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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (39 page)

BOOK: El castillo de cristal
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—No os inquietéis ni un pelo —decía papá—. ¿Alguna vez habéis visto que vuestro viejo se meta en una situación que no es capaz de controlar?

Yo trataba de convencerme al decirme a mí misma que papá estaba en lo cierto, que los dos sabían cuidar de sí mismos y el uno al otro, pero en la primavera, mamá me llamó para decirme que papá había enfermado de tuberculosis.

Papá casi nunca había estado enfermo. Siempre se dejaba moler a palos y luego se recuperaba casi de inmediato, como si no hubiera nada capaz de hacerle verdadero daño. Una parte de mí todavía se creía todos aquellos cuentos infantiles sobre lo invencible que era. Papá pidió que nadie fuera a visitarle, pero mamá contó que se pondría bastante contento si yo me dejaba caer por el hospital.

Esperé en la sala de enfermeras mientras un camillero le avisaba de que tenía visita. Pensé que papá estaría con una mascarilla de oxígeno o acostado en una cama, escupiendo sangre en un pañuelo blanco, pero al instante apareció a toda velocidad por el pasillo. Más pálido y demacrado que de costumbre, aunque, a pesar de todos aquellos años de mala vida, había envejecido muy poco. Todavía conservaba todo el pelo, aún negro como el carbón, y sus ojos oscuros centelleaban asomados encima de la mascarilla quirúrgica de papel.

No me permitió abrazarle.

—So, caballito, no te acerques —me advirtió—. Por cierto que a estos ojos enfermos les da gusto verte, cariño, pero no quiero que pesques un bicho de este hijoputa. —Papá me llevó a la sala de tuberculosos y me presentó a todos sus amigos—. Créanlo o no, el viejo Rex Walls ha fabricado algo de lo que merece la pena fardar, y aquí está —les dijo. Luego empezó a toser.

—Papá, ¿te pondrás bien? —pregunté.

—Ninguno de nosotros va a salir vivo de esto, cariño —afirmó papá. Era una expresión que usaba muchas veces y ahora encontraba un placer especial en ella.

Me condujo hasta su cama. A un lado se encontraban un montón de libros, muy ordenados. Dijo que los achaques de la enfermedad le habían hecho reflexionar sobre la mortalidad y la naturaleza del cosmos. No había probado ni una gota de alcohol desde su entrada en el hospital y leía mucho sobre la teoría del caos, especialmente sobre la obra de Mitchell Feigenbaum, un físico de Los Álamos que realizó un estudio sobre la transición entre el orden y el caos. Y que lo colgaran si no eran persuasivos los argumentos de Feigenbaum sobre que el caos no era de hecho aleatorio sino que seguía un espectro secuencial de variación de frecuencias. Si cada acción del universo que creíamos aleatoria conformaba una pauta racional, continuó papá, eso implicaba la existencia de un creador divino, por eso él estaba empezando a revisar su ateísmo.

—No digo que haya un viejales de barba blanca llamado Yahvé allá arriba, en las nubes, decidiendo qué equipo de fútbol va a ganar la Super Bowl —dijo papá—. Pero si la física —la física cuántica— sugiere que Dios existe, tengo buenas razones para meditar sobre esa idea.

Papá me mostró algunos de los cálculos en los que había trabajado. Vio que observaba sus dedos temblorosos, y los levantó.

—Falta de alcohol o temor de Dios, no sé cuál de los dos es la causa —afirmó—. Tal vez ambas cosas.

—Prométeme que te quedarás aquí hasta que te mejores —le pedí—. No quiero que pongas pies en polvorosa.

Papá soltó una carcajada, que terminó con otro ataque de tos.

Papá se quedó seis semanas en el hospital. No sólo se recuperó de la tuberculosis, sino que había estado sin beber el periodo de tiempo más largo desde la desintoxicación de Phoenix. Sabía que si volvía a la calle, empezaría a beber otra vez. Uno de los administradores del hospital le consiguió un trabajo de encargado de mantenimiento en una pensión en el norte del Estado, con comida y habitación incluidas. Trató de hablar con mamá para que fuera allí a vivir con él, pero ella se negó en redondo.

—El norte del Estado queda en el quinto pino —dijo.

Así que papá fue solo. Me llamaba de vez en cuando, y daba la impresión de que se había montado una vida que funcionaba. Tenía un estudio encima de un garaje, disfrutaba haciendo las reparaciones y el mantenimiento del viejo hostal, le encantaba estar otra vez a una distancia abarcable del campo y no bebía. Trabajó en la pensión el verano y hasta bien entrado el otoño. Cuando volvió a empezar a hacer frío, mamá le llamó, haciendo mención a que era más fácil conservar el calor en el invierno para dos personas, y lo mucho que
Tinkle,
el perro, lo echaba de menos. En noviembre, tras la primera gran helada, recibí una llamada de Brian, que me dijo que mamá había convencido a papá de renunciar a su trabajo y volver a la ciudad.

—¿Crees que seguirá sin beber? —pregunté.

—Ya ha vuelto al trago —contestó Brian.

Unas semanas después del regreso, le vi en casa de Lori. Estaba sentado en el sofá, rodeando a mamá con el brazo y con un botellín en la mano. Se rió.

—Esta loca de atar que tenéis por madre, no puedo vivir con ella, pero no puedo vivir sin ella. Y que me cuelguen si ella no siente lo mismo por mí.

• • •

En aquel entonces, todos sus hijos teníamos nuestras propias vidas. Yo estaba en la universidad, Lori se había convertido en ilustradora de una editorial de cómics y Brian —que había querido ser poli desde que llamó a un policía para que viniera a nuestra casa en Phoenix a separar a mamá y papá, enzarzados en una pelea— trabajaba de capataz en un almacén y prestaba servicio en las fuerzas auxiliares hasta alcanzar la edad suficiente para hacer el examen de ingreso en el departamento de Policía. Mamá sugirió que celebráramos la Navidad todos juntos en el apartamento de Lori. Le compré una antigua cruz de plata, pero encontrar un regalo para papá me costó más trabajo; siempre decía que no necesitaba nada. Puesto que se anunciaba otro crudo invierno, y como papá nunca se ponía otra cosa que su cazadora de aviador, incluso en los días más fríos, decidí comprarle ropa de abrigo. En una tienda de excedentes del ejército compré camisas de franela, ropa interior térmica, gruesos calcetines de lana, unos pantalones azules de esos que usan los mecánicos y un par de botas nuevas de puntera de acero.

Lori decoró su apartamento con luces de colores, ramas de pino y angelitos de papel; Brian preparó ponche de huevo; y para demostrar que se comportaba de la mejor manera, papa empezó a decir que quería estar seguro de que no tenía alcohol antes de aceptar un vaso. Mamá repartió los regalos que nos hacían; cada uno con su envoltorio de papel de periódico y cordel de carnicero. A Lori le tocó una lámpara rota que podría haber sido una Tiffany; a Maureen, una antigua muñeca de porcelana que conservaba casi todo el pelo; a Brian, un libro de poesía del siglo XIX, al que le faltaban la tapa y las primeras páginas. Mi regalo fue un jersey anaranjado de cuello redondo, ligeramente manchado, pero tejido, señaló mamá, con auténtica lana shetland.

Cuando le entregué a papá mi montón de cajas cuidadosamente envueltas, protestó diciendo que él no necesitaba ni quería nada.

—Venga —le animé—. Ábrelos.

Miré cómo quitaba cuidadosamente los envoltorios. Abrió las cajas y se quedó mirando la ropa doblada. Su rostro adquirió una expresión herida, la que siempre se instalaba en su mirada cada ve/ que el mundo le ponía en evidencia.

—Debes estar sumamente avergonzada de tu viejo —dijo.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Piensas que soy una especie de condenado caso para la beneficencia.

Papá se levantó y se puso su cazadora de aviador, evitando mirarnos.

—¿Adónde vas? —pregunté.

Papá se limitó a levantarse el cuello de la cazadora y salió del apartamento. Oí el ruido de sus botas al bajar por las escaleras.

—¿Pero qué es lo que he hecho? —pregunté.

—Míralo desde su punto de vista —dijo mamá—. Le compras todas esas cosas nuevas y bonitas, y todo lo que él te ha traído es basura de la calle. Él es el padre. Se supone que él tendría que estar cuidando de ti.

La habitación se quedó en silencio unos momentos.

—Supongo que tú tampoco querrás tu regalo —le dije a mamá.

—No, sí, venga —dijo mamá—. Me encanta que me hagan regalos.

Al verano siguiente, mamá y papá estaban a punto de pasar su tercer año en la calle. Se habían integrado ya perfectamente, y de forma gradual fui aceptando la idea de que, me gustara o no, así era como iban a ser las cosas.

—Diría que la culpa es de la ciudad —me decía mamá—. Te lo ponen muy fácil para que puedas ser un sin techo. Si fuera realmente insoportable, haríamos algo para dejar de serlo.

En agosto, papá me llamó para examinar conmigo la selección de mis cursos del semestre de otoño. También quería comentar algunos de los libros de la bibliografía. Desde que llegó a Nueva York, sacó de las bibliotecas públicas los libros que me daban para leer. Se los leyó todos, dijo, así que podría responder a cualquier pregunta o duda. Mamá decía que era una manera de recibir educación universitaria paralela a la mía.

Cuando me preguntó en qué cursos me había matriculado, dije:

—Estoy pensando en abandonar.

—Y una mierda —replicó papá.

Le conté que, a pesar de que la mayor parte de mi matrícula estaba cubierta por becas, subsidios y préstamos, aún tenía que aportar a la universidad dos mil dólares al año. Pero ese verano sólo pide ahorrar mil dólares. Necesitaba otros mil y no tenía manera de conseguirlos.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —me preguntó papá.

Me llamó una semana después y me dijo que fuera a verle a casa de Lori. Cuando llegó allí con mamá, traía una gran bolsa de basura de plástico y tenía apretada bajo el brazo una bolsa de papel. Supuse que era una botella de licor, pero luego abrió la bolsa y vació su contenido. Cientos de billetes de dólar —de uno, de cinco, de veinte, todos arrugados y gastados— cayeron sobre mi regazo.

—Hay novecientos cincuenta pavos —dijo papá. Abrió la bolsa de plástico, y de ella cayó un abrigo de piel—. Esto es un visón. Deberías poder empeñarlo al menos por cincuenta pavos.

Me quedé mirando el botín.

—¿De dónde has sacado todo esto? —pregunté finalmente.

—La ciudad de Nueva York está llena de jugadores de póquer que no saben ni cómo es su propio culo.

—Papá —dije—, vosotros dos tenéis más necesidad de este dinero que yo.

—Es tuyo —aseguró papá—. ¿Desde cuándo está mal que un padre cuide de su hijita?

—Pero no puedo… —Miré a mamá.

Ella se sentó a mi lado y me dio una palmadita en la pierna.

—Siempre he creído que una buena educación es algo muy valioso —afirmó.

Así que, cuando me apunté para mi último año en Barnard, pagué lo que debía de mi matrícula con los billetes ajados y arrugados de papá.

Un mes después, recibí una llamada de mamá. Estaba tan excitada que se le trababa la lengua. Ella y papá habían encontrado un lugar para vivir. Su nueva casa, dijo mamá, quedaba en un edificio abandonado en el Lower East Side.

—Es un poco decadente —admitió—. Pero la verdad es que lo que necesita es un poco de cariño y de mimo. Y lo mejor de todo: es gratis. —Nos contó que había también otra gente que se trasladaba a edificios abandonados. Los llamaban
squatters
[8]
, y los edificios eran denominados
squats
—. Tu padre y yo somos pioneros —dijo mamá—. Igual que mi tatarabuelo, que contribuyó a domar el salvaje Oeste.

Mamá llamó unas semanas después y dijo que aunque el
squat
todavía necesitaba unos retoques finales —por ejemplo, una puerta de entrada— ella y papá ya recibían visitas oficialmente. Cogí el metro a la plaza Astor un día de finales de primavera en dirección al Este. El apartamento de papá y mamá estaba en un edificio de seis pisos sin ascensor. El cemento se caía a pedazos y los ladrillos quedaban sueltos. Las ventanas de la primera planta habían sido tapiadas. Estiré la mano para abrir la puerta del edificio, pero en el lugar en el que deberían haber estado la cerradura y el pomo había un agujero. En el interior, en el pasillo, una única bombilla desnuda colgaba de un cable. En una pared se había desconchado y caído el enlucido, dejando ver los listones de madera, las tuberías y la instalación eléctrica. En el tercer piso llamé a la puerta del apartamento de mamá y papá y me llegó amortiguada la voz de papá. La puerta, en vez de girar hacia dentro, fue sacada de ambos lados del marco. Allí estaba papá, sonriendo, abrazándome y contándome que tenía que instalar goznes en la puerta. De hecho, acababan de conseguir la puerta; la encontró en el sótano de otro edificio abandonado.

Mamá llegó corriendo tras él, con una sonrisa tan grande que se le podían ver las muelas, y me dio un gran abrazo. Papá echó a un gato sentado sobre una silla —ya habían adoptado algunos animales callejeros— y me la ofreció. La habitación estaba repleta de muebles rotos, montoncillos de ropa, torres de libros y de los útiles de pintura de mamá. Había cuatro o cinco calentadores eléctricos funcionando. Mamá explicó que papá colgó en los apartamentos del edificio un cable aislado al que le había hecho un puente en un poste de electricidad.

—Todos tenemos luz gratis, gracias a tu padre —informó mamá—. En el edificio no podría sobrevivir nadie sin él.

Papá dejó escapar una risita con expresión modesta. Me contó lo complicado que fue el procedimiento, debido a lo antigua que era la instalación eléctrica del edificio.

—El sistema eléctrico más endemoniado que haya visto jamás —aseguró—. El manual debe haberse escrito en jeroglíficos.

Miré a mi alrededor y pensé que si uno reemplazaba los calentadores eléctricos por una estufa a carbón, este
squat
en el Lower East Sitie se parecería bastante a la casa de la calle Little Hobart. Me había escapado de Welch una vez, y ahora, sintiendo el mismo olor a trementina, a perro y ropa sucia, a cerveza rancia, a humo de tabaco y a comida sin refrigerar pudriéndose poco a poco, sentí el impulso de salir corriendo. Pero ellos estaban claramente orgullosos, y mientras los oía hablar —interrumpiéndose el uno al otro en medio de su exaltado entusiasmo por corregir detalles de los hechos y llenar los huecos del relato— acerca de sus compañeros
squatters,
de los amigos hechos entre los vecinos y en la lucha común emprendida contra la agencia municipal de vivienda, quedó claro que se toparon con una comunidad entera de gente como ellos, gente que vivía sus vidas rebeldes combatiendo la autoridad y a la que le gustaba vivir así. Después de tantos años de estar dando vueltas, habían encontrado su hogar.

BOOK: El castillo de cristal
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