El cazador de barcos (50 page)

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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

BOOK: El cazador de barcos
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Se había puesto los auriculares y estaba ajustando la sintonía del receptor cuando por fin advirtió que el suelo del camarote estaba mojado.

El agua brillaba en las rendijas entre las tablas del suelo y algunos charcos dispersos se agitaban con las vibraciones del motor.

El
Leviathan
dobló el cabo del Ra's al Hadd y el mar experimentó un cambio absolutamente repentino que maravilló a Ogilvy tanto como la primera vez que lo había visto hacía ya más de cuarenta años. Las aguas se allanaron como si fueran de gelatina. La temperatura aumentó diez grados y el viento cesó por completo. Los empinados acantilados empezaron a señalar muy pronto la costa que debían seguir y el brumoso golfo de Omán se extendió resplandeciente frente a su proa como un horno visto a través de un cristal ahumado.

Ogilvy enfocó sus prismáticos sobre la manchita blanca que formaba la figura del vigía apostado en la proa del
Leviathan
, un marinero inglés tocado con un sombrero para protegerse del ardiente sol. Cogió el teléfono del ala del puente y habló con el contramaestre. Instantes más tarde un marinero pedaleaba sobre una bicicleta atravesando la reluciente cubierta en dirección a la proa. Relevó al vigía y éste regresó a la torre de mando.

El nuevo vigía era un paquistaní, pues Ogilvy pensaba que el calor no afectaba a los orientales en la misma medida que a los europeos. A sus pies tenía un termo lleno de té helado, que le habían suministrado por orden del capitán. Sobre su cabeza, un nuevo vigía, también con un termo en la mano, había empezado a trepar hasta el tope del palo entre las chimeneas gemelas. Ambos hombres serían relevados al cabo de una hora.

La visibilidad alcanzaba varias millas y a intervalos de pocos minutos podía verse aparecer un helicóptero suspendido sobre el horizonte como el adorno de un árbol de Navidad. Pero las únicas velas a la vista eran latinas, formas inmemoriales que eran una parte tan integral del golfo de Omán, como los promontorios rocosos de su costa. ¿Emergería repentinamente Hardin de una de esas ensenadas que se abrían en la roca? Las probabilidades eran escasas. El
Leviathan
avanzaba a siete millas de la costa y los helicópteros no lo perdían de vista ni un instante.

Ogilvy regresó al cómodo ambiente acondicionado, se retiró a su camarote y se hizo servir el almuerzo. Comió despacio, reposando entre un plato y otro recostado en el cómodo sillón de su escritorio, cavilando sobre Hardin y su obsesión. El hombre era un renegado, un traidor a su profesión de salvar vidas, un descastado por propia voluntad. Había personas así. Radicales, criminales, fanáticos. Todos marginados, todos con las mismas perversas ansias de mantenerse apartados del círculo del calor humano.

Ogilvy sonrió. El camarero que le servía el almuerzo pensó que le había complacido el melón helado, pero en realidad el capitán estaba jugueteando con una extraña visión. En un momento de rara introspección había incluido a los marineros —y sus capitanes— en el solitario clan de exiliados voluntarios.

El capitán Ogilvy puso fin simultáneamente a su comida y a sus pensamientos y a continuación se tendió en la cama para aprovechar los últimos momentos de reposo que tendría en muchas horas. Pronto se iniciaría la agotadora tarea de pilotar el petrolero. Apenas tendría un momento de respiro hasta que volviera a maniobrar el
Leviathan
en sentido contrario frente a esas costas, cargado hasta los topes y ya camino de regreso a Europa.

Cogió el teléfono de su mesita de noche y llamó al puente de mando para pedir información sobre la operación de rastreo y de protección aérea. Nada: los helicópteros árabes continuaban escudriñando las aguas, adelantándose al
Leviathan
. Colgó el auricular, pensativo. ¿Sería posible que estuvieran cometiendo un gran error?

Permaneció acostado en su camarote en penumbra, despierto, analizando la situación y pasando revista mentalmente a las cartas de navegación por segunda vez. Creía entender la manera de actuar de Hardin. Le había visto esperar pacientemente en el pub de Londres, escuchando, observando, para iniciar después el ataque. Le gustaba tender trampas. Y el hecho de que hubiera seguido adelante después de sobrevivir a la tormenta que había inutilizado al
Leviathan
demostraba que era un hombre extraordinariamente decidido, aunque fuese un lunático.

Ogilvy marcó un número de teléfono.

—Sala de radio, segundo oficial…

—Póngame con el capitán Bruce de Londres.

Cuando recibió la llamada al cabo de diez minutos ya se había vestido. Bruce intentó tranquilizarlo. Los iraníes prometían que no tardarían en capturar a Hardin. Ogilvy colgó.

—Apostaría algo a que dio media vuelta y volvió atrás.

Hardin se quedó mirando el agua encharcada. ¿Cuánto rato había estado dormido? ¿Cómo era posible que le hubiera pasado inadvertida la sensación de pesadez que producía el velero al ver frenado su avance por el lastre de agua?

El radiotelegrafista del
Leviathan
continuaba intentando comunicar con Doha.


Hotel-Oscar-Yankee
.
Hotel-Oscar-Yankee
. Aquí
Sierra

Hardin se quitó bruscamente los auriculares y los desconectó de un tirón para reactivar el altavoz.


Foxtrot-Bravo
llamando a
Hotel-Oscar-Yankee
… ¿Me escuchan, por favor?

Subió corriendo a cubierta y empezó a accionar la gran bomba manual de la bañera. Un chorro de agua limpia empezó a caer por las aberturas de popa. La radio enmudeció. Hardin siguió bombeando, subiendo y bajando el émbolo con mecánica regularidad. El sudor hacía brillar todo su cuerpo y le goteaba por la frente metiéndosele en los ojos. El corazón empezó a palpitarle cada vez más fuerte. Cambió de mano. Tenia el brazo dolorido.

La radio volvió a animarse y el sonido de la voz ahogó el
bipbip
más suave del morse.


Hotel-Oscar-Yankee
.
Hotel-Oscar-Yankee
.

Hardin se agazapó debajo de la toldilla, huyendo del sol, y volvió a cambiar de mano. El casco del velero se había abierto en algún punto por debajo de la línea de flotación. Seguramente la vía de agua debía encontrarse cerca del eje de la hélice, pero no podía localizarla y empezar a repararla hasta haber logrado vaciar toda el agua.

Todo su cuerpo y su concentración estaban pendientes del ritmo acompasado, arriba-abajo-arriba-abajo, de la bomba. Subir el émbolo, bajar el émbolo. Subir-bajar, arriba-abajo. Una vez y otra, y otra, bajo el calor mortal. Un rugido llenó sus oídos ahogando el sonido del motor. Podía escuchar el zumbido de la sangre circulando veloz por su cabeza, transportando presurosa el oxígeno de sus fatigados pulmones a su palpitante cerebro. Arriba-abajo, arriba-abajo-arriba-abajo.


Sierra-Quebec-Foxtrot-Bravo
. Aguarde un segundo, por favor.

Una voz distinta. En un inglés con un marcado acento extranjero.

—¿Me escucha bien? —preguntó el radiotelegrafista del
Leviathan
.

Silencio.

Hardin se inclinó por encima de la popa. El agua del sollado todavía salía limpia. No llevaba mucho rato estancada. Se arrastró otra vez hasta la bomba. Cuando volvió a mirar, la situación no había variado. Continuó bombeando un poco más.


Sierra-Quebec-Foxtrot-Bravo
—dijo la voz con acento extranjero—. Aquí
Hotel-Oscar-Yankee
. Estación costera de Doha. Buenas tardes. ¿Habla usted desde el
Leviathan
?

—Lima-Eco-Victor-India-Alfa…

—Sí,
Leviathan
—le interrumpió el operador de Doha—. Les estábamos esperando ¿Todos bien?

—Todos bien, gracias. ¿Hablo con Ahmed Shied?

—Sí,
Leviathan
.

—Aquí Gordon Macintosh. Me alegra volver a escuchar tu voz.

—Y a mí la tuya, amigo, después de tanto tiempo. ¿Habéis tenido un buen viaje?

El chorro de agua del sollado empezó a escupir burbujas de aire y Hardin se desplomó sobre el fondo de la bañera, temblando de agotamiento.

—Muy bueno —respondió la radio—. ¿Todo bien por aquí?

—Muy bien, gracias.

—Me alegra saberlo.

—Repite, por favor. Estoy perdiendo el contacto.

—He dicho que me alegra saberlo.

—No puedo oírle,
Leviathan
. Repita.

—Me alegra saberlo.

—Cambie el canal ocho, por favor.

Hardin se levantó con gran esfuerzo y bajó tambaleándose al hirviente camarote para sintonizar la nueva frecuencia. El
Leviathan
y Doha acababan de restablecer contacto cuando cogió la onda. Mientras los radiotelegrafistas reanudaban su amistosa charla, regresó a la bañera, detuvo el motor y escudriñó las aguas que le rodeaban. El bajo oleaje tenía el mismo color gris apagado, pero el dosel de nubes parecía clarear un poco.

Volvió a bajar, retiró los peldaños de la escalera, levantó la caja del motor y examinó el agua que se arremolinaba en el sollado. Se tendió boca abajo en el suelo, hundió una mano en El agua y palpó el fondo viscoso, arrastrándose lentamente hacia la popa, deslizando la mano bajo el hueco del motor y finalmente detrás de éste. El barco se movía calladamente arrastrado por la corriente, la temperatura del camarote se hizo más calurosa a medida que la embarcación iba perdiendo velocidad, y el motor, que había estado funcionando a todo gas desde la noche anterior, empezó a tintinear al enfriarse, exhalando un penetrante olor a aceite quemado.

Examinó el abultamiento en el punto donde el eje de la hélice atravesaba el fondo del casco. La conversación radiofónica entre el
Leviathan
y Doha proseguía en el mismo tono mientras los operadores de radio intercambiaban noticias y saludos. De pronto, el árabe preguntó bruscamente:

—¿Y qué me dices de ese loco?

—El viejo ha dicho que no quería chismorreos por la radio sobre el tema —respondió el escocés.

—Pronto le cogeremos —dijo el árabe—. No te preocupes, amigo.

Un estremecimiento que nada tenía que ver con la vana promesa del radiotelegrafista recorrió la espina dorsal de Hardin. Sintió una presión sobre sus dedos como el empuje de algo sólido dentro de un líquido que produce una entrada de agua sumergido en una piscina. Delante del eje de la hélice había una vía de agua de un palmo de largo que le pareció enorme al tacto.

Agitó los dedos sobre el oculto ñujo, intentando calcular las dimensiones del boquete. Las sacudidas del motor debían haber agrandado alguna grieta producida cuando habían volcado. ¿Continuaría abriéndose?

—¿Cuál es su hora estimada de llegada? —preguntó el operador de Doha.

—Hora estimada de llegada veintidós horas de mañana. Repito:
Leviathan
hora estimada de llegada a Halul, las veintidós de mañana.

Con la cabeza hecha un torbellino, mientras el torrente invisible se deslizaba entre sus dedos, Hardin escuchó las últimas palabras del escocés y el árabe cortando la comunicación.

Las veintidós horas. Las diez de la noche. Buen momento para no ser descubierto, pero malo para apuntar. Ojalá el Dragón llevara una mira de infrarrojos. Faltaban treinta y cuatro horas; menos de un día y medio. ¡En marcha!

Conectó su taladro eléctrico de doce voltios al enchufe del panel situado encima de la mesa de navegación y lo trasladó a la bañera, junto con su caja de herramientas y una bolsa llena de trocitos de madera. El barco, parado, se balanceaba sobre el mar casi llano y el calor apretaba cada vez más como una tuerca.

Taladró cuatro agujeros en un pequeño trozo de madera de roble de quince centímetros de lado y un centímetro y medio de espesor. Los agujeros atravesaron oblicuamente la madera a unos dos centímetros y medio de cada esquina. Después frotó varios tornillos de latón de cabeza plana sobre una barra de jabón, para lubricar la rosca. Un movimiento atrajo su atención. Se asomó por encima de la borda y retrocedió con un estremecimiento de horror que le contrajo el estómago.

Una gruesa serpiente de mar amarilla con el cuerpo tan grueso como su brazo se deslizaba sobre la pálida superficie de las aguas del golfo. Cuando estuvo cerca del velero levantó inquisitivamente la cabeza. Las aletas paralelas de sus fosa nasales temblaron levemente sobre su hocico. Los ojos sin párpados observaron el casco. Su cola aplastada como un timón dio una sacudida, los movimientos suaves y sinuosos de la serpiente se tornaron veloces y sincopados y el reptil se lanzó contra el barco.

Presa de pánico ante la idea de que pudiera meterse dentro, Hardin dio un grito e intentó golpear la serpiente con un bichero. Falló el golpe, rozando apenas la cabeza roma, pero antes de que pudiera sacar el bichero del agua, la serpiente de mar volvió a embestir con furia, cogiendo el garfio entre sus colmillos y enroscando su cuerpo de dos metros de largo en torno al palo. El tubo de aluminio se estremeció entre las manos de Hardin, transmitiéndole los espasmos musculares de la serpiente.

Hardin sacudió el bichero y la serpiente se zambulló perdiéndose de vista. Mientras jadeaba intentando recuperar el aliento, con la piel de gallina, descubrió que varias serpientes más pululaban en el agua. Algunas pasaban nadando lentamente sin prestarle atención, otras parecían más inquisitivas, como la primera.

Temía que se deslizaran a bordo del barco y le siguieran al interior del camarote. Nunca se había sentido completamente a sus anchas en presencia de las criaturas marinas, y en ese momento estaba atenazado por un pánico que amenazaba con paralizarle tan completamente como podría haberlo hecho la terrible mordedura de la serpiente de mar. Recorrió la cubiertas armado con el bichero, indiferente a la vía de agua y a la bruma que empezaba a dispersarse, golpeando con fuerza a cualquiera que intentara aproximarse.

Sabia perfectamente que eran animales venenosos, de mordedura mucho más mortífera que la de las serpiente de tierra. Había atendido a un oficial de la Marina de los Estados Unidos que había sido mordido por una de ellas mientras hacía submarinismo en el Pacífico Sur. Eran parientes cercanas de la cobra. No existían sueros para la mayoría de las especies. Su mordedura era indolora —una limpia inyección a través de un par de finos colmillos— pero la muerte era lenta e inevitable. Al cabo de varías horas quedaban paralizadas las piernas, después se cerraban los ojos y las mandíbulas se apretaban. Dos o tres días más tarde seguían las convulsiones, parálisis del diafragma y luego fallo respiratorio, todo lo cual no repugnaba tanto a Hardin como la horrible visión de sus gruesos cuerpos surcando el agua. Le resultaba imposible creer que no pudieran trepar a bordo si se lo proponían.

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