El barrio también tenía su cuota de pervertidos. En su mayoría eran hombres encorvados y harapientos, de voz zalamera, que esperaban apostados en las esquinas o nos seguían a la escuela o cuando veníamos de ella, que trataban de ayudarnos dándonos impulso cuando queríamos saltar una tapia o nos ofrecían caramelos y calderilla para que fuéramos a jugar con ellos. Les decíamos a gritos que eran unos asquerosos y les chillábamos para que nos dejaran en paz, aunque a mí me preocupaba que tal vez estuviéramos hiriendo sus sentimientos, porque no podía dejar de preguntarme si no estarían diciendo la verdad, y a lo mejor lo único que querían era realmente ser amigos nuestros.
Por las noches, mamá y papá siempre dejaban abiertas las puertas de delante y de atrás, y todas las ventanas. Como no teníamos aire acondicionado, explicaban, teníamos que dejar entrar la brisa nocturna. De vez en cuando, por la puerta principal se colaba algún vagabundo o algún borrachín, al imaginar que la casa estaba vacía. Por la mañana, cuando nos levantábamos, lo encontrábamos dormido en una de las habitaciones delanteras. Tan pronto los despertábamos, emprendían la retirada arrastrando los pies, disculpándose. Mamá siempre aseguraba que eran sólo unos borrachos inofensivos.
Maureen, que tenía cuatro años y a quien aterrorizaba el coco, se pasaba las noches soñando que por las puertas abiertas se metían intrusos con máscaras de Halloween para llevarnos con ellos. Una noche, cuando yo casi tenía diez años, me despertó alguien pasándome las manos por mis partes pudendas. Al principio fue algo confuso. Lori y yo dormíamos en la misma cama, y pensé que tal vez ella se estuviera moviendo en sueños. Medio dormida, le aparté la mano.
—Sólo quiero jugar a un juego contigo —dijo una voz de hombre.
Reconocí la voz. Era la de un tipo esmirriado de mejillas hundidas que últimamente daba vueltas por la calle 3 Norte. Trato de acompañarnos hasta casa cuando salíamos de la escuela y le dio a Brian una revista llamada
Niños en una granja,
con fotos de niños y niñas en ropa interior.
—¡Pervertido! —chillé, dándole al hombre un puntapié en la mano.
Brian vino corriendo a la habitación con un hacha pequeña que tenía siempre junto a la cama, y el hombre se marchó a toda velocidad. Esa noche papá había salido, y cuando mamá dormía no se enteraba de nada aunque se viniera el mundo abajo, así que Brian y yo corrimos detrás del hombre por nuestra cuenta. Al llegar a la acera, a la luz púrpura de los faroles de la calle, lo vimos desaparecer detrás de una esquina. Le buscamos por varias calles, pero no pudimos encontrarle. De camino a casa, íbamos dándonos palmadas y levantando los puños en alto, como si hubiéramos ganado un combate de boxeo. Decidimos que habíamos estado de cacería de pervertidos, equiparable a la caza del Demonio, salvo que el enemigo era real y peligroso, no el producto de la imaginación hiperactiva de un niño.
Al día siguiente, cuando papá volvió a casa y le contamos lo ocurrido, dijo que iba a matar a ese malnacido hijoputa. Él, Brian y yo salimos de nuevo a la caza del pervertido, pero, esta vez, en serio. Con la sangre hirviendo de furia, peinamos las calles durante horas, pero no dimos con el tipo. Le pregunté a mamá y papá si debíamos cerrar las puertas y ventanas cuando nos fuéramos a dormir. Dijeron que lo pensarían. Necesitábamos el aire fresco y era esencial no sucumbir al miedo.
Así que las ventanas siguieron abiertas. Maureen siguió teniendo pesadillas de hombres con máscaras de Halloween. Y, algunas veces, cuando Brian y yo nos sentíamos un poco acelerados, él agarraba un machete, yo un bate de béisbol y salíamos a la caza de pervertidos, limpiando las calles de seres inmundos que cogían a los niños como presa.
A mamá y papá les gustaba destacar lo de no sucumbir al miedo, a los prejuicios o a los conformismos de estrechas miras de personas retrógradas que pretendían decirles a todos los demás cómo debían vivir o no su vida. Se suponía que nosotros teníamos que ignorar a esos borregos ignorantes, como los llamaba papá. Un día, mamá vino conmigo y mis hermanos a la biblioteca del centro cívico. Como hacía un bochorno terrible, sugirió que nos refrescáramos saltando en la fuente frente al edificio. El agua era poco profunda para nadar, pero chapoteamos en ella, haciéndonos los cocodrilos hasta que una pequeña muchedumbre se congregó a nuestro alrededor, indicando a mamá que estaba prohibido nadar en la fuente.
—Ocúpense de sus asuntos —replicó mamá. Yo me sentía un tanto avergonzada y empecé a subir por el borde para salir—. ¡Ignora a esos carcas! —me dijo mamá, y para dejar claro que no le importaban en absoluto las opiniones de aquella gente, se encaramó a la fuente y se dejó caer junto a nosotros, salpicándonos y provocando grandes olas que fueron a chocar contra los bordes.
A mamá nunca le molestó que la gente se diera la vuelta y se la quedara mirando, ni siquiera en la iglesia. Aunque sostenía que las monjas eran unas aguafiestas y no seguía todas las reglas de la Iglesia al pie de la letra —consideraba los Diez Mandamientos más bien como las Diez Sugerencias—, mamá se consideraba a sí misma una católica devota, y nos llevaba a misa casi todos los domingos. La iglesia de Santa María era la más grande y más hermosa que yo había visto jamás. Estaba construida con adobes de color arena y tenía dos torres alzándose al cielo, una vidriera circular gigante y, para acceder a las puertas principales, amplias escalinatas, una a cada lado, llenas de palomas. Las otras madres iban a misa ataviadas con velos de encaje negro en la cabeza y un bolso verde, rojo o amarillo en la mano, a juego con sus zapatos. Mamá pensaba que era superficial preocuparse por el aspecto. Decía que Dios opinaba como ella, así que íbamos a la iglesia con la ropa rota o salpicada de pintura. Lo importante era el espíritu interior y no la apariencia exterior, decía, y cuando llegaba el momento de los himnos, le mostraba su espíritu a toda la congregación, cantando a grito pelado, con una voz tan potente que la gente de los bancos de delante se daba la vuelta y se quedaba mirando.
Ir a la iglesia se convertía en algo especialmente complicado cuando papá nos acompañaba. Él había sido educado como baptista, pero no le gustaba la religión ni creía en Dios. Creía en la ciencia y en la razón, decía, no en la superstición y el vudú. Mamá se había negado a tener hijos a menos que él consintiera educarlos en la fe católica y a ir él mismo a la iglesia en los días señalados.
Papá se sentaba en el banco, echando chispas, incapaz de estarse quieto, aunque se mordía la lengua cuando el cura empezaba a hablar sobre el episodio de Jesús haciendo resucitar a Lázaro de entre los muertos o cuando los asistentes se ponían en fila para tomar el cuerpo y beber la sangre de Cristo. Finalmente, cuando ya no podía soportarlo más, gritaba algo para desafiar al cura. No lo hacía por hostilidad. Soltaba su pregunta en tono amistoso.
—¡Oiga, Padre! —decía papá.
Generalmente, el cura lo ignoraba tratando de seguir adelante con su sermón, pero mi padre insistía. Desafiaba al sacerdote hablándole de la imposibilidad científica de los milagros, y cuando veía que seguía ignorándole, se ponía furioso y gritaba lo primero que se le ocurría sobre los hijos bastardos del papa Alejandro VI, el hedonismo del papa León X, la simonía del papa Nicolás III o sobre los asesinatos cometidos en nombre de Cristo durante la Inquisición española. Pero qué podía esperarse, añadía, de una institución regida por hombres célibes ataviados con vestidos largos. Llegados a ese punto, el sacristán nos invitaba amablemente a marcharnos.
—No os preocupéis, Dios lo comprende —decía mamá—. Él sabe que vuestro padre es una cruz que debemos soportar.
La vida de la ciudad fastidiaba a papá.
—Empiezo a sentirme como una rata en un laberinto —me confesó.
Detestaba el modo en que todo estaba tan organizado en Phoenix, con tablas de horarios, cuentas bancarias, facturas de teléfono, parquímetros, impresos para pagar los impuestos, despertadores, reuniones de padres en la escuela y encuestadores llamando a la puerta y husmeando en la vida de uno. Odiaba a la gente que vivía en casas con aire acondicionado con las ventanas permanentemente selladas y conducían coches, con aire acondicionado, para dirigirse a sus trabajos de nueve a cinco en edificios de oficinas con aire acondicionado que, opinaba, eran poco más que cárceles vestidas de etiqueta. Sólo con observar a esa gente cuando se dirigía al trabajo, se sentía acorralado y le entraban picores. Empezó a quejarse de que nos volvíamos demasiado blandengues, demasiado dependientes de las comodidades y perdiendo el contacto con el orden natural del mundo.
Papá echaba de menos la vida del desierto. Tenía necesidad de deambular libre en campo abierto y de vivir entre animales salvajes. Le daba la sensación de que era bueno para el alma estar rodeado de águilas ratoneras, coyotes y serpientes. Se suponía que así debía vivir el hombre, aseguraba, en armonía con la naturaleza, como los indios, no actuando como los amos de la tierra tratando de imponer sus reglas a todo el condenado planeta, talando los bosques y matando a cada una de las criaturas que no podían hacer entrar en razón.
Un día oímos en la radio que una mujer de una urbanización vio un puma detrás de su casa y llamó a la policía; ésta acudió y disparó al animal. Papá se puso tan furioso que atravesó una pared de un puñetazo.
—Ese puma tiene tanto derecho a su vida como esa vieja amargada —dijo—. No se puede liquidar a un ser sólo porque es salvaje.
Papá estuvo rumiando un rato, mientras se bebía una cerveza, y luego nos dijo que subiéramos todos en el coche.
—¿Adónde vamos? —pregunté. No habíamos hecho una sola excursión desde que nos trasladamos a Phoenix. Las echaba de menos.
—Voy a enseñaros —contestó— que ningún animal, no importa lo grande o salvaje que sea, es peligroso, mientras sepamos lo que está haciendo.
Subimos al coche. Papá conducía con otra cerveza en la mano y maldiciendo entre dientes por la muerte del inocente puma y los timoratos de las urbanizaciones. Nos detuvimos en el zoológico de la ciudad. Ni mis hermanos ni yo habíamos estado antes en un zoo, y no sabía exactamente con qué me iba a encontrar. Lori dijo que pensaba que los zoológicos deberían estar prohibidos. Mamá, que sostenía a Maureen con un brazo y su bloc de dibujo en el otro, señaló que los animales habían cambiado libertad por seguridad. Dijo que cuando los miraba, se imaginaba que no veía los barrotes.
En la taquilla, papá compró las entradas, mascullando algo sobre la estupidez de pagar para ver animales, y nos guió en nuestro recorrido. La mayor parte de las jaulas eran manchones de tierra rodeados por barrotes de hierro, con gorilas mustios, osos intranquilos, monos irritables o gacelas ansiosas amontonadas en un rincón. Había muchos niños divirtiéndose, mirando boquiabiertos, riendo y arrojándoles cacahuetes a los animales, pero a mí al ver a aquellas pobres criaturas se me hizo un nudo en la garganta.
—Casi estoy a punto de colarme aquí una noche de éstas y poner en libertad a estos bichos —amenazó papá.
—¿Puedo acompañarte? —pregunté.
Me revolvió el pelo.
—Tú y yo, Cabra Montesa —dijo—. Llevaremos a cabo nuestra propia fuga de la cárcel protagonizada por animales.
Nos detuvimos en un puente. Debajo, en un profundo foso, había lagartos tomando el sol sobre unas rocas que rodeaban un estanque.
—La vieja que hizo que le dispararan a ese puma no comprendía la psicología animal —afirmó papá—. Si les demuestras que no tienes miedo, te dejan en paz. —Papá señaló al lagarto más grande y escamoso—. Ese bastardo de aspecto tan asqueroso y yo vamos a jugar a sostenernos la mirada. —Papá se colocó en el puente, mirando fijamente al lagarto como si quisiera fulminarlo. Al principio el animal parecía dormido, pero luego pestañeó y levantó la vista hacia papá. Él siguió mirándolo sin inmutarse, con el entrecejo fruncido ferozmente. Un minuto después, el lagarto sacudió la cola, apartó la mirada y reptó hacia el agua—. ¿Lo veis? Sólo tienes que transmitirle cuál es su lugar —dijo papá.
—A lo mejor se hubiera ido a nadar de todas formas —susurró Brian.
—¿Qué quieres decir? —pregunté—. ¿No has visto lo nervioso que se puso? Fue papá quien le hizo bajar la mirada e irse.
Seguimos a papá a la jaula de los leones, pero estaban dormidos, así que nos aconsejó que los dejáramos tranquilos. El oso hormiguero estaba ocupado aspirando hormigas, y papá nos recomendó que no molestáramos a los animales cuando están comiendo, así que pasamos de largo y nos dirigimos al cubil del guepardo, que era más o menos del tamaño de nuestro salón y le rodeaba una valla metálica. El solitario guepardo iba de un extremo al otro; los músculos de sus patas delanteras se movían con cada paso. Papá, con los brazos cruzados sobre el pecho, estudiaba al animal.
—Es un buen animal, la criatura de cuatro patas más rápida del planeta —declaró—. No le hace feliz estar en esta condenada jaula, pero se ha resignado a ello, y se le ha pasado la ira. Veamos si tiene hambre.
Papá me llevó al puesto de bocadillos y bebidas. Le dijo a la señora que lo atendía que tenía un raro problema médico que le impedía comer carne cocida, así que quería comprar una hamburguesa cruda.
—Ajá, vaya —dijo la dependienta, explicándole que el zoológico no permitía la venta de carne cruda, porque siempre había algún imbécil que se la quería dar de comer a los animales.
—Me gustaría darle de comer el enorme culo lleno de grasa de esta tía a los animales —masculló papá.
Me compró una bolsa de palomitas y volvimos a la jaula del guepardo. Papá se arrodilló por la parte de fuera de los barrotes frente al animal, que se acercó a él y lo estudió con curiosidad. Papá le clavó la mirada, pero no con la misma expresión que al lagarto. El guepardo lo miró. Finalmente, se sentó. Papá pasó por encima de la valla metálica y se arrodilló justo al lado de los barrotes donde estaba sentado. El felino no se movió, siempre mirándole.
Papá alzó lentamente la mano y la apoyó en la jaula. El guepardo miró la mano, pero no hizo movimiento alguno. Papá puso tranquilamente la mano entre los barrotes de hierro y la apoyó sobre el cuello del guepardo. El felino acercó su cabeza a la mano, como si estuviera pidiendo caricias. Papá le hizo al guepardo la clase de caricia enérgica y vigorosa que se les hace a los perros grandes.
—Situación bajo control —nos informó papá, haciéndonos señas para que entráramos.