Pero su ira se había ido apaciguando lentamente Ya no se sentía capaz de culparle. Hardin era incapaz de controlar su pasión. Si hubiera intentado negarla, la rabia contenida habría matado su alma con la misma mecánica seguridad con que el
Leviathan
había destruido su cuerpo.
Ajaratu aceptaba los pocos vínculos que la unían a la vida de Hardin: el reloj que él le había dado en Ciudad del Cabo, Donner e incluso la cruel repetición de la terrible sensación de pérdida y soledad que él había experimentado antes que ella. Pero le rendía homenaje navegando el pequeño barquito, practicando las técnicas que él le había enseñado, disfrutando de lo que solía alegrarle a él.
A la débil luz del crepúsculo, Ajaratu se dispuso a atracar con las velas izadas, tal como habría hecho él. Un grupo de personas la observaban desde el aparcamiento escasamente iluminado. Eran jóvenes profesionales como ella, cargados de bolsas con las velas y cestas de la merienda, que se habían parado a charlar y reír junto a sus relucientes automóviles, intentando prolongar todavía un poco más los últimos momentos del fin de semana de asueto. Ajaratu fingió no haber visto sus gestos de saludo, confiando que ninguno se ofrecería a ayudarla a atracar, invadiendo con ello su momento más íntimo y preciado.
Impulsada sólo por el foque, Ajaratu viró contra el viento, perdiendo velocidad, y situó el barco perfectamente pegado al muelle. Ató el cabo de popa, luego corrió a asegurar la proa. Se disponía a saltar sobre el muelle con la gaza de un cabo en la mano cuando escuchó su voz.
—Buena maniobra.
Levantó la cabeza sorprendida y se topó con su mirada. El viento hinchó el foque, apartando la proa del muelle, y la distancia que les separaba empezó a ensancharse. Ajaratu seguía mirándole, con el corazón en las nubes.
—Lárgame un cabo —dijo él sonriendo.
Se lo tiró en un gesto automático. Él lo cogió y Ajaratu se apoyó en el palo tanto para no desplomarse allí mismo como para resistir el tirón del cabo que él había empezado a recoger, acercándola al muelle. No le habría sorprendido en absoluto ver desvanecerse súbitamente el rostro de Peter y que en su lugar no quedara más que la penumbra crepuscular.
—Si atas ese cabo, podrás dejarlo y acercarte a darme un beso de bienvenida.
Su mente todavía incrédula reflexionó fugazmente que nunca le había visto mantener tanto rato seguido una sonrisa.
—Peter.
—Estoy sano y salvo y preferiría no quedarme demasiado rato aquí con toda esa gente ahí mirándonos.
Lo dijo sin dejar de sonreír, pero en seguida añadió:
—En el punto por donde he cruzado la frontera no concedían visados.
Llevaba el pelo largo y le asomaba por debajo de un sombrero de campaña de ala ancha. Se había dejado crecer la barba y una deshilachada chaqueta color caqui colgaba muy holgada de sus hombros excesivamente delgados.
—Yo te conseguiré un visado —susurró ella.
—Algo me decía que tal vez podrías hacerlo… Pero, bueno, ¿vas a saltar de una vez de ese barquito para acercarte a darme un beso de bienvenida?
—¡Peter! ¿Cómo has llegado hasta aquí?
Él le indicó un desvencijado Land Rover aparcado junto al 2000 blanco que ella se había hecho traer de Inglaterra.
—Por carretera, parte del trayecto. ¿Voy a tener que saltar yo a ese barco para poder darte finalmente un beso?
La sorpresa había sido demasiado fuerte para ella e intentando ganar tiempo, dijo con una voz que a ella misma le pareció pudorosamente distante:
—Tengo que recoger mis cosas.
Él la miró desconcertado un momento, luego se sentó sobre el muelle, con las piernas colgando por encima del agua y observó cómo ella metía las velas en sus correspondientes bolsas, enrollaba los cabos, recogía sus ropas y el termo y la bolsa de la comida, depositándolo todo sobre el muelle. Ajaratu realizó todas estas tareas muy despacio, mirándole de reojo de vez en cuando, intentando adaptarse a la nueva situación, deseosa de que él no hiciera nada y se limitara a permanecer allí sentado mirándola hacer todas esas cosas que había hecho en su ausencia para hacerle comprender cuál había sido su vida sin él.
Con la manguera baldeó para quitar la sal de la cubierta, y cuando terminó de secar el sollado con la esponja ya había oscurecido. Las personas que aún quedaban en el aparcamiento lanzaron algunas miradas curiosas en su dirección y al fin se marcharon en sus coches. Cuando todo el mundo se hubo ido, Peter se relajó visiblemente y a partir de ese momento ya no volvió a apartar los ojos de ella.
Ajaratu todavía descubrió algunas pequeñas tareas olvidadas, las cumplió y después se dispuso a saltar al muelle. Sin darle tiempo a reaccionar, Peter alargó el brazo, le cogió la mano, tiró de ella hacia arriba y la estrechó con fuerza entre sus brazos. Sus bocas se juntaron, cálidas y liquidas y Ajaratu se deshizo temblorosa en un torrente de alegres lágrimas.
Su apartamento de pronto le pareció muy espartano. Por primera vez lamentó no haberlo arreglado un poco.
—Había visto mesitas de café hechas con un viejo baúl de marino —bromeó él, aparentemente tan nervioso como ella misma, pero ignoraba que también se usaran maletas para ese fin.
—Estoy a punto de trasladarme a Ibadán.
—¿Para continuar tus estudios?
—Sí. Pero es un secreto.
—¿Para quién?
—Mi padre quiere que me case. Se lo diré cuando ya esté allí.
—¿Y qué harás con el barco?
—Vendré a la costa de vez en cuando, los fines de semana —respondió ella, encendiendo distraídamente las luces, sintiendo el peso de la mirada de Peter, fija sobre ella, siguiendo sus movimientos por la habitación.
—Ajaratu.
La muchacha se detuvo y le devolvió la mirada. Lo vio más cansado de lo que le había parecido al principio. Él volvió a pronunciar su nombre. Su voz, al igual que sus ojos, parecía inundada de la presencia de ella, a pesar de que todavía permanecía indeciso junto a la puerta como si no supiera exactamente qué parte de su extraña vida en común podrían reanudar.
Ajaratu sostuvo su mirada y, sin apartar los ojos de los suyos, alargó la mano para acariciarlo, Seducida por la torpeza con que él se había quitado el sombrero.
—Te ha crecido tanto el pelo —comentó admirada.
Lo acarició y su mano se deslizó luego hacia la cara de Peter.
—Y esta barba. Pareces un león.
—Es curioso que me hayas comparado con un león —dijo él con una sonrisa, al tiempo que se acariciaba la barba.
Todavía llevaba las uñas meticulosamente bien arregladas.
—En Etiopía me topé con uno que se ofreció a cortarme el pelo a la altura del cuello.
—Tienes tantos pelos grises en la barba… me gusta.
Los labios de Hardin se cerraron sobre sus dedos. Su lengua le acarició dolorosamente la piel. Ajaratu le miró a los ojos y vio confusión en ellos. Entonces lo rodeó con sus largos brazos.
—Me alegra tanto que hayas venido a verme… ¡No digas nada!
Lo besó en la boca y se apretó contra su cuerpo musculoso. Él intentó hablar de todos modos, pero ella volvió a ponerle los dedos sobre los labios. Peter empezó a acariciarla de una manera que ella todavía recordaba, dibujando y despertando su cuerpo hasta hacerla estremecerse de deseo, encendida de sed de él. Ajaratu sintió crecer su cuerpo contra el suyo. Sus manos fueron demasiado lentas. Ella le ayudó a que le quitara la ropa y le despojó rápidamente de la suya.
Ajaratu quedó sorprendida al comprobar cuan delgado estaba Peter y sus cicatrices la horrorizaron.
—¿No has olvidado algo? —murmuró él, restregándose contra sus pezones, acariciándole las nalgas.
Lo dijo despreocupadamente, en son de broma, y no pareció advertir la impresión que había causado en ella su piel desgarrada.
—Ya estoy aquí, devuélveme mi reloj.
Abrazándolo todavía con fuerza, Ajaratu retrocedió a través de la habitación, le condujo hasta su cama y levantó tímidamente la almohada.
—Al principio lo llevaba en la muñeca. Hice acortar la cadena. Y guardé el trozo sobrante hasta que Miles… me dijo que habías muerto.
Hardin sonrió, evidentemente muy divertido.
—Ya sabes cómo le gusta exagerar las cosas a Miles.
Ajaratu intentó justificarse:
—Era un reloj demasiado voluminoso para usarlo en la clínica, de modo que decidí conservarlo aquí… así puedo ver fácilmente la hora cuando me despierto por las noches.
Cerró los ojos dejando que él le acariciara suavemente la cara. Como si le hablara desde muy lejos, le oyó decir:
—Es una cama muy estrecha.
—No necesitaba nada más.
Los dedos de Peter evocaron el contacto del sol sobre sus mejillas.
Más tarde, el cálido cuerpo de Ajaratu se tendió junto al suyo, con una rodilla sensualmente levantada, la cabeza apoyada sobre su pecho, mientras escuchaba los latidos de su corazón. Sus ojos se deslizaron perezosamente sobre el cuerpo de Peter. La figura cuadrada del hombre parecía más pequeña que antes; tenía los músculos delgados y muy tensos sobre los huesos. Una fea mancha roja recorría su antebrazo derecho y finas cicatrices blancas estriaban sus piernas tostadas por el sol.
—Me resulta raro hacer el amor contigo sin estar en el barco —dijo Ajaratu.
—A mí también.
—¿Has echado de menos el movimiento?
—No.
—Yo tampoco… ¡Pero qué agradable era sentirlo navegar tan veloz…! ¿Te dolió mucho perderlo?
—Era un buen barco.
—Era…
Ajaratu sonrió.
—Bueno, lo que desde luego no he añorado son esos cambios de velas a la mitad de la cosa.
—Mmm.
Sintió que Hardin se apartaba de ella.
—¿Peter?
—Sí.
—¿Qué les pasó a tus piernas?
—Moluscos. Iba colgado del timón de un laúd.
Ella le miró a la cara. Peter tenía los ojos fijos en el techo.
—Tenían los bordes afilados como cuchillos.
—¿Y tu brazo? —siguió preguntando Ajaratu.
Peter había hablado de los moluscos sin ninguna señal de emoción —como si se tratara de un simple dato de interés—, pero ahora su voz se tornó amarga.
—Una bala… Destrozó las miras. No pude controlar el cohete.
Con el corazón apesadumbrado, Ajaratu advirtió cómo se le aceleraba la respiración y notó la rigidez de sus músculos bajo su mejilla. Le acarició intentando calmarle, pero su cuerpo se puso todavía más tenso.
—No has renunciado a ello, ¿verdad?
—No.
—¿Por qué has venido a verme?
—Te necesito.
—¿Para esto?
—Para todo.
—¿Incluido eso?
—Incluido eso.
Ajaratu se hizo una bola, con la cabeza todavía sobre el pecho de Peter. «Tiene que hacerlo —pensó desesperanzada—. Carolyn todavía le ronda la cabeza. Sigue dominado por la pasión. Todavía tengo esa rival y la seguiré teniendo hasta que haya conseguido matar al fantasma».
Era sábado y el aparcamiento del puerto deportivo estaba lleno de coches de brillante carrocería. La mayoría de las amarras estaban vacías, pero el velero de Ajaratu Akanke continuaba amarrado al muelle, parcialmente inundado de agua de lluvia.
Miles Donner ya había estado en su apartamento; los porteros llevaban varios días sin verla. Después había vuelto y había forzado la puerta para inspeccionar mejor la situación. Los muebles continuaban allí, pero los armarios donde guardaba su ropa y las estanterías de la biblioteca estaban vacías.
Sus compañeros de la clínica habían dicho que ya le correspondía tomarse unas vacaciones y había decidido aprovecharlas repentinamente. Su padre llevaba varias semanas sin verla, pero eso no era raro.
Donner contempló el agua de lluvia acumulada en el fondo del barco de Ajaratu. Estaba preocupado, pero sus venas también empezaron a palpitar llenas de excitación. Cuando llegó al aeropuerto Muríala Muhammed de Lagos la excitación ya había empezado a contraerle el estómago y le hacía revolotear la cabeza. De nada serviría intentar ponerse en contacto con la agencia de la Mossad en Lagos. Tenía que regresar a su país e intentar convencerles.
El capitán Ogilvy permanecía de pie entre Miles Donner y James Bruce sobre el ala del puente de mando del
Leviathan
. El gigantesco buque avanzaba hada el sur a lo largo de la costa occidental de África, con las cisternas vacías, en el primer trayecto de su tercer viaje desde que Hardin lo atacara en el golfo Pérsico siete meses antes. Estaba solo sobre el mar, con la única excepción de un viejo carguero de tres puentes, que navegaba muy próximo a la costa del Senegal, varías millas hada el este, con los rayos del sol poniente reflejándose sobre sus chimeneas.
Ogilvy estaba enfadado. Donner tenía aspecto preocupado. Los dos habían estado discutiendo, indiferentes a las tentativas de conciliación de Bruce, desde que el israelí y el capitán de plantilla de la compañía habían subido a bordo del
Leviathan
a su paso por Cabo Verde. Los dos hombres llevaban sendos prismáticos colgados del cuello. Donner escudriñaba las aguas con los suyos a intervalos de pocos minutos.
—¡Dejémonos ya de bobadas, hombre! —le espetó Ogilvy—. Usted sabe perfectamente que Hardin está muerto.
—¿Entonces, dónde está su cuerpo? —preguntó Donner sin inmutarse.
—Pregúnteselo a las hélices del
Leviathan
.
—Pero encontramos fragmentos del bote de goma…
—Los iraníes desorganizaron toda la operación de búsqueda —le replicó inmediatamente Ogilvy—. La Marina Real podría enseñarles un par de cosas sobre técnicas de navegación a esos moros, ¿eh, Bruce?
Bruce sonrió tristemente.
—Avisemos a ese helicóptero, Cedric. Podemos tenerlo aquí dentro de un par de horas y todos nos sentiremos mejor cuando contemos con algún medio de devolver el fuego. ¿Por qué no…?
Ogilvy le dejó con la frase en la boca.
—O lo encontraron vivo y lo dejaron tan estropeado que después no se atrevieron a mostrar el cuerpo. Los iraníes son torturadores, por el amor de Dios. ¿O no tuvo ocasión de comprobarlo mientras se paseaba por ahí en su
hovercraft
? Tal vez simplemente dejaron que se ahogara. Prácticamente me confiaron que se ocuparían personalmente de ese maldito loco antes de que el Departamento de Estado norteamericano pudiera intervenir.
—Nunca les oí decir nada parecido —intervino Bruce.