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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (20 page)

BOOK: El castillo de cristal
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—Encantada de conocerte, abuela —dije yo.

—No me llames abuela —me soltó—. Mi nombre es Erma.

—No le gusta
na,
pues la hace más vieja —intervino un hombre que apareció a su lado. Aparentaba ser frágil, con un cabello tan corto y blanco, que parecía cubierto de pinchos. Hablaba entre dientes y apenas se le entendía nada. No sabía si era por su acento o quizás porque no se había puesto la dentadura postiza—. Mi nombre es Ted, pero podéis llamarme abuelo —prosiguió—. No me molesta
pa'na
ser abuelo.

Detrás del abuelo había un hombre de rostro rubicundo con una mata de cabello pelirrojo arremolinado sobresaliendo debajo de su gorra de béisbol, con un logo de Maytag. Tenía puesto un abrigo escocés rojo y negro, pero no llevaba camisa debajo. Se puso a anunciar una y otra vez que era nuestro tío Stanley, y no dejó de abrazarme y de besarme, como si yo fuera alguien a quien realmente le tenía un enorme cariño y hubiera visto por última vez hacía siglos. Podía percibir el olor a whisky en el aliento, y cuando hablaba, se le veían los pliegues rosados de sus encías desdentadas.

Miré a Erma, a Stanley y al abuelo, buscando algún rasgo que me recordara a papá, pero no encontré ninguno. Tal vez se trataba de una de las inocentadas de papá, pensé. Era capaz de haberse puesto de acuerdo con la gente más ridícula del pueblo para que se hicieran pasar por su familia. En unos minutos empezaría a reírse y nos diría dónde vivían sus verdaderos padres, e iríamos allí y nos daría la bienvenida una mujer perfumada y sonriente que nos daría para comer unos cuencos humeantes de gachas de trigo. Miré a papá. No sonreía. Se limitaba a rascarse el cuello, como si le hubiera salido un sarpullido.

• • •

Seguimos a Erma, a Stanley y al abuelo al interior de la casa. Dentro hacía frío. El aire olía a moho, a cigarrillos y a ropa sucia. Nos apiñamos alrededor de una estufa barriguda de hierro fundido, alimentada con carbón, y estiramos las manos hacia ella para calentarlas. Erma sacó una botella de whisky del bolsillo de su sencillo vestido, y papá pareció alegrarse por primera vez desde que habíamos salido de Phoenix.

Erma nos llevó a la cocina, donde preparaba la cena. Del techo colgaba una bombilla, reflejando una luz fría sobre las paredes amarillentas, bañadas por una fina capa de grasa. Erma levantó con un hierro curvado una arandela de la vieja cocina de carbón, y con la otra mano agarró un atizador apoyado contra la pared para remover las brasas calientes y anaranjadas de su interior. Revolvió una cacerola llena de estofado de guisantes verdes con tocino y le echó un gran puñado de sal. Luego puso una bandeja de galletas Pillsbury en la mesa de la cocina y, agarrando el cucharón, nos sirvió un plato de guisantes a cada uno de los niños.

Los guisantes estaban tan recocidos que cuando intenté pincharlos con el tenedor se deshacían, y tan salados que apenas podía tragármelos. Me tapé la nariz apretándomela con los dedos. Era la forma que me enseñó mamá para tragar las cosas un poco podridas. Erma me vio y me apartó la mano de un bofetón.

—A caballo regalado no se le mira el diente —dijo.

En el piso superior había tres habitaciones, dijo Erma, pero hacía unos diez años que nadie subía allí, porque los listones del suelo estaban carcomidos. El tío Stanley se ofreció a dejarnos su habitación del sótano y dormir él en un catre en el vestíbulo mientras nos quedáramos allí.

—Sólo estaremos unos días —aseguró papá—, hasta que encontremos un sitio propio.

Después de la cena, bajamos con mamá al sótano. Se trataba de una gran habitación fría y húmeda, de paredes con bloques de cemento y suelo de linóleo verde. Había otra estufa de carbón, una cama, un sofá-cama, en el que podían dormir mamá y papá, y una cómoda pintada del rojo de los coches de bomberos. En ella había cientos de cómics sobados, con las esquinas dobladas —
La pequeña Lulú, Richie Rich, Beetle Bailey, Archie y Jughead
—, que el tío Stanley había acumulado durante años. Debajo de la cómoda había botellas de licor destilado ¿legalmente.

Nos subimos a la cama de Stanley. Para no estar muy apretados, Lori y yo nos acostamos con la cabeza en un extremo y Maureen y Brian en el otro. Yo tenía los pies de Brian en mi rostro, así que le agarré por los tobillos y empecé a morderle el dedo gordo. Él se reía, me daba patadas y también empezó a mordisquear mis dedos como represalia, y eso me hizo reír a mí. Oímos un fuerte retumbar en la parte de arriba.

—¿Qué es eso? —preguntó Lori.

—Tal vez las cucarachas de aquí sean más grandes que las de Phoenix —aventuró Brian. Todos nos reímos y oímos otra vez el mismo retumbar. Mamá fue a investigar, y luego bajó y nos explicó que Erma golpeaba el suelo con el mango de una escoba para que dejáramos de hacer ruido.

—Me ha pedido que vosotros, niños, no os riáis mientras estéis en su casa —dijo mamá—. Eso la pone de los nervios.

—No creo que le gustemos demasiado a Erma deduje yo.

—Es sólo una mujer vieja que ha tenido una vida dura —repuso mamá.

—Son todos un poco raros —señaló Lori. —Nos adaptaremos —dijo mamá.

O nos trasladaremos, pensé yo.

Al día siguiente era domingo. Cuando nos levantamos, el tío Stanley estaba apoyado en la nevera y tenía la mirada fija en la radio. De ella salían unos ruidos raros, incomprensibles, como una combinación de chillidos y gemidos.

—Habla en lenguas desconocidas —dijo—. Sólo el Señor es capaz de entender eso.

El predicador empezó a hablar en inglés de verdad, más o menos. Tenía un acento tan cerrado que era casi tan difícil de entender como cuando hablaba en las lenguas desconocidas. Le preguntaba a toda la buena gente que le escuchaba quiénes habían sido ayudados por él, intermediario del espíritu del Señor, para que mandaran sus contribuciones. Papá entró en la cocina y escuchó durante un segundo.

—Es esa clase de vudú que trata de helarte la sangre —afirmó— lo que me convirtió en ateo.

Ese mismo día, un poco más tarde, nos subimos al Oldsmobile, y mamá y papá nos llevaron a dar una vuelta por el pueblo. Welch estaba rodeado de montañas tan altas que uno se sentía como si estuviera mirando hacia arriba desde el fondo de un cuenco. Papá dijo que las colinas que rodeaban a Welch eran demasiado escarpadas para cultivar. No se podía criar un buen rebaño de ovejas o ganado vacuno, ni siquiera sembrar, excepto para alimentar escasamente a la propia familia. Así que aquella parte del mundo había estado abandonada de la mano de Dios hasta fines del siglo XIX o principios del XX, cuando algunos inversores del Norte, con pocos escrúpulos, abrieron una vía para llegar a la zona y trajeron mano de obra barata para excavar los enormes yacimientos de carbón.

Nos detuvimos bajo un puente ferroviario y bajamos del coche para admirar el río que atravesaba Welch. Discurría lentamente, sin apenas ondulación alguna. El nombre del río, dijo papá, era Tug.

—Tal vez en el verano podamos ir a pescar y nadar —comenté.

Papá negó con la cabeza. El condado no tenía sistema de alcantarillado, explicó, así que cuando la gente tiraba de la cadena de sus inodoros, la descarga iba directamente al Tug. A veces se producía una riada y el nivel del agua subía hasta la copa de los árboles. Papá señaló el papel higiénico colgando de las ramas a lo largo de la ribera del río. El Tug, continuó, tenía el nivel de bacterias fecales más alto de todos los ríos de Norteamérica.

—¿Qué es fecal? —pregunté.

Papá miró al río.

—Mierda —contestó.

Papá nos llevó hasta el centro por la carretera principal, estrecha, con viejas construcciones de ladrillo apiñándose a ambos lados. Las tiendas, los carteles, las aceras, los coches, todo estaba cubierto por una delgada capa de polvo de carbón negro, lo que confería al pueblo un aspecto casi monocromático, como una vieja fotografía pintada a mano. En Welch todo estaba deteriorado y era decadente, pero se notaba que alguna vez, había sido próspero. Sobre una colina se erguía el espléndido edificio de piedra caliza del juzgado, con una gran torre con reloj. Frente a él había un banco muy elegante con ventanas en forma de arco y una puerta de hierro forjado.

También se apreciaba que la gente de Welch aún mantenía cierto orgullo por lo que había sido. Un cartel cerca del único semáforo del pueblo anunciaba que Welch era la sede del condado de McDowell y que durante años se habían extraído de las minas del condado de McDowell más carbón que de cualquier otro lugar comparable en todo el mundo. Al lado, otro cartel alardeaba de que Welch tenía el aparcamiento municipal al aire libre más grande de Norteamérica.

Pero los alegres anuncios pintados a los lados de edificios, como la cafetería Tic Toc y el cine Pocahontas, estaban desvaídos y resultaban ilegibles. Papá nos contó que los malos tiempos llegaron en los años cincuenta. Fue una época dura, que se convirtió en permanente. El presidente John F. Kennedy vino a Welch poco después de ser elegido, y repartió, personalmente, los primeros vales de alimentos del país en la calle McDowell, para demostrar que —aunque a los americanos comunes y corrientes podría resultarles difícil de creer— existía pobreza extrema en su propio país.

La carretera que atravesaba Welch, nos comentó papá, sólo se dirigía hacia las húmedas e imponentes montañas y a otros pueblos carboníferos moribundos. Pocos forasteros pasaban por Welch actualmente, y el que lo hacía venía para causar sufrimiento de una forma u otra: para despedir obreros, cerrar una mina, exigir la hipoteca de alguna casa, competir en la obtención del puesto de trabajo que sólo en raras ocasiones se ofrecía. A la gente no le interesaban mucho los forasteros.

Casi todas las calles estaban silenciosas y desiertas esa mañana, pero de vez en cuando pasábamos al lado de una mujer que tenía puestos rulos en la cabeza, o un grupo de hombres en camiseta con logotipos de aceite lubricante para motores, holgazaneando en alguna puerta. Trate de mirarlos a los ojos, de saludarlos con un gesto de cabeza y de sonreírles para hacerles saber que sólo teníamos buenas intenciones, pero ellos no devolvían el saludo, ni decían palabra, ni siquiera nos miraban. Sin embargo, justo cuando pasábamos a su lado, podía sentir sus ojos siguiéndonos calle abajo.

Papá había traído a mamá a hacer una breve visita a Welch hacía quince años, justo después de casarse.

—Caramba, las cosas han ido un poco cuesta abajo desde que estuvimos aquí la última vez —comentó ella.

Papá soltó un bufido. La miró como si fuera a decirle
¿Qué diablos te había dicho?
En cambio, se limitó a sacudir la cabeza.

De pronto, en el rostro de mamá se dibujó una amplia sonrisa.

—Apuesto a que no hay ningún otro artista viviendo en Welch —aseguró—. No tendré a nadie que me haga la competencia. Verdaderamente, aquí podría despegar mi carrera.

Al día siguiente, mamá nos llevó a Brian y a mí a la escuela primaria de Welch, situada casi en las afueras del pueblo. Entró resueltamente en la oficina del director con nosotros detrás, y le informó de que tendría el placer de incorporar a su escuela a dos de los niños más brillantes y creativos de América.

El director miró a mamá por encima de sus gafas de montura negra, pero permaneció sentado detrás de su escritorio. Mamá explicó que nos habíamos ido de Phoenix un poco apresuradamente —«usted ya sabe cómo son esas cosas»—, y por desgracia, en medio del jaleo, olvidó poner en el equipaje cosas como la documentación escolar y los certificados de nacimiento.

—Le aseguro que Jeannette y Brian son excepcionalmente brillantes, e incluso diría que tienen un don. —Le sonrió.

El director nos miró a Brian y a mí, con nuestro cabello sin lavar y nuestra ropa ligera del desierto. Su rostro asumió una expresión amarga, escéptica. Fijó su atención en mí, se empujó las gafas caídas sobre la nariz, y dijo algo que sonó así:

—¿Cuan tué osho porsié?

—Perdone, ¿cómo dice? —pregunté yo.

—¡Osho porsié!
—dijo en voz más alta.

Me quedé totalmente desconcertada. Miré a mamá.

—No entiende su acento —le dijo mamá al director. Él frunció el ceño. Mamá se giró hacia mí—. Te está preguntando cuántos son ocho por siete.

—¡Ah! —exclamé yo—. ¡Cincuenta y seis! ¡Ocho por siete son cincuenta y seis! —Empecé a soltar una perorata de toda clase de ecuaciones matemáticas.

El director me miró con los ojos perdidos.

—No puede comprender lo que estás diciendo —me dijo mamá—. Trata de hablar más despacio.

El director me hizo alguna pregunta más, que no pude entender. Con mamá haciendo de intérprete, le di las respuestas que él no podía comprender. Luego se concentró en Brian, pero tampoco pudieron entenderse.

El director llegó a la conclusión de que Brian y yo éramos un poco cortos de entendederas y que teníamos un defecto en el habla y por eso a los demás les resultaba difícil entendernos. Nos puso a ambos en clases especiales para alumnos con dificultades de aprendizaje.

• • •

—Tendréis que impresionarlos con vuestra inteligencia —nos dijo mamá a Brian y a mí cuando salíamos para la escuela, al día siguiente—. No tengáis miedo de ser más listos que ellos.

La noche anterior a nuestro primer día de escuela había llovido. Cuando Brian y yo nos bajamos del autobús de la escuela primaria de Welch, nuestros zapatos se empaparon con el agua que llenaba los surcos embarrados de las ruedas de los autobuses escolares. Miré a mi alrededor para ver qué juegos había en el patio del recreo, con la idea de hacer nuevos amigos gracias a la habilidad para el juego de la pelota amarrada al poste que había adquirido en Emerson, pero no vi ni un solo columpio, tobogán o estructura de barras para trepar, por no hablar de juegos de pelotas atadas a postes.

No dejó de hacer frío desde que llegamos. El día anterior, mamá sacó los abrigos de la tienda de segunda mano que nos compró en Phoenix. Cuando señalé que al mío le faltaban los botones, dijo que ese defecto menor no era nada si se tenía en cuenta que el abrigo era importado de Francia y estaba hecho de lana de oveja cien por cien. Mientras esperábamos a que sonara el timbre de entrada, me quedé de pie con Brian en el borde del patio del recreo, con los brazos cruzados para mantener cerrado mi abrigo. Los otros niños nos clavaban las miradas, murmurando entre ellos, pero también mantenían distancia, como si todavía no tuvieran claro si éramos cazadores o presas. Creía que en Virginia Occidental eran todos palurdos blancos, así que me sorprendió ver allí a muchos niños negros. Una niña negra alta, de mandíbula prominente y ojos almendrados, me sonrió. Sacudí la cabeza y le devolví la sonrisa, pero luego me di cuenta de que en su sonrisa había cierta malicia. Cerré más fuerte los brazos sobre mi pecho.

BOOK: El castillo de cristal
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