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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (12 page)

BOOK: El castillo de cristal
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—Tenía que castigar a alguien, y no quería disgustar a ningún otro niño —contestó Lori.

Cuando mamá empezó a dar clases, creí que tal vez podríamos comprarnos ropa nueva, comer en cafeterías e incluso gastar en cosas bonitas como las fotos de la clase que todos los años se hacían en la escuela. Mamá y papá nunca habían podido pagar aquellas fotos, aunque un par de veces mamá había birlado secretamente alguna instantánea del paquete antes de devolverlo. A pesar del salario de mamá, ese año no compramos las fotos —ni las robamos—, aunque probablemente haya sido mejor así. Mamá había leído en alguna parte que la mayonesa era buena para el cabello, y la mañana que el fotógrafo vino a la escuela me dio un buen baño de cucharadas de mayonesa en el pelo. No se enteró de que después había que lavarse aquel emplasto; en la foto de ese año yo aparecía con el pelo más tieso que un puerco espín.

Aun así, las cosas mejoraron. A pesar de que a papá lo habían echado de la mina de barita, nos permitieron seguir viviendo en la estación, mientras pagáramos el alquiler a la compañía minera, ya que no había muchas otras familias que desearan vivir en ese lugar. Ahora teníamos comida en la nevera, al menos hasta que se acercaba fin de mes; entonces empezábamos a andar escasos de dinero porque ni mamá ni papá dominaban el arte de ajustarse al presupuesto.

Pero el salario de mamá trajo consigo un nuevo montón de problemas. Aunque a papá le gustaba que mamá trajera a casa los cheques de su paga, él se consideraba a sí mismo como el cabeza de familia y sostenía que había que darle el dinero a él. Era responsabilidad suya, decía, controlar las finanzas de la familia. Y necesitaba dinero para financiar sus investigaciones sobre el filtrado de mineral de oro.

—La única investigación que haces tú es sobre la capacidad que tiene tu hígado para absorber alcohol —le atacaba mamá.

A pesar de todo, le resultaba difícil desafiar abiertamente a papá. Por alguna razón, no era capaz de negarse. Si lo intentaba, él discutía, la adulaba, se enfurruñaba y, simplemente, la agotaba. Así que ella recurría a tácticas evasivas. Le decía a papá que todavía no había cobrado el cheque o que se lo había dejado en la escuela, escondiéndolo hasta que escapaba disimuladamente al banco. Entonces mentía diciendo que había perdido el dinero.

Papá empezó a aparecer en la escuela el día de cobro. Esperaba fuera en el coche y nos llevaba a todos a Winnemucca, al banco, para que mamá cobrara el cheque de inmediato. Papá insistía en escoltar a mamá al banco. Mamá prefería llevarnos con ella, para pasarnos furtivamente algo del dinero a alguno de nosotros. De vuelta al coche, papá registraba su bolso y lo confiscaba.

En uno de esos viajes, mamá fue al banco sola porque papá no pudo aparcar. Cuando salió, le faltaba un calcetín.

—Jeannette, te voy a dar un
calcetín,
y quiero que lo guardes bien, en un lugar seguro —me dijo después de subir al coche. Me hizo un exagerado guiño mientras se metía la mano en el sujetador y extraía el calcetín, anudado en el medio y abultado en un extremo—. Ocúltalo bien para que nadie pueda cogerlo, porque ya sabes la escasez de
calcetines
que podemos llegar a tener en casa.

—Demonios, Rose Mary —saltó papá—. ¿Te crees que soy un jodido imbécil?

—¿Qué? —preguntó mamá, levantando los brazos—. ¿No tengo derecho a darle un calcetín a mi hija? —Volvió a guiñarme el ojo, por si acaso no lo había pillado.

Cuando volvimos a Battle Mountain, papá insistió en que fuésemos al Owl Club a celebrar el día de paga, y pidió chuletones para todos. Estaban tan buenos que olvidamos que nos comíamos el valor de una semana de provisiones.

—Eh, Cabra Montesa —me dijo papá cuando terminamos de cenar, mientras mamá metía nuestras sobras en su bolso—. ¿Por qué no me prestas ese calcetín un segundo?

Miré a todos. Nadie me devolvía la mirada, excepto papá, sonriendo burlonamente con cara de lagarto. Le tendí el calcetín. Mamá soltó un dramático suspiro de derrota y se dejó caer sobre la mesa. Para demostrar quién mandaba, papá le dejó una propina de diez dólares a la camarera, pero, cuando salíamos, mamá deslizó disimuladamente el billete en el bolso.

• • •

Pronto nos quedamos otra vez sin un centavo. Un día que papá nos llevó a la escuela, vio que no llevábamos nuestras bolsas del almuerzo.

—¿Dónde tenéis vuestro almuerzo? —nos preguntó.

Nos miramos unos a otros, encogiéndonos de hombros.

—No hay comida en casa —dijo Brian.

Cuando oyó eso, se escandalizó, como si se enterara por primera vez en la vida de que sus hijos pasaban hambre.

—¡Demonios, esta Rose Mary ya se ha gastado el dinero en material para sus cuadros! —masculló, haciendo como si hablara para sí mismo. Entonces declaró en voz más alta—: ¡Ningún hijo mío va a pasar hambre! —Después de dejarnos allí, nos gritó—: Vosotros, chavales, no os preocupéis de nada.

Durante el almuerzo, Brian y yo nos sentamos juntos en la cafetería. Fingía estar ayudándole con sus deberes para que no nos preguntaran por qué no comíamos, cuando apareció papá en la puerta con una gran bolsa de comida entre las manos. Le vi deslizando la mirada por la sala, buscándonos.

—Mis pequeños se han olvidado de traer su comida a la escuela —le explicó a la maestra de turno en la cafetería mientras se acercaba a nosotros. Puso la bolsa sobre la mesa, delante de nosotros, y extrajo una barra de pan, un paquete entero de salchichas ahumadas, un frasco de mayonesa, dos litros de zumo de naranja, dos manzanas, un frasco de pepinillos y dos barras de chocolate—. ¿Alguna vez os he defraudado? —nos preguntó, y luego dio media vuelta y se marchó.

En una voz tan baja que no era posible que papá le oyera, Brian dijo:

—Sí.

• • •

—Papá tiene que empezar a ganarse la vida —dijo Lori, con la mirada perdida en la nevera vacía.

—¡Lo está haciendo! —exclamé yo—. Trae dinero de sus trabajos especiales.

—Gasta en bebida más de lo que gana —observó Brian. Estaba tallando algo y las virutas caían al suelo, al lado de la cocina, en la que estábamos de pie. Brian adquirió el hábito de andar con una navaja en el bolsillo todo el tiempo y, a menudo, tallaba pedazos de madera cuando le daba vueltas a algo en la cabeza.

—No todo es para bebida —le disculpé yo—. La mayor parte es para investigar sobre el filtrado con cianuro.

—Papá no necesita investigar nada sobre el filtrado —dijo Brian—. Es un experto en ello.

Lori y él estallaron en carcajadas. Yo les lancé una mirada feroz. Sabía más de la situación de papá que ellos, porque él hablaba conmigo más que con cualquier otro de la familia. Todavía íbamos juntos al desierto a la cacería del Demonio, para rememorar los viejos tiempos, porque, en aquel entonces, yo tenía siete años y ya no creía en los demonios. Papá me contó sus planes, mostrándome sus hojas con gráficos, cálculos y cartas geológicas, representando las capas de sedimentos en los que se enterraba el oro.

Me dijo que era su hija preferida, pero me hizo prometerle que no se lo diría a Lori ni a Brian ni a Maureen. Era nuestro secreto.

—Te juro, cariño, que a veces pienso que tú eres la única aquí que todavía tiene fe en mí —me confesó—. No sé qué haría si alguna vez la perdieras.

Le dije que nunca perdería la fe en él. Y le prometí que jamás lo haría.

• • •

Unos meses después de que mamá empezara a trabajar de maestra, Brian y yo pasamos delante de la Linterna Verde. Las nubes que sobresalían por encima del sol poniente aparecían veteadas de púrpura y escarlata. La temperatura bajaba rápidamente, pasando, en cuestión de minutos, del sol abrasador al frío, como sucedía siempre al anochecer en el desierto. Una mujer con los hombros envueltos en un chal con flecos fumaba un cigarrillo en el porche principal de la Linterna Ver de. Saludó a Brian con la mano, pero él no respondió al saludo.

—¡Yuujuuu! ¡Brian, soy yo, cariño! ¡Ginger! —le llamó a voces.

Brian la ignoró.

—¿Quién es ésa? —pregunté.

—Una amiga de papá —contestó—. Es boba.

—¿Por qué es boba?

—No sabe ni las palabras que aparecen en los cómics de
Sad Sack
—afirmó Brian.

Me contó que papá le había sacado a pasear el día de su cumpleaños, hacía poco tiempo. En una tienda, papá le dijo que eligiera el regalo que quisiera, así que él se decidió por un cómic de
Sad Sack.
Luego fueron al hotel Nevada, cerca del Owl Club, que tenía un cartel que ponía BAR BARBACOA. LIMPIO MODERNO. Cenaron con Ginger, que estuvo riéndose y hablando, pero en voz muy alta y sobándolos tanto a papá como a Brian. Luego los tres subieron las escaleras y se metieron en una de las habitaciones del hotel. Era una suite, con una pequeña salita delante y un dormitorio. Papá y Ginger fueron al dormitorio, y Brian se quedó en la salita leyendo su nuevo cómic. Más tarde, cuando salieron papá y Ginger, ella se sentó al lado de Brian. El no levantó la vista. Se quedó mirando el cómic, aunque se lo había leído entero dos veces. Ginger declaró que le encantaba
Sad Sack.
Así que papá obligó a Brian a regalarle el cómic a la chica, diciéndole que eso era lo que le correspondía hacer a un caballero.

—¡Era mío! —exclamó Brian—. Y ella me pidió que le leyera incluso las palabras en letras más grandes. Era mayor, y ni siquiera era capaz de leer un cómic.

Brian le cogió tanta manía a Ginger, que me di cuenta de que ella debía de haber hecho algo más que quedarse con su cómic. Me pregunte si se habría enterado de algo acerca de Ginger y las otras señoras de la Linterna Verde. Tal vez supiera por qué mamá decía que eran malas. Quizás por eso estaba enfadado.

—¿Averiguaste qué es lo que hacen dentro de la Linterna Verde? —pregunté.

Brian clavó la mirada en la lejanía. Traté de discernir qué estaba mirando, pero no había nada, aparte de los montes Tuscarora elevándose hasta rozar el cielo crepuscular. Luego sacudió la cabeza.

—Gana un montón de dinero —afirmó—, y tendría que comprarse ella misma sus puñeteros cómics.

A algunas personas les gustaba burlarse de Battle Mountain. Un gran periódico del Este organizó una vez un concurso para buscar el pueblo más feo, más triste, más dejado de la mano de Dios de todo el país, y declaró ganador a Battle Mountain. La gente que vivía allí tampoco lo apreciaba mucho. Señalaban el gran cartel amarillo y rojo de la Shell bien alto en el poste —ese que tenía la «ese» quemada— y decían con una suerte de perverso orgullo:

—Ajá, ése es el sitio donde vivimos: en el infierno. Pero yo era feliz en Battle Mountain. Llevábamos allí casi un año, y lo consideraba mi hogar, el primer hogar verdadero que recuerdo. Papá estaba a punto de terminar de perfeccionar su método para procesar oro con cianuro, Brian y yo teníamos el desierto, Lori y mamá pintaban y leían juntas y Maureen, que tenía un cabello sedoso de un rubio clarísimo, casi blanco, y toda una pandilla de amigos imaginarios, corría feliz por allí liberada de pañales. Creí que nuestros días de hacer el equipaje y marcharse en el coche en mitad de la noche habían terminado para siempre.

Poco después de mi octavo cumpleaños, Hilly Deel y su padre se mudaron a Las Vías. Billy tenía tres años más que yo, era alto y flacucho, con el cabello cortado al rape y ojos azules. Pero no era guapo, porque tenía la cabeza un poco deformada. Bertha Whitefoot, una mujer medio india que vivía en una casucha cerca de la vieja estación con unos cincuenta perros encerrados en la valla de su jardín, decía que era porque la mamá de Billy jamás le había dado la vuelta cuando era un bebé. Siempre lo tuvo acostado en la misma posición, día tras día, y el lado de la cabeza apretado contra el colchón se quedó un poco chato. No era fácil darse cuenta de ello a menos que se le mirase de frente con atención, cosa que no hacía demasiada gente, porque Billy se estaba moviendo continuamente, como si tuviera pulgas. Llevaba sus Marlboro en las mangas recogidas hacia arriba de su camiseta y encendía los cigarrillos con un mechero Zippo decorado con el dibujo de una mujer desnuda inclinándose.

Billy vivía con su padre en una chabola construida con cartones, chapas onduladas y planchas de zinc, un poco más abajo de nuestra casa. Nunca mencionaba a su madre y dejaba claro que esperaba que nadie sacara el asunto a colación, así que nunca supe si ella se largó o si había muerto. Su padre trabajaba en la mina de barita, y pasaba las noches en el Owl Club, así que Billy tenía un montón de tiempo sin nadie controlándole.

A Bertha Whitefoot le dio por llamar a Billy «el diablo con el pelo al rape» y «el terror de Las Vías». Afirmaba que prendió fuego a dos de sus perros y despellejado a algunos gatos del barrio, colgando sus rosados cuerpos desollados en una cuerda de tender ropa, para que se secaran. Billy decía que Bertha era una tremenda gorda embustera. Yo no sabía a quién creer. Después de todo, Billy era oficialmente un DJ, un delincuente juvenil. Nos contó que pasó un tiempo en un correccional de menores en Reno por robar en tiendas y destrozar coches. Poco después de que se trasladara a Las Vías, empezó a rondarme. Siempre me estaba mirando y diciéndoles a los otros chicos que era mi novio.

—¡No, no lo es! —gritaba yo, aunque secretamente me gustaba que quisiera serlo.

Unos meses después de haber venido a vivir al pueblo, Billy me dijo que quería mostrarme algo realmente gracioso.

—Si es un gato desollado, no quiero verlo —repuse.

—Nooo, no es nada de eso —aseguró—. Es realmente gracioso. Te vas a reír sin parar. Te lo prometo. A menos que tengas miedo.

—Claro que no tengo miedo —afirmé.

La cosa graciosa que me quería mostrar Billy estaba en su casa, que por dentro era oscura, olía a orines y aún más desordenada que la nuestra, aunque de un modo diferente. La nuestra estaba llena de cosas: papeles, libros, herramientas, maderas, cuadros, materiales de pintura y estatuas de la Venus de Milo pintadas de distinto color. En la casa de Billy apenas había cosas. No había muebles. Ni siquiera mesas de carretes de madera. Era una única habitación en la que había dos colchones en el suelo, cerca de un televisor. Las paredes estaban desnudas, sin un solo cuadro o dibujo. Una miserable bombilla colgaba del techo, justo al lado de tres o cuatro tiras de espirales matamoscas con una capa tan gruesa de moscas pegadas que no se podía ver debajo de ellas la superficie amarilla pegajosa del papel. Latas de cerveza vacías, botellas de whisky y algunas latas de salchichas a medio consumir, tiradas por el suelo. Sobre uno de los colchones, el padre de Billy roncaba a intervalos irregulares. Tenía la boca abierta, la mandíbula colgando, y las moscas se arremolinaban en su barba de tres días. El pantalón estaba oscurecido por una mancha húmeda que le llegaba casi hasta las rodillas. Tenía bajada la cremallera, y su asqueroso pene colgaba hacia un lado. Observé en silencio, y luego pregunté:

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