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Más tarde, Lori y yo fuimos en el metro hasta Greenwich Village y luego andando un trecho hasta la Evangeline, la pensión para mujeres en la que vivía. Esa primera noche me desperté a las tres de la mañana y vi el cielo iluminado de un naranja brillante. Me pregunté si habría un incendio en alguna parte, pero, por la mañana, Lori me explicó que ese resplandor naranja se debía a que el aire contaminado refractaba la luz de las calles y los edificios. Aquí, el cielo nocturno, prosiguió, era siempre de ese color. Lo que significaba que en Nueva York nunca veías las estrellas. Pero Venus no era una estrella. Me pregunté si podría distinguirlo.
Al día siguiente encontré trabajo en un tugurio de venta de hamburguesas en la calle 14. Descontando los impuestos y la seguridad social, me llevaba a casa más de ochenta dólares por semana. Me pasé muchísimo tiempo imaginando cómo sería Nueva York, pero lo único que no se me ocurrió nunca era que las oportunidades estaban al alcance de la mano. Exceptuando el ridículo uniforme rojo y amarillo con gorro de tela a juego, el trabajo me encantó. El bullicio a la hora de comer y de cenar siempre era excitante: las colas de gente esperando ante el mostrador, los cajeros gritando los pedidos por los micrófonos, los chicos de la parrilla metiendo las hamburguesas con una pala en la cinta transportadora que las pasaba sobre el fuego para asarlas, todo el mundo corriendo del mostrador de las guarniciones al de las bebidas a la freidora de patatas, el administrador zambulléndose entre nosotros cada vez que se producía una crisis… Teníamos un veinte por ciento de descuento en la comida, y las primeras semanas comí una hamburguesa con queso y un batido de chocolate todos los días.
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A mitad del verano, Lori encontró un apartamento para nosotras en un barrio que se ajustaba a nuestro presupuesto: en el South Bronx. El edificio modernista amarillo debía de haber sido bastante elegante cuando se inauguró, pero ahora los muros exteriores estaban llenos de pintadas y los espejos agrietados del vestíbulo se sostenían con cinta adhesiva de tuberías. Aun así, tenía lo que mamá llamaba buenos huesos.
Nuestro apartamento era más grande que la casa de la calle Little Hobart y, por supuesto, mucho más bonito. Tenía suelos de parqué de roble brillante, un vestíbulo con dos escalones que conducían al salón —donde dormía yo— y, en un extremo, un dormitorio, la habitación de Lori. También tenía una cocina con una nevera que funcionaba y unos hornillos de gas con un piloto, de tal modo que no se necesitaban cerillas para encenderlos: se giraba el interruptor, se oía un chasquido y veías cómo el círculo de llama azul aparecía por los diminutos agujeros del hornillo. Mi habitación preferida era el cuarto de baño. Tenía el suelo de baldosas blancas y negras, un inodoro que al tirar de la cadena echaba un potente chorro de agua, una bañera profunda donde sumergirse por completo y agua caliente que nunca se cortaba.
A mí no me molestaba que el apartamento estuviera en un barrio peligroso; siempre habíamos vivido en barrios malos. En la calle, los muchachos portorriqueños holgazaneaban tocando música, bailando, sentados en coches abandonados, apiñándose en la entrada de la estación de metro elevada y frente a la tienda de comestibles que vendía cigarrillos de uno en uno, a los que llamaban «sueltos». Me atracaron varias veces. La gente siempre me recomendaba que, si me robaban, tenía que entregar el dinero y no arriesgarme a que me mataran. Pero ni hablar de darle a un extraño los billetes que tan duramente me había ganado, tampoco quería ganar fama en el barrio de blanco fácil, así que siempre me defendía. A veces ganaba, a veces perdía. Lo que mejor funcionaba era conservar la calma. Una vez, cuando subía al tren, un tipo trató de arrebatarme el bolso, pero tiré de él, rompiendo la correa. El ladrón se cayó al suelo en el andén, con las manos vacías, y cuando el tren arrancó miré por la ventanilla y, con sarcasmo, le saludé muy efusivamente con la mano.
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Ese otoño, Lori me ayudó a encontrar un instituto público en el que, en lugar de ir a clase, los alumnos hacían prácticas en diferentes sitios por la ciudad. Una de mis prácticas fue en
The Phoenix,
un periódico semanal en una lúgubre oficina en la avenida Atlantic, en el centro de Brooklyn, cerca de la vieja fábrica de Ex-Lax. El propietario, editor y redactor jefe era Mike Armstrong. Se consideraba a sí mismo como un incisivo especialista en trapos sucios y había hipotecado cinco veces su apartamento en los típicos edificios de ladrillos de la ciudad para seguir sacando
The Phoenix.
Todo el personal usaba máquinas de escribir Underwood con las cintas gastadas y teclas amarillentas. La «E» de la mía estaba rota, así que en su lugar usaba la tecla @. Nunca teníamos papel en blanco y, a falta de éste, utilizábamos comunicados de prensa desechados y sacados de la basura. Una vez cada mes, al menos, el cheque de la paga de alguno era devuelto. Los periodistas siempre estaban renunciando indignados. En la primavera, cuando el señor Armstrong entrevistaba a una joven licenciada de una escuela de periodismo para un puesto de trabajo que ofrecía, pasó un ratón corriendo por encima de su pie y la chica gritó. Cuando se marchó, el señor Armstrong me miró. El consejo de distribución urbana de Brooklyn se reunía esa tarde y él no tenía a nadie que cubriera aquella noticia.
—Si empiezas a llamarme Mike en lugar de señor Armstrong, el puesto es tuyo.
Acababa de cumplir dieciocho años. Dejé mi trabajo en la hamburguesería al día siguiente y me convertí en periodista a jornada completa en
The Phoenix.
Nunca había sido más feliz en toda mi vida. Hacía semanas de noventa horas de trabajo, mi teléfono sonaba de continuo, siempre andaba con prisas para llegar a las entrevistas, mirando mi Rolex de diez dólares comprado en la calle para asegurarme de no llegar tarde, regresaba a toda velocidad para archivar mi borrador y me quedaba levantada hasta las cuatro de la mañana para componer las páginas cuando se marchaba el cajista. Me llevaba a casa ciento veinticinco dólares por semana. Cuando no devolvían el cheque.
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A Brian le escribía largas cartas describiéndole con detalle la dulce vida en Nueva York. Él respondía contándome que las cosas en Welch continuaban cuesta abajo. Papá se pasaba la mayor parte del tiempo borracho, excepto cuando estaba arrestado; mamá se había retirado por completo a su propio mundo; y Maureen estaba más o menos viviendo con los vecinos. El techo de la habitación se vino abajo, y Brian trasladó su cama al porche. Le construyó unas paredes clavando tablones a las barandillas, pero allí había también muchas goteras, así que todavía dormía bajo la colchoneta hinchable.
Le dije a Lori que Brian debía venir a vivir con nosotras a Nueva York, y ella estuvo de acuerdo. Si bien temía que quisiera quedarse en Welch. Parecía un chico más apegado al pueblo que a la ciudad. Siempre andaba vagando por los bosques, tratando de reparar algún motor agujereado, cortando leña o tallando cabezas de animales en madera. Nunca se quejaba de Welch, y a diferencia de Lori y de mí, había hecho un montón de amigos allí. Sin embargo, consideraba que, pensando a largo plazo, le convenía irse del pueblo. Hice una lista de razones por las que debía trasladarse a Nueva York, para poder tener algo en que basarme y discutir el asunto con él.
Le llame a casa del abuelo y le expuse mis argumentos. Tendría que conseguir un trabajo para pagar su parte del alquiler y la comida, dije, pero en la ciudad las ofertas de empleo le perseguían a uno. Podría compartir el salón conmigo —allí había suficiente espacio para una segunda cama—, el inodoro funcionaba y jamás había goteras en el techo.
Cuando acabé, Brian guardó silencio durante unos instantes. Luego preguntó:
—¿Cuándo puedo ir?
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Al igual que yo, Brian subió al autobús de la compañía Trailways la mañana que terminó su penúltimo año de instituto. Al día siguiente de llegar a Nueva York, encontró trabajo en una heladería en Brooklyn, no lejos de
The Phoenix.
Dijo que Brooklyn le gustaba más que Manhattan y que el Bronx, y además adquirió el hábito de aparecer en las oficinas de
The Phoenix
cuando salía del trabajo y esperarme hasta las tres o cuatro de la mañana, para coger juntos el metro hasta el South Bronx. Nunca decía nada, pero creo que pensaba que, igual que cuando éramos niños, nuestras posibilidades en el mundo mejoraban si nos enfrentábamos juntos a él.
Para mí ya no tenía sentido ir a la universidad. Resultaba caro, y mi objetivo para matricularme era obtener un diploma que me permitiera acceder a un trabajo de periodista. Ahora tenía trabajo en
The Phoenix.
En cuanto al aprendizaje en sí, imaginaba innecesario tener un título universitario para convertirme en una de esas personas que sabían claramente adonde querían llegar. Si prestaba atención, podía pillar los detalles del oficio sola. Y de ese modo, si oía al pasar que alguien mencionaba algo que ignorase —comida kosher, Tammany Hall, alta costura—, indagaba luego hasta descubrir de qué se trataba. Un día entreviste a un activista de un movimiento social que describió un programa de empleo en particular como algo que hundía sus raíces en la lira Progresista. No tenía ni idea de a qué época se refería, y al regresar a la oficina me sumergí en la enciclopedia
World Book.
Mike Armstrong quiso saber qué hacía, y cuando se lo conté me preguntó si no había pensado nunca en ir a la universidad.
—¿Para qué querría dejar este trabajo para ir a la universidad? —pregunté—. Aquí tiene usted trabajando a licenciados universitarios que hacen lo mismo que yo.
—Puede que no lo creas —dijo—, pero hay por ahí mejores trabajos que el que tienes ahora. Algún día podrías aspirar a alguno de ellos. Pero no sin un título universitario.
Mike me prometió que, si iba a la universidad, podría regresar a
The Phoenix
cuando quisiera. Pero, añadió, no creía que yo fuera a hacerlo.
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Los amigos de Lori me dijeron que Columbia era la mejor universidad de Nueva York. Como en esa época sólo admitía a hombres, solicité la admisión en Barnard, su correspondiente femenino, y me aceptaron. Me concedieron una beca y préstamos que me llegaron para casi la totalidad de la matrícula, muy cara; yo había ahorrado un poco de dinero gracias a mi trabajo en
The Phoenix.
Para pagar el resto, tuve que pasar un año respondiendo al teléfono en una empresa de Wall Street.
Cuando empezaron las clases, no podía pagar mi parte del alquiler, pero una psicóloga me dejó una habitación en su piso en el Upper West Side a cambio de que le cuidara a sus dos hijos pequeños. Encontré un trabajo de fin de semana en una galería de arte, pude concentrar todas las clases en dos días y pasé a ser la editora de noticias del
Barnard Bulletin.
Lo dejé cuando me contrataron como asistente de edición tres veces por semana en una de las revistas más importantes de la ciudad. Los autores que escribían allí habían publicado libros, cubierto guerras y entrevistado a presidentes. Tenía que enviar su correo, controlar sus cuentas de gastos y contar las palabras de sus originales. Sentí que había llegado a donde quería.
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Mamá y papá nos llamaban de vez en cuando desde la casa del abuelo, para ponernos al día de la vida en Welch. Empecé a sentir pavor a esas llamadas, ya que cada vez que teníamos noticias de ellos había un nuevo problema: un aluvión de barro se había llevado lo que quedaba de las escaleras; nuestros vecinos, los Freeman, estaban tratando de hacer que nuestra casa fuera declarada ruina; Maureen se había caído del porche y se había hecho un gran tajo en la cabeza.
Cuando Lori se enteró de eso, asumió que era hora de que Maureen se trasladara también a Nueva York. Maureen sólo tenía doce años, y a mí me preocupaba que fuera demasiado pequeña para irse de casa. Tenía cuatro años cuando llegamos a Virginia Occidental, y realmente aquello era lo único que conocía.
—¿Quién la va a cuidar? —pregunté yo.
—Yo lo haré —aseguró Lori—. Puede quedarse conmigo.
Lori llamó a Maureen, que se puso a chillar de excitación ante la idea, y luego Lori habló con papá y mamá. Mamá pensó que era un magnífico plan, pero papá acusó a Lori de robarle a sus hijos, y afirmó que renegaba de ella. Maureen llegó a principios del invierno. En aquella época, Brian se trasladó a un edificio sin ascensor cerca de la terminal de autobuses de la Autoridad Portuaria, y utilizando su dirección matriculamos a Maureen en una buena escuela pública de Manhattan. Los fines de semana nos reuníamos todos en el apartamento de Lori. Hacíamos costillas de cerdo fritas o platos rebosantes de espaguetis con albóndigas, nos sentábamos tranquilamente y hablábamos de Welch, riéndonos tanto sólo de pensar en toda esa locura que se nos saltaban las lágrimas.
Una mañana, tres años después de trasladarme a Nueva York, escuchaba la radio mientras me preparaba para ir a clase. El locutor informó de un terrible atasco en la autopista de Nueva Jersey. Una furgoneta había tenido un problema, y de ella se habían caído ropas y muebles, lo que originó una enorme hilera de vehículos detrás de ella. Cuando la policía intentaba despejar la autopista, un perro saltó de la furgoneta y se echó a correr por la autopista, y un par de agentes tuvieron que perseguirlo. El locutor le sacó buen jugo a la historia, haciendo comentarios jocosos sobre aquellos paletos, su cacharro inservible y su perro medio loco, que habían hecho llegar tarde al trabajo a miles de personas que vivían en las cercanías de Nueva York.
Esa noche, la psicóloga me dijo que alguien me llamaba por teléfono.
—¡Jeannetilla! —Era mamá—. ¿Adivina qué? —preguntó con una voz que rebosaba excitación—. ¡Papá y yo nos hemos trasladado a Nueva York!
Lo primero en que pensé fue en la furgoneta estropeada en la autopista esa mañana. Cuando le pregunté al respecto, reconoció que habían tenido una pequeñísima dificultad técnica con la furgoneta. So soltó una correa en una gran autopista atestada de coches, y
tinkle,
mareado y cansado del encierro, ya sabes lo que pasa, se les escapó. Apareció la policía y papá se puso a discutir con ellos, ellos amenazaron con arrestarle y el asunto resultó bastante feo.
—¿Cómo lo has sabido? —preguntó.