—Soy perfectamente capaz de proteger mi buque de un lunático que va en un velero —replicó Ogilvy.
Se levantó bruscamente, una cabeza más alto que Bruce y perfectamente uniformado —pantalones y chaqueta de uniforme, camisa blanca, corbata oscura y los galones dorados en la manga— y Bruce se sintió incómodamente bajo y rechoncho y un tanto mal vestido.
Bruce metió los pulgares en los bolsillos de su anorak. Se había terminado la discusión.
—Cedric —dijo, sin atreverse a mirarle a los ojos—. La compañía está firmemente decidida. Tienes que llevarte el helicóptero.
—¿Y si me niego?
—Lo siento. La decisión no depende únicamente de mí.
A Ogilvy se le había encendido intensamente la cara. Al principio apretó los labios, pero después sus mandíbulas se abrieron y cerraron con una expresión de amarga derrota propia de un anciano.
—Si depende de Hobson, me quedo con mi barco. —Levantó un dedo que volvió a doblarse para esconderse en su puño mientras hablaba—. Pero no lo olvides, el piloto de ese helicóptero estará bajo mis órdenes, igual que el último pinche de la cocina.
La tarde siguiente, cuando el
Leviathan
dobló la punta de Francia bajo un sol resplandeciente, el Bell Ranger despegó de su cubierta, zarandeado por las corrientes que levantaba el buque al surcar las aguas a una velocidad de dieciséis nudos, en conjunción con un viento de diez nudos, que soplaba perpendicularmente al Atlántico. Con el morro en forma de burbuja encarado hacia la corriente de aire, el aparato puso rumbo al este, en dirección al puerto de Brest. A bordo viajaban su piloto y el capitán de plantilla de la compañía, James Bruce.
Desde el aire se podían comparar perfectamente las enormes dimensiones del
Leviathan
con los vapores más pequeños que surcaban la desembocadura del canal de la Mancha en el Atlántico. Circundado de blanca espuma, como una isla que corta las olas del océano transformándolas en una rompiente, el buque media casi el doble de eslora y de manga que el mayor de los petroleros que estaban a la vista y era tres veces más largo que los cargueros. Y cuando los barcos que habían sobrevolado ya empezaban a desaparecer tras ellos, el
Leviathan
continuaba distinguiéndose claramente. El piloto aún podía verlo a sus espaldas, como una distante cadena montañosa, cuando avistó la costa amarilla de Francia y puso rumbo a un radiofaro de Brest.
Se dispuso a aterrizar en un blanco círculo trazado en el extremo de un malecón del puerto, accionando las palancas y pedales de la hélice de cola, empleando al mismo tiempo las manos y los pies, para hacer aterrizar el aparato en posición horizontal, mientras éste hacía todo lo posible por escaparse hacia arriba, hacia abajo, hacia delante, hacia atrás y de costado, todo a la vez. Pero a pesar del enorme esfuerzo de concentración que puso en el aterrizaje, seguía torturándole el recuerdo. Se había estrellado e incendiado en un malecón de Texas, exactamente igual que aquél, y ésa era la razón de que su rostro encarnado no se moviera mucho y de que tuviera un orificio nasal visiblemente más grande que el otro, y de que dos de los dedos ocultos bajo el guante estuvieran retorcidos tan rígidamente como las púas de una alambrada.
Un hombre menudo, de piel morena, esperaba encogido justo fuera del alcance de la hélice, con una maleta barata aferrada en una mano mientras intentaba sujetar su turbante con la otra. Era el nuevo mozo de cocina que sustituiría al pobre diablo que el piloto había tenido que trasladar al hospital de Southampton la noche anterior.
Una limusina negra esperaba al inglés que lo había contratado. Advirtió que le estaba mirando fijamente a la cara, pero cuando se volvió, una vez tuvo el helicóptero firmemente posado en el suelo, Bruce desvió la mirada.
—Hemos llegado, amigo —gritó el piloto para hacerse oír por encima del silbido del motor—. Esto es Brest.
Bruce le indicó que detuviera el motor. Esperó que el ruido se acallara lo suficiente para poder hablar sin gritar. Observó de reojo que el marinero vacilaba indeciso, sin saber si debía acercarse al aparato o esperar a que lo llamaran.
—Ahora, escúcheme bien —dijo Bruce—. Han descubierto la ametralladora, pero yo he hecho correr la voz de que usted debe entregar este helicóptero a un jeque de Qatar. Intente mantener esta historia mientras le sea posible.
—¿Para qué demonios? —preguntó el piloto—. De todas maneras van a tener sospechas cuando me vean despegar cada vez que avistemos una vela.
—No verá tantas velas como cree —dijo Bruce—. Es un océano mucho más grande de lo que usted supone. Pero lo principal es que no debe poner nervioso al capitán Ogilvy. De hecho, lo mejor será que se mantenga apartado de su vista.
—No se preocupe —replicó el piloto con una sonrisa torcida—. Yo tampoco le tengo demasiada simpatía.
—No le gusta llevarle a bordo, pero nosotros hemos insistido.
—Me importa un cuerno lo que a él le guste —dijo el piloto—. Usted me contrató y usted manda.
—No —le interrumpió tajantemente Bruce—. Él manda. Él es el patrón del
Leviathan
. Eso significa que su palabra es ley. Ley absoluta.
—Entendido.
—No lo olvide.
—El capitán es el amo. Me mantendré lejos de su vista.
—Y otra cosa… Sabemos que Hardin lleva un lanzacohetes y una automática del cuarenta y cinco. No sabemos si tiene otras armas.
El piloto había volado en Camboya.
—Ya me han disparado otras veces.
Volvió a sonreír. Sus mejillas imitaron grotescamente el reflejo.
—Claro que nunca desde un velero…
—Yo, en su caso, no le daría ocasión de hacerlo —dijo James Bruce—. Le mataría antes.
Una semana antes de que el
Leviathan
zarpara de Southampton, Hardin se acercó mucho una noche a la costa occidental de África; tanto, que le pareció captar el olor del desierto del Sahara. El mar ondeaba suavemente. El cielo estaba encapotado y era una noche completamente negra. Oteó buscando alguna luz sobre las vías de tráfico marítimo, en el horizonte de poniente.
Ajaratu estaba durmiendo sobre el asiento de babor de la bañera, ajena al leve cambio de curso que les había acercado a tierra. El viento estaba en calma y la temperatura era lo suficientemente cálida para andar en shorts. En cierto momento, la joven se agitó en un sueño y sus dedos rozaron la pierna desnuda de Hardin. Él se apartó, acercándose más al barboteo de la estela de popa y continuó observando la oscuridad hacia el oeste.
El
Leviathan
estaba ahí fuera, muy próximo, cargado hasta los topes y navegando rumbo a Europa. Pero aquella noche era sólo una señal en su carta, en el punto donde se cruzarían sus dos trayectorias.
—¡Tierra!
Once mil millas más al sur, siete días más tarde, el
Swan
avanzaba escorado, empujado por una fuerte brisa del nordeste, frente a la costa de Sierra Leona. Ajaratu, subida en la botavara, se había cogido al palo fuertemente inclinado y señalaba con gesto radiante una línea azul, apenas visible entre las crestas blancas de las olas y el cielo cada vez más negro de levante.
—¿Sherbro?
Hardin puso proa hacia la isla. Las velas soltaron viento y el velero se adrizó. Ajaratu saltó de la botavara. La rosa de los vientos giró diecisiete grados. Hardin tomó nota de su posición con respecto a la isla, rectificó el rumbo del barco, le cedió la rueda del timón a Ajaratu y bajó a su mesa de trabajo.
Sobre la carta trazó una línea hasta Sherbro con la misma inclinación que la posición que acababa de medir con respecto a la línea de tierra. Ello indicaba que se encontraban a tres millas al sur de una estima que él había calculado basándose en las horas transcurridas desde que había fijado su posición tomando la altura del sol de mediodía, en la distancia recorrida por el velero, su curso, su ángulo de deriva, y el empuje de la corriente de Guinea. Cincuenta millas en ocho horas. Tres mil quinientas en tres semanas y media. El velero era rápido y había tenido el viento a su favor.
Habían salido de Inglaterra con un firme viento de poniente que les había llevado más allá del golfo de Vizcaya y cuando dejaron atrás las aguas francesas, cogieron un viento del este —un duro levante, como decían en España— que les empujó a lo largo de la costa ibérica y norteafricana, casi hasta la isla de Gran Canaria. Después, varados en una zona de calmas entre el levante, que iba perdiendo fuerza, y el inicio de la zona de los alisios del noroeste, habían avanzado lentamente hacia el sur impulsados por confusas brisas. Pasaron varios días decepcionantes hasta que entraron en la zona de los alisios; entonces el velero respondió con furiosas carreras de veinticuatro horas que les ayudaron a recuperar el tiempo perdido.
Hardin comprobó sus cálculos de navegación con el lorán, y el instrumento electrónico le indicó una posición satisfactoriamente próxima a la estimada por él.
—Sherbro —anunció cuando subió otra vez a la bañera.
—¿No podríamos desembarcar un momento? Sólo para comprar verduras. Tenga tantas ganas de comerme una zanahoria que sería capaz de morder el timón.
—Pasado mañana estaremos en Monrovia.
La sonrisa de la muchacha desapareció.
—Sí, constantemente se me olvida. Tengo la sensación de que podría continuar así eternamente.
—Lo siento.
Él se quedó mirando el agua. Le había dicho a Ajaratu que tenía que llegar a Río antes de que empezara la estación de los huracanes. La cosa sonaba plausible, aún cuando, que él supiera, en Río de Janeiro no había una estación de los huracanes; pero empezaba a ser experto en el arte del disimulo y cada vez le acudían más fácilmente a la boca esas pequeñas mentiras. Le había enseñado muchas cosas de navegación a la muchacha, pero ella continuaba siendo una extranjera en aquel mundo y creía todo lo que él le decía, incluso que las llamadas de radio de Miles eran partes meteorológicos.
No le gustaba mentir de esa forma. Estaba volviendo a convertirse en la persona cerrada que había sido antes de amar a Carolyn. Después de tantos años a su lado, había llegado a convencerse de que no había significados ocultos, mensajes secretos, en las palabras de Carolyn.
—Peter.
—¿Qué?
—Déjalo.
—Coge la rueda.
Bajó corriendo al camarote, se acostó en su litera en el salón principal y se quedó mirando el techo de teca. Ella le siguió casi inmediatamente después. Hardin miró por la ventana de babor, al otro lado del camarote, sin prestar atención a su presencia. El barco estaba escorando, de modo que sólo pudo ver el cielo cada vez más oscuro.
—¿Quién se encarga del negocio? —preguntó.
—Walter.
Ajaratu había bautizado al piloto automático con el nombre del hijo del político que debía ser su esposo, afirmando que tenían en común unas cualidades muy similares de monótona fiabilidad.
—Walter no puede ver los buques y estamos en una vía de tráfico.
Ajaratu jugueteó con su cruz de oro.
—Sube conmigo. Será un atardecer estupendo. Ven, tomaremos una copa antes de cenar.
Hardin se la quedó mirando. Siempre estaba a su lado. En varios momentos, él estuvo a punto de caer en una depresión y, en cada ocasión, ella consiguió arrancarle del desánimo.
—¿Nunca te cansas de servirme de inspiración? —le dijo.
Ella sonrió y sus dientes brillaron como perlas.
—Desde luego no pienso pasar las primeras vacaciones que tengo en diez años en compañía de un gruñón.
Hardin se puso serio.
—Lo siento —dijo ell—. No quiero parecer frívola, pero estos últimos días te he visto bastante contento. Y he pensado que no te disgustaría.
Él dejó colgar los pies al borde de la litera.
—Olvídalo. Tomemos esa copa.
—Yo tomaré lo de siempre.
Ajaratu sonrió contenta y subió brincando la escalera. Hardin se detuvo a contemplarla. Tenía bonitas piernas e iba vestida con un bikini. Sonrió, recordando con cuánto tiento había ido desvistiéndose ella hasta llegar a esa prenda. Al principio llevaba shorts y un corpiño, después un dos piezas que le sentaba muy bien a su larga figura. Sólo al cabo de una semana había sacado un bikini azul celeste, aún envuelto con papel de seda de la tienda.
Hardin había renunciado paulatinamente a sus intentos de engañarse a si mismo y había reconocido que le gustaba complacerla. Era simplemente una acompañante demasiado bonita e interesante para negar su atractivo. Pero se sentía demasiado ligado a Carolyn, y demasiado desgarrado por dentro, y demasiado vacío para desear algo más que la compañía y la fortaleza de Ajaratu, de modo que ignoraba la atracción que ejercía sobre él, exactamente como hubiera hecho de haber vivido Carolyn.
Preparó dos vodkas con tónica, un poco cargado para ella, y recortó las dos últimas limas que les quedaban hasta que consiguió extraer un par de rodajas decentes de las frutas enmohecidas. Ajaratu levantó su vaso.
—Por la tierra. Dondequiera que se encuentre.
Hardin sonrió con ella y bebió.
El sol empezaba a sumergirse en el horizonte. El cielo se estaba tiñendo de violeta y el agua tenia una intensa tonalidad azul. Altos cirros deshilachados empezaban a enrojecer por el oeste y las estrellas comenzaban a encenderse en el horizonte de levante.
—Esto es el paraíso —dijo quedamente Ajaratu.
El barco navegaba con la mayor y el génova, impulsado por un suave viento del nordeste. Aquella noche los alisios llegaban cargados de un leve olor a tierra, un dulce indicio de la costa africana. El sol seguía bajando.
—¿Qué es eso? —preguntó ella.
—No estoy seguro.
Hardin llevaba varios minutos observando la extraña forma. Era tan alta como ancha, un borrón azul cruzando frente a su proa, a varias millas de distancia. Lo enfocó con los prismáticos y soltó un silbido. Mientras le alargaba los prismáticos a su compañera, modificó su curso virando ligeramente hacia el oeste para pasar más cerca del objetivo.
—¿Qué es? —volvió a preguntar ella, mirando por los prismáticos y ajustando el enfoque.
—Un buque de crucero —dijo Hardin—. Debe ser un buque escuela. ¿Alcanzas a contar los palos?
—Tres.
Tenía una vista estupenda, pero sus ojos no estaban adiestrados. Su mirada alcanzaba más lejos que la de él, pero distinguía menos cosas. Mientras el velero se aproximaba lo suficiente para poder captar los detalles, Hardin recordó a su padre. En aquellos momentos tendría noventa años si todavía viviera. Casi ochenta años atrás había navegado en barcos como aquél. El buque pasó por su lado, demasiado distante para poder distinguir su nombre, un fantasmagórico grupo de velas, azules en la distancia, con la proa orientada hacia el punto donde se había ocultado el sol.