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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

El cazador de barcos (27 page)

BOOK: El cazador de barcos
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Volvió a estremecerse, pero ahora por otro motivo. Cada vez que empezaba a sentirse relajado, volvía a recordar el accidente. Sus ojos se apartaron del sol naciente para posarse en el distante Bell Ranger. No había perdido por completo el control de sí mismo, pero aquél era su primer trabajo desde que se había estrellado en Texas y sólo lo había aceptado porque se trataba de volar sobre el mar.

No iría por el mundo con esa cara de espantajo si se hubiera arrojado al agua en vez de intentar salvar a sus pasajeros. En este trabajo no habría pasajeros; sólo él, y el aparato, y la ametralladora. Apartó con decisión la mirada del helicóptero y la posó en el mar, mientras repasaba mentalmente los pasos del aterrizaje de emergencia: poner rumbo al mar; ladear el aparato justo antes de tocar el agua; salir por la puerta que quede situada arriba y echar a nadar.

La bruma matutina había mojado las alas del puente. Y todavía hacía frío, cuando el tercer oficial comenzó su guardia a las ocho y le invitó a tomar una taza de café. El piloto aceptó agradecido la posibilidad de refugiarse en el calor del puente cubierto.

Los dos jóvenes se pusieron a charlar, apoyados en el pasamanos de madera barnizada, frente a las ventanas del puente, contemplando el mar. El tercero había dejado a su esposa —llevaban cinco meses casados— en Inglaterra. No era costumbre llevar a las esposas en el
Leviathan
, como era cosa aceptada en la mayor parte de los petroleros; así lo había decidido Ogilvy.

La mujer del tercer oficial estaba molesta por el hecho de que él siguiera navegando con Ogilvy a pesar de todo.

El piloto del helicóptero tenía una amiguita en Dallas. Era azafata de vuelo, con unas condiciones privilegiadas que le permitían pasar el noventa por ciento de su tiempo en tierra, y le había prometido que se reuniría con él en Arabia.

—¿Crees que vas a estar en Arabia? —preguntó el tercer oficial con una sonrisa de superioridad—. Yo he estado dieciséis veces en el golfo Pérsico y todo lo que he visto ha sido una línea blanca en el horizonte. El
Leviathan
carga lejos de la costa.

La cara del piloto se contrajo en una distorsionada sonrisa, lo que impulsó al tercer oficial a preguntarse si su amiguita sería una relación de antes o después del accidente.

—Pero yo tengo un billete para salir de aquí. —Señaló el Bell Ranger con la cabez—. Tal vez logre hacerme con un permiso y daros alcance luego.

—Tal vez, si te haces amigo del viejo.

—Me tiene tanta simpatía como un vaquero al estiércol de oveja.

El tercer oficial asintió con estudiada sagacidad.

—No es fácil intimar con el hombre —sentenció—. Aunque yo he tenido algunas charlas interesantes con él. Creo que me aprecia bastante.

—¿Qué te hace suponer eso?

—Estuvimos juntos en la P&O. Él me pidió que le acompañara cuando se hizo cargo del
Leviathan
.

—¿Qué es la P&O?

Mientras el tercer oficial explicaba lo que hacía en la
Peninsular and Oriental Steamship Company
y los cargos que esperaba alcanzar allí algún día, un marinero subió al puente para relevar al hombre que llevaba el timón. El nuevo timonel tomó nota del rumbo y de la velocidad y confirmó que el mar estaba libre de obstáculos a proa y que el piloto automático funcionaba, y luego se sentó tras el yugo del timón, que se movía imperceptiblemente, controlado por la mano invisible de la computadora. Los dos timoneles intercambiaron veladas sonrisas al escuchar las ambiciones del tercer oficial.

—Acabo de comprender a qué se parece este artefacto —exclamó el piloto del helicóptero.

Golpeó el cristal con un dedo, señalando las verdes cubiertas que se extendían a sus pies. Grises caminos de paso y la pasarela central las dividían en partes simétricas, y estaban llenas de tuberías oscuras, negros cabestrantes, torres, instalaciones contra incendios y válvulas amarillas.

—Parece un maldito campo de petróleo.

—No sabría decirte si es cierto —comentó el oficial.

—Sí, claro, nunca bajas del buque En fin, yo he visto muchísimos en mi tierra, y eso es lo que parece este artefacto.

Se quedó mirando el mar y movió incrédulamente la cabeza.

—No puedo creer que el condenado se esté moviendo. ¡Jesús! Conozco destripaterrones que se construyeron castillos después de encontrar en su patio trasero menos petróleo del que cabe en este buque. Y un tipo pretende hundirlo desde un velero. ¡Que me cuelguen!

—¡Chitón! —siseó el tercer oficial, mirando al timonel de reojo.

Toda la mañana había estado intentando encontrar la manera de sugerirle al viejo que sería mejor comunicárselo a la tripulación, antes de que lo supieran a través de rumores. El timonel no apartó los ojos de la proa.

El piloto susurró:

—Es una locura, hombre.

—Bueno, tal vez el tipo esté loco…

—No parece preocuparte.

—Como tú has dicho, es sólo un hombre.

—Y un misil. Sería bastante difícil fallar un blanco de estas dimensiones.

—¿Desde la cubierta de un velero?

—Tal vez nunca hayas visto un misil teledirigido. Un crío de nueve años con lentes bifocales podría darle a este artefacto con esa clase de arma.

—Bien, supongo que para eso estás tú aquí.

El piloto cogió unos prismáticos del marco de madera de las grandes ventanas cuadradas y escudriñó las aguas.

—¡Eh! Mira ahí.

El tercer oficial miró hacia donde le indicaba el otro. Un puntito blanco en el horizonte, justo frente a ellos.

—Es un barco de vela —exclamó el piloto, mientras salía disparado hacia el cuarto de derrota rumbo al ascensor.

—¡Desconecten el piloto automático! —gritó el tercer oficial.

Un intenso estruendo arrancó a Ogilvy de su sueña Disparaban sobre el buque, tal fue su primer pensamiento. Esta idea le remontó de golpe cuarenta años atrás a un Atlántico en guerra, y ya había puesto los pies en la cubierta cuando cayó en la cuenta de su error. Aquel camarote estaba mullidamente alfombrado, sin nada del frío contacto del acero húmedo de los buques de escolta.

El estruendo fue apagándose. El capitán recuperó la memoria. Se había levantado un par de horas durante la noche, para acostarse otra vez luego, y estaba borracho de sueño. Descorrió las gruesas cortinas y observó la gigantesca cubierta del
Leviathan
. El helicóptero. Estaba volando adelantándose al buque. Se frotó los ojos y volvió a mirar. Divisó una vela a diez mil metros de distancia.

Se puso la bata y subió un piso en el ascensor hasta el puente. El reloj del cuarto de derrota indicaba las 09.30. Su tercer oficial estaba de guardia, apoyado en el pasamanos que discurría debajo de las ventanas del puente, con una taza de café en la mano y observando fijamente el helicóptero. Ogilvy se le acercó sigilosamente por la espalda.

—¿Qué demonios pasa, señor?

El tercer oficial se puso firme, dejó su taza de café y se volvió lentamente. Se puso pálido al ver la expresión de Ogilvy.

—¿Señor?

—¿Quién ha autorizado ese despegue?

—Dijo que había visto una vela, señor.

Ogilvy cogió los prismáticos. El helicóptero avanzaba veloz sobre el agua, cada vez más próximo a la vela blanca que se recortaba en el horizonte. El capitán enfocó los prismáticos. Los volvió a dejar ruidosamente al cabo de un instante y señaló el radioteléfono con un dedo tembloroso.

—Contacte con él.

—¿Señor?

—¡Ahora mismo!

—¡Señor!

El tercer oficial corrió hacia la radio y estableció la comunicación.

—Dígale que regrese a bordo.

—Dice que va a dar una vuelta para inspeccionarlo mejor.

—¡Que regrese de inmediato! —bramó Ogilvy.

Salió al ala del puente caminando con grandes zancadas y observó al helicóptero, que dio media vuelta y luego fue haciéndose cada vez más grande sobre el cielo, mientras el distante clipdop de su hélice principal cedía paso al chirrido de la turbina. El aparato se posó sobre la cubierta.

Ogilvy aguardó que la tripulación de cubierta lo tuviera bien afianzado y cuando el piloto empezaba a caminar hacia el castillo de popa, conectó el teléfono del puente con el sistema de altavoces.

—¡Piloto! —Su voz amplificada retumbó severamente por todo el buque—. ¡Preséntese en el puente de mando!

Esperó, echando chispas, con el cuerpo todavía dolorido de cansancio a pesar del largo sueño, hasta que su tercer oficial condujo al piloto hacia el ala del puente.

—¿Adónde iba?

—A inspeccionar un velero —respondió despreocupadamente el piloto.

Ogilvy captó un nervioso parpadeo de sus ojos detrás de las gafas de sol.

—¿A inspeccionar un velero ha dicho?

El piloto cambió de posición, incómodo.

—Sí. Es lo que acabo de hacer.

—Piloto —dijo suavemente Ogilvy—. En adelante esperará recibir mi autorización o la del primer oficial de guardia antes de abandonar este barco. ¿Está claro?

—Sí… pero, capitán…

—¿Pero?

—Pero ¿y si se presenta una emergencia? Si ese tipo viene directo hacia nosotros, ¿también he de perder tiempo solicitando autorización?

Ogilvy señaló la vela. El
Leviathan
le estaba dando alcance rápidamente y el yate ya estaba lo bastante próximo para poder distinguir algunos detalles.

—Descríbame ese yate, señor.

El piloto se encogió de hombros.

—Es un velero.

—¿Tiene alguna característica particular?

El piloto guiñó los ojos para protegerse de la fuerte luz.

—Sí. Es blanco. Y tiene una vela roja delante.

—Eso es el
spinnaker
—replicó Ogilvy—. Un foque de balón que se iza en proa. Va unido al palo mayor. Y hay un segundo palo más a popa. ¿Lo ve, piloto?

—Si. —Sus labios temblaron en una aparente sonrisa burlona.

Ogilvy continuó como si no lo hubiera advertido.

—Ese segundo palo está delante de la caña del timón. ¿Lo ve?

—Si. Lo vi antes desde cerca. No alcanzo a distinguirlo desde aquí. Tiene usted buena vista, capitán.

—Eso es un queche —dijo Ogilvy—. Repita conmigo. Queche.

—Oiga…

—Queche —insistió glacialmente Ogilvy.

—Un momen…

—Queche.

El piloto se humedeció los labios.

—De acuerdo. Eso es un queche.

—Dos palos, zoquete. Un queche. El barco de Hardin es un balandro. Un palo. Un foque. Déme un papel y un lápiz.

El piloto se sacó un bloc del bolsillo superior de la chaqueta de su traje de vuelo de nailon. Ogilvy se lo arrebató bruscamente de las manos enguantadas y trazó un perfil con su pluma de oro.

—Un palo, una vela mayor, un foque. Un velero. Y cuando vea uno, pídame autorización para abandonar mi barco. No estoy dispuesto a permitir que un imbécil despegue de mi cubierta cada dos por tres, siempre que sienta deseos de irse a dar una vuelta.

Volvió a acostarse hecho una furia, pero no consiguió dormir.

El helicóptero era un sistema estúpido de proteger al
Leviathan
. La tripulación no tardaría mucho en averiguar que ocurría algo anormal y se pondrían tensos y nerviosos cada vez que el condenado aparato despegara del buque. Ya era bastante malo haber zarpado con marcas de sangre después de que el cable de amarre hiriera al mozo de cocina en las piernas. No tendrían tranquilidad en aquella travesía hasta que el helicóptero estuviera firmemente sujeto a la cubierta y el piloto encerrado en su camarote Ogilvy sonrió. A ese tipo le aguardaba una sorpresa cuando entraran en aguas meridionales.

Era absurdo. Hardin constituía una pequeñísima amenaza en el mejor de los casos. ¿Cómo diantres podía pensar que sería posible hundir al
Leviathan
? Probablemente compartía el error popular de pensar que un buque petrolero vacío era una bomba llena de gas, que sólo esperaba que alguien arrojara una cerilla dentro. Pero cada uno de los tanques había quedado tan inocuo —después de extraer el oxigeno, sustituyéndolo con gases de combustión— que podría meterse toda una casa en llamas dentro y verla apagarse al poco rato.

¡Un cohete contra un buque de medio kilómetro de eslora! Ese hombre estaba loco, o era un imbécil. Claro que si acertaba podría causar algún daño; y ésa era la razón que le había impulsado a inventar un sencillo e infalible sistema de defensa. Demasiado sencillo para tomarse la molestia de explicárselo a James Bruce y a sus compinches de la compañía.

El capitán se puso la bata y las zapatillas y llamó a su asistente para pedirle un té, que se llevó consigo al despacho de su
suite
de tres habitaciones. En una carta de navegación ampliada, colgada de una de las paredes forradas de madera, se veía la ruta de los petroleros alrededor de África, once mil millas a través de los mares desde Europa hasta Arabia. El golfo de Omán. El golfo Pérsico. Las aguas del
Leviathan
.

Ogilvy tenía almacenados en la cabeza todos los datos, todas las horas y todas las distancias y se dispuso a señalarlos con un lápiz graso sobre el revestimiento de plástico que protegía el mapa. Hardin podía haber averiguado la fecha de partida del
Leviathan
, el día exacto prácticamente, a través de la prensa marítima. Entonces, ¿por qué había zarpado casi tres semanas antes que el petrolero?

La respuesta a esa pregunta le desvelaría el plan de Hardin.

Ogilvy había indagado detenidamente para averiguar todos los datos sobre el yate. Era mucho más importante conocer eso que los motivos del hombre, o el alcance de su arma, o a qué lado se peinaba la raya. Era un barco rápida Era muy probable que Hardin fuese un navegante competente y tenía a la mujer para turnarse en las guardias, de modo que unas ciento cincuenta millas diarias parecían una velocidad plausible. Tres mil millas en tres semanas, cuatro mil en cuatro, contando una semana más que sería la que tardaría el
Leviathan
en alcanzar la zona prevista para el ataque.

Las rutas de los petroleros eran bien conocidas. Saltaban a la vista en cualquier carta decente y era evidente que se estrechaban mucho al doblar la protuberancia del África occidental, donde los buques pasaban muy próximos a la costa acortando camino para economizar carburante. Ogilvy trazó un óvalo en torno a las rutas de los petroleros comprendidas entre las distancias de tres mil y cuatro mil millas de Inglaterra. El óvalo encerraba toda la protuberancia del África occidental. Entre los gruesos trazos negros quedaban incluidas Dakar, la capital del Senegal; Freetown, la de Sierra Leona, y Monrovia, la de Liberia.

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