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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El cerrajero del rey (44 page)

BOOK: El cerrajero del rey
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Asqueado del inmundo ser humano en que se había convertido Félix, y apiadado de él, aunque le costara reconocerlo, Francisco decidió poner fin a la acalorada pelea, a sabiendas de que moralmente siempre resultaba el vencedor de la misma.

—Y ahora quiero que aclares a Josefa que mi supuesta infidelidad con esa criada es una patraña de Manuela y tuya.

No fue necesario que así lo hiciera, puesto que en ese preciso instante fue la propia Josefa quien entraba en la fragua, alarmada por las voces. Había escuchado, de principio a fin, toda la controversia. De nuevo se veía intercediendo entre los dos hombres. Desconcertado, Félix abandonó el taller apartando de su camino con malos modos a su cuñada. Francisco y Josefa se quedaron solos. Ella se reconocía triste, hundida, afectada por los conflictos que se acumulaban en esa casa y que parecían no tener final. Pidió a su marido perdón por haber dudado de su lealtad. Se sentía realmente avergonzada y, al mismo tiempo, conmovida por la manera que su esposo había defendido su honor. Ambos estaban deseando reconciliarse y darse mutuo apoyo frente a ese enemigo común. Se abrazaron tiernamente, aparcando sus últimas diferencias. Francisco pensó que era el momento de abordar una importante cuestión pendiente:

—Josefa, no podemos estar de por vida atados al chantaje de ese malnacido. He pensado que debes resolver dignamente lo de la identidad de tu verdadero padre.

—No, Francisco. No estoy preparada para ello.

—En algún momento tendrá que ser. Si no te sientes con ganas de hacerlo, y me das permiso, seré yo quien se lo cuente a ambos, José y Sebastián de Flores. Lo haré de la forma más considerada posible. Será lo mejor para todos, porque a nadie interesa ya una polémica a costa de una historia íntima del pasado. Así evitaremos que Félix siga intentando hacernos chantaje.

—Si tú lo dices, será lo mejor. Pero entonces, déjame que sea yo quien relate a mi padre del alma, José, las últimas confidencias de mi madre. Viniendo de mis labios todo será menos traumático.

Recordaremos a Nicolasa, lloraremos, nos abrazaremos y nos querremos aún más, aunque no seamos padre e hija de sangre. ¿A quién le importa eso cuando existe verdadero amor filial entre nosotros?

—dijo Josefa, con la emoción en la voz.

—Estoy seguro de que Sebastián reaccionará con la misma dignidad que su primo. Me precio de conocer algo de su personalidad y puedo asegurarte que es un gran hombre.

La reunión iba a celebrarse en el claustro del convento dominico de santo Tomás, un valioso edificio, patronazgo en el siglo anterior del conde-duque de Olivares, cuyos majestuosos espacios servían anualmente para las reuniones de las numerosas corporaciones de artesanos que sustentaban la riqueza comercial de Madrid. Con más de un centenar de maestros asociados, el gremio de cerrajeros madrileño podía presumir de su importancia entre las instituciones de artes y oficios de todo el reino.

A pesar de su enfermedad, José de Flores se negaba a dejar de asistir a la cita gremial, como cada año, puesto que su voto como veedor perpetuo y servidor del rey era siempre decisivo a la hora de aprobar ordenanzas y tomar decisiones. Era la primera ocasión en que Francisco Barranco iba a estar presente, con pleno derecho, entre los más viejos del oficio. El estreno de tal honor le hacía sentirse importante. Tenía pensado estar atento a cada palabra que allí se pronunciase e intervenir en algún debate para hacerse notar, dejar constancia de su presencia y sus opiniones. Ayudó a José de Flores a caminar, torpemente agarrado a su brazo, hasta la calle de Atocha donde se ubicaba el edificio. Hacía rato que las campanas habían tocado las doce, lo cual suponía que la reunión ya habría comenzado, pero por más que Francisco tiraba de su maestro, era difícil avanzar más rápido. Al entrar en el claustro asignado, los asistentes se levantaron en honor a José, al cual habían reservado un sitio destacado entre los bancos. Francisco hubo de retirarse al lugar donde se ubicaban los maestros neófitos. Desde allí, discretamente situado, recorrió su vista de cara en cara, reconociendo rostros y nombres.

Pudo ver que Sebastián de Flores también se hallaba en un lugar principal. No había vuelto a tener noticias de él desde que supo que estaba de viaje en Vizcaya. Lo miró con curiosidad y extrañeza al ver que formaba parte de la congregación.

Uno de los veedores anuales inició la reunión con los habituales rezos a San Pedro y la Virgen de la Soledad, patronos espirituales del gremio. Acto seguido dio la bienvenida a los nuevos maestros, entre cuyos nombres figuraba el de Francisco, que al sentirse nombrado notó el gesto de satisfacción y complicidad que le dedicaba Sebastián de Flores. Supuso por ello que habría leído la nota que le dejó en su casa. Cada paso de la cita discurría cordialmente, incluida la revisión de las finanzas gremiales y las pertinentes quejas sobre el exceso de impuestos gubernamentales, hasta que salió a colación el tema central de la jornada.

El gremio de herreros, principal rival de los cerrajeros, en una ciudad como Madrid donde sólo una delgada línea dividía la especialización de los oficios, pretendía llevarles a pleito ante la justicia por invasión de competencias. El protagonista de la disputa era Sebastián de Flores, al que se acusaba de trabajar en facetas del hierro que no le competían, contraviniendo un antiguo convenio entre los dos gremios. A costa de la actitud de Sebastián, los herreros exigían una severa multa. El tono del debate y las protestas fueron en ascenso entre todos los maestros; todos menos uno, porque Sebastián no decidió hablar hasta que se hartó de recriminaciones y demandas para que asumiera la multa y abandonara sus aventuras industriales con el hierro. Se alzó de su asiento con decisión y mandó callar a todos.

Su discurso los dejó boquiabiertos. Francisco admiraba cuanto el maestro decía, haciendo claros gestos de aprobación con la cabeza.

Sebastián de Flores relató con amarga indignación el asalto que había sufrido en la fragua durante la semana anterior. Aprovechando su viaje a Vizcaya, tres representantes del gremio de herreros, acompañados de un escribano, se habían presentado de improviso, entrando por la fuerza en el taller. Inspeccionaron con especial alevosía todos sus rincones, sus hornos y maquinarias; obligaron a sus oficiales a prestar declaración y pretendieron requisarles obra realizada, materiales, dibujos y plantillas. Ahora querían llevarle ante la justicia y solicitar una multa tan abultada que le obligaría al embargo. Lo que más le dolía era la falta de solidaridad de sus compañeros.

—Estáis ciegos, amigos míos; ciegos y paralizados por el atraso. Aún me asombro de vuestra mentalidad arcaica y cicatera —habló en tono de arenga Sebastián de Flores—. Empiezo a pensar, como muchos otros, en la inutilidad de los gremios, más preocupados por entorpecer el progreso individual de cualquiera de los miembros que destaque, que de procurar el verdadero avance de su conjunto. Tenemos delante de nuestras narices un mundo de nuevas posibilidades industriales del hierro, un mundo aún por explorar y descubrir. Pero a vosotros, como a nuestros compañeros herreros, sólo os preocupa que yo pueda trabajar el hierro de una forma que no me compete, según qué absurdas ordenanzas. Os fijáis en las ramas más cercanas y no veis la amplitud del bosque. Os auguro que jamás pasaréis de ser meros artesanos, porque por encima de vosotros hay ferrones y financieros dispuestos a comerse ellos solos el pastel de la fabricación industrial del hierro y el acero. Vosotros seguiréis mientras tanto debatiendo minucias y ordenanzas inútiles. Os lo digo, este sistema es obsoleto, impide la progresión y está podrido por las envidias.

Así ha ocurrido con la fábrica de hojalata de Ronda, recientemente auspiciada por la Corona y ya arruinada por obra y gracia de las ferrerías vascas, que haciendo uso de viejos privilegios, le han hecho el boicot para impedir que acapare el mercado de las colonias americanas. Y eso mismo es lo que pretenden y pretendéis hacer ahora conmigo: boicotear mi trabajo… haciendo caso a las envidias.

Un murmullo interrumpió las últimas palabras de Sebastián de Flores, que concluyó con su particular declaración de intenciones.

—Podéis imaginar que no voy a ceder, ni dejar que nadie aplaque mi deseo de progreso. Ahora tenéis dos opciones: obligarme a pagar esa multa que me exigen y arruinarme, o solidarizaros con mi causa y luchar por la libertad de acción y progreso de nuestro gremio.

Tras el tumulto de opiniones contradictorias que generó el discurso del maestro, la votación entre los presentes demostró su capacidad de liderazgo. Los cerrajeros se avenían a defender la causa de Sebastián de Flores como si fuera propia. Le nombraron su representante en el juicio que se abriría contra la competencia.

Al salir del convento de Santo Tomás, Francisco se percató de que José de Flores trataba de esquivar ostensiblemente a su primo, indudable protagonista de la reunión. Dado que debía ir agarrado a su brazo para que no tropezara, no quiso forzarle al encuentro, aunque deseaba con todas sus ganas saludar a Sebastián de Flores y felicitarle por su intervención. Decidió acompañar al viejo maestro hasta el hogar y marchar raudo, sin dar explicaciones, al encuentro del otro, que seguro ya habría llegado a su propio taller. Y así era. Allí lo encontró, como siempre, esperando su venida como si fuera obvio que Francisco estuviera obligado a aparecer por allí.

Sebastián acaba de llegar de su viaje por el norte, que finalmente se había alargado durante unos meses, ante el interés del reconocimiento de numerosas ferrerías y menas de hierro. La hospitalidad que había encontrado entre ferrones y maestros de gremios locales le había retenido más tiempo del que imaginaba. Después de relatarle algunos detalles de su recorrido, y de los mutuos parabienes sobre la maestría de Francisco y el éxito de Sebastián en la reunión gremial, la conversación fue derivando hacia asuntos más personales.

Siempre había deseado tantear a fondo el conocimiento que Sebastián de Flores tenía sobre la existencia del raro manuscrito sobre hierro y cerrajería en posesión de su primo José. Le preguntó si sabía algo sobre el paradero de un libro de extrañas recetas del oficio que, al parecer, según una leyenda que le habían relatado, fue propiedad de un gran artesano en Madrid. Prefirió no revelar a Sebastián el hecho de que él mismo sabía dónde se hallaba ese manuscrito, que ya había pasado por sus manos y era parte de sus continuos desvelos.

Sebastián volvió a remover los recuerdos de su niñez y empezó a contarle una historia similar a la que Nicolasa había revelado a su hija en el lecho de muerte. Le habló del manuscrito que perteneció a la familia de arcabuceros Asquembrens, antepasados de Nicolasa, y que fue robado por los Bis, ascendientes de Sebastián, origen de la enconada enemistad entre las dos familias que impidió su matrimonio. Le relató igualmente las desgraciadas circunstancias de ser huérfano de padre y madre, junto al hecho de que Sebastián quedara por ello como único heredero de ese libro, del que oyó decir en su infancia que estaba repleto de viejas fórmulas, transmitidas oralmente de padres a hijos y de maestros a discípulos, durante siglos, desde ciudades de Oriente donde se trabajaban los mejores aceros. Sebastián sospechó siempre que su padre adoptivo, tío y mentor, el gran cerrajero Tomás de Flores, padre de José, aprovechando su orfandad, cedió a la tentación de poseer ese mítico manuscrito, tan deseado por todos, que sustrajo impunemente de las pertenencias de Sebastián y desde entonces hizo suyo.

—No me extrañaría que ese libro estuviera escondido, guardado a buen recaudo, por José —siguió hablando Sebastián—. ¡Encárgate de buscarlo tú, Francisco! Tendría maldita gracia que Nicolasa, a cuya familia perteneció originariamente, lo hubiera tenido toda su vida cerca, sin saberlo. De cualquier modo, si fuera así, estoy convencido que ese torpe de mi primo no ha sido capaz de desvelar lo que contiene dentro. No está capacitado para ello.

La frase hizo pensar a Francisco que un día sería él quien demostrara sus talentos, al sacar a la luz el misterioso significado de las fórmulas contenidas en el libro. Mientras tanto, era preciso callar.

Nadie podría pensar, ni mucho menos, que el joven cerrajero y la condesa de Valdeparaíso tenían pleno conocimiento del asunto.

—Maestro, quería contarle además que me he casado con Josefa de Flores… —dijo Francisco, atrayendo la atención sobre la principal cuestión que deseaba tratar.

—Enhorabuena, muchacho. Has hecho lo que todo discípulo con mínima inteligencia debe hacer: casarse con la hija del maestro.

—Y sobre eso quería hablarle… en confianza… si me lo permite.

—Claro, Francisco. ¿Qué pasa?

—Verá, antes de morir Nicolasa, durante sus últimas horas de vida, hizo una importante confesión a su hija mayor, Josefa…

—Ya, ¿y qué debo esperar de esa confesión? —preguntó Sebastián de forma seca, empezando a incomodarse.

—Lo diré sin rodeos. Josefa no es hija de José de Flores. Nicolasa ya estaba encinta cuando contrajo matrimonio con él. Es decir, que Josefa, en verdad, es fruto de una relación previa de Nicolasa con… —Francisco se detuvo, respirando profundo. Temía la reacción del maestro a lo que iba a escuchar—. Con… —volvió a intentar decir.

—Vamos, Francisco. ¿Quieres decir que fue… conmigo?

—Así es.

—Josefa… ¿mi hija? —preguntó Sebastián, con estupor—. Es decir, ¿que tengo una hija, sangre de mi sangre, mi descendiente… y un yerno, mi heredero, que eres tú?

—Sí, maestro, así es. He pensado que nadie mejor que yo para contárselo. Espero no haberme equivocado. Era necesario que lo hiciera, por el bien de todos.

Sebastián se quedó mudo, conmocionado. Estando de pie, apretó sus ojos, bajó la cabeza y cruzó los brazos sobre su pecho.

Así pasó unos segundos, conteniendo su emoción. Francisco, frente a él, no era capaz aún de determinar cómo había asumido la noticia.

Estaba impaciente, preocupado. El maestro abrió después los ojos y esbozó una sonrisa. Su rostro reflejaba una emotividad como jamás le había conocido Francisco.

—Dame un abrazo, muchacho —dijo el maestro, demostrando indudable emoción—. Es la noticia más maravillosa que me han dado en mi vida. Yo amé y amaré a Nicolasa hasta el final de mis días. Saber que engendramos una hija reconforta y compensa mi soledad de tantos años.

Se abrazaron con efusividad.

—Me alivia que sea de este modo, maestro. Temía su reacción.

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