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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (38 page)

BOOK: El castillo de cristal
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—Lo dijeron por la radio.

—¿Por la radio? —preguntó mamá. No podía creerlo—. Con todo lo que pasa en el mundo hoy en día, ¿y una correa suelta en una vieja furgoneta es noticia? —Pero en su voz había auténtico regocijo—. ¡Acabamos de llegar ahora mismo y ya somos famosos!

Después de hablar con mamá, le eché una ojeada a mi habitación. Era el cuarto de la criada, pegado a la cocina, minúsculo, con un ventanuco y un cuarto de baño que hacía también las veces de armario. Pero era mío. Ahora tenía una habitación, y también una vida, y no había lugar en ninguna de las dos para papá y mamá.

A pesar de todo, al día siguiente fui al apartamento de Lori para verlos. Todos estaban allí. Me abrazaron. Papá sacó un botellín de whisky de una bolsa de papel, mientras mamá describía las diferentes aventuras protagonizadas durante el viaje. Antes habían paseado por la ciudad y dado su primera vuelta en metro, al que papá llamó condenado agujero en la tierra. Mamá dijo que los murales
art decó
del Rockefeller Center la habían decepcionado; ni de cerca eran tan buenos como sus propios cuadros. Ninguno de nosotros, sus hijos, hacíamos demasiado por participar en la conversación.

—Y bien, ¿qué planes tenéis? —preguntó finalmente Brian—. ¿Os vais a trasladar aquí?

—Ya nos hemos trasladado —afirmó mamá.

—¿Durante un tiempo o definitivamente? —pregunté.

—Definitivamente —contestó papá.

—¿Por que? —pregunté. La pregunta me salió un poco brusca.

Papá me miró desconcertado, como si la respuesta hubiera sido obvia.

—Para que pudiéramos volver a ser una familia. —Levantó su botellín—. Por la familia —dijo.

• • •

Mamá y papá encontraron una habitación en una pensión a pocas calles del apartamento de Lori. La casera, una mujer de cabello color plata, los ayudó a trasladarse, y un par de meses más tarde, cuando se retrasaron en el pago del alquiler, les puso todas sus pertenencias en la calle y cerró su habitación con candado. Se acomodaron en un albergue para indigentes de seis pisos, en un barrio más ruinoso. Allí estuvieron unos meses, pero cuando papá prendió fuego a su habitación por quedarse dormido con un cigarrillo encendido en la mano, los pusieron de patitas en la calle. Brian creía que había que obligarles a ser autosuficientes o se harían dependientes de nosotros para toda la vida, así que se negó a alojarlos en su casa. Pero Lori se había cambiado del South Bronx a un apartamento en el mismo edificio que Brian, y les permitió quedarse con ella y Maureen. Sólo sería durante una o dos semanas, le aseguraron mamá y papá, a lo sumo un mes, mientras reunían algunos dólares para buscar un nuevo hogar.

El mes en casa de Lori se convirtió en dos, y luego en tres y en cuatro. Cada vez que iba de visita, el apartamento estaba más repleto de cosas. Mamá colgó cuadros en las paredes, y amontonó en el salón las cosas encontradas en la calle. Colocó botellas de colores en las ventanas para hacer el efecto vidriera. Los montones terminaron llegando al techo, y cuando el salón estuvo repleto, la invasión de objetos coleccionables y artísticos encontrados por mamá llegó a la cocina.

El que realmente sacaba de quicio a Lori era papá. Aunque no había encontrado un trabajo fijo, siempre tenía formas misteriosas de conseguir algo de dinero para gastos personales, y llegaba borracho por las noches y con ganas de discutir. Brian vio que Lori rozaba el límite de su paciencia, así que invitó a papá a irse a vivir con él. Cerró con llave el mueble de las bebidas, pero al cabo de una semana, cuando Brian llegó un día a casa, se encontró con que papá había quitado la puerta de sus bisagras con un destornillador y se había bebido el contenido de todas las botellas.

Brian no perdió los papeles. Le dijo a papá que había cometido el error de dejar licores en el apartamento, y que le permitiría quedarse si aceptaba una serie de normas, la primera de todas no beber mientras estuviera allí.

—Tú eres el rey de tu castillo, y así es como debe ser —admitió papá—. Pero el infierno se helará antes de que yo baje la cabeza ante mi propio hijo. —El y mamá todavía tenían la furgoneta blanca en la que habían viajado desde Virginia Occidental, y papá empezó a dormir en ella.

Mientras tanto, Lori le había dado a mamá un plazo para sacar sus cosas y limpiar el apartamento. Pero el plazo venció sin que hubiera hecho nada, lo mismo que un segundo y un tercero. Además, papá iba a visitar a mamá, pero siempre se ponían a discutir dando semejantes alaridos que los vecinos golpeaban las paredes. Papá empezó a pelearse con ellos también.

—No lo soporto más —me dijo Lori un día.

—Quizás lo que tienes que hacer es, simplemente, poner a mamá de patitas en la calle —le dije yo.

—Pero es mi madre.

—No importa. Te está volviendo loca.

Finalmente, Lori me hizo caso. Le dio una pena enorme decirle que tenía que irse, y se ofreció a hacer lo que fuera para ayudarla a volver a instalarse, pero mamá insistió en que ella estaría perfectamente.

—Lori está haciendo lo correcto —me dijo—. A veces uno necesita una pequeña crisis para que le suba la adrenalina y le ayude a darse cuenta del propio potencial.

Mamá y
Tinkle
se trasladaron a la furgoneta con papá. Vivieron allí unos meses, pero un día la dejaron en un aparcamiento prohibido y se la llevó la grúa. Como la furgoneta no estaba matriculada, no pudieron recuperarla. Esa noche durmieron en un banco en el parque. Se convirtieron en unos sin techo.

Mamá y papá llamaban cada cierto tiempo desde una cabina telefónica para ver cómo andábamos, y una o dos veces al mes nos reuníamos todos en casa de Lori.

—No es una vida tan mala —nos dijo mamá cuando llevaban un par de meses viviendo en la calle.

—No os preocupéis por nosotros —añadió papá—. Siempre hemos sido capaces de valemos por nosotros mismos.

Mamá nos explicó que habían estado ocupados aprendiendo los gajes del oficio. Visitaron varios comedores de beneficencia, para hacer una selección, y ya tenían sus preferidos. Sabían en qué iglesias repartían bocadillos y cuándo. Localizaron las bibliotecas públicas con buenos servicios en los que uno se podía lavar meticulosamente.

—Nos lavamos tan abajo y tan arriba como podemos, pero no tanto como podemos. —Era la manera que tenía mamá de explicarlo. Y podían cepillarse los dientes y afeitarse.

Rescataban periódicos de las papeleras y buscaban espectáculos gratuitos. Iban a obras de teatro, a óperas y a conciertos en los parques, escuchaban cuartetos de cuerda y recitales de piano en vestíbulos de edificios de oficinas, veían películas

y visitaban museos. Cuando empezaron a vivir en la calle era principios del verano, y dormían en los bancos de las plazas o entre los arbustos que bordeaban los senderos de los parques. A veces los despertaba un poli y les decía que no podían estar allí. Ellos se limitaban a marcharse y buscaban algún otro lugar en el que dormir. De día, ocultaban sus sacos de dormir bajo la maleza.

—No podéis vivir así —decía yo.

—¿Por qué no? —replicaba mamá—. Ser un sin techo es una aventura.

• • •

Cuando llegó el otoño, los días se hicieron más cortos y el tiempo refrescó; ellos empezaron a pasar más tiempo en las bibliotecas, calentitas y confortables; algunas permanecían abiertas hasta bastante tarde. Mamá se dedicaba a la obra de Balzac. Papá se interesaba por la teoría del caos y leía
Los Alamos Science
y el
Journal of Statistical Physics.
Decía que le había servido para jugar mejor al billar.

—¿Qué vais a hacer cuando llegue el invierno? —le pregunté a mamá.

Ella sonrió.

—El invierno es una de mis estaciones preferidas —aseguró.

Yo no sabía cómo actuar. Una parte de mí quería ocuparse de ellos, pero la otra sólo quería lavarse las manos. El frío llegó pronto ese año, y cuando salía del piso de la psicóloga, me descubría mirando los rostros de los sin techo al pasar a su lado, preguntándome cada vez que me cruzaba con uno si no serían papá o mamá. Por lo general les daba a los sin techo la calderilla que llevara encima, pero no evitaba la sensación de aliviar mi conciencia porque mis padres andaban vagabundeando por las calles mientras yo tenía un trabajo fijo y un hogar con una habitación calcada al que regresar.

Un día andando por Broadway con otra estudiante llamada Carol le di unas monedas a un joven sin techo.

—No deberías hacer eso —me reprendió Carol.

—¿Por qué?

—Eso sólo les anima a seguir así. Son especialistas en engaños.

¿Tú qué sabrás?,
quise responderle. Sentí el impulso de decirle a Carol que mis padres también andaban por ahí en la calle, que ella no tenía ni idea de lo que significaba no tener un lugar adonde ir y nada que comer. Pero eso habría significado explicar quién era yo en realidad, y no iba a hacer semejante cosa. Así que en la siguiente esquina, seguí mi camino sin decir palabra.

Sabía que debería haberlos defendido. De niña fui bastante peleona, y en nuestra familia siempre nos defendíamos unos a otros, pero, en ese momento, no tuve otra elección. La verdad era que estaba cansada de enfrentarme a gente que nos ridiculizaba por el modo en que vivíamos. Simplemente no tenía ganas de ponerme a discutir para defender ante el mundo la causa de mis padres.

Por eso no confesé nada ante la profesora Fuchs. Ella era una de mis profesoras preferidas, una mujer pequeñita, de piel oscura, con ojeras, vehemente, que enseñaba Ciencias Políticas. Un día me preguntó si la proliferación de personas sin techo era una consecuencia de la adicción a las drogas y de los programas de ayuda social mal orientados, como afirmaban los conservadores, o se debía, tal como argumentaban los liberales, a los recortes de los programas de servicios sociales y a que no se lograban crear oportunidades económicas para los pobres.

Dudé.

—A veces, creo, no os por ninguna de esas dos cosas.

—¿Puedes explicarte?

—Tal vez la gente tiene la vida que quiere.

—¿Estás diciendo que los sin techo quieren vivir en la calle? —preguntó la profesora Fuchs—. ¿Insinúas que no quieren camas calientes y que les gusta vivir a la intemperie?

—No exactamente —dije yo, y empecé a titubear porque no encontraba las palabras—. Sí que quieren. Pero si algunos de ellos tuvieran la voluntad de trabajar duro y comprometerse, tal vez pudieran tener, no digo vidas ideales, pero sí llegar a fin de mes.

La profesora Fuchs salió de detrás de su estrado.

—¿Qué sabes tú de las vidas de los excluidos? —preguntó. Estaba tan exaltada que casi temblaba—. ¿Qué sabes tú de las privaciones y los obstáculos a los que se enfrentan los marginados?

Los otros alumnos me miraron fijamente.

—Tiene usted razón —dije.

Ese enero llegó a hacer tanto frío que se veían fragmentos de hielo del tamaño de coches flotando por el río Hudson. En esas noches de pleno invierno, los albergues para los sin techo se llenaban rápidamente. Mamá y papá odiaban los albergues. Cloacas humanas, los llamaba papá, fosos de condenadas alimañas. Ellos preferían dormir en los bancos de las iglesias que abrían sus puertas a los sin techo, pero algunas noches estaban ocupados incluso todos los bancos de todas las iglesias. En esas noches papá acababa en un albergue, mientras que mamá aparecía en casa de Lori, con
Tinkle
detrás de ella. En momentos como ése, su alegre fachada se venía abajo, lloraba y confesaba a Lori que vivir en la calle era algo horrible, sencillamente, horrible de verdad.

Durante un breve periodo, pensé en abandonar mis estudios en Barnard para ayudarles. Parecía una insoportable egoísta o incorrecto bajo todo punto de vista estar mimándome a mí misma con unos estudios de letras en una elegante universidad privada mientras mis padres vivían en la calle. Pero Lori me convenció de que dejar los estudios era un auténtico disparate. No serviría para nada, y además, si yo abandonaba le rompería el corazón a papá. Él estaba tremendamente orgulloso de tener una hija en la universidad, y nada menos que en una de la Ivy League. Cada vez que conocía a alguien, se las arreglaba para incluir aquel dato a los pocos minutos de conversación.

Ellos, señaló Brian, tenían alternativas. Podían volver a Virginia Occidental o a Phoenix. Mamá podía trabajar. Y no era una indigente. Tenía su colección de antiguas joyas indias, guardadas en una consigna automática. Allí estaba el anillo de diamantes de dos quilates que Brian y yo encontramos bajo la madera podrida en Welch; lo llevaba puesto incluso cuando dormía en la calle. Todavía tenía una casa en Phoenix. Y las tierras en Texas, la fuente de sus rentas petroleras.

Brian tenía razón. Mamá sí que tenía alternativas. Me encontré con ella en un café para hablar de ellas. Ante todo, sugerí que podría pensar en conseguir un intercambio como el que había hecho yo: una habitación en un piso bonito a cambio de cuidar niños o ancianos.

—Me he pasado la vida cuidando de otra gente —dijo mamá—. Ya es hora de que me cuide a mí misma.

—Tú no te estás cuidando a ti misma.

—¿Hace falta que tengamos esta conversación? —preguntó mamá—. Últimamente he visto algunas películas buenas. ¿No podemos hablar de las películas?

Le sugerí que vendiera sus joyas indias. Dijo que ni pensarlo. Amaba esas joyas. Además, eran reliquias de la familia y tenían un valor sentimental.

Mencioné las tierras de Texas.

—Esas tierras han pertenecido a la familia durante generaciones —replicó mamá—, y se quedarán en la familia. Nadie vende tierras como ésas.

Le pregunté por su finca de Phoenix.

—La conservo por si viene una época de vacas flacas.

—Mamá, las vacas están esqueléticas.

—Sólo han bajado un par de kilos —objetó ella—. ¡Puede que se avecine una hambruna como la de Biafra! —Le dio un sorbo a su té—. Las cosas al final siempre se arreglan.

—¿Y si no se arreglan?

—Eso significa que todavía uno no ha llegado al final.

Me miró desde el otro extremo de la mesa y esbozó esa sonrisa autosuficiente de persona que tiene respuestas a todas las preguntas. Y entonces nos pusimos a hablar de películas.

Mamá y papá sobrevivieron al invierno, pero cada vez que los veía, parecían un poco más andrajosos: más sucios, más llenos de heridas y moratones, el cabello más enmarañado y apelmazado.

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