—¿Estás loco? —susurró ella, todavía agachada junto a la abertura.
Hardin la miró de arriba abajo, con las manos en la cintura. ¿Ése era el precio de su abandono? ¿el castigo por haber traicionado a Carolyn?
—¡Es una locura!
—No —dijo Hardin—. No es una locura.
—¿Qué es entonces? —preguntó gritando ella, mientras se levantaba y empezaba a avanzar hacia él, escudriñando su cara con ojos ansiosos—. ¿Suicidio?
—Es mi vida —replicó Hardin—, no la tuya. Pero no, no es un suicidio. ¡Ahora sube a cubierta!
Ella asentó firmemente los pies en el suelo y le devolvió la mirada.
—¿Eres capaz de declarar racionalmente que no te importan las vidas de las personas que van a bordo de ese barco?
—Tendrán tiempo de abandonarlo.
—¿Estás completamente seguro? —insistió ella con voz cansada—. ¿O acabas de inventarte esta excusa?
—No tengo por qué convencerte, Ajaratu. Hazte cargo del timón. Estamos cerca de las vías de tráfico marítimo.
Se arrodilló en el suelo del camarote y empezó a colocar las tablas en su sitio. Ella permaneció inmóvil a su lado, observándole.
—Bastará que un hombre no pueda saltar a tiempo para que te conviertas en un asesino.
—Saltarán.
—No te das cuenta de lo que estás haciendo, Peter.
Él la miró fríamente.
—El timón.
Ajaratu empezó a subir majestuosamente la escalera. Hardin terminó de cerrar la caja del cohete. Después subió a la cubierta de proa para desenredar las escotas del
spinnaker
. Una de ellas se había enganchado y Hardin se agachó junto a la roda intentando desengancharla. El
spinnaker
no le preocupaba. Tenía otro, y además, era una vela terriblemente grande para manejarla sin ayuda. El velero empezó a bajar la cresta de una ola. La proa hocicó y Hardin perdió el equilibrio. Tuvo que soltar la escota y agarrarse al pasamanos.
—¡Ponte el arnés de seguridad! —le gritó Ajaratu desde la bañera.
Corrió hacia la bañera, donde lo había dejado. Incluso con buena mar, le había repetido una y otra vez a la muchacha, que debía usarse el arnés siempre que se trabajara cerca de la borda.
—Lo siento —dijo mientras se lo abrochaba—. Me había olvidado.
Se la quedó mirando. Ajaratu estaba sentada muy tiesa al lado de la rueda del timón. Todo resultaba tan estúpido. Ella le había llamado asesino y ahora él le pedía excusas por no haberse puesto el arnés de seguridad. Le miró con ojos encendidos.
—¿Qué quieres?
—Nada. ¡Tiene gracia! Me odias, pero quieres que tenga cuidado.
—¿Crees que sería capaz de timonear sola este maldito barco?
Ajaratu rompió a llorar.
—Por favor… No te odio. Escúchame, Peter, por favor.
Hardin se sentó a su lado, sorprendido al ver sus lágrimas. Ajaratu había sido una presencia fría, casi intimidante, en el hospital, y luego se había mostrado incesantemente animada a bordo del barco. Pero ahora se estaba desmoronando como una niña. Su cuerpo se agitaba y temblaba con los sollozos. Peter la estrechó entre sus brazos.
Ella escondió la cabeza en su pecho.
—Hemos compartido tantas cosas. No puedo creer que seas un hombre capaz de hacer una cosa así.
Hardin la cogió por los hombros, la apartó de sí y la obligó a mirarle a los ojos.
—Ahora escúchame Ese petrolero destruyó todo lo que yo amaba.
—Puedes amar de nuevo —insistió ella—. Puedes amar la vida, por ejemplo.
—No basta que haya saldado mis deudas con el pasado.
—No te corresponde a ti dar por terminado el pasado. Lo hecho, hecho está.
—Todavía no ha terminado.
—Un hombre no puede decidir cuándo ha concluido un momento.
—Maldito si no puedo.
—Pero la venganza es un derecho de Dios, no tuyo.
—Ya suponía que lo sacarías a relucir. Dentro de un instante me dirás que el hecho de que el
Leviathan
aplastara mi barco y lo hundiera en el océano fue un acto divino.
—Tal vez fue la voluntad de Dios.
—Bien, pues considera simplemente que esto es una reacción humana.
La cara de Ajaratu se había endurecido y había dejado de llorar. Hardin se levantó enfadado. El barco, se pronto, le pareció muy pequeño. Se fue a proa para izar un foque, después volvió a cogerla por los hombros.
—Y todavía tengo que decirte otra cosa. Tómalo como quieras. Creía volverme loco. Las pesadillas me estaban destrozando la cabeza. Hasta el instante en que comprendí claramente que lo único que podía hacer era hundir ese monstruo.
—¿No tienes ninguna duda?
Él la atrajo más hacia sí.
—Temía hacerte el amor. Pensé que tal vez me ablandarías.
—¿Y ha sido así?
—No. Has reforzado mi decisión.
—¿Cómo? —preguntó ella sorprendida.
—Me has recordado todo lo feliz que era.
Ella contempló su rostro, escrutando su expresión.
—Si yo estuviera a bordo del
Leviathan
, continuarías…
—No cambiaría nada.
—¿Cómo dices?
—Podrías abandonar el buque con todos los demás.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —inquirió ella, escudriñando su mirada.
—No tienes idea del tamaño de ese barco. No va a hundirse como una piedra ni se volatizará en el aire Le costará mucho morir.
—Has perdido el juicio, Peter ¿Cómo conseguirás hundirlo si es tan grande?
—Conozco su punto débil.
—Te matarán.
—Eso no entra en mis planes —replicó él con una débil sonrisa.
Ajaratu se zafó de sus manos.
—¿Y si intento detenerte? —le preguntó—. ¿Qué harás para proteger tu venganza?
Hardin se la quedó mirando.
—¿Serías capaz de matarme?
Él sonrió fríamente.
—Ya lo tengo previsto. Voy a desembarcarte en un batel en el puerto de Monrovia y después saldré de estampida, como un murciélago que huye del infierno.
—¿Y qué me puede impedir que denuncie tus intenciones?
—Alguien ya se te ha adelantado. Me están persiguiendo con un helicóptero armado.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé.
—Entonces todo ha terminado, de todos modos. No podrás hacerlo.
—¡Quién sabe!
—¿Qué piensas hacer?
Hardin esbozó una débil sonrisa.
—¿Para poder delatarme luego?
Ella agitó molesta la cabeza.
—No he dicho que pensara hacerlo.
—No puedo correr ese riesgo.
—¿Y si te doy mi palabra?
—Sospecharía que intentabas seguirle la corriente a un psicópata.
Ella le apartó para abrirse paso y desapareció por la escalera. Hardin izó el génova y forzó el velero intentando recuperar la velocidad, perdida desde que había estallado el
spinnaker
. El alisio —que soplaba desusadamente al sur según las indicaciones de las
Instrucciones náuticas
— iba arreciando paulatinamente y a ratos la corredera de Brookes & Gatehouse marcaba la increíble cifra de diez nudos.
Ajaratu volvió a la bañera. Permaneció callada durante una hora. Tenía el rostro inexpresivo, vuelto hacia dentro. Hardin vigilaba las oscilaciones de la aguja de la corredera. Se preguntó si se habría gastado el eje de la hélice del instrumento. Decidió contrastar las velocidades con la distancia recorrida entre dos tomas de altura, en cuanto tuviera ocasión de navegar otro largo trecho con el viento en popa.
—Mira —dijo de pronto, inclinándose sobre la borda de sotavento y señalando hacia la proa.
Ella vaciló un momento antes de seguir su indicación, pero un involuntario grito de placer escapó de sus labios cuando vio el arco iris del alisio danzando sobre el fino rocío de la ola de proa.
—Es precioso.
Los colores aparecían tan nítidos y tan puros como los de la luz vista a través de un prisma de cristal. El arco iris parpadeaba como una luz señalizadora de un canal, apareciendo y desapareciendo para volver a aparecer otra vez, dispensando haces de rayos amarillos, verdes y azules que se fundían y propagaban en radiantes semicírculos con el subir y bajar del rocío al compás de los movimientos de la afilada proa.
—¡Mira! —exclamó asombrada Ajaratu.
El arco iris se tino de rojo, con una tonalidad tan intensa y profunda como la de un manto de cardenal.
—Parece sangre.
Hardin contempló el arco iris con expresión sombría. Era como si el mar sangrara al cortarlo la proa del velero.
—¿Tienes algún plan? —preguntó ella.
—¿A ti qué te importa?
—No quiero que te maten.
—Ni yo tampoco.
—No lo permitiré —exclamó ella indignad—. Impediré que lo hagas.
—No puedes. Ya te he dicho que ya conocen mis intenciones.
—Sí que puedo.
Hardin volvió a observarla. Sus labios estaban severamente apretados y su mirada indicaba que hablaba absolutamente en serio.
—¿Cómo?
—Le pediré a mi padre que utilice su influencia ante los libértanos, la Costa de Marfil, Guinea, Sierra Leona, los senegaleses y Ghana. Te atraparán y confiscarán tu barco.
—¿No se te ha ocurrido pensar por un momento —le preguntó Hardin— que podría atarte una cadena a los pies y arrojarte por la borda?
—¿Cómo a una esclava?
—Deja de decir sandeces.
—Me considero tu esclava —dijo suavemente ella—. Pero sé que no me harías daño.
Él la miró fríamente. Si eso era lo que pensaba, no tenía forma de defenderse.
—¿Qué te imaginas? ¿Crees que somos unos enamorados sólo porque retozamos un rato a la luz de las estrellas?
Ella le golpeó con el primer objeto que encontró a mano. Éstos fueron los prismáticos y la lente anterior derecha le dio debajo del ojo. Retrocedió, cubriéndose la cara con las manos, demasiado sorprendido para reaccionar. Ella apretó los dientes y levantó los pesados prismáticos para golpearle otra vez. Tenía los ojos encendidos. Hardin levantó otra vez las manos para parar el golpe La sangre le corría por la mejilla. Cuando ella la vio, vaciló un momento, con el brazo en el aire y volvió a cerrar temblorosamente los labios.
—Oh, cielos ¿qué te he hecho?
Hardin rectificó automáticamente el rumbo del velero que se había desviado al soltar él el timón. Desconcertado por la ferocidad de la muchacha, se quedó mirando la mancha de sangre que había dejado su mano sobre la rueda.
—¡Dios mío!
—Te he hecho daño.
—Estoy bien.
Ajaratu dejó los prismáticos.
—Lo siento. Es la primera vez en mi vida que hago una cosa así. Jamás me había sentido tan indignada.
—No hablaba en serio —dijo Hardin, palpándose cautelosamente la mejilla—. Siento haberlo dicho.
Ella le separó los dedos y examinó la herida.
—Quiero acompañarte —dijo muy seria.
Hardin la miró. Ahora que había desaparecido su ira, se la veía muy joven, muy vulnerable, con todo el aspecto de la hija del soldado criada en el convento.
—¿Cómo dices? —dijo Peter, incapaz de pensar alguna respuesta.
—Que he decidido acompañarte.
—Imposible.
—Te relevaré al timón. Te ayudaré a conservar tus fuerzas. ¿No es ésa la razón de que me hayas dejado acompañarte hasta aquí?
—Olvídalo.
—Tienes que llevarme contigo.
—Oh, no, de ningún modo.
—Sí, seguro que sí. Yo sé que no me matarías. Pero tú sabes que yo sí te haría perseguir por mi padre. De modo que tienes que llevarme contigo.
Hardin se quedó mirando el mar. Ajaratu bajó al camarote y regresó con el botiquín de primeros auxilios. Cuando hubo limpiado y tapado la herida de su mejilla, él le dijo:
—Por favor, Ajaratu. Desembarca en Monrovia.
—Cualquier cosa antes que eso.
—Vete a tu casa y ponte a trabajar en tu clínica. Vuelve a la universidad. Haz lo que tenías pensado.
—Todo eso ya no me interesa.
—Entonces búscate algo que te interese.
—Ya lo tengo.
Le miró a los ojos y Hardin tuvo la terrible sensación de que ella estaba menos desorientada que él.
—¿No tienes ninguna duda? —le preguntó.
—Ninguna.
—¿De verdad me denunciarías si te dejo en Monrovia?
—De verdad.
Hardin movió la cabeza, consternado.
—¡Dios mío…! Escucha, es mejor que te lo pienses bien. Será muy duro. Dentro de una semana empezarás a odiarme y te odiarás a ti misma dentro de dos. Y detestarás el barco y la mar. Y cuando eso suceda ya será demasiado tarde para volverte atrás. Mañana estaremos a la altura de Monrovia. Tienes tiempo para decidirte hasta entonces.
—Ya estoy decidida —declaró Ajaratu—. ¿Adónde vamos?
—Hacia el infierno.
El
Leviathan
se aproximó a las islas Canarias la mañana del quinto día después de zarpar de Southampton.
El capitán Ogilvy llamó a su segundo oficial a su despacho y, sin ningún comentario, le ordenó que efectuara una modificación desusada de su inalterable curso normal.
El segundo oficial arqueó las cejas y observó el mapa del Almirantazgo que colgaba de la pared, detrás de la mesa del capitán. Ogilvy ordenó distraídamente las fotografías de su esposa, una mujer que le proporcionaba más placeres a través de sus cartas que en carne y hueso, y de sus hijas, a las que conocía sobre todo a través de las postales que le mandaban con motivo de sus vacaciones y las participaciones de bodas y del nacimiento de sus nietos.
La mesa estaba situada de cara a la puerta. Junto al mapa había una gran ventana que ofrecía una despejada perspectiva de la extensa cubierta verde y del mar que relucía más allá de las dos amuras de la proa. El despacho estaba amueblado en un moderno estilo de grandeza empresarial, con costosas sillas de cuero, alfombras azul oscuro, paredes forradas de madera y cortinajes dorados. De no ser por la incesante vibración que iba desplazando la pluma de oro del capitán sobre la superficie pulida de la mesa, podría haberse pensado que el ejecutivo de pelo canoso y el joven asistente de pie frente a él tenían una conversación de negocios en un rascacielos dedicado a oficinas, con las ventanas abiertas sobre una atareada ciudad.
El segundo oficial volvió a mirar el rumbo que le habían dado escrito y después observó otra vez el mapa. Su cara ancha y despejada aparecía ensombrecida por el desconcierto. Ogilvy no parecía haber advertido que su segundo oficial se debatía entre dudas.