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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (52 page)

BOOK: El cazador de barcos
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Deprimido por su impotencia, Hardin observó que el piloto acercaba un micrófono a su boca. Un airado grito involuntario, un «no» inarticulado brotó de su garganta. El zumbido del aparato lo sepultó. Aramco recibiría el mensaje en cuestión de minutos y lo transmitiría a la Armada iraní. ¿Cuánto tardarían en aparecer sus veloces barcos de combate surcando raudos las aguas del Golfo?

El agua borboteaba y bullía bajo el remolineo de las aspas del helicóptero. El zumbido de la hélice bajó bruscamente de tono. La proa transparente del aparato se inclinó y el helicóptero partió veloz rumbo al sur. Pronto quedó reducido a una pequeña mancha negra que Hardin siguió observando hasta que desapareció. Una cálida corriente de aire le rozó la espalda. Volvió la cabeza y descubrió por qué el piloto se había alejado tan rápidamente.

Una sombra oscura con dientes blancos como la nieve. La borrasca cubría todo el cielo de un horizonte a otro; negras nubes cabalgaban sobre un mar agitado, encabritado, lleno de espumarajos. El aire se pegaba a su cuerpo. La temperatura había subido rápidamente. Resolló pesadamente, con el corazón palpitante. Tenues rayos de luz y deshilachadas masas de nubes corrían frente al borde de la borrasca como lanzas dispuestas para el ataque Intensos relámpagos proyectaban juegos de sombras sobre su cara. Después le llegó una ráfaga de aire frío. El calor se disipó como por arte de magia, desplazado por un frío de ultratumba. Los aparejos del velero empezaron a canturrear sobre su cabeza.

Hardin corrió a cerrar la escotilla principal y la central, bajó por la escotilla de proa y sacó un tormentín, que envergó sobre el estay de proa y consiguió izar segundos antes de que le diera alcance la alborotada línea blanca. Estaba a mitad de camino de la rueda del timón cuando una fuerte ráfaga de viento aulló entre los aparejos hinchando como un globo el tormentín. El velero intentó virar contra el viento, pero la borrasca lo golpeó con todas sus fuerzas sin darle tiempo a terminar la bordada y el barco quedó fuertemente escorado.

Hardin cayó del techo de la cabina, chocó contra un candelera y quedó tendido entre los cables de acero inoxidable. Con la cabeza retumbando por efecto del impacto, se abrazó al candelera y pataleó en el agua, buscando un punto de apoyo donde nada había. Los tensores del palo buscaban el contacto de las desgarradas olas. La rueda del timón giraba incontrolada, un parpadeo de aspas rodeado de un borroso aro cromado.

Hardin se izó entre los guardamancebos y se arrastró hasta la bañera. Recuperó el control de la rueda y afianzó la escota del foque. El velero se enderezó y echó a correr con el viento en popa, dando tumbos de una cresta al seno siguiente entre encrespadas olas de tres metros, que avanzaban atropelladamente rumbo al sur, transformando en una montaña rusa lo que hasta segundos antes había sido un mar en calma.

Una ráfaga de granizo golpeó la cubierta como el fuego de una ametralladora. Hardin agachó la cabeza para protegerse la cara e intentó mantener el rumbo, rogando que la tormenta durara lo suficiente para permitirle poner una buena distancia entre su barco y el lugar donde le había avistado el helicóptero.

Aquella mañana había leído y releído las
Instrucciones de navegación
. Media docena de veces en total desde el amanecer, intentando construirse un cuadro, con el cual suplir la carencia de cartas de navegación, a partir de las descripciones y advertencias cuidadosamente redactadas.

Frente a él, hacia el sur, se extendía el Gran Banco de las Perlas, una región de bajíos, islas, rocas, fuertes mareas y arrecifes de coral. El banco abarcaba la mayor parte de la gran bahía meridional del golfo Pérsico flanqueada por la Costa de los Piratas por el este y la península de Qatar por el oeste.

Jazirat Halul, el punto de destino del
Leviathan
, se encontraba situado a cincuenta millas de Qatar en el extremo noroeste del Gran Banco de las Perlas. La isla dedicada a la carga de los petroleros se encontraba casi exactamente al oeste del velero, pero la tormenta le estaba empujando hacia el sur.

Aguardó hasta encontrar un punto relativamente calmado entre las encrespadas olas e intentó dar la vuelta haciendo trasluchar la vela para poner rumbo a poniente, pero las olas empujaron al velero hacia sotavento. La proa volvió a virar hacia el sur y el foque retornó a su anterior posición con una brusquedad que estuvo a punto de desgarrar el dacrón. Intentó repetidas veces la maniobra, siempre con la intención de dirigirse hacia el oeste, pero las olas, que se arremolinaban a gran altura bajo la presión de los vientos septentrionales, se empeñaban en arrastrarle hacia el sur, alejándolo de Halul y empujándolo hacia el Banco de las Perlas.

—Ya le había dicho que estaría en el golfo —cacareó Ogilvy.

Profirió una seca carcajada y una ancha sonrisa arrugó su cara sonrosada.

—¿Le han cogido?

—No lo sé —respondió el iraní preparado ya para marcharse—. El comunicado era muy breve. Nuestros barcos se dirigen hacia allí. Sin duda lo habremos detenido dentro de escasas horas.

—Naturalmente —apostilló sarcástico Ogilvy.

El comandante iraní echó a andar hacia la puerta del cuarto de derrota en dirección al ascensor situado al otro lado. Se detuvo un momento como si quisiera decir algo, pero luego pareció cambiar de opinión. Ogilvy le miró salir. Sintió la tentación de aguijonearle todavía un poco sobre la discusión que acababan de tener, pero su dramático acierto le había puesto de buen humor. En un impulso, siguió al iraní y le dio alcance junto al ascensor.

—Le acompañaré hasta su helicóptero.

—No es necesario que se moleste —respondió secamente el iraní.

—Será un placer. No me vendrá mal respirar un poco de aire fresco.

—Hace calor. Pronto lamentará haber abandonado su aire acondicionado.

El calor les golpeó como si estuvieran en la boca de un horno en cuanto salieron a la cubierta. Por un instante, Ogilvy estuvo a punto de volverse atrás y renunciar a la larga caminata hasta El extremo de la cubierta, pero era demasiado tarde para retirar la cortesía, de modo que procuró avanzar a paso lento e inició una conversación informal con el iraní, confirmando, como había sospechado, que era uno de esos tipos de formación norteamericana que había seguido estudios universitarios y militares en los Estados Unidos, había servido a bordo de su Flota y en aquellos momentos hacía breves viajes a aquel país cada vez que los yanquis inventaban una nueva arma para vendérsela al Sha. El iraní guardó silencio durante el último trecho de su lenta caminata hasta el helicóptero. Ogilvy paseó la mirada por la proa, admirando la extensión de su grandioso buque, mientras pensaba en Hardin. ¿Sentiría un cierto alivio cuando le capturasen, ante la idea de que todo habría terminado?

El cielo frente a ellos estaba ligeramente más despejado que antes. Señal de que empezaba a formarse un
chamal
en el noroeste. Esta tarde tendrían tormenta y al día siguiente el golfo aparecería límpido como un cristal. Y la humedad disminuiría mucho. Debía agradecer a Alá esos pequeños favores, ¿no?

No conseguía recordar cómo se las había arreglado para soportar sin ayuda del aire acondicionado el servicio de patrulla en el golfo antes de la guerra. Tenía la camisa empapada y grandes perlas de sudor le goteaban por las mejillas como si fueran lágrimas. Se bañaría y volvería a meterse en la cama en cuanto se hubiera ido ese moro.

Intercambiaron corteses saludos de despedida y Ogilvy dirigió la mirada hacia popa mientras el iraní subía por la pasarela de embarque del gran aparato. Siempre merecía la pena caminar hasta la proa por la oportunidad de gozar de la espléndida vista que se le ofrecía en el camino de regreso. La poderosa estructura del puente de mando del
Leviathan
constituía un espectáculo impresionante, con sus chimeneas gemelas apuntando hacia el cielo como las torres de un gigantesco colgante.

—¿Capitán?

—¿Sí?

Levantó la vista. El iraní había abierto la ventanilla corrediza para asomar la cabeza.

—El helicóptero que localizó a Hardin le ha perdido en medio de una borrasca.

—¿Puedo tener esperanzas de que le atrapen antes de que lleguemos allí mañana por la noche?

Inesperadamente, el iraní sonrió.

—Desde luego. Puede proseguir su marcha normal.

Ogilvy permaneció callado, negándose a aceptar la sugerencia de que el
Leviathan
navegaba siguiendo las órdenes de los persas. Las hélices se pusieron en movimiento como un gemido. Ogilvy golpeó el costado del helicóptero con la palma abierta. El iraní abrió la ventanilla y miró hacia abajo. Las hélices se detuvieron.

—¿Dígame, capitán?

—Dígales a los suyos que lo busquen en el Gran Banco de las Perlas. Se ocultará entre los arrecifes.

—Lo tendré en cuenta, capitán. Es una buena sugerencia.

—Dígame una cosa —dijo Ogilvy, sin prestar atención a los claros deseos de partir que se reflejaban en la expresión ansiosa del iran—. ¿Le entregarán a las autoridades norteamericanas o piensan juzgarle ustedes mismos?

Vio su reflejo en las gafas de sol del iraní; su respuesta fue aterradoramente ambigua.

—Supongo que si supiéramos con certeza que es norteamericano, haríamos lo que usted dice. Pero, naturalmente, no podremos saberlo si su pasaporte se pierde en la refriega, en cuyo caso lo entregaremos a la SAVAK.

—¿La SAVAK? —inquirió Ogilv—. No parece un asunto que pueda competer a la policía política.

—Nosotros nos encargaremos de solucionar ese problema —replicó el iraní—. Los productores de petróleo no tienen por qué preocuparse. Ni tampoco las compañías navieras.

CAPÍTULO XXVI

La rosa de los vientos parecía haberse vuelto loca, girando como la esfera de la balanza de un hombre muy gordo, pero volviendo a apuntar inexorablemente cada vez hacia el sur cuando el velero acababa de fracasar en sus intentos de remontar el viento. La borrasca le había estado empujando hacia el sur durante varías horas. Hacia el sur, cuando Halul se encontraba al oeste. Hacia el sur, en dirección al Gran Banco de las Perlas. Hacia el sur, hasta que Hardin se encontró perdido.

Finalmente, desdeñando el azote de las olas, intentó virar otra vez y remontar el estridente, ululante viento del noroeste. Las empinadas olas embistieron contra la proa, zarandeando el velero, obligándole a volver sobre sus pasos. Hardin orientó el tormentín y rizó la vela mayor —sujeta por los pasadores adicionales especialmente reforzados que le había añadido el velero de Foley— y buscó alguna solución practicable, compromiso entre el impulso que el viento prestaba al velero y las olas encrespadas que iban acumulándose a su paso.

Nubes de rocío azotaban la proa. Verdes olas rompían sobre ella, sumergiéndola hasta el palo. El agua se estremeció bajo una nueva ráfaga de granizo que rebotó sobre la cabina y depositó un par de centímetros de lacerantes bolitas de hielo en la bañera. La tez de Hardin se abrió en varios puntos donde no contaba con la protección de su descuidada barba.

Luego una empinada ola golpeó la proa por estribor y el velero dio la vuelta, virando hacia babor. Durante un largo instante, el barco permaneció inmóvil, recibiendo el incesante azote de las olas. Las gruesas velas de capa crepitaban inútilmente. Hardin las fue soltando, centímetro a centímetro, hasta que el velero empezó a cobrar ímpetu otra vez.

Después volvió a cazar las velas.

El compás se detuvo en el grado 285 —casi oeste cuarta al noroeste— y por fin el velero empezó a avanzar lentamente hacia delante, en dirección a Halul, alejándose cada vez más del lugar donde le había descubierto el helicóptero.

Mantuvo el rumbo en 285 durante una hora. Después el viento viró hacia el nordeste y pudo navegar todavía más directamente hacia el norte. El velero se adentró veloz entre un turbulento oleaje transversal ganando rápidamente la distancia perdida. Hardin izó un foque más grande.

Estaba entusiasmado. Tras los interminables y embotadores días de leves brisas y calor agobiante, el velero volaba como un pájaro empujado por el fresco viento. Acopló el piloto automático y bajó a comprobar el estado del sollado. Una cantidad aceptable de agua chapoteaba en el fondo del casco. El remiendo estaba resistiendo bien.

El cielo pareció iluminarse. Las
Instrucciones de navegación
señalaban que las tormentas solían ser breves en el golfo y la presente borrasca ya parecía estar amainando; el viento había aflojado ligeramente, aunque las aguas parecían tan agitadas como antes.

Un extraño sonido se superpuso al aullido del viento y al chapaleo de las olas al romper. Venía directamente de proa; un suave, amortiguado estruendo que no parecía pertenecer a un barco ni a un avión; más bien parecía el de un rompiente, pero Hardin se encontraba al menos a sesenta millas de la costa de Qatar y probablemente a unas treinta de Jazirat Halul.

Preocupado, se dirigió hacia la proa y permaneció allí subiendo y bajando con el barco, agarrándose con una mano al estay de proa, mientras se protegía los ojos de la lluvia y el rocío de las olas con la otra. Escudriñó las agitadas sombras y sólo después se acordó de enganchar su cabo salvavidas en el estay, disgustado por su distracción. Un objeto blanco asomó entre la penumbra. A Hardin se le pusieron los pelos de punta.

Corrió a coger la rueda del timón.

Una reluciente línea blanca hendía las aguas grises a doscientos metros de su proa, como una sonrisa socarrona sobre una cara sucia. Las olas chocaban allí contra un arrecife. Se había metido inadvertidamente en el Gran Banco de las Perlas.

El velero se aproximaba velozmente al mortal obstáculo.

Hardin permaneció indeciso con las manos sobre la rueda del timón. La parte que alcanzaba a divisar era la menos peligrosa; las rocas y el coral podían extenderse en cualquier dirección bajo la superficie del agua. Viró contra el viento para aflojar la marcha del velero. Si se estrellaba a la velocidad de cinco nudos y medio que indicaba la corredera, quedaría desfondado.

Cuando ya estaba tan próximo que podía distinguir las hendeduras del coral sobre las que se deslizaba el agua escurriéndose hacia el mar, Hardin empezó a coger de frente las olas más grandes a fin de frenar más deprisa el barco; después arrió la vela mayor y se situó en la proa, que se balanceaba y cabeceaba como un tiburón arponeado, e intentó conjeturar la extensión del arrecife.

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