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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (17 page)

BOOK: El castillo de cristal
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Pasamos por debajo de la valla de alambre y nos arrodillamos rodeando a papá, mientras él acariciaba al guepardo. En aquel momento, una multitud se había congregado a nuestro alrededor. Un hombre gritaba que volviéramos al otro lado de la valla metálica. Le ignoramos. Me arrodillé muy cerca del guepardo. Mi corazón latía a toda velocidad, pero no de miedo, sino de excitación. Podía sentir el aliento caliente del animal en mi rostro. Me miró a los ojos. Sus ojos color ámbar tenían una mirada firme, pero eran tristes, como si supiera que ya nunca iba a volver a ver las llanuras de África.

—¿Puedo acariciarle, por favor? —le pregunté a papá.

El me agarró la mano y la guió lentamente hacia el cuello del guepardo. Era suave, pero también hirsuto. El felino giró la cabeza y puso su nariz húmeda contra mi mano. Acto seguido, sacó su gran lengua rosada y me la lamió. Me quedé petrificada. Papá me abrió la mano y me estiró los dedos hacia atrás. El guepardo me lamió la palma; su lengua era áspera y tibia, como papel de lija mojado. Sentí que un hormigueo me recorría de arriba abajo.

—Creo que le gusto —dije.

—Sí que le gustas —asintió papá—. También le gusta el sabor de la sal y la mantequilla de las palomitas que te ha quedado en la mano.

A esas alturas había una pequeña multitud alrededor de la jaula, y una mujer particularmente nerviosa me tiró de la camisa, tratando de arrastrarme para hacerme pasar al otro lado de la valla.

—Todo va bien —le dije—. Mi papá hace siempre estas cosas.

—¡Deberían arrestarle! —gritó ella.

—Venga, niños —nos apremió papá—, los ciudadanos están a punto de alzarse en armas. Es hora de poner pies en polvorosa.

Saltamos por encima de la alambrada. Cuando me giré, el guepardo nos seguía recorriendo el lateral de la jaula. Antes de que pudiéramos abrirnos paso entre la multitud, se acercó a nosotros un corpulento hombre de uniforme azul marino a toda velocidad. Tenía las manos sobre la pistola y la porra colgando del cinturón, parecía estar corriendo con las manos en las caderas. Vociferó una perorata sobre las normas, afirmando que no era la primera vez que idiotas como nosotros habían muerto al acercarse a las jaulas y que nos largáramos de inmediato. Aferró a papá por un hombro, pero él le apartó de un empujón, dispuesto a presentar pelea. Algunos hombres, que salieron de la muchedumbre, lo sujetaron por los brazos, y mamá le pidió que por favor hiciera lo ordenado por el vigilante.

Papá asintió con la cabeza, levantando los brazos con un gesto pacífico. Nos abrió paso entre la multitud hacia la salida, con una sonrisa en los labios, sacudiendo la cabeza para mostrarnos que aquellos imbéciles no valían ni el tiempo que tardaría en darles una patada en el trasero. Oía a la gente susurrar comentarios sobre el borracho loco y los sucios golfillos de sus hijos, pero ¿a quién le importaba lo que pensaran? A ninguno de ellos, jamás, le había lamido la mano un guepardo.

Fue más o menos en esos días cuando papá perdió su empleo. Dijo que no había nada de qué preocuparse, puesto que Phoenix era tan grande y crecía tan rápido que encontraría otro trabajo en algún sitio en el que no hubieran propagado mentiras sobre él. Luego le despidieron de su segundo trabajo y del tercero, le echaron del sindicato de electricistas y empezó a hacer trabajos esporádicos e intermitentes. Por una u otra razón, el dinero heredado de la abuela Smith ya había desaparecido, y una vez más tuvimos que empezar a arreglárnoslas.

No pasé hambre. La comida caliente en la escuela costaba veinticinco centavos, y por lo general podíamos permitírnosla. Cuando no podíamos, le contaba a la señora Ellis, mi profesora de cuarto curso, que me había olvidado mi moneda de veinticinco; ella decía que según sus registros alguien ya había pagado por mí. Aunque parecía una coincidencia increíble, no quería tentar la suerte haciendo demasiadas preguntas acerca de quién era ese alguien. Me tomaba la comida caliente sin más. A veces esa comida era lo único que ingería en todo el día, pero me las arreglaba bien.

Una tarde, Brian y yo habíamos llegado a casa y abierto la nevera, que estaba vacía, y decidimos salir al callejón de detrás de casa para buscar botellas y revenderlas. Un poco más abajo estaba la plataforma de carga de un almacén. En el aparcamiento había un gran contenedor de basura, de los de color verde. Cuando vimos que nadie miraba, Brian y yo sacamos la tapa, trepamos a él y nos zambullimos en el interior en busca de botellas. Tenía miedo de encontrarlo lleno de residuos inmundos. En cambio, hallamos un tesoro asombroso: cajas de cartón llenas de bombones sueltos. Algunos estaban blanquecinos y parecían resecos y otros cubiertos de un misterioso moho verde, pero la mayoría tenían un aspecto aceptable. Nos pusimos morados, y desde entonces, cada vez que mamá estaba demasiado ocupada para preparar la cena o no nos quedaba comida, volvíamos al contenedor para ver si había más bombones esperándonos. De vez en cuando, teníamos suerte.

• • •

Por alguna razón, no había niños de la edad de Maureen en la calle 3 Norte. Ella era demasiado pequeña para andar por ahí conmigo y con Brian, así que pasaba casi todo el tiempo pedaleando de aquí para allá en el triciclo rojo comprado por papá, y jugando con sus amigos imaginarios. Todos tenían nombre, y hablaba con ellos durante horas. Se reían juntos, se sumergían en largas conversaciones e incluso discutían. Un día Maureen vino a casa llorando, y cuando le pregunté qué le sucedía me dijo que se había peleado con Suzie Q., una de sus amigas imaginarias.

Maureen tenía cinco años menos que Brian, y mamá decía que como no tenía a nadie de su edad en la familia, necesitaba un trato especial. Decidió matricular a Maureen en preescolar, pero aseguró que no quería que su hija pequeña anduviera vestida con la ropa de segunda mano que usábamos el resto de la familia. Así que nos informó de que saldríamos a robar en las tiendas.

—¿No es pecado, eso? —le pregunté a mamá.

—No exactamente —respondió—. A Dios no le importa que estires las reglas un poco si tienes buenas razones para hacerlo. Es como el homicidio justificado. Esto es hurto justificado.

El plan consistía en que ella y Maureen se metían en el probador de una tienda con una montaña de ropa para probarse. Al salir, mamá le diría a la dependienta que no le gustaba ninguna de las prendas. En ese instante, Lori, Brian y yo armaríamos jaleo para distraer a la dependienta mientras mamá escondía lo escogido bajo la gabardina que llevaría colgada del brazo.

Así fue como conseguimos tres o cuatro bonitos vestidos para Maureen, pero en una de las incursiones, cuando Brian y yo fingíamos estar golpeándonos el uno al otro y mamá estaba a punto de deslizar un vestido bajo su gabardina, la vendedora se volvió hacia ella y le preguntó si tenía la intención de comprar lo que tenía en las manos. A mamá no le quedó otra opción que pagarlo.

—¡Catorce dólares por un vestido de niña! —exclamó mientras salíamos de la tienda—. ¡Es un robo a mano armada!

Papá concibió un modo ingenioso de conseguir algo de dinero extra. Se dio cuenta de que cuando uno retira dinero de la ventanilla del servicio bancario para coches, la transacción tarda cinco minutos en ser registrada por el ordenador. Así que abriría una cuenta bancaria, y más o menos una semana después retiraría todo el dinero de una ventanilla del interior, mientras mamá retiraba la misma suma de la ventanilla para coches. Lori dijo que eso sonaba tremendamente delictivo, pero papá le contestó que todo lo que estaba haciendo era burlar a los potentados banqueros que practicaban la usura con el pobre ciudadano honrado, cobrándole intereses exorbitantes.

—Poned cara de ingenuos nos dijo mamá la primera vez que dejamos a papá en la puerta del banco.

—¿Nos mandarán a un correccional para delincuentes juveniles si nos trincan? —pregunté.

Mamá me aseguró que era perfectamente legal.

—La gente deja sus cuentas en números rojos todo el tiempo —nos informó—. Si nos atrapan, sólo pagaremos una pequeña tasa por el descubierto.

Nos explicó que era algo así como tomar un préstamo sin pasar por el tedioso papeleo. Pero al acercarnos con el coche a la ventanilla, mamá se puso tensa y dejó escapar una risita tonta y nerviosa al pasar el impreso de reintegro a través de la ventanilla blindada. Creo que disfrutaba ante la perspectiva de sacarles algo a los ricos.

Cuando la mujer de la ventanilla nos entregó el dinero, mamá dio la vuelta a la manzana para volver a colocarse delante del banco. Un minuto más tarde, papá salió con toda tranquilidad. Se subió al coche, se giró y, con una sonrisa burlona y picara, nos mostró en alto un fajo de billetes mientras los barajaba con el pulgar.

• • •

La razón por la que papá lo tenía difícil para encontrar un empleo estable —según él contaba a menudo— era que el sindicato de electricistas de Phoenix estaba corrompido. Lo manejaba la mafia que controlaba todas las obras de construcción del ayuntamiento, así que para poder conseguir un empleo decente tenía que expulsar al crimen organizado de la ciudad. Eso requería mucha investigación confidencial, y el mejor lugar para recoger información era en los bares cuyos dueños eran los mafiosos. Así que papá empezó a pasar casi todo su tiempo en esos antros.

Mamá le lanzaba una mirada sarcástica cada vez que papá mencionaba sus investigaciones. Yo empecé a tener mis propias dudas acerca de sus actividades. Venía a casa con borracheras tan violentas que mamá casi siempre se escondía mientras nosotros tratábamos de calmarle. Rompía ventanas y destrozaba platos y muebles hasta que descargaba su ira; entonces miraba el estropicio causado y a nosotros, allí de pie. Cuando tomaba conciencia de lo hecho, bajaba la cabeza abatido y avergonzado. Luego caía de rodillas y se desplomaba de bruces contra el suelo.

Una vez inconsciente, yo intentaba poner orden en la casa, pero mamá siempre me detenía. Había estado leyendo libros sobre cómo actuar con un alcohólico, y éstos decían que los borrachos no recordaban los destrozos hechos, así que si uno iba limpiando a su paso, ellos creían que no había pasado nada.

—Tu padre necesita ver el desastre que está causando en nuestras vidas —decía mamá.

Pero cuando papá se levantaba, actuaba como si todos aquellos destrozos no existieran, y nadie discutía el asunto con él. El resto de la familia nos acostumbramos a andar esquivando muebles astillados y cristales rotos.

Mamá nos enseñó a vaciarle los bolsillos cuando perdía el conocimiento. Llegamos a hacerlo bastante bien. Una vez, después de hacerle rodar y de reunir un puñado de calderilla, le abrí los dedos para arrancarle la botella que sujetaba en la mano. Le faltaban las tres cuartas partes del contenido. Me quedé mirando el líquido ambarino. Mamá nunca tocaba la bebida, y yo me preguntaba qué era lo que a papá le resultaba tan irresistible. Abrí la botella y me la llevé a la nariz. El espantoso olor me picó, pero cuando logré armarme de valor eché un trago. Noté un sabor horrorosamente espeso, como a humo, y tan ardiente que me quemó la lengua. Corrí al cuarto de baño, lo escupí y me enjuagué la boca.

Acabo de darle un sorbo a lo que bebe papá —le conté a Brian—. Es la cosa más espantosa que he probado en mi vida.

Brian le dio un manotazo a la botella, arrancándomela de la mano. La vació en el fregadero de la cocina, y luego me llevó fuera, al cobertizo, y abrió un arcón de madera colocado al fondo, con un rótulo que ponía: CAJÓN DE JUGUETES. Estaba lleno de botellas de licor vacías. Cada vez que papá perdía el conocimiento, me contó Brian, él agarraba la botella, la vaciaba y la escondía en el arcón. Esperaba a reunir diez o doce, y entonces las llevaba a un contenedor de basura situado unas calles más abajo, porque si papá llegara a ver las botellas vacías se pondría furioso.

• • •

—Tengo un presentimiento realmente bueno para esta Navidad —anunció mamá a principios de diciembre. Lori se encargó de señalarle que los últimos meses las cosas no habían ido precisamente bien—. Exacto —replicó—. Es la forma que tiene Dios de decirnos que nos hagamos cargo de nuestro propio destino. Dios ayuda a aquellos que se ayudan a sí mismos.

Tenía un presentimiento tan bueno que había decidido que ese año celebráramos la Navidad el día de Navidad, en lugar de una semana después.

Mamá era una experta en tiendas de artículos de segunda mano. Leía las etiquetas de la ropa y giraba los platos y jarrones para examinar la marca. No tenía reparo en decirle a la vendedora que un vestido marcado a veinticinco centavos no valía más de diez, y frecuentemente lo obtenía a ese precio. Mamá nos llevó de compras a tiendas de segunda mano durante semanas antes de aquella Navidad, y nos dio a cada uno un dólar para gastar en regalos. Compré un florero de cristal rojo para mamá, un cenicero de ónice para papá, un coche para Brian, un libro sobre duendes para Lori y un tigre de peluche con una oreja descosida, que mamá me ayudó a volver a coser en su lugar, para Maureen.

La mañana de Navidad, mamá nos llevó a una estación de servicio en la que vendían árboles de Navidad. Eligió un abeto alto, oscuro, ligeramente seco.

—Este pobre árbol esta noche va a quedar sin vender, y necesita alguien que lo quiera —le dijo al hombre, ofreciéndole tres dólares. El dependiente miró el árbol y luego a mamá y a nosotros. A mi vestido le faltaban botones. A lo largo de las costuras de la camiseta de Maureen habían aparecido ya algunos agujeros.

—Señora, éste ha sido rebajado a un pavo —dijo.

Llevamos el árbol a casa y lo decoramos con adornos antiguos de la abuela: pomposas bolas de colores, frágiles perdices de cristal y luces con largos tubos de agua burbujeante. Me moría de ganas de abrir los regalos, pero mamá insistió en que celebráramos la Navidad a la manera católica; nos daríamos los regalos al volver de la misa del gallo. Sabiendo que todos los bares y tiendas de licores cerraban en Navidad, papá se aprovisionó por adelantado. Destapó la primera Budweiser antes del desayuno, y cuando se acercó la hora de la misa del gallo, le costó trabajo ponerse de pie.

Sugerí que tal vez por esa vez mamá debería permitir a papá librarse de ir a misa, pero ella dijo que acercarse a la casa de Dios para darle un breve saludo era algo especialmente importante en momentos como ése, así que papá nos acompañó a la iglesia dando tumbos y a trompicones. Durante el sermón, el cura habló del milagro de la Inmaculada Concepción y del nacimiento de la Virgen.

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