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Authors: Jeannette Walls

Tags: #Memorias, #Narrativa, #Ensayo

El castillo de cristal (34 page)

BOOK: El castillo de cristal
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Guardábamos a Oz en la vieja máquina de coser, en nuestra habitación. Oz no tenía un agujero con una tapa en el vientre, y la ranura del lomo era demasiado estrecha para poder sacar los billetes, incluso utilizando un cuchillo, así que una vez que se introducía el dinero, allí se quedaba. Lo probamos para asegurarnos. No lo contábamos, pero como la hucha era transparente, podíamos ver cómo se acumulaban nuestros ahorros en su interior cuando lo levantábamos y lo poníamos a contraluz.

• • •

Un día, ese invierno, cuando volví del instituto había un cupé Cadillac DeVille dorado aparcado delante de casa. Me pregunté si los de los servicios sociales habrían encontrado a unos millonarios para actuar como nuestros padres de acogida, y llegaban para llevarnos con ellos, pero dentro de casa estaba papá jugueteando con unas llaves en la mano. Nos explicó que el Cadillac era el nuevo vehículo oficial de la familia Walls. Mamá murmuraba que una cosa era vivir en una casucha de tres habitaciones sin electricidad, dado que había cierta dignidad en la pobreza, y otra vivir en una casucha de tres habitaciones y ser dueños de un Cadillac dorado, lo que significaba que nos habíamos convertido en basura blanca de solemnidad.

—¿De dónde lo has sacado? —le pregunté.

—Una mano de póquer endemoniadamente buena —respondió—, y un farol todavía mejor.

Desde que llegamos a Welch tuvimos un par de coches, pero eran unos verdaderos trastos viejos, con motores vibrando como un terremoto y parabrisas astillados; cuando íbamos en ellos, podíamos ver correr el asfalto a través de paneles del suelo totalmente herrumbrosos. Esos coches nunca duraban más de un par de meses, y al igual que había sucedido con el Oldsmobile con el que vinimos desde Phoenix, nunca les pusimos nombre, y mucho menos los matriculamos o los hicimos revisar. El cupé DeVille, de hecho, tenía la pegatina de la inspección técnica todavía vigente. Era tan bonito que papá declaró que ya era hora de revivir la tradición de ponerle nombre a nuestros coches.

—Me da que ese Caddy de ahí —dijo— es un Elvis.

Se me pasó por la cabeza que papá tendría que vender a Elvis y usar el dinero para instalar un servicio en el interior de la casa y comprarnos ropa nueva a todos. Me veía obligada a cerrarme los zapatos de piel negra, comprados por cincuenta céntimos en la tienda de segunda mano, con imperdibles, que traté de ennegrecer con un rotulador Magic Marker para que no se notara. También usé rotuladores Magic Marker para pintar manchas de colores en mis piernas esperando camuflar los agujeros de mis pantalones. Me imaginé que se notarían menos que si les cosía unos parches. Tenía unos pantalones azules y otros verdes, así que, cuando me los quitaba, mis piernas estaban llenas de manchas azules y verdes.

Pero papá estaba demasiado encariñado con Elvis para pensar en venderlo. Y la verdad sea dicha, a mí Elvis me encantaba, casi tanto como a él. Era largo y de líneas elegantes, como un yate. Tenía aire acondicionado, tapizado de color tabaco dorado, ventanillas que subían y bajaban apretando un botón e intermitentes que funcionaban, de modo que papá no tenía que sacar el brazo cada vez que quería girar. Cuando íbamos en Elvis por el pueblo, yo sonreía y hacía un gesto con la cabeza a las personas en las aceras, sintiéndome una rica heredera.

—Tú tienes un auténtico aire aristocrático, Cabra Montesa —decía papá.

A mamá, poco a poco, también terminó encantándole Elvis. No había vuelto a dar clases. En cambio, pasaba el tiempo pintando, y los fines de semana empezamos a ir en el coche a ferias de artesanía por Virginia Occidental: espectáculos en los que hombres barbudos vestidos con monos tocaban el salterio y mujeres disfrazadas de abuelitas vendían artilugios para rascarse la espalda hechos con mazorcas de maíz y esculturas de carbón de osos negros y de mineros. Llenábamos el maletero de Elvis con los cuadros de mamá y tratábamos de venderlos en las ferias. Mamá también dibujaba retratos al pastel para cualquiera que quisiera pagar dieciocho dólares, y de vez en cuando le encargaban alguno.

En esos viajes dormíamos en Elvis, porque muchas veces sólo sacábamos lo suficiente para pagar la gasolina, y ni siquiera eso. Aun así, era agradable estar otra vez en movimiento. Nuestros viajes en Elvis me hacían evocar lo fácil que era levantarse y ponerse en marcha cuando se sentía un impulso apremiante. Una vez tomada la decisión de ponerse en marcha, era tan sencillo como dar un paso al frente.

Cuando se acercaba la primavera, y el día de la graduación de Lori estaba cada vez más cerca, me quedaba despierta por las noches en mi cama, pensando en su vida en Nueva York.

—Dentro de tres meses exactamente —le dije—, estarás viviendo en Nueva York. —A la semana volví a señalar—: Dentro de dos meses y tres semanas exactamente, estarás viviendo en Nueva York.

—Cállate la boca, por favor —dijo ella.

—No estás nerviosa, ¿o sí? —pregunté.

—¿Tú qué crees?

Lori estaba muerta de miedo. No estaba segura de qué se suponía que tenía que hacer una vez que llegara a Nueva York. Ésa había sido siempre la parte más difusa de nuestro plan de huida. En otoño, a mí no me cabía la menor duda de que podría conseguir una beca para una de las universidades de la ciudad. Había sido finalista de una Beca Nacional al Mérito, pero tuvo que hacer autoestop para ir a Bluefield para el examen, y se puso de los nervios cuando el camionero que la recogió intentó propasarse con ella; llegó casi una hora tarde e hizo una chapuza de examen.

Mamá, que apoyaba los planes de Lori de irse a Nueva York, se pasaba el día diciendo que ya le gustaría a ella poder ir a la gran ciudad y sugirió que Lori solicitara la admisión en la escuela de arte de la Universidad Cooper Union. Lori preparó un
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con sus dibujos y pinturas, pero justo antes de la fecha límite para su presentación se le cayó encima una cafetera, lo que hizo que mamá se preguntara en voz alta si Lori no tendría miedo al éxito.

Luego Lori oyó hablar de una beca patrocinada por una sociedad literaria, que se le daría al estudiante por la mejor obra de arte inspirada en alguno de los genios de la literatura inglesa. Decidió hacer un busto de Shakespeare en arcilla. Trabajó en él una semana, utilizando un palillo de una paleta de helado al que le sacó punta para dar forma a los ojos ligeramente saltones, la barba, el pendiente y el cabello ligeramente largo. Cuando lo terminó, era exactamente igual a Shakespeare.

Esa noche estábamos sentados en la mesa de dibujo mirando cómo Lori le daba los toques finales al pelo de Shakespeare, cuando papá llegó a casa, borracho.

—Ése sí que se parece al viejo Billy —dijo papá—. Sólo que, como yo ya os he contado varias veces, era un condenado impostor.

Durante años, cada vez que mamá traía obras de Shakespeare, papá decía que no las había escrito William Shakespeare de Avon, sino varias personas, incluyendo a alguien llamado Earl de Oxford, porque nadie en la Inglaterra isabelina podría haber tenido, él solo, el vocabulario de treinta mil palabras de Shakespeare. Todas estas tonterías sobre Billy Shakespeare, como le llamaba papá, su enorme genio, pese a que sólo tenía estudios primarios, sabía poco latín y aún menos griego, era un cúmulo de mitología sentimental.

—Vas a ayudar a perpetuar su fraude —le dijo a Lori.

— Papá, sólo es un busto —replico Lori.

—Ese es el problema —dijo papá.

Examinó la escultura, y de pronto estiró la mano y deformó la boca de Shakespeare con el pulgar.

—¿Qué demonios estás haciendo? —gritó Lori.

—Ya no es
sólo
un busto —dijo papá—. Ahora tiene un valor simbólico. Puedes llamarlo
El bardo mudo.

—Me he pasado días trabajando en esto —gritó Lori—. Y tú lo has echado a perder.

—He elevado su categoría —señaló papá. Le dijo a Lori que le ayudaría a escribir un artículo demostrando que las obras de Shakespeare pertenecían a varios autores, como las pinturas de Rembrandt—. Como que me llamo Rex Walls que vas a crear una gran agitación en el mundo literario.

—¡No quiero crear ninguna agitación en ningún mundo! —aulló Lori—. ¡Lo único que quiero es obtener una insignificante y estúpida beca!

—Demonios, estás en una carrera de caballos, pero piensas como una oveja —dijo papá—. Las ovejas no ganan carreras de caballos.

• • •

Lori no tuvo ánimos para rehacer el busto. Al día siguiente aplastó la arcilla sobre la mesa de dibujo, haciendo una gran pelota. Le dije que si no la aceptaban en una escuela de arte después de su graduación, debía irse a Nueva York de todas formas. Podía mantenerse con el dinero ahorrado hasta que encontrara trabajo, y luego podía solicitar la admisión en alguna escuela. Ése se convirtió en nuestro nuevo plan.

Estábamos furiosos con papá, lo que le dio una excusa para andar enfurruñado. Decía que no sabía por qué se molestaba en volver a casa, dado que ya nadie valoraba sus ideas en lo más mínimo. Insistía en que no quería impedir que Lori se fuera a Nueva York, pero si tenía dos dedos de frente no se iría a ninguna parte.

—Nueva York es una cloaca para pobres diablos —declaró más de una vez—, llena de maricas y violadores. —Lori sería atracada y se quedaría en la calle, le advertía, obligada a prostituirse, para terminar siendo una drogadicta, como todos esos adolescentes que huyen de casa—. Te lo digo sólo porque te quiero —aseguraba—. Y no quiero ver cómo te haces daño.

Una noche de mayo, cuando ya hacía casi nueve meses que ahorrábamos, llegué a casa con un par de dólares ganados de canguro y fui a la habitación a ponerlos a buen recaudo en Oz. El cerdito no estaba en la vieja máquina de coser. Empecé a buscarlo entre todos los trastos que había en la habitación y, finalmente, lo encontré en el suelo. Alguien lo había abierto con un cuchillo y había robado el dinero.

Sabía que había sido papá, pero al mismo tiempo no podía creer que hubiera caído tan bajo. Por supuesto, Lori todavía no sabía nada. Estaba en el salón tarareando mientras trabajaba en un cartel. Mi primer impulso fue esconder a Oz. Acudió a mi mente la absurda idea de que, de alguna manera, podría reponer el dinero antes de que Lori descubriera su desaparición. Pero sabía lo ridículo que era eso; los tres pasamos la mayor parte del año acumulando aquel dinero. Era imposible que pudiera reponerlo en el mes que faltaba para la graduación de Lori.

Fui al salón y me quedé de pie a su lado, tratando de pensar qué decirle. Ella estaba trabajando en un cartel con la palabra «¡TAMMY!» en colores fluorescentes. Después de unos segundos, levantó la vista.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Por la expresión de mi cara, Lori se dio cuenta de que algo iba mal. Se puso de pie tan bruscamente que volcó una botella de tinta china y corrió hacia la habitación. Me preparé para lo peor, esperando un grito, pero sólo oí el silencio y luego un suave sollozo entrecortado.

• • •

Lori se quedó levantada toda la noche para encararse con papá, pero él no vino. Al día siguiente faltó al instituto por si él regresaba, pero papá estuvo «ausente sin permiso» tres días antes de que le oyéramos subir por la escalera desvencijada para subir al porche.

—¡Cabrón! —gritó Lori—. ¡Nos robaste el dinero!

—¿De qué demonios estás hablando? —preguntó papá—. Y cuida tu lengua. —Se inclinó contra la puerta y encendió un cigarrillo.

Lori agarró el cerdito acuchillado y se lo arrojó a papá tan fuerte como pudo, pero estaba vacío y casi no pesaba nada. Le dio un ligero golpe en el hombro y luego rebotó y se fue al suelo. Él se agachó cuidadosamente, como si el suelo a sus pies pudiera empezar a moverse en cualquier momento, recogió nuestra hucha-cerdito saqueada y le dio la vuelta en sus manos.

—Está condenadamente claro como el agua que alguien ha destripado al viejo Oz, ¿no? —Se volvió hacia mí—. Jeannette, ¿tú sabes qué ha pasado?

De hecho, me hizo una mueca medio de sonrisa burlona. Después de la azotaina, papá se portaba de una forma más agradable conmigo, y aunque estaba planeando marcharme, podía hacerme reír cuando lo intentaba, y todavía me consideraba una aliada. Pero ahora lo único que quería era molerle la cabeza a golpes.

—Tú cogiste nuestro dinero —afirmé—. Eso es lo que ha pasado.

—Vaya, esto sí que está bien dijo papá.

Empezó a farfullar que un hombre llegaba a casa de matar al dragón, para tratar de mantener a salvo a su familia, y todo lo que quiere a cambio de sus esfuerzos y sus sacrificios es un poco de amor y de respeto, pero parecía que eso era pedir demasiado. Dijo que no había cogido nuestro dinero para Nueva York, pero que si Lori estaba tan empecinada en vivir en ese lugar inmundo, él mismo le pagaría el viaje.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes de un dólar. Nos limitamos a quedarnos mirándole, así que él dejó caer los arrugados billetes al suelo.

—Haced lo que os dé la gana —dijo.

—¿Por qué nos haces esto, papá? —pregunté—. ¿Por qué?

Su rostro se puso tenso de ira, y luego se dirigió tambaleándose hasta el sofá, mientras la ira se disipaba.

—Nunca saldré de aquí —se puso a decir Lori—. Nunca saldré de aquí.

—Sí que saldrás —repliqué—. Te lo juro. —Necesitaba firmemente que ella se fuera. Porque sabía que si Lori nunca salía de Welch, yo tampoco lo haría.

• • •

Al día siguiente volví a G. C. Murphy y me quedé mirando el estante de las huchas. Todas eran de plástico, de porcelana o de cristal, fáciles de romper. Examiné una colección de cajas de metal, con cerrojos y llaves. Los goznes eran demasiado endebles. Papá podría hacerlos saltar. Compré un monedero azul. Lo llevaba con una correa bajo mi ropa todo el tiempo. Cuando estaba demasiado lleno, ponía el dinero en un calcetín que escondía en un agujero en la pared, bajo mi litera.

Volvimos a empezar a ahorrar, pero Lori estaba muy desanimada, por lo que el dinero no aumentaba tan rápido. Una semana antes de que se terminaran las clases, solo habíamos conseguido reunir 37,20 dólares. Entonces, una de las mujeres para las que hacía de canguro, una maestra, la señora Sanders, me dijo que ella y su familia se trasladaban a su pueblo natal en Iowa y me preguntó si quería pasar el verano allí con ellos. Si iba y le ayudaba a cuidar de sus dos pequeños, me pagaría doscientos dólares al final del verano y me compraría un billete de autobús para regresar a Welch.

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