El cazador de barcos (61 page)

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Authors: Justin Scott

Tags: #Aventuras

BOOK: El cazador de barcos
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El
hovercraft
atravesó rugiendo la noche, rebotando sobre las ondas del mar como un avión a reacción volando en medio de una tormenta. El espacio entre el destello de su blanco y el centro de la pantalla de radar iba reduciéndose rápidamente. Otros brillantes parpadeos indicaban que los iraníes se estaban alineando para someterlo a un fuego cruzado desde todos los ángulos.

Faltaban pocos segundos para poder ver el barco de Hardin a simple vista, directamente frente a ellos. Donner intentó penetrar la fina bruma quemada con la mirada, oteando por encima de las cabezas de los marinos a cargo de las ametralladoras montadas sobre la torreta de proa. A uno y otro lado del puente había sendos misiles tierra-tierra, preparados para disparar con sus mortales cabezas apuntando lo más abajo posible.

—¡Ahí está! —exclamó Donner.

El velero de Hardin emergió súbitamente de la roja bruma navegando a toda vela. Su hinchado
spinnaker
exhibía un abultado vientre carmesí bajo la luz de las llamas, tenso como la piel de un tambor, reluciente con el esfuerzo. La vela mayor, un elegante cuarto de luna, se levantaba muy alta tras él.

El comandante iraní voceó una orden y el
hovercraft
empezó a describir un amplio viraje, estremeciéndose con la retroacción de las grandes ametralladoras montadas en la proa. Misiles de reconocimiento trazaron un arco sobre las aguas, iluminando el velero de extremo a extremo. Otro
hovercraft
empezó a vomitar fuego. Los geiseres de las explosiones hicieron tambalearse el velero. Las velas centelleaban blancas y rojas, iluminadas por los destellos de las bocas de los cañones y las llamaradas de los proyectiles al explotar.

Donner levantó los prismáticos. Alcanzó a distinguir la figura de Hardin, agazapado dentro de la bañera, delante del timón, intentando disparar. Un misil perforó la noche, atravesó el
spinnaker
y explotó sobre el agua detrás del velero. Una granada estalló encima de la cabina. El palo se desplomó hacia delante, arrastrando las velas bajo el agua.

Se habían aproximado más y Donner pudo ver las esquirlas que salían despedidas del techo de la cabina. Una hilera de proyectiles perforó el casco de proa a popa. La figura de la bañera cayó derribada sobre la cubierta por efecto del impacto y un segundo después la veleta del piloto automático voló por los aires, planeando unos instantes como el ala desprendida del cuerpo de un aeroplano. Una explosión fragmentó el techo de la cabina y las llamas empezaron a crepitar por las ventanas rotas.

El iraní seguía gritando órdenes por el teléfono y, mientras el maltrecho barco sé hundía, fueron cesando los disparos.

Para Hardin todo transcurrió como si un asesinato acabara de desarrollarse en la calle por la que él transitaba, demasiado lejos de él para poder intervenir, demasiado cerca para poder ignorar lo que ocurriría. El velero le había transportado a través de tres océanos y su regalo de despedida había sido unos escasos metros más de espacio, unos breves momentos adicionales de tiempo.

Hardin estaba sentado en el fondo del bote de goma, con la espalda recostada contra la popa, el Dragón semiapoyado en su hombro, sostenido por el otro extremo mediante una eslinga suspendida del palo. Hardin salió del grupo de torres petrolíferas que le habían mantenido a salvo del radar y volvió al canal de navegación, dejando que la vela latina arrastrara el botecito hacia el este. El barquito avanzó con el viento en popa, profundamente sumergido bajo el peso del cañón. Pequeñas olas amenazaban con romper en cualquier momento sobre la popa.

Hardin atisbo a través de los prismáticos, sin conseguir ver nada. Luego miró por encima de ellos, forzando los ojos, intentando penetrar las rojas sombras. Habían cesado los disparos. Ahora estarían registrando el lugar donde se había hundido el velero, intentando hallar su cuerpo.

Hardin advirtió un leve cambio en el horizonte, más una cuestión de color que de forma. El espacio que se extendía frente a él parecía más negro que antes. Divisó un rápido movimiento de luces a un lado de la sombra. Pertenecían a un buque que iba aumentando rápidamente de tamaño. Era una fragata avanzando a toda velocidad siguiendo un curso que la llevaría a cruzar muy cerca de él por el lado de estribor.

El negro se hizo más intensa Entonces, bajo el resplandor de la llama de gas de una torre petrolífera, Hardin distinguió la blanca corona del puente de mando del
Leviathan
, imposiblemente alto, tan elevado como un edificio de oficinas y coronado por las chimeneas gemelas características del
Leviathan
y sólo del
Leviathan
. Pero la torre de mando estaba lejos, muy distante. Lo que en cambio estaba próximo, mucho más cerca, era el muro negro de la proa del petrolero.

El velero se resistía a hundirse.

El agua inundó el camarote hasta la altura de la mesa de navegación, extinguiendo los fuegos más grandes.

Las cubiertas estaban llenas de hendeduras y abolladuras, el palo había desaparecido y se arrastraba flotando detrás del barco, sostenido todavía por las escotas. El reflector de radar, fijado a un estay, flotaba sobre el agua, oculto bajo el
spinnaker
. El techo de la cabina, las escotillas y la cubierta de proa habían quedado desgarradas por la explosión de una granada. El barco estaba cosido a tiros por encima de la línea de flotación y muchos de los proyectiles, disparados desde plataformas más elevadas, habían salido luego más abajo.

El velero debería haberse partido en dos, pero los largueros y montantes de refuerzo seguían tenazmente aferrados al casco moldeado a mano, y el velero seguía a flote, con la proa marcando todavía el último rumbo que le había señalado Hardin.

Donner escudriñó velozmente los humeantes despojos y su rápida mirada fue tomando nota de la madera de teca astillada, los orificios, los aparejos caídos. Recordó la primera vez que había visto el velero navegando contra un ventarrón en el canal de la Mancha, resplandeciente bajo sus reflectores como un lujoso juguete. Y después su figura desarbolada deslizándose lentamente hacia el interior de Table Bay. El mar le había arrebatado todos sus brillantes ornamentos y Donner había comprendido entonces que se había dejado engañar por su aparente resplandor. Debajo de él, el velero era un sencillo y potente velero. La mirada de Donner se entretuvo un momento en la bañera, examinando las bolsas de las velas que yacían dispersas en torno a la bitácora. La tapa de uno de los bancos había volado por los aires. El cofre del bote de goma que se ocultaba debajo estaba vacío.

—¡Es una treta! —grito Donner.

El muro negro empezó a tapar el cielo. Hardin estaba sentado a la altura de las olas y la proa del petrolero se le apareció más alta y más ancha de lo que recordaba o había llegado a imaginar en sus más terribles pesadillas. Parecía imposible que un objeto de esas dimensiones pudiera estar en movimiento. Pero se movía, y rápido, y con cada segundo que transcurría lo tenía más amenazadoramente próximo.

Hardin acercó los ojos a la mira telescópica del Dragón y enfocó la retícula sobre el centro de la pared negra. Después, con cuidado y muy despacio, fue bajando la boca del cañón hasta que los hilos de la mira señalaron una línea situada justo por encima del nivel del agua.

La línea centelleaba como una sonrisa maliciosa, una burlona mueca de las olas al romper sobre la proa gigante Ése era su blanco. La única parte vulnerable del buque, donde un disparo podía llegar a hundirla el
Leviathan
no explotaría por efecto de un solo tiro, pero con su velocidad de dieciséis nudos, el petrolero no podría detenerse antes de que la presión de su propia inercia le desgarrara la proa una vez que él hubiera perforado el agujero inicial con su Dragón.

El
Leviathan
ya estaba a menos de media milla de distancia. Un gigantesco muro negro sobre un ardiente cielo rojo. Hardin esperó. Ya faltaba menos. Una llama de gas que ardía sobre una torre situada detrás del barco puso una perla de fuego entre las chimeneas gemelas que lo coronaban. Hardin apuntó sobre la línea blanca de la proa y disparó.

El cohete salió despedido con un sonoro silbido. El detonador se encendió con una sorprendente luz blanca y el Dragón surcó velozmente el oleaje el vidrio ahumado de la mira había protegido los ojos de Hardin del intenso destello del detonador, pero también le desconcertó un instante. Después pudo localizar el cohete y manipuló los mandos de teledirección, inclinándolo hacia la izquierda para compensar su desviación del centro y elevándolo cuando amenazaba con sumergirse bajo el agua.

La mira saltó en pedazos, lacerándole la cara con las esquirlas de vidrio y de metal, y sintió un ardiente dolor en el brazo. El agua bullía a su alrededor. Sintió un tirón sobre un costado del botecito y éste empezó a perder aire con un sisea Oyó ruido de disparos a sus espaldas. Nuevas balas perforaron el caucho y el botecito empezó a sumergirse.

El cohete seguía avanzando hacia el
Leviathan
. Hardin estaba intentando controlarlo, manipulando con dificultad el cable enredado del sistema de teledirección, cuando una ola rompió sobre la popa y hundió definitivamente el bote. El pesado cañón lo arrastró bajo el agua y la última visión que tuvo del Dragón fue el blanco resplandor de su cola destacándose sobre el fondo negro del
Leviathan
.

LIBRO CUARTO
CAPÍTULO XXX

Ajaratu ciñó el viento con su velero. El barquito se inclinó en un acusado ángulo y surcó raudo la bahía. La muchacha cogió con fuerza la barra del timón y se inclinó hacia atrás, por encima de la borda, con el cuerpo musculoso exultantemente tenso suspendido entre el aire y el agua. El timón se estremecía entre sus manos como un animal cariñoso. Los radiantes rayos del sol, que calentaban sus hombros desnudos, refulgían por doquier sobre las olas saltarinas.

Estuvo navegando todo el día, recorriendo el puerto de Lagos en todos los sentidos, visitando alternativamente los muelles oceánicos y las tranquilas albuferas. Finalmente decidió regresar al puerto deportivo. Se le había hecho demasiado tarde y ya casi era de noche cuando pasó frente al espigón que marcaba el límite del amplio puerto deportivo.

Se le hizo un nudo en la garganta. Acababa de descubrir a un hombre de espaldas cuadradas de pie en la punta de la pared de rocas, a un centenar de metros de distancia. Durante un largo instante consideró la posibilidad de que fuera él. Intentó descubrir sus facciones bajo la luz cada vez más escasa, rogando que se produjera el milagro. Después el hombre dio media vuelta y se dirigió hacia un Land Rover. Era más delgado que Hardin y lucía las prendas color caqui características de los soldados nigerianos.

¿Cuántas veces le había ocurrido lo mismo? ¿Cuántas veces se había quedado mirando sorprendida a algún hombre blanco por la calle? ¿Cuántas veces había intentado negar mentalmente las noticias que había acudido a comunicarle Miles Donner seis meses atrás? ¿Cuántas veces había rezado para que su intuición se verificara demostrando que el israelí estaba en un error?

Un nivel de humanidad que Ajaratu nunca había creído que pudiera poseer Donner, le había impulsado a contarle personalmente lo ocurrido. Aseguraba que no se había separado de las patrullas de búsqueda iraníes con la esperanza de poder persuadirles finalmente para que pusieran a Hardin bajo su custodia, en caso de que lo encontraran vivo. Pero sólo habían podido localizar algunos jirones del bote de goma en el que le habían visto navegar por última vez —maltrechas tiras de caucho trituradas por las gigantescas hélices del
Leviathan
.

Ajaratu estaba demasiado embotada y postrada por el dolor para preocuparse de poner en duda la veracidad de ese relato. Hardin llenaba todos sus pensamientos, apartando cualquier otra idea de su mente, incluidas las preguntas sobre cómo debía haber muerta Él había dejado un gran vacío dentro de ella, ciertamente; lo añoraba terriblemente. Pero también le había dejado el recuerdo de haber amado con una plenitud desconocida para ella antes y que no creía posible volver a experimentar.

Miles Donner ocasionalmente daba un rodeo para pasar por Lagos en el camino de regreso de sus misiones fotográficas y, ahora que había dejado de trabajar activamente para la Mossad, su visita siempre era bienvenida en casa del general Akanke. Ajaratu se había marchado hacía tiempo de casa de su padre —con gran alegría de la amante de éste— pero siempre que Donner les visitaba, regresaba para hacer los honores de la casa. Una tarde que Donner había bebido un poco más de la cuenta salieron a dar un paseo por el jardín, los dos solos. Ajaratu había comprobado que incluso ahora que estaba retirado, el israelí sólo hablaba sin tapujos cuando se encontraba al aire Ubre.

—¿Por qué le traicionó? —le había preguntado Ajaratu, con las rutiles preguntas que se había hecho el propio Hardin resonando todavía en su cabeza.

—Ya no nos podía ser útil —respondió Donner—. Nosotros teníamos que ser prácticos.

—Pero podría haberse limitado a dejarle en paz —protestó ella y una súbita explosión de indignación le atenazó la garganta.

Donner negó esa posibilidad.

—Como solía decir Hardin: «Las cosas no son así». Siempre es posible sacar partido de cualquier situación. Nuestra colaboración en su búsqueda nos permitió hacer amigos en los estados del golfo, igual como hicimos buena amistad con su padre cuando la rescatamos a usted.

Después siguió hablando con voz más queda.

—Ajaratu…, si esto le sirve de consuelo, debo decirle que intenté salvarlo.

Ajaratu detestaba a Donner, y sin embargo lo toleraba. Incluso lo alentaba a visitarles por la sencilla razón de que, a veces, se sentía inexplicable y absolutamente segura de que Hardin seguía con vida. Y en este caso, Donner tendría noticias de ello. Pero cada vez que planteaba el tema de la persecución en el golfo Pérsico, Donner le respondía con la misma cortés evasiva; él no sabía nada. Y a medida que fueron transcurriendo las largas semanas y luego los meses, Ajaratu tuvo que presenciar la lenta destrucción de su intuición hasta casi perder la fe en su esperanza.

Se preguntaba si Hardin habría experimentado alguna vez la misma sensación de vacío que sentía ella ante la pérdida del ser amado. ¿Le había reprochado alguna vez a su mujer el hecho de que hubiera muerto, abandonándolo, tan amargamente como Ajaratu se lo reprochaba a él? Carolyn al menos era inocente, pero él había cortejado a la muerte. Algunas noches, Ajaratu se rebelaba contra la implacable furia que había impulsado a Hardin, aullando de indignación, rogando a Dios que deshiciera lo que el propio Hardin había hecho.

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