El cazador de barcos (28 page)

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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

BOOK: El cazador de barcos
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Hardin intentaría atacarle dentro de ese óvalo. Eso explicaba la fecha de su partida. Era un terreno de caza restringido, fácil de vigilar. Y ofrecía una ruta de huida: Sudamérica sólo estaba a mil ochocientas millas de distancia.

Ogilvy contó los meridianos y emitió un pequeño gritito privado de satisfacción. El hombre viajaba en un velero, por el amor del cielo. Nueve nudos como máximo. Seis y siete la mayor parte del tiempo. No necesitaba el helicóptero.

CAPÍTULO XIII

Ajaratu se despertó durante la noche. La esfera luminosa del reloj de pared de Hardin marcaba las cuatro. El barco estaba cabeceando, y tenía frío. Buscó a Peter a su lado, recordando lo ocurrido. Su cuerpo parecía fundirse, colmado y satisfecho. Todavía sentía el sabor de su boca y su olor en sus manos. Pero él ya no estaba allí. Una vela gualdrapeó bruscamente sobre su cabeza como un disparo de pistola. El ruido se interpuso en sus recuerdos y la confundió.

Después, todo volvió a quedar en silencio y el barco se lanzó con fuerza hacia delante y dejó de cabecear. Ajaratu comprendió que Peter había subido a orientar las velas. Temblando de frío y expectación, se metió en su saco de dormir y esperó que él ajustara el piloto automático y volviera a su lado. Volvió a despertarse al amanecer, hecha una bola con las manos entre los muslos y todavía sola. El barco marchaba escorado. La quilla cortó una ola y la espuma barrió el portillón.

La cabina de madera de teca tenia un color amarillo grisáceo a la primera luz del día. Ajaratu localizó las piezas de su bikini, se las puso y se cubrió los hombros con una camisa de trabajo de Peter. Después se alisó el pelo con los dedos y subió a la bañera.

Hardin estaba de pie frente a la bitácora con ambas manos sobre la rueda del timón, la mirada fija en las velas, los músculos de las piernas preparados para flexionarse adaptándose al vaivén del barco. Sujetándose con una mano para no perder el equilibrio con el fuerte balanceo, Ajaratu se deslizó hasta él y le besó tímidamente. Él le pasó un brazo por la espalda y accionó una de las manivelas.

—Pareces un viejo —dijo ella—. Tu pelo se ha vuelto blanco.

Tenía la cara cubierta de sal por el oleaje. Ajaratu esperó su respuesta, sin recibirla, y miró a su alrededor. Las olas lamían la regala del velero. El agua de la estela entraba a raudales por detrás de ella y el barco parecía saltar sobre los senos de las olas.

—¿Qué es eso? —preguntó Ajaratu.

Eso era una tercera vela entre la mayor y el génova ligero, montada como un foque sobre un nuevo estay, entre el palo y el estay.

—Una vela de estay —respondió Hardi—. La icé anoche.

—¿Por qué?

—Para ganar velocidad. Pero no funciona demasiado bien; le está robando el viento al génova." Ése es el problema de los balandros. En un queche, uno tiene diecisiete puntos de los cuales puede colgar una vela, pero la cosa cambia con un sólo palo.

Ajaratu asintió insegura. Nunca había visto al velero corriendo de esa forma. Lo que había sido una amplia y cómoda plataforma sobre el mar se había convertido en una temblorosa y veloz cuchilla que cortaba el agua como una airada navaja.

—¿Te apetece un café?

—Por favor.

Retrocedió con cuidado y bajó a la cocina. Ató la cafetera al fogón de gas con una banda elástica y se apoyó contra el mueble de la cocina mientras medía el café. Ya quedaba poco. Cuando llegaran a Monrovia, ayudaría a Peter a aprovisionar el barco para la travesía hasta Sudamérica.

Un par de lágrimas cayeron sobre la cafetera y se evaporaron con un siseo. No era por la despedida. No pensaba derramar esas lágrimas hasta que él ya hubiera partido. ¿Por qué no había hecho ningún comentario sobre aquella noche? ella creía haberle complacido; sabia que así era. No pudo ser ella sola que sintió tanto placer.

Sirvió el café ya filtrado y subió por la escalera con la taza de Peter en la mano. El barco estaba muy escorado. Ajaratu contempló el agua que se escurrió veloz bajo el casco y reconoció lo que ya sabia desde el momento de despertar. Hardin estaba forzando el barco, corriendo hacia Monrovia para desembarcarla cuanto antes, ansioso de quedarse solo.

Él tomó el café con un rápido gesto de agradecimiento.

—¿Quieres que te releve? —preguntó ella.

—Gracias.

Se hizo a un lado para que ella pudiera colocarse de manera que viera la bitácora, golpeó el compás con el dedo y dijo:

—Ciento ochenta clavados.

El barco navegaba muy ceñido al viento y Ajaratu tardó varios minutos en adaptarse. Continuamente intentaba orzar y era preciso aplicar algo más de la presión habitual a la rueda del timón para no perder el rumbo.

Hardin la corrigió dos veces —bruscamente la segunda vez— antes de sentarse y empezar a sorber su café. Pronto depositó la taza en el soporte de aros y accionó la manivela del winche de escota de la vela de estay. Aunque ya no estaba a cargo del timón, sus ojos continuaban vigilando inquietamente las velas. Ajaratu separó los pies sobre la cubierta inclinada y gradualmente fue acostumbrándose a la tensión de la rueda. Tiraba como si estuviera viva, pero se necesitaba menos fuerza que concentración para controlarla.

Hardin se levantó repentinamente Su mirada se abalanzó sobre el compás. Ajaratu temía haberse desviado, pero él dijo:

—Orza un poquito más. Sólo un pelo. Tendré que arriar la vela de estay. No está haciendo nada.

Ella dejó orzar un poco el barco. Hardin amolló la vela, corrió hacia la proa, la arrió y la metió por la escotilla de proa.

—^Ciento ochenta otra vez! —gritó antes de bajar por la escotilla para guardar la vela.

Cuando regresó a la bañera, ajustó la pasteca móvil por donde pasaba la escota del génova. Sus ojos no paraban, paseando rápidamente de una vela a la otra, luego al agua, a los indicadores, al cielo, otra vez a las velas. Una ráfaga sacudió la vela mayor. Hardin la vació accionando la manivela.

—El viento está cambiando hacia el norte.

—Y está amainando, maldita sea.

—Pareces cansado.

—Estoy perfectamente.

Su mirada se posó rápidamente en lo alto de la vela mayor.

—Vigila la vela. Te está indicando que has desviado.

—Lo siento.

Ajaratu puso otra vez el velero al ciento ochenta. ¿Qué intentaba hacer Peter? ¿Por qué esa prisa? ¿Qué tenia de malo pasar un par de días juntos? Ajaratu se llevó los dedos a la garganta recordando las cosas que habían hecho juntos la noche anterior. Su cruz había desaparecida.

Ajaratu se rió.

—¿Quieres que te diga una cosa curiosa?

—Estás orzando.

—Perdón.

Ajaratu rectificó el curso y después habló.

—¿Recuerdas cuando me dijiste que era religiosa? Pues ayer rompimos la cadena de mi cruz de oro.

Hardin apartó un momento la mirada de la tensa vela mayor. Sus ojos se encontraron con los de ella y, por un instante, su expresión se suavizó de una manera desconocida para Ajaratu.

—Gracias por lo de anoche.

Ella sintió aletear su corazón.

—¿Te gustó? Temía que lo lamentaras.

Él buscó su cara y sus labios rozaron los suyos, en un leve beso que la hizo estremecerse.

—Lo único que lamento es que no haya ocurrido en otro momento y en otro lugar.

—¿En qué otro momento? —murmuró ella.

—En cualquier otro momento.

Peter desvió la mirada.

—¿Has visto mi cruz? —preguntó Ajaratu.

—No. Probablemente estará en la litera.

Peter volvió a concentrar su atención en las velas.

El viento continuaba rolando hacia el norte, perdiendo fuerza, hasta que la vela mayor y el génova estuvieron totalmente fláccidas y el velero perdía cada vez más velocidad. Cuando tuvieron el viento casi completamente de popa, Hardin dijo:

—Voy a probar un
spinnaker
.

Ajaratu cogió el timón y fue siguiendo las órdenes que él le gritaba desde la cubierta de proa. Después de arriar el génova, Hardin afirmó la driza del
spinnaker
a la gran vela ligera, aseguró el tangón del
spinnaker
, tensó las escotas y el amantillo y lo izó rápidamente frente a la mayor. Luego regresó a la bañera, tirando del tangón hacia popa.

La vela se hinchó como un globo. El barco pareció elevarse sobre el agua tirado por el tenso nailon hinchado. Hardin miró con ojos de triunfo el aguaje de su estela.

Ajaratu también se dejó arrastrar por su excitación y por la poderosa respuesta del barco. El velero corría raudo sobre el mar y, ahora que el viento soplaba de popa, avanzaba silenciosamente, sin ningún ruido aparte del rumor de la ola de proa y el barboteo de la estela que iban dejando atrás. Cada vez parecía correr más y más mientras el blanco disco del sol iba subiendo en el límpido cielo tropical. Incluso cuando empezó a notarse el calor y se calmaron las aguas, el velero continuó volando.

Hardin controlaba las escotas del
spinnaker
. Sus mismas dimensiones hacían delicado su manejo y Peter lo observaba atentamente, vigilando su superficie henchida, midiendo el viento, probando, calculando, adaptando la tensión.

Ajaratu se dejó absorber por el ritmo del barco. Empezaba a sentir una mística identificación con las velas y los cabos, anticipándose casi a sus movimientos para timonear el velero lo mejor posible, adivinando cuándo debía abatir, cuándo debía orzar, cuándo debía orientarlo con el timón y cuándo era preferible usar las velas.

Estuvieron navegando varias horas a gran velocidad, sin decirse apenas palabra, fundidos con sus tareas, perdidos en la jocunda, seductora rapidez. Finalmente, cuando el sol poniente empezó a amarillear como papel viejo, Ajaratu comenzó a sentir cansancio. Empezaba a fallarle la concentración.

—Ciento ochenta —le recordó bruscamente Hardin—. No te desvíes.

—Tengo que comer algo —replicó ella—. Y tú también deberías hacerlo.

Hardin no respondió.

—¿Podríamos aflojar un poco durante un rato? ¿Mientras preparo algo de comer?

—Yo pilotaré —dijo Peter—. Sube en seguida si notas que arrecia el viento. Parece que no tardará en hacerlo.

Ajaratu bajó al camarote, y nuevamente empezó a pensar, preocupada, que él lamentaba haber hecho el amor y quería verla apartada, lejos de su barco, fuera de su vida. El barco se balanceaba de una manera desagradable a causa del
spinnaker
y Ajaratu aseguró la tetera para calentar agua para la sopa, igual como había hecho antes con la cafetera. Cortó con cuidado la parte enmohecida de la corteza del pan, sacó un poco de queso y partió la última manzana que les quedaba. Prácticamente se habían terminado los alimentos frescos: sólo quedaban las interminables hileras de latas de conservas.

De pronto tuvo la sensación de que llevaba demasiado tiempo embarcada. Deseaba ver tierra firme, sentir el olor del suelo. Anheló una lechuga verde recién cogida del huerto; una lechuga crujiente con rabanitos jugosos. Decidió que era un efecto del balanceo. El constante vaivén lateral resultaba agobiante.

Mientras esperaba que hirviera el agua, ordenó la litera de Peter y buscó su cruz. No estaba dentro de su saco de dormir. Ni tampoco la encontró encima del sofá, debajo de la litera. Se arrodilló sobre el sofá, sujetándose con una mano al borde de la litera, apoyó la mejilla en la almohada de espuma e intentó encontrar algún motivo para no llorar.

Entonces vio brillar su crucecita sobre el suelo del camarote. Se arrastró debajo de la mesa, pero cuando intentó cogerla comprobó que la cadena había quedado prendida en una ranura de la tablazón.

Ya iba siendo hora de arriar el
spinnaker
.

El viento estaba arreciando rápidamente. Peter llamó a Ajaratu, pero ésta no le contestó. Debía de estar en el extremo de proa, desde donde no le podía oír. Una fuerte ráfaga atrapó la vela, arrastrando al velero hada delante en un desagradable tirón. Hardin decidió no esperar a que ella subiera.

Acopló el piloto automático, aflojó la escota del
spinnaker
y se dirigió hada proa, abrochándose el arnés de seguridad en torno al torso y enganchándolo al cabo lateral. En el momento en que alargaba la mano para soltar el tangón del
spinnaker
, el viento hinchó la vela, a pesar de que ya había aflojado la escota. La presión que soportaba el palo era demasiado fuerte para poder retirarlo. Hardin gritó a Ajaratu, pero el viento se llevó sus palabras.

Titubeó indeciso. Temía arriar la hinchada vela, porque si caía hacia delante el buque la arrollaría. Sería preferible soltar viento. De prisa. Empezaba a soplar fuerte. Corrió otra vez a la bañera, aflojó un poco más la escota del
spinnaker
y empezó a recoger la escota de sotavento, accionando la manivela. Demasiado tarde. Una potente ráfaga levantó la cresta de una ola, salpicándole la cara, y fue a estrellarse contra las velas.

El
spinnaker
se rasgó con un estruendoso estallido.

Hardin se quedó mirando, anonadado, el nailon partido que flameaba como unos pantalones colgados a secar.

—¡Hijo de perra!

Saltó hada la proa y alcanzó a coger el tangón del
spinnaker
antes de que se zafara del palo con sus balanceos, lo guardó bien sujeto en su ranura al lado de la cabina y después empezó a bajar por etapas la vela desgarrada, procurando que el lienzo revoloteante no tocara el agua. Cuando la hubo arriado, volvió a poner el timón a dentó ochenta, acopló el piloto automático y bajó al camarote hecho una tromba para ver qué demonios estaba haciendo Ajaratu.

La tetera estaba silbando y el vapor había formado gruesas gotas que chorreaban sobre las puertas de teca de los armarios situados detrás de la cocina. Ajaratu estaba arrodillada en el suelo del camarote. Por un instante se le ocurrió la increíble idea de que estaba rezando. Después vio las tablas del suelo apiladas a un lado. Ajaratu tenía los ojos fijos en la abierta boca de la sentina debajo de la mesa del comedor. Se volvió a mirarlo con ojos incrédulos, muy abiertos.

—¿Qué haces ahí? —le preguntó Hardin.

Apagó la llama de gas y la tetera se calló.

—Estaba buscando mi cruz —explicó ell—. La cadena se había quedado prendida en una ranura.

Hardin se acercó al hueco y miró dentro. Ajaratu había destapado la caja de madera. Se dijo que él seguramente habría hecho lo mismo si hubiera visto el marchamo del Ejército de los Estados Unidos. El misil era un cilindro de aspecto terriblemente amenazador, impresionantemente grueso, negro y perverso como una mentira. Su finalidad era evidente.

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