El cazador de barcos (51 page)

Read El cazador de barcos Online

Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

BOOK: El cazador de barcos
9.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

La macabra ironía de la situación le salvó. Si permanecía todo el tiempo vigilando las serpientes de mar, el velero se hundiría. Tardaría algo más de un día en hacerlo, pero las serpientes continuarían en el agua cuando el barco se sumergiera. De modo que no tenía más remedio que volverles la espalda y dedicarse a reparar la vía de agua.

Alzó la vista y descubrió un nuevo peligro. Amenazadoras manchas gris azulado salpicaban el cielo nublado. Tal como había señalado el barómetro, una corriente de aire despejado se aproximaba al golfo. Recogió sus herramientas y el parche de madera y bajó a toda prisa.

Tendido boca abajo en el suelo, detrás del motor, distribuyó sus herramientas a una distancia cómodamente asequible y hundió las manos en el agua del sollado. La imagen de una serpiente, no menos vivida por ser irracional, cruzó fugazmente por su cabeza. Había entrado por la escotilla de proa y había nadado a lo largo de las sentinas, deslizándose a través de los agujeros de desagüe que las conectaban. O había penetrado por la misma vía de agua, succionada por la presión de la filtración. Hardin miró por encima del hombro, casi dispuesto a descubrir un grueso cuerpo amarillo deslizándose por la escalera.

El miedo y el calor le cortaban la respiración; parecía faltarle el aire allí bajo. Con un esfuerzo, concentró sus pensamientos en la reparación. El agua del sollado ya había subido diez centímetros desde que la había vaciado con la bomba.

Rellenó la grieta con estopa que luego hundió profundamente con ayuda de un escoplo de calafatear y un martillo. Después comprobó el resultado con los dedos. Seguía entrando agua. Introdujo mayor cantidad del viscoso conglomerado elástico y volvió a apretarlo con el escoplo y el martillo hasta que consiguió restañar el flujo de agua. Esperó unos minutos y volvió a comprobar el calafateado. Cuando tuvo la certeza de que el conglomerado resistiría, subió a cubierta.

Se refrescó y reposó un poco. Después accionó la bomba hasta dejar seco el sollado, dirigiendo ansiosas miradas hacia la capa de nubes cada vez más tenue, luego regresó abajo para recoger el resto del agua con una esponja.

Deslizó la lámina de madera de roble debajo del eje de la hélice y la apoyó sobre el calafateado. La fibra de vidrio estaba ligeramente abombada, conque volvió a retirar la lámina de madera y limó los cantos inferiores. Cuando volvió a colocarla quedó perfectamente ajustada sobre el fondo del casco.

Taladró unos pequeños agujeros en el casco a través de las perforaciones de la madera. Luego introdujo los tornillos, apretando con fuerza para hacerlos girar a través de la madera de roble y hundirlos luego en la fibra de vidrio. Con ayuda del más grande de los destornilladores adaptables a la pistola eléctrica que tenía —y recordando que cuando estaba inmovilizado por falta de viento se le había ocurrido pensar que el mango del destornillador en realidad era un círculo formado por infinitas palancas —siguió hundiendo y apretando cada tornillo, pasando alternativamente de uno a otro, hasta que un fino hilo de conglomerado se deslizó entre el parche de madera y el casco.

Mareado por el calor, Hardin subió corriendo a la bañera y se desplomó bajo la toldilla, con la cabeza retumbando y el estómago revuelto, hasta que poco a poco fue recuperando sus fuerzas, reconfortado por la idea de la tarea cumplida. El cielo estaba mucho más claro. En algunos puntos, se veían manchas de cielo abierto de un nítido color azul, resplandeciente bajo la luz del sol.

Varias serpientes pasaron flotando por su lado, tomando el sol. Una hundió la cabeza escamosa justo delante del barco y bebió un poco de agua salada. Otra volvió los negros ojos sin párpados en dirección a una inesperada ráfaga de aire ardiente que agitó levemente la superficie gelatinosa del golfo y luego, seguida a poca distancia por las demás, se sumergió junto con ellas bajo las aguas turbias.

Hardin apartó los ojos de las bestias y miró fijamente hacia el horizonte.

Le sorprendió comprobar cuánto se había despejado y cómo se había alejado. Alcanzaba a distinguir los negros petroleros desfilando por el norte. Frente a él, oscuras volutas de humo ensuciaban el cielo por el lado de occidente en los puntos donde llameaban los gases de desecho en lo alto de los pozos submarinos. Los mecanismos de perforación y los castilletes de los pozos de petróleo jalonaban la superficie del golfo, bajo las columnas de humo, como los postes de una valla alzándose sobre la pradera.

Una segunda ráfaga de viento caliente le abanicó las mejillas. Las aguas se agitaron tímidamente. La baja línea negra de las nubes de una borrasca apareció por el noroeste, entre los campos petrolíferos y los buques cisterna, y empezó a extenderse cada vez más ancha y más oscura. Embravecidos cumulonimbos de tormenta, con la oscura parte superior en forma de yunque, se elevaron por encima de la borrasca.

Hardin estaba observando el panorama con ojos empañados por el cansancio, buscando la manera de hacer frente a la borrasca que se aproximaba velozmente, cuando un helicóptero con la cabina en forma de burbuja emergió de pronto del cielo como una avispa indignada.

Precedido por una sombra oblonga que iba alargándose y ensanchándose rápidamente, un gran helicóptero de dobles hélices con distintivos persas bajó en picado y se posó sobre el circulo de aterrizaje de estribor en la cubierta del
Leviathan
. Un joven comandante naval iraní descendió del aparato y echó a andar con aire desenvuelto en dirección al puente de mando.

Sobre su cabeza, una bandada de helicópteros acorazados sauditas volaban en círculos como grajos indignados al ver a un halcón instalado en su nido. Los sauditas estaban prestando escolta al
Leviathan
zigzagueando veloces entre el buque gigante y la costa, escudriñando las ensenadas y desembocaduras de los ríos, y de pronto habían visto aparecer el helicóptero iraní por el este el aparato había atravesado su formación y se había posado sobre la cubierta del
Leviathan
, sin esperar la autorización del buque ni de su escolta.

El capitán Ogilvy permaneció sentado en su silla del puente de mando, bullendo de indignación mientras observaba el avance del intruso sobre su cubierta, molesto con todo lo que le revelaban sus prismáticos.

El bien planchado y almidonado uniforme azul del iraní relucía lleno de chillones galones y de las vulgares condecoraciones que los moros distribuían con tanta facilidad como si fueran paquetes de cigarrillos. Tenía una espesa cabellera, negra y brillante. Sus ojos se ocultaban detrás de unas gafas de sol verde oscuro, a la moda de la Fuerza Aérea estadounidense, y llevaba una pequeña pistola automática colgada sobre la cadera. Parecía indiferente al calor que había estado recalentando las cubiertas desde que el
Leviathan
iniciara su travesía a lo largo de la costa de Arabia. Ogilvy masculló una imprecación: el advenedizo llevaba un bastón ligero.

El oficial iraní había dejado bien sentadas dos cosas. Una, el Irán podía patrullar todo el golfo de Omán, así como el golfo Pérsico. Y, dos, la Armada iraní podía subir a cualquier buque mercante que se le antojara. Ignorando a los marineros que Ogilvy había mandado a su encuentro, el iraní prosiguió hada la torre de mando y momentos más tarde se presentaba en el puente.

—Buenas tardes, capitán —dijo, acercándose a la silla de Ogilvy.

El capitán le examinó con una iría mirada.

—No sólo acaba de infringir los derechos de inviolabilidad de este buque, señor, sino que además acaba de poner en peligro las buenas relaciones internacionales al desafiar la soberanía de Arabia Saudita.

El enjuto rostro gris tostado del iraní se llenó de desconcierto que en seguida se trocó en indignación. Hablaba el inglés con acento norteamericano.

—La Armada iraní ha acudido aquí para ayudarle, capitán. No necesitamos recibir lecciones de ningún súbdito inglés en materia de relaciones internacionales.

El rostro de Ogilvy se congestionó.

—Hace setenta y cinco años —declaró, irguiéndose tan alto como era—, mucho antes de que usted naciera, joven, súbditos británicos pusieron orden en este territorio. Pusimos fin a sus rencillas y constantes enfrentamientos, establecimos la libre circulación de mercancías e incluso cartografiamos sus aguas. Todavía puede aprender un par de cosas de los súbditos británicos, señor.

El timonel del
Leviathan
levantó una mano para ocultar su sonrisa y el segundo oficial se preguntó durante un instante de desvarío si la salvaje expresión del iraní significaba que se disponía a desenfundar la pistola. El hombre se ruborizó intensamente, pero Ogilvy siguió hablando sin darle tiempo a replicar.

—¿Qué le ha traído a este buque?

—Estamos persiguiendo a ese hombre, Hardin —explicó el iraní tras una larga pausa, aparentemente deseoso de cambiar de tema—. Tenemos que pedirle que detenga su buque hasta que le hayamos capturado.

—Hardin está en el golfo Pérsico —declaró Ogilvy.

—No, no entró en el golfo Pérsico. Huyó en esta dirección.

—¿Entonces cómo se explica que todavía no lo hayan capturado?

—Es un hombre solo en un barco pequeño. El golfo de Omán es grande y la costa de Musandán está plagada de escondrijos. Pronto le atraparemos. Entre tanto…

—No está aquí —repitió Ogilvy—. Se halla en el golfo.

—Imposible —repitió el iraní—. Bloqueamos el estrecho.

—Pero todos estaban mirando hacia el otro lado —dijo Ogilvy—. Y en la oscuridad se les coló un hombre solo en un barco pequeño. Les engañó haciendo lo inesperado.

—¿Por qué está tan seguro de que Hardin se encuentra en el golfo? ¿Por qué no en la costa de Macrán?

—Sé que está en el golfo porque conozco al hombre.

—Es imposible escapar del golfo.

—La huida le preocupa menos que conseguir hundir el
Leviathan
.

—Es sólo una corazonada —replicó el iraní—. Una simple conjetura.

—No me equivoco —dijo Ogilvy—. Están perdiendo el tiempo registrando la península de Musandán.

—Tal vez —admitió pacientemente el iraní—. Pero tendremos que rogarle que se detenga, hasta que estemos seguros.

—No.

—El
Leviathan
está en peligro, capitán Ogilvy. No puede arriesgar la seguridad de su navío y de su tripulación por una simple corazonada.

—El
Leviathan
tiene un calendario que cumplir —replicó Ogilvy—. Los sauditas nos están protegiendo perfectamente. No nos ocurrirá nada, gracias.

—¿Y qué sucederá cuando caiga la noche y los pilotos de los helicópteros no vean nada?

—No sucederá nada —dijo Ogilv—. Hardin está en el golfo.

El comandante iraní movió enérgicamente la cabeza.

—Lo siento, capitán, pero tengo órdenes de detener su buque hasta que haya desaparecido el peligro.

El inglés se lo quedó mirando con ojos incrédulos. El iraní juntó las manos detrás de la espalda y empezó a balancearse sobre los talones. La expresión de Ogilvy se tornó amenazadora. Apretó los labios, arrugó la frente y empezaron a temblarle las aletas de la nariz. El segundo oficial hizo un ademán de acercarse a él, temeroso de que el capitán pudiera sufrir un sincope. Ogilvy le rechazó con una mirada.

Habló con voz temblorosa de emoción.

—El
Leviathan
no se detendrá.

—Le ordenamos que se detenga por su propia seguridad.

Ogilvy dio un vistazo por las ventanas de babor. Una torva sonrisa iluminó su cara.

—Se encuentra usted en las aguas territoriales del sultanato de Máscate y Omán —declaró tajantemente—. ¿Un poco fuera de su jurisdicción, no le parece?

—Si no se detiene ahora mismo —le amenazó el iraní—, subiremos a su buque para efectuar una revisión de polución cuando entre en nuestras aguas territoriales. Y le aseguro, capitán, que necesitaremos varios días para inspeccionar un buque de este tamaño. Varios días.

—¡Esto es un chantaje! —protestó Ogilvy.

—Es por su propio bien.

—Permita que le diga una cosa, joven. Yo sé lo que es mejor para mi buque. Y ahora saque su helicóptero de mi cubierta.

Ogilvy atravesó el puente de mando a grandes zancadas y observó la pantalla de radar.

El iraní lo siguió.

—Se lo advierto, capitán. Le retendremos durante semanas.

Ogilvy levantó la cara de la pantalla y dio un puñetazo sobre el tablero de mando, con el rostro blanco de indignación.

—No crea que puede importunarme como si fuera un chino cualquiera en un buque de diez mil toneladas. Esto es el
Leviathan
. Y yo soy el capitán Cedric Ogilvy. Y cuando haga saber al mundo que se han atrevido a bloquearle el paso a mi buque, deseará no haber oído hablar nunca de mí.

El iraní abrió la boca, pero Ogüvy le interrumpió.

—Se les están subiendo demasiados humos a la cabeza con su flamante fuerza naval recién adquirida y la comunidad mercante empieza a estar harta de ustedes.

—¡Éstas son nuestras aguas! —respondió también a gritos el iraní.

Los dos hombres intercambiaron furibundas miradas indiferentes a la presencia del timonel, el segundo oficial, un cadete sentado junto al ordenador de navegación y un camarero indio con una bandeja con el té, que les observaban con ojos de asombro.

El sonido del VHF interrumpió el silencio. El segundo oficial cogió el microteléfono. Luego se volvió hacia Ogilvy.

—Es del helicóptero. Quieren hablar con este hombre.

El iraní alargó la mano para coger el auricular. Ogilvy hizo una señal de asentimiento con la cabeza y el segundo oficial se lo entregó. El iraní escuchó el mensaje. Apretó con fuerza los labios y le devolvió el teléfono al tercer oficial.

—Bien, capitán, parece que usted tenia razón.

—Sí.

El iraní sonrió sardónicamente. Se quitó las gafas de sol, revelando un pálido círculo sin broncear en torno a los ojos.

—El piloto de un helicóptero de la compañía Aramco ha avistado el barco de Hardin en el golfo, sesenta millas al este de Jazirat Halul.

El helicóptero permaneció suspendido a la altura del palo, a quince metros del velero por estribor. El piloto, cuya silueta se divisaba borrosa bajo la burbuja de plexiglás, levantó un objeto brillante con ambas manos y Hardin, aterrado por lo imprevisto de su aparición, se preparó a recibir el impacto de una bala.

Obligando a su cerebro a pensar deprisa, se incorporó de un salto y agitó los brazos como si quisiera pedir auxilio. Entonces descubrió los prismáticos en la mano del piloto y comprendió que se trataba de un helicóptero privado, no militar. Su tranquilidad duró poco. El aparato describió un círculo sobre el velero para examinarlo más atentamente y Hardin pudo leer el nombre de la compañía —Aramco— inscrito en la cola. Las compañías petroleras también se habían sumado a la búsqueda.

Other books

Love of the Game by Lori Wilde
East Side Story by Louis Auchincloss
Titanium by Linda Palmer
Letters to Jenny by Piers Anthony
Una Princesa De Marte by Edgar Rice Burroughs
The House by the Church-Yard by Joseph Sheridan le Fanu
Suffer the Children by Craig Dilouie