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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (26 page)

BOOK: El cazador de barcos
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—Gracias —susurró—. Yo también lo siento.

Se abrazaron con fuerza y, poco a poco, la mente de Peter fue borrándolo todo, excepto el reconfortante contacto de las manos de Ajaratu sobre sus brazos y de sus propias manos sobre la espalda de ella. Tenía la piel tan suave y sedosa como si fuera de cálido satén.

Igual que un faro distante aparece en el horizonte sin que nada lo anuncie, Peter sintió una levísima punzada de deseo donde antes no había nada. El deseo se difundió rápidamente por sus muslos. Se apretó contra ella y el placer le inundó el cuerpo.

—Ajaratu…

Atrajo el cuerpo de la muchacha contra el suyo, su boca pegada a la de ella impulsado por un poderoso deseo, demasiado intenso para proceder con arte o pericia, para pensar en nada que no fuera el sabor de su boca o la suave firmeza de su cuerpo. Cuando por fin la soltó, se rió ruidosamente.

—Olvida todo lo que acabo de decirte.

Ella rió con él, jadeante, y se acercó más.

—Tal vez yo sea la mujer —murmuró.

Hardin agachó la cabeza y le besó los senos, muy despacio, con amor, intentando despertar su excitación. Después acarició la larga y hermosa cara interior de sus muslos hasta hacerla gemir de placer y, arrastrándola consigo sin dejar de besarla y acariciarla, la condujo hasta la litera de su camarote.

Hardin se despertó con un sobresalto.

Un ruido. Las vías de tráfico marítimo.

Estaba en su litera. Ajaratu se agitó a su lado, palpando con las manos en sueños. Hardin saltó de la cama a los sofás y luego al suelo, atravesó el camarote a tientas y subió por la escalera como una exhalación.

El cielo seguía nublado. Hacía una noche negra como el carbón. No divisó ninguna luz. El velero avanzaba plácidamente, sin desviarse de su curso. Cazó el foque que flameaba, ajustó el piloto automático y volvió a bajar al escuchar otra vez el ruido.

La radio. Había olvidado desconectarla después de las ocho.

Captó el graznido apagado a través de los auriculares. No muy fuerte, pero lo suficientemente distinto de los sonidos habituales del barco para llamar su atención. Se instaló junto a la mesa de navegación y se encasquetó los auriculares. Era Miles, transmitiendo en su propio canal directo. Le había llamado por primera vez varios días atrás para comunicarle que el
Leviathan
debía descargar en Bantry Bay y Le Havre, y tal vez se entretendría otro par de días en un tercer puerto, según las condiciones del mercado.

Esa noche dijo:

—Kilo, Uniform, XRay.

Utilizaban el alfabeto internacional para mayor seguridad. El
Leviathan
era Zulú, que en realidad significaba estaciones costeras. Hardin era
Hotel
. Y Miles era
Mike
. Desconcertado, Hardin enfocó la luz de navegación sobre la lámina de banderas y gallardetes que tenía colgada encima de la mesa de navegación. No le había fallado la memoria.

—Repita —dijo, pulsando el botón de transmisión.

Miles repitió la misma señal.

—Kilo, Uniform, XRay.

Kilo: deténgase ahora mismo. Uniform: situación de peligro. Y XRay: no siga. Un reiterado, inconfundible: «Anulado, anulado, anulado».

Hardin renunció a hablar en clave.

—¿Por qué? —preguntó, apretando el botón para hablar directamente.

—¡XRay, XRay, XRay!

—¿Por qué, maldita sea?

Oyó moverse a Ajaratu al otro lado del delgado tabique. Ella pronunció su nombre en sueños. Peter asomó la cabeza por encima del mamparo que separaba la mesa de navegación y vio que se había dado la vuelta en la cama, volviéndole la espalda.

—¿Por qué? —susurró el micrófono.

Un penetrante silbido entrecortado interrumpió la respuesta de Miles: la interferencia del radar ruso. Rechinaba como las monedas en el tazón de un ciego. Hardin aguanto, echando humo de indignación, mientras silbaba en sus oídos. ¿Qué demonios quería decir Miles?

La noche que Miles le había abordado en el canal, Hardin se había negado a aceptar su astuta referencia a un estado democrático en busca de una nueva arma.

—¿Se refiere a Israel? —había replicado en el acto.

Miles había sonreído.

—¿Alguna otra pregunta?

Escuchó, sonriendo impertérrito, mientras Hardin le iba manifestando sus sospechas. Después le había contestado con una sola frase. Quería que Israel comprendiera que los petroleros eran unos «blancos oportunos».

¿Qué ocurriría, le había preguntado, si Israel consiguiera demostrar a las naciones productoras de petróleo y a sus aliados económicos, las naciones consumidoras, que los petroleros que transportaban el petróleo crudo, vitales para su mutua existencia, eran vulnerables a los actos de terrorismo en alta mar?

—Borrarían a su país de la superficie de la tierra.

No a Israel per se, había replicado Miles con cargada ironía, sino a los grupos terroristas judíos incontrolados.

—Todo el mundo está dispuesto a creer que Septiembre Negro no representa a Palestina, aunque esté formado por palestinos y reciba el apoyo dé palestinos y se oculten en campos de refugiados palestinos.

Miles había señalado con la cabeza el suelo del camarote que ocultaba el arma.

—Usted representa una grave amenaza, señor Hardin.

—Yo no soy judío.

—Su esposa era judía —dijo Miles—. ¿Recuerda el nombre hebreo que le pusieron cuando se casó con Carolyn en el estudio del rabino Berkowitz en la calle Sesenta y Ocho Este?

Hizo un gesto de impaciencia.

—Si, hemos averiguado un par de cosas sobre su vida. ¿Recuerda su nombre hebreo?

—Chaver Israel.

—Amigo de Israel —tradujo Miles—. Es comprensible que un amigo de Israel inspire a otros judíos a buscar blancos oportunos. ¿No le parece?

—Dos mil petroleros doblan el cabo de Buena Esperanza todos los meses —protestó Hardin—. No podrán detener el flujo de petróleo.

—Pero sin duda podremos perturbarlo —había replicado Miles—. ¿Y puede concebirse demostración más dramática que la capacidad de hundir al mayor buque del mundo, el
Leviathan
?

—¡No! —había gritado Hardin—. Ese buque no es suyo. Es mío. Es mi dolor, mi lucha y mi venganza. No se entrometa en ella.

—Y será suyo, doctor Hardin. Todo lo que le ofrezco es la única cosa que no puede hacer usted mismo. Vigilarlo. Yo le diré, con medio día de antelación, exactamente dónde se encuentra el buque, usted se encargará de hundirlo. La victoria será suya.

—No busco una victoria.

Miles rió entre dientes.

—Pues es una suerte, ya que pensamos reivindicar privadamente el ataque, tanto si acepta nuestra ayuda como si no la acepta. De hecho, doctor Hardin, tal vez podríamos arreglar las cosas para que usted no se viera implicado. Tal vez no se verá obligado a convertirse en un fugitivo.

—Lo único que me interesa es hundir ese buque —había replicado Hardin.

—Entonces deje que le ayudemos.

El pájaro carpintero ruso calló bruscamente. Hardin aumentó el volumen y forzó los oídos para escuchar en medio del zumbido de los auriculares. Miró a Ajaratu, apenas visible bajo el resplandor rojizo de la luz de la bitácora. Estaba profundamente dormida, adaptándose instintivamente al suave vaivén del barco.

La voz de Miles sonó clara y sonora.

—Rayos X.

—¿Por qué? —saltó Hardi—. ¿Ha zarpado Zulú?

—Sí. Han descubierto sus planes.

Hardin empezó a pensar a velocidad vertiginosa. Intentarían esquivarlo.

—¿Y qué?

—Llevan un helicóptero.

Hardin apretó los dedos contra sus sienes e intentó pensar. ¿Podría atacar de noche? No. Las distancias resultaban demasiado engañosas en la oscuridad. Empezó a sentir un dolor sordo en el estómago.

—¿Cómo lo han descubierto? —preguntó, aunque sabía que esto no tenía ninguna importancia.

—Más o menos de la misma forma que nosotros. Lo siento.

Miles parecía lamentarlo de verdad. Hardin no dijo nada. Las ondas vacías silbaron en sus oídos. Al cabo de un rato dejó de buscar una manera de echarle la culpa al israelí de lo que sabia que era producto de su propia imprudencia en Alemania. Se preguntó si, caso de tener que hacerlo otra vez, sería capaz de matar al soldado que le había vendido el arma, asegurándose así su silencio.

Hurgó entre las cartas que tenía en el cajón, debajo de la mesa.

—¿Sigue ahí? —preguntó la voz de Miles.

—Le llamaré dentro de una semana —dijo Hardin.

—¿Para qué?

—Tengo, que reflexionar sobre esto.

Desconectó la radio y se dirigió al pañol de velas.

CAPÍTULO XII

Al capitán Ogilvy le dolían las piernas. Sus formas delgadas bajo los pantalones del uniforme hecho a medida parecían estar cubiertas de una lámina de plomo que hacía que le pesara cada paso que daba y le comprimía los muslos y las pantorrillas. El dolor le dificultaba concentrarse, pero se negó a abandonar el puente de mando mientras el
Leviathan
navegara todavía por lugares estrechos.

Llevaba veinticuatro horas sin dormir después de la siesta que había hecho en el puerto la tarde antes de zarpar. Mientras el buque permanecía atracado, su primer oficial se encargaba de supervisar las operaciones de descarga, su segundo estudiaba el rumbo que seguirían hasta el golfo Pérsico y el tercero dirigía las tareas de aprovisionamiento. En alta mar, les confiaba el mando durante las guardias. Pero siempre que el buque debía maniobrar en zonas de intenso tráfico marítimo, como el canal de la Mancha, el cabo de Buena Esperanza o el estrecho de Quoins, en la entrada del golfo Pérsico, él y sólo él mandaba el
Leviathan
. Los otros eran buenos marinos, pero el único que comprendía la importancia de la inercia del buque era él.

Sus piernas siempre eran las primeras en acusar los efectos de las largas guardias. Arteriosclerosis, había diagnosticado el médico. Insuficiente riego en las extremidades. Las píldoras que tomaba para dilatar las arterias hadan poco más que enrojecerle la cara. Había hecho instalar una auténtica silla de capitán en el puente de mando, justo detrás y un poco a estribor del timonel. Un gran artefacto giratorio. Pero no era como si estuviera conduciendo un condenado coche. No podía quedarse simplemente ahí sentado, porque a cada instante tenía que correr de un lado a otro para consultar el radar y acercar la cara a las ventanas del puente, y salir precipitadamente a las alas para ver lo que ocurría a popa o a proa.

De poco le servirían la computadora anticolisión, la navegación por satélite y todos los demás instrumentos electrónicos. Cuando el buque tenía que abrirse paso a través de un canal atestado de barcos, como un caballo de tiro en un establo, era imposible manipularlo desde su sillón. Nada de eso. Uno tenia que correr como un condenado para comprobar exactamente dónde estaba el buque en cada momento.

Aunque era hijo de un obrero y una ayudante de cocina, Ogilvy fingía los modales y modos de hablar de un caballero inglés de la alta clase media. El talento y la ambición le había ayudado a salir de su remota ciudad rural del oeste de Inglaterra. Había sido aceptado en Dartmouth, pese a que todo parecía oponerse a ello, después de haber descubierto que los oficiales navales británicos debían hablar de un modo distinto que los marineros. Los hábitos que se había visto obligado a adoptar le habían quedado grabados para siempre. Alguna vez podía decir que un error colosal de un subordinado había creado un burdel o maldecir algo que le molestaba terriblemente, pero sus oficiales raras veces tenían ocasión de escuchar los «me cago» que inundaban sus pensamientos.

Todavía se entretuvo un rato en el puente, obligando a sus piernas a responder, prolongando su permanencia allí varías millas más de lo necesario, resistiéndose a interrumpir el penoso esfuerzo. Al fin, cuando Brest quedó muy distante a su popa y mil quinientas millas del Atlántico abierto separaban la proa del
Leviathan
de las islas de Madeira, se acercó a su primer oficial, que estaba de guardia.

—El buque es suyo, número uno. Buenas noches.

—Gracias, señor. Buenas noches.

—He observado que la descarga ha ido muy bien.

—Gracias, señor.

—Confío que nuestros amigos de Le Havre no se enteren.

—¿Señor?

—Podrían pensar que intentamos discriminarles, ¿no cree?

El primer oficial sonrió débilmente. Habían derramado casi mil litros de petróleo en el puerto francés al soltarse una conexión. Ogilvy rió entre dientes y salió del puente Le gustaba mantener a sus oficiales siempre alerta con esos ataques inesperados y, a pesar de que su primero ya llevaba seis años navegando a su lado, consideraba oportuno no dejar que olvidara sus responsabilidades.

Su asistente personal, un frágil indio, le llenó el baño y le preparó el pijama, afanándose de un lado a otro del camarote con los ágiles movimientos silenciosos de un perro afgana Después del baño, Ogilvy se acostó en su confortable cama de dos plazas con las cortinas echadas y una taza de chocolate caliente a su lado. Espasmos de alivio empezaron a recorrer voluptuosamente sus piernas mientras se preparaba para unas doce horas de profundo sueño. Su primer oficial conocía sus hábitos y sólo le molestaría en caso de toque de alarma.

Las señales del canal, las luces que se movían en la distancia y los destellos punteados del radar seguían encendiéndose ante sus ojos y en su cabeza volvía a sonar una y otra vez la voz del timonel repitiendo las orientaciones. Se bebió el chocolate a pequeños sorbos y esperó que su mente se decidiera a ceder el mando del buque y abandonar el puente. Ya había cumplido sesenta y tres años, y sabía aguardar con paciencia que los procesos naturales completaran su curso.

El piloto del helicóptero decidió subir al puente de mando para contemplar la salida del sol desde el punto más elevado del buque. Atravesó presuroso el puente, procurando que no le viera el timonel, y salió al ala de babor, donde se disfrutaba de la mejor panorámica. Allí no estorbaría a nadie.

Todavía le asombraban las dimensiones del buque. Si la marina de los Estados Unidos tuviera un poco de vista, pensó, adquiriría unos cuantos buquecitos como éste, los modificaría para poder transformarlos en portaaviones, y crearía así una marina mercante de doble uso, como la de la armada rusa.

Tire a matar
.

Las últimas palabras de Bruce todavía resonaban en su cabeza; y lo de menos era lo que le había dicho sobre Ogilvy. Bruce era su verdadero jefe. El piloto se estremeció. Tenía derecho a volarle la cabeza al tipo. Como en la guerra, pero aún mejor. Ese tipo no tenía ningún gocho
[2]
detrás protegiéndole las espaldas mientras disparaba. Sería un blanco fácil.

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