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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El cerrajero del rey (49 page)

BOOK: El cerrajero del rey
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—Lamento decir que el cuadro de la Inmaculada no aparece.

Es probable que se desgajara del marco al caer y el lienzo se rajara hasta hacer inútil su arreglo. Alguien pudo haberlo recogido o destruido… como tantos otros.

—Fray Antonio, ¿y el rosario? —se aventuró a preguntar la condesa con inquietud.

—Del santo rosario que buscan no sólo traigo buenas noticias… sino el rosario en sí —contestó, esbozando una amplia sonrisa de satisfacción, al tiempo que descubría envuelto en el paño la bellísima pieza, con sus cuentas de oro ligeramente abolladas, pero intactas—. La princesa debe darse por satisfecha con este hallazgo.

Es un objeto excepcional, apetitoso para los amigos de lo ajeno. Por otro lado, la reina nos ha reclamado el envío de las piezas de devoción más sobresalientes que atesoramos, para adecentar convenientemente su nuevo oratorio en el Buen Retiro. Es raro que este rosario no le haya sido enviado por alguno de mis hermanos.

—En nombre de doña Bárbara, le doy las más encendidas gracias por su ayuda —dijo la condesa al fraile, con sincera emoción—.

Que Dios se lo pague…

—No me deis a mí las gracias, condesa, dádselas a este buen cerrajero, hombre de bien, que logró salvarlas, con peligro para su vida, y os trae hoy aquí. No solemos atender peticiones particulares que no vengan por mandato del padre prior. Caeríamos en el riesgo de entregar cosas indebidamente a quien no pertenecen… Si así lo he hecho hoy, es por el afecto en Dios que me une a Francisco.

El cerrajero se fundió en un respetuoso abrazo con el religioso.

Ya sabían en el monasterio que Francisco Barranco estaría siempre a su disposición. Fray Antonio despidió a ambos con especial cordialidad, encomendándolos al Señor, pues le reclamaban otras labores en la comunidad. Con el rosario escondido entre sus manos, la condesa salió deprisa para volver a subir a la carroza, preocupada por el tiempo que la princesa había permanecido aguardando nerviosa este hallazgo, que por suerte se había producido. Al cerrar la portezuela, el cochero, ya impaciente, arrancó el carruaje de vuelta a palacio. María se dio cuenta entonces de que ni siquiera se había despedido de Francisco. Vio al cerrajero plantado ante el portalón del monasterio y sólo alcanzó a cruzar con él con una intensa mirada de agradecimiento. Bárbara de Braganza besaba mientras tanto su rosario, deseando las mayores bendiciones para quienes habían hecho posible el milagro de que volviera a sus manos.

La primera primavera después del incendio trajo consigo una infausta pérdida, no por esperada, menos sensible. Josefa preparaba la cena esa noche, cuando se presentó sin anunciarse un criado de Miguel de Goyeneche. Venía con el encargo de transmitir a José de Flores y Francisco Barranco la triste noticia del fallecimiento, esa mañana, del viejo caballero Goyeneche, don Juan, padre del joven don Miguel. Había ocurrido en su querida posesión de Nuevo Baztán, aquel pionero lugar industrial donde los dos cerrajeros, maestro y discípulo, se habían conocido. España perdía a un gran hombre, que se marchaba a los setenta y nueve años de edad, con una vida fructífera y cumplida. A la hora de su muerte, Juan de Goyeneche era sin duda uno de los hombres más ricos del país, aunque jamás había hecho ostentación de sus haberes, sino, más bien al contrario, gala de una austeridad ejemplar, ausente de toda pretensión de grandeza.

Fue ante todo eficaz y realista en los negocios y uno de los primeros de esa nobleza comerciante, nuevos ricos, nuevos titulados, preocupados por la creación de fábricas y riqueza, que surgió con la llegada de los Borbones. El maestro Flores lamentó mucho la mala noticia.

Recordaba con nostalgia aquellos tiempos en que gozaba de buena salud y realizó hermosos trabajos para las casas del viejo Goyeneche en Nuevo Baztán, junto a su también añorado amigo José Benito de Churriguera. El viejo Churriguera había sido como un hermano para él, y no como ese malnacido de su sobrino, que le había llevado recientemente al engaño y la ruina. Flores se encontraba ya en la tesitura de que cualquier cuestión del pasado le parecía infinitamente mejor que el presente. Después de todo, creía que su único futuro pasaba por seguir el mismo camino de las personas que admiraba y ya habían fallecido. Es decir, el camino de la tumba. Pretendía viajar hasta Nuevo Baztán al día siguiente para asistir a la sepultura de ese caballero que había venerado, pero Josefa no quiso permitírselo. A su juicio, su padre estaba demasiado enfermo como para soportar los vaivenes del viaje.

Francisco, sin embargo, decidió de inmediato que marcharía a Nuevo Baztán con las primeras luces del sol. El criado de Goyeneche le aseguró que podría hacerlo en cualquiera de los carros de mercancías que a diario transitaban entre Madrid y las fábricas de aquel lugar. Desde que había escuchado otra vez el nombre de esa localidad, tenía encogido el estómago. Esa noche no tuvo apetito para cenar.

Sabía que algún día debería regresar allí y enfrentarse al dolor de visitar por primera vez la tumba de su madre. Quizás había llegado la hora de hacerlo.

Llegó a Nuevo Baztán subido a un carro que había trasportado a la capital grandes cantidades de papel, procedentes de la última fábrica creada recientemente por el viejo Goyeneche. A pesar de que salió bien de madrugada, con tiempo suficiente para recorrer el camino, cuando descendió de la carreta, el sepelio ya había terminado.

Esas calles limpias y rectilíneas le trajeron inmediatos recuerdos de su breve paso por allí cuando era sólo un muchacho empobrecido por la muerte repentina de un padre, que de haber vivido le habría proporcionado otro estatus diferente. De todas formas, ya no lamentaba la existencia que le había tocado experimentar, salvo cuando se enfrentaba a su dilema con la condesa de Valdeparaíso. Disfrutaba en general de lo que era y soñaba intensamente con lo que aún quería ser.

Decidió acercarse hasta la bella residencia de los Goyeneche que presidía Nuevo Baztán, en cuyo frente esperaban alineados los lujosos carruajes de los tres hijos del difunto y sus acompañantes.

Desde el exterior se presentía el bullicio de caballeros, damas y criados atareados en su servicio, que llenaban en esos días los aposentos del palacio familiar. Una doncella le abrió la puerta y, tras presentarse por su nombre y profesión, Francisco pidió que avisara a don Miguel. Al momento, le hicieron pasar al zaguán, donde poco después apareció el caballero. Su ropa de luto, desde las medias al calzón, la chupa y la casaca, le aportaban un aire de fúnebre solemnidad al cual Francisco no estaba acostumbrado. Por ello, su carismática y poderosa apariencia le impresionó aún más, aunque realmente era Goyeneche el asombrado por la presencia allí del cerrajero.

—Tanto el maestro Flores como yo agradecimos mucho que nos hicierais partícipes de la noticia del fallecimiento de vuestro padre —comenzó a explicar Francisco—. Mi suegro quiso venir a rendir homenaje a su antiguo patrono, pero en verdad no está en condiciones de viajar. Pensé que quien estaba en la obligación de llegar hasta aquí era yo. Fue gracias a don Juan de Goyeneche que mi vida tomó el rumbo en el que me hallo. Era de justicia que viniera a demostrar mi gratitud. Y además… vengo a conocer la tumba de mi madre y a depositar en el lugar donde reposa una ofrenda que desde el cielo le alegrará ver…

—Eres un hombre cabal, Francisco. Sabes que te aprecio y te tengo en alta consideración. Es emocionante que te hayas decidido a realizar este viaje en honor a mi padre… pero sobre todo, a tu madre —dijo Miguel, imprimiendo una sincera emoción a sus palabras—.

Permíteme que te facilite la visita a la cripta de la iglesia y cuantas gestiones desees hacer a ese respecto. Recuerda que te lo ofrecí hace tiempo. Ahora toca cumplir mi palabra.

María Salado había sido sepultada en el lugar destinado a los trabajadores y moradores de Nuevo Baztán, en la cripta de la iglesia de San Javier, junto a los cuerpos de otros tantos fallecidos en parecidas circunstancias. Por indicación de Goyeneche, el viejo párroco, que aún se hallaba limpiando cálices y patenas después del solemne funeral que acababa de celebrar, se prestó a revisar en el libro de difuntos los datos que figuraban sobre la muerte de esa mujer. Examinó concienzudamente varias páginas, hasta encontrar lo que buscaban: apenas el nombre, la fecha y el número de nicho en el que se la inhumaba. No constaba que hubiera dictado testamento ante un escribano, ni tampoco ningún dato adicional más. Todo tan escueto como el propio enterramiento, que Francisco conoció al descender a los fondos de la iglesia, acompañado por Goyeneche. Ni una mísera lápida recordaba a su madre. Era el destino habitual de quienes no podían costearse un panteón o un túmulo en un recinto sagrado. Se hincó de rodillas en el suelo de aquella estrecha y húmeda nave que formaba la cripta y rezó. Se alzó después con el rostro contenido de emoción, extrajo del bolsillo de la chaquetilla su llave de maestría, que traía concienzudamente preparada desde Madrid, y después de besarla la depositó sobre un poyete cercano a los nichos. Era el mejor homenaje que podía hacer a su madre. Un trance doloroso, pero necesario, para cerrar por siempre las heridas del pasado. Quizás por ello, el camino de regreso a la villa y corte fue, por el contrario, una mirada ilusionante hacia el futuro.

Miguel de Goyeneche se ofreció a llevarle de vuelta en su carruaje. Tendrían tiempo así de conversar y retomar algunas cuestiones que durante los últimos tiempos, por efecto de la conmoción provocada por el incendio del alcázar, tenían abandonadas.

—El rey ha vuelto a las andadas —comenzó a decir el caballero—. Su enfermiza melancolía vuelve a atacarle, después de esa esperanzadora recuperación que experimentó al regresar a Madrid.

Y lo peor es que descarga su cólera, como siempre, contra la reina.

—¿Y es doña Isabel quien vuelve a tomar decisiones en el gobierno?

—Así es. Su influencia es decisiva en todo cuanto se propone.

Es tozuda y obsesiva. Primero fueron las guerras de Italia que provocó para colocar a sus hijos en los tronos de Nápoles y de Parma; ahora es el asunto de la construcción de un nuevo palacio real sobre las ruinas del alcázar…

—¿Qué hay de eso? —preguntó con curiosidad Francisco.

—El levantamiento de ese palacio se ha convertido en la principal preocupación de los reyes. No es de extrañar. Pretenden que sea algo más que una residencia regia. Debe ser la sede y el símbolo de una monarquía poderosa y con prestigio. Si hay algo que distraiga a don Felipe es la cultura, el arte. Y su esposa le empuja a que se ocupe de estas cuestiones con ahínco. Por esa razón, la elección de arquitecto para diseñar ese colosal edificio se ha convertido en verdadera cuestión de Estado. Y el gusto y la opinión de Isabel de Farnesio han acabado, cómo no, imponiéndose también en esto.

—¿De veras? ¿Qué decisión han tomado?

—Después de sopesar detenidamente diversos arquitectos españoles y extranjeros, los reyes finalmente se han decantado por un artista de renombre internacional, un italiano, compatriota de la reina.

—¿Se sabe ya su nombre?

—Se llama Filippo Juvara. Conozco poco de él, salvo que debe estar a punto de llegar a Madrid. Ya ha sido contratado y se le exigió que se presentara en España, dispuesto a diseñar un grandioso palacio cuanto antes.

—No me negaréis, don Miguel, que ver cómo se construye algo de tal magnitud será para todos una experiencia fascinante.

—Te confieso, Francisco, que tengo sentimientos encontrados respecto a eso. Por un lado, serán malos tiempos para nuestros proyectos. Los gastos y el interés de la Corona se centrarán en esa obra, y todo lo demás habrá de sufrir un necesario reajuste. Fíjate en los negocios de mi padre. Deja fábricas prisioneras de cientos de jornales que hay que pagar, pero los privilegios de la Corona y las contratas oficiales que antes se nos concedían han empezado a decaer. Pronto, ni mi hermano ni yo podremos sostener esta industria. Tiempo al tiempo.

—No debéis ser tan pesimista. ¡Cuántos desearían estar en vuestro pellejo, aunque fuera con una ruina en ciernes! —exclamó Francisco.

—Y no lo soy, Francisco. Soy consciente de que la construcción del palacio traerá novedades al reino, gente diferente, ideas nuevas y necesidades de suministro, desde los materiales básicos hasta los bellos objetos que decorarán su interior, que pueden proporcionar a muchos pingües beneficios. Entre ellos, el del hierro…

—Por supuesto…

—Ahora quizás venga una época a mayor gloria de los arquitectos, pero pronto, antes de lo que imaginemos, llegará otra vez el protagonismo de los empresarios. Por ello, que no decaiga tu ilusión en nuestro proyecto industrial… Ya me has sido de gran utilidad, Francisco. Lo sabes. Pero aún nos queda mucho recorrido juntos…

—Descuidad. Jamás he pensado en abandonar mis estudios sobre la conversión industrial del hierro en acero. Sólo que las circunstancias actuales en el alcázar reclaman de mí funciones más modestas, que aun así debo cumplir con el mismo afán de perfección en mi oficio…

—Vuelve a la biblioteca de mi casa cuando puedas. Sabes que tienes las puertas abiertas. Y ese maldito Réaumur te está esperando. Por cierto, ¿has sacado de él ya algo en claro?

—Sinceramente, creo que ese francés anda tan despistado en los secretos del hierro como nosotros… —dijo Francisco en un irónico tono socarrón, que hizo reír a Goyeneche.

—¿Y cómo te va en tu vida matrimonial? ¿Te complace tu esposa? —preguntó Goyeneche con descaro y confianza masculina.

—No puedo quejarme, don Miguel. Josefa es una buena mujer. Vive para mí, sin más pretensiones.

—En el fondo, te envidio. Mírame a mí, todavía soltero. Y no es porque yo sea un mal partido, ¿verdad? —dijo de nuevo entre bromas—. Pero ya ves, así es la vida… mi lecho vacío de compañía femenina.

—Perdonad mi atrevimiento, don Miguel, pero no creo que un caballero como vos esté solo… ¿Y qué me decís de la condesa de Valdeparaíso? —preguntó Francisco, simulando no saber nada, con el ánimo de satisfacer aún más su dolorosa curiosidad sobre este asunto.

—María es una gran mujer, al igual que tu esposa… —dijo el financiero con una media sonrisa esbozada en los labios y los ojos brillantes, como animados por buenos recuerdos—. No puedo negar que la que he amado mucho. Realmente hubiera querido en otros tiempos que fuera mi esposa, pero el destino nos ha preferido separados, y tras el destino, la política se nos ha interpuesto. Es ella quien ha abandonado mi cama, quien ha puesto punto final a nuestros encuentros. No comparto su decisión ni la entiendo, pero soy práctico. Tiene su esposo y pronto tendrá otro amante que la corteje.

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