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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El cerrajero del rey (47 page)

BOOK: El cerrajero del rey
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Paseando entre escombros, haciendo de tripas corazón ante la tristeza de ver vencido a aquel majestuoso edificio, Francisco iba recorriendo las estancias calcinadas. Algunas mantenían sus paredes intactas.

Reconoció entre ellas los aposentos que el pintor Jean Ranc estaba decorando en las últimas semanas, en las que todas las habladurías situaban el origen del fuego. Se adentró en uno de ellos, curioso ante la acumulación de botellas de vino vacías y picheles abandonados, enseres extrañamente indignos e inusuales para aparecer en los cuartos reales. Al acercarse a la chimenea, le llamó la atención algo, que inmediatamente le sobrecogió el corazón. Las páginas arrancadas de un libro estaban allí a medio quemar. No eran hojas impresas, sino manuscritas, con una letra y dibujos que al momento identificó. Se trataba sin duda de papeles arrancados al viejo manuscrito de metalurgia del maestro Flores. La presencia de aquellos restos en el lugar del incendio le revolvió el estómago.

No pudo parar de pensar en ello y decidió actuar con prontitud y decisión. Francisco buscó a su amigo Pedro Castro en el entorno del teatro del Príncipe, en la plaza de Santa Ana, donde la compañía de Luis de Rubielos había vuelto a trabajar. Sentados ya en una taberna próxima, fue la única persona a quien quiso sincerarse y confiarle la inaguantable situación que había alcanzado su enemistad con Félix Monsiono, su rival y cuñado. A nadie había contado hasta ahora los arrebatos asesinos de ese desgraciado, que primero procuró envenenar al maestro y últimamente había intentado quemarle vivo. Se sentía verdaderamente amenazado.

—Necesito tu ayuda, Pedro. Es un asunto muy serio.

—Tú dirás… —contestó preocupado el cómico.

—Sabes manejarte bien entre todo tipo de gente, incluso la menos recomendable. Conoces a fondo los tugurios. Quiero que recopiles información, rumores, datos sobre lo que pasó en las habitaciones donde trabajaban los ayudantes del pintor Ranc en la noche que se declaró el incendio.

—¿Nada más? —preguntó fanfarroneando Pedro—. Pues si sólo me pides eso, es fácil. Esa gente son artistas, pintores, algunos de ellos extranjeros, y conozco qué lugares frecuentan en Madrid y dónde puedo encontrarlos. Te avisaré cuando me entere de algo.

Cinco días después, Pedro Castro se presentó en la puerta de la fragua real, buscando a Francisco. A pesar de que en la calle reinaba un intenso frío traído por el desapacible invierno, prefirieron salir a hablar fuera, donde nadie pudiera escucharles. Por la seriedad de los gestos de su amigo, Francisco se percató de que la información que poseía el cómico era importante.

Tal como el cerrajero sospechaba, Félix Monsiono se había sumado, la tarde que precedió a la Nochebuena, a la juerga irresponsable de los pintores. Hacía algún tiempo que el oficial había entablado amistad con uno de los ayudantes de Ranc, a cuenta de trabajar ambos en el entorno de la familia real. Fue este quien le invitó casualmente, aprovechando el momentáneo vacío de personal en el alcázar, a darse el gusto de beber vino con ellos en los aposentos reales. Los pintores habían contado a Pedro que Félix apareció llevando un hatillo de tela colgado al hombro, cuyo interior se negaba en todo momento a mostrarles. Después de varias rondas y brindis, cuando el tono de las chanzas comenzó a ser violento y pesado, alguien logró sacar del hatillo un libro, que empezaron a lanzarse entre torpes risotadas unos a otros, mientras el oficial de cerrajero, furioso, gritaba que se lo devolvieran. El forcejeo entre Félix y uno de los pintores, por efecto de la borrachera, tomó mal cariz. El cerrajero atacaba como un perro rabioso, pero el pintor, que no le iba a la zaga, alcanzó a desgarrar algunas páginas del manuscrito, que terminó por caer de pleno en la chimenea encendida. Félix comenzó a dar patadas a los troncos que ardían con viveza. Rescató de entre ellos el libro, que parecía haber sufrido severas quemazones en sus esquinas, y salió del cuarto blasfemando y maldiciendo a sus nuevos camaradas de vino.

Algunas ascuas, sin embargo, rodaron hasta alcanzar los bajos de las amplias cortinas. Y allí quedaron cuando los ayudantes de Jean Ranc dieron por terminada la juerga tras la desagradable pelea y salieron del alcázar, siguiendo los pasos de Félix.

Se contaba además en Madrid, siguió relatando Pedro, que Jean Ranc, el brillante pintor de corte, estaba moralmente hundido por la pesada carga que suponía para su conciencia el ser responsable de tamaña desgracia. No acababa de creer en la culpabilidad de sus operarios y, para lavar su imagen y prestigio, se había ofrecido a reparar todos los lienzos que hubieran sufrido desperfectos. Él mismo hubo de padecer la particular tortura de ser el encargado de inventariar todos los cuadros rescatados del alcázar, identificar los salvados y apuntar los destruidos. El saldo fue desolador. De las más de mil quinientas obras que conformaban la colección real de pintura, quinientas treinta y siete se echaban en falta, a todas luces engullidas por el fuego. El disgusto había enfermado al maestro, cuyo mal color de cara parecía vaticinar pronto un fatal desenlace. Jean Ranc moriría tan sólo seis meses después.

La revelación de estos datos provocó la tormenta deseada por Francisco desde hacía tanto tiempo. Reunió a Flores y a Josefa en la fragua, y decidió entonces contar todos los detalles que venía sumando sobre las aviesas intenciones de Félix contra ellos, desde el azufre hasta el incendio, concluyendo con el robo del manuscrito, que a punto había estado de desaparecer en la chimenea de los cuartos de Felipe V y ahora se hallaba en paradero desconocido, como el propio oficial, que no había vuelto a pisar por la fragua a partir del fallido intento de asesinato de Francisco.

Jamás había visto al maestro Flores tan furioso. Los estragos del incendio y, por último, el descubrimiento a bocajarro de la cruda verdad de cuanto rodeaba a Félix, le llenaron primero de rabia, suficiente para adoptar determinadas decisiones, pero después le desplomaron al abismo de una profunda tristeza, que agudizó los síntomas de su enfermedad. José de Flores optó por soluciones determinantes y crueles para su familia. Félix Monsiono sería expulsado para siempre de la fragua. Renegaba de él como oficial y como yerno.

Haría todo lo posible para impedir que en el futuro pudiera optar al examen de maestro. No quería volver a verle jamás, ni pensar que pudiera poner el pie en casa de los Flores. Con la misma crudeza con que lo sentía, fue capaz de transmitírselo a su hija Manuela, condenando ese maldito momento en que se había quedado preñada de ese hombre ruin y se había empeñado en contraer matrimonio.

Maldecía igualmente su ceguera, al consentirle sus desmanes durante tantos años, y no haber sido capaz, por lástima, de haberlo echado antes. Manuela, agitada y compungida por las palabras de su padre, había optado por desaparecer de la casa, llevando consigo a su hijo.

Con su poca inteligencia, anunció a gritos que iba en busca de su esposo y que jamás volvería a verlos.

Cuando la desagradable escena familiar concluyó, a Francisco le pareció que el fuego del alcázar había quemado algo más que un mero edificio. Las llamas habían puesto punto final también a una parte de su vida y tras los escombros de ésta, como iba a ocurrir con la histórica construcción, anhelaba que resurgieran los muros de una nueva y mejor existencia.

Capítulo 22

Sopesó la decisión durante una larga noche pasada en blanco, pero Francisco se decidió por fin a hacer justicia. No quería cargar en su conciencia con los actos delictivos que conocía de Félix Monsiono. Era de ley tratar de evitar que siguiera perjudicando con su carrera criminal al entorno de la familia Flores y a cualquier otro inocente que se interpusiera en su camino. Tan sólo tres días de la expulsión de Félix y Manuela del hogar familiar, Francisco se presentó ante los alcaldes de casa y corte para denunciar a Monsiono por dos causas criminales: la violación de aquella chica en Carabanchel y el intento de envenenamiento de José de Flores. Los jueces le creyeron en ambos casos. Francisco aportó testimonios verdaderos de cuanto contaba. Pedro Castro le facilitó, a pesar de la urgencia, el encontrar en el más oscuro ambiente de las tabernas a dos desarrapados que habían escuchado una vez a Félix alardear del espantoso abuso sobre aquella pobre joven. El relato impactó tanto a los honorables alcaldes como cuando Francisco contó la forma en que había descubierto el intento de asesinato de José de Flores. La historia causó preocupación debido al indudable prestigio que el viejo cerrajero del rey gozaba entre las autoridades. El boticario don Bartolomé se prestó a declarar, confirmando los hechos hasta donde tenía conocimiento. Francisco lamentó que las consecuencias de su denuncia fueran a afectar a la atontada Manuela y a su hijo; al fin y al cabo, sangre del maestro Flores, pero no le quedaría a ésta más remedio que asumir su equivocada elección de marido.

La extraña pareja andaba dando tumbos por Madrid. Buscaban la posada de más baja condición que se adecuara a sus exiguas posibilidades económicas. Apenas habían tenido tiempo en esos pocos días de asimilar la desastrosa situación que se les echaba encima, ni de decidir hacia dónde encaminarse. Félix rumiaba ya la posibilidad de trabajar para otro maestro cerrajero, si es que alguno le admitía en la villa y corte, y desde allí hacer la más dañina competencia posible al taller de su suegro y antiguo maestro. Estaba convencido de que sus secretos de oficio valían oro. Pero no le dio tiempo siquiera a intentarlo. Los alguaciles, que ya le buscaban por las calles, le prendieron merodeando por las tabernas de la plaza Mayor una tarde y fue retenido durante varias semanas, en las peores condiciones, en los calabozos de la cárcel de corte. Félix Monsiono fue condenado finalmente al destierro de la capital. Durante diez años no podría acercarse a menos de diez leguas de Madrid. Francisco rezaba para que la providencia le otorgara no volver a encontrarse con ese indeseable rival durante el resto de su vida.

Félix acató sin remedio la sentencia dictada y marchó con su familia, resentido y lleno de rabia. En su beneficio se llevaba el no tener que presenciar, ya en frío, la magnitud de la destrucción que él mismo había contribuido a provocar en el real alcázar.

Una vez apagados los últimos rescoldos del incendio y recogidos del patio de la armería los muebles, cuadros y enseres evacuados del palacio, fue necesario tomar medidas urgentes para evitar que las ruinas sirvieran como campo de acción a vagabundos y ladrones, que aún podían aprovechar para robar infinidad de objetos. Algunas partes del edificio no quemadas seguían estando habitadas. Fue preciso por ello tabicar paredes, tapiar puertas, postigos y ventanas.

Después, un silencio triste y melancólico se cernió sobre el esqueleto ennegrecido del alcázar.

Nadie podía concebir, sin embargo, que los reyes no fueran a reconstruir el palacio. De hecho, el fuego, lejos de hundir la moral de Felipe V, le había propiciado bríos y deseos de edificar una nueva residencia regia que dejara la impronta de los Borbones sobre la vieja dinastía de los Austrias. Iba a ser una empresa titánica, para la cual sólo haría falta la ayuda de Dios y dinero, grandes cantidades de dinero.

Nada imposible para la Corona. Por delante esperaba la ingente labor de derruir lo que quedaba del alcázar, a todas luces inservible, y retirar piedra a piedra, objeto a objeto, muchos siglos de historia de España.

La ardua tarea de desescombro iba a servir ya para demostrar una extraordinaria capacidad organizativa. Se comenzó por acotar el recinto en ruinas con una alta tapia circundante, que sólo era posible traspasar a través de seis puertas, convenientemente custodiadas por seis veedores, uno por puerta, responsables de controlar a las personas y enseres que a diario por allí transitaran. Su labor de vigilancia y control estaría reforzada, además, por un regimiento de guardias suizos, llegados de la ciudad de Arenberg, para quienes se construyó un cuartel propio. Cerca de mil quinientos trabajadores, divididos en cuadrillas de veinticinco peones, con varios oficiales al frente, formaban el otro peculiar batallón dispuesto a demoler los restos de la catástrofe. La magnitud de su trabajo se correspondía a la cantidad de utensilios con que fueron provistos: veinte tornos para elevar pesos, más de dos mil azadas y palas, quinientas carretillas, seiscientas espuertas y doscientas carretas de mulas. Su jornada, entre cascotes, material incinerado y polvo, acrecentado por las necesarias voladuras con dinamita, se hacía difícil día a día.

Francisco vivía la misma incertidumbre, el mismo periodo de transición, que el resto de la villa y corte. Nadie sabía a ciencia cierta de qué manera iban a afectar los cambios a su situación personal y la de sus familias. De momento, toda la atención constructiva de la Corona se centraba en el levantamiento del futuro palacio que habría de sustituir al alcázar. Ni un solo maravedí se desviaba ahora a cualquier otro proyecto que no fuera éste. El trabajo de los artesanos reales se había reducido al mínimo. Ellos, como los peones del desescombro, debían conformarse durante una larga temporada al escaso lucimiento de su trabajo y la merma de sus ingresos. A pesar de todo, en casa de los Flores y gracias a la ausencia de Félix se respiraba un ambiente sosegado. Francisco era optimista respecto al futuro y se había acoplado bien a las nuevas circunstancias profesionales.

Al igual que el resto de los artesanos, cada cual en su especialidad, había sido encargado de rescatar de las ruinas del alcázar todo el material servible y reutilizable que encontrara concerniente a su oficio.

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