me perdí un par de veces y tuve que preguntar el camino. La gente había estado advirtiéndome durante meses de lo groseros que eran los neoyorquinos. Era cierto, lo aprendí esa noche, que si uno trataba de pararlos en la calle muchos de ellos seguían andando, sacudiendo la cabeza; los que se detenían, al principio ni te veían. Apartaban los ojos, mirando calle abajo con rostro impenetrable. Pero cuando se percataban de que no intentabas acosarlos para venderles algo, pedir una limosna o algo semejante, de inmediato se mostraban muy amables. Te miraban a los ojos y te daban detalladas instrucciones de cómo, para llegar al Empire State, había que seguir recto y doblar a la derecha nueve manzanas más adelante, seguir dos calles más y así sucesivamente. Incluso te dibujaban un mapa, si era necesario. Los neoyorquinos, supuse, sólo fingían ser antipáticos.

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