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Authors: María José Rubio

Tags: #Narrativa, Novela histórica

El cerrajero del rey (48 page)

BOOK: El cerrajero del rey
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Por efecto del incendio, se veía ahora abocado a realizar labores de chatarrero, escarbando entre cascotes con el fin de recuperar rejas, cerraduras y herrajes. El hierro había resistido bien el calor del fuego, por lo que fue mucho el material al que se pudo devolver un uso.

Muchos habrían de servir para el futuro palacio, otros encontraron rápida venta en el mercado de hierros viejos a iglesias, monasterios y conventos. La fragua del maestro Flores se convirtió así temporalmente en una gran chatarrería, dispuesta para la refundición y remodelación de piezas destinadas a los más variopintos lugares.

Eran tiempos para la demostración del buen hacer profesional y lealtad a la Corona. Francisco se había jurado a sí mismo ser honesto y dar aviso de cuanto encontrara entre las ruinas, aunque no todos sus compañeros hacían lo mismo. No era raro encontrar entre los cascotes objetos y pedazos de metales preciosos, oro, plata, monedas, joyas, documentos o trozos de lienzos, en los cuales aún era posible apreciar la maestría de pinceladas excepcionales, detrás de las cuales estaba la mano de Tiziano, Rubens o Velázquez. A pesar de la vigilancia, muchos se las ingeniaron para sustraer esos tesoros polvorientos, que, puestos en manos de comerciantes, podían proporcionarles un dinerillo que les sacara del apuro económico que afectaba a todos por igual en ese momento. Madrid se inundó así de anticuarios y tratantes de objetos viejos; un comercio floreciente que surgió de las ruinas y distribuyó entre nuevos propietarios miles de objetos acumulados con anterioridad por la corte.

En el Buen Retiro, convertido ya forzosamente en la residencia de la familia real en Madrid hasta que el nuevo palacio estuviera finalizado en un tiempo previsible de varias décadas, Bárbara de Braganza se aburría enormemente. El aislamiento de los príncipes herederos seguía siendo un castigo inamovible. La visita a las ruinas del alcázar se había convertido en el macabro entretenimiento de moda en la corte. El panorama desolador, único, y el hormigueo de personal trabajando en su interior era un espectáculo digno de contemplar.

Debido a la tapia circundante, sin embargo, sólo podía ser visto desde algunas zonas elevadas, como aquel «altillo de palacio» en el que se asentaba la fragua de Flores. El maestro, Francisco y Josefa tuvieron que acostumbrarse al trasiego repentino de lujosas carrozas, trayendo en su paseo diario a caballeros y damas, deseosos de solazarse con la curiosa visión del desescombro, que habría de ser tema en tertulias, frente a una taza de rico chocolate.

La condesa de Valdeparaíso acompañaba esa tarde a Bárbara de Braganza en su paseo. Habían salido del Buen Retiro de incógnito, para que la reina no pusiera pegas a la visita que la princesa deseaba hacer al alcázar. Para ella había algo más que las simples ruinas. Un asunto de trascendencia personal la incitaba a correr ese riesgo.

Por indicaciones de su señora, María descendió de la carroza y se acercó hasta una de las entradas de la tapia ante la atónita mirada de cuantos trabajadores pululaban por los alrededores. Era inaudito encontrar una dama de alcurnia, bella y engalanada, pisando en el derribo. Uno de los veedores, gordo y acalorado, pretendió cerrarle el paso. No era sitio para damas, le explicó. Tenía órdenes estrictas de impedir el acceso a nadie que no fuera trabajador acreditado. Con elegante disimulo, la condesa extrajo de su bolsito de terciopelo un puñado de monedas envueltas en un fino pañuelo de lino, que dejó caer con aplomo sobre la mano del vigilante.

—No necesito ir más allá —le dijo María—, si me haces el favor de avisar a cierta persona que trabaja en el desescombro. Prometo que no te pondré en apuros si haces lo que te pido.

—La señora dirá a quién debo avisar… —cedió el veedor, cuidando de que nadie le viera cerrar el trato.

La condesa se permitió la licencia de adentrarse en el recinto unos pasos. A lo lejos vio a Francisco entre las ruinas, descamisado y polvoriento, acarreando entre las manos largos hierros retorcidos que iba depositando en una carretilla. Después le vio agacharse y desenterrar una llave de gentilhombre.

—Es ese hombre, el cerrajero Barranco, a quien debes avisar.

Dile que le espera en esta puerta una dama… con un encargo particular —ordenó María al veedor, que aún se mostraba reticente a tener que abandonar la comodidad de su garita para adentrarse entre cascotes. El sonido de las monedas recibidas, ya a buen recaudo en su bolsillo, le convencieron para hacerlo.

La sorpresa de Francisco ante el imprevisto recado fue mayúscula. Se abrochó como pudo la camisa y se sacudió el polvo del pelo, la cara y las manos. Se acercó raudo hasta la puerta. La alegría de encontrar allí a María, tan delicadamente engalanada como siempre, le hizo olvidarse de su rudo aspecto. El contraste entre los dos les causó un igual y mutuo impacto. Se atraían como imanes. María le pidió que la siguiera hasta la carroza, desde la cual, con las cortinas a medio cerrar, doña Bárbara se maravillaba del escenario desplegado ante sus ojos.

—La princesa necesita ayuda, Francisco, en un asunto personal e íntimo, que para ella es de gran importancia. He pensado que tú serías la persona indicada —dijo la condesa.

—Para mí sería un honor servir de nuevo a su alteza —contestó con una altanería que contrastaba vivamente con su apariencia descamisada.

—Sabes que te lo agradecerá y sabrá premiarlo…

—En cualquier caso, no es la recompensa lo que me movería a hacerlo, condesa…

—Lo sé bien, Francisco.

—¿De qué se trata esta vez?

—Doña Bárbara ha perdido en el fuego un objeto devocional singular. Lo guardaba en el pequeño oratorio de damas, junto a otros cuadros y tallas de gran valor sentimental para ella. Había entre ellos un precioso cuadro de una Inmaculada de un manto azul violáceo, que la princesa adquirió en Sevilla…

Francisco sintió un escalofrío en su interior. La casualidad había hecho que el aposento en que estuviera a punto de morir abrasado fuera ese oratorio tan querido para la princesa heredera, y que él mismo hubiera salvado con sus manos aquellas piezas que ahora doña Bárbara buscaba, con la esperanza de que algún milagro las hubiera librado del fuego —… pero no es el cuadro lo que más importa a la princesa…

—seguía explicando María Sancho Barona—, sino un extraordinario rosario de maderas exóticas y cuentas de oro, con un crucifijo portugués, al cual tenía gran devoción. Era el preferido de su madre, tan devota como todas las Habsburgo, y se lo regaló al venir a España. Lo cree verdaderamente milagroso. Y además, Francisco, es importante que lo recupere, porque… esas cuentas se abren por la mitad y en ellas guardaba escritos doña Bárbara muchos pensamientos, anhelos, peticiones y ruegos a Dios, que no le gustaría que fueran leídos por nadie… Y ahí ya va algo más que lo meramente sentimental.

—Entiendo… —contestó el cerrajero, que volvió a evocar con dolorosa viveza las circunstancias en que lanzó esos objetos por la ventana. Se atrevió entonces a relatarle aquellos momentos a la condesa, que quedó espantada con la idea de que Francisco hubiera podido perecer en el incendio—. Recuerdo que vi caer el cuadro y el rosario, junto a otros muchos objetos, sobre una pila de enseres medio quemados. Si se hubieran salvado de la quema y el pillaje, son los monjes del convento de San Gil quienes los habrán recogido. Ellos se ocupan de rescatar cuantos objetos religiosos salen de los escombros y las habitaciones abandonadas; los limpian, restauran, catalogan, bendicen y guardan. Conozco a uno de los frailes jóvenes que más atención dedica a esta labor.

—¿Podrías acompañarme al convento y presentármelo? Quizás tengamos suerte. La princesa ha rezado ya tanto para que aparezcan sus cosas queridas…

—Sí, ¿por qué no? Vayamos ahora. Hace rato que fray Antonio marchó de las ruinas y debe de estar ya allí.

—Gracias, Francisco, como siempre… y por adelantado —contestó María emocionada.

Quedaron en encontrarse a las puertas del monasterio de San Gil, cercano al alcázar. María subió a la carroza junto a la princesa, que la esperaba en el interior, ansiosa por conocer el resultado de la entrevista. Francisco, por su parte, se dio prisa en llegar a su casa, lavarse el torso y la cara en la palangana de agua fría, enfundarse una camisa limpia y, sin pérdida de tiempo, volver a salir hacia la cita acordada.

Se sentía satisfecho y ansioso de poder servir como merecían esas damas, que ya le esperaban en la carroza de forma tan enigmática.

Volvieron a encontrarse frente al portalón del convento, un austero edificio barroco, de ladrillo y granito, apreciado entre los madrileños tanto por ser una de las parroquias más antiguas de la ciudad como por su imponente torreón campanario de grandes bloques cuadrados.

Francisco se presentó en la entrada como criado del rey y preguntó por fray Antonio, un monje agradable y jovial, que al rato apareció con ánimo de ser de utilidad en lo que le pedían: encontrar entre las miles de piezas recogidas, aquellas dos que tanto significaban para Bárbara de Braganza. Las muchas horas de trabajo compartidas en las ruinas, codo con codo, habían forjado entre el monje y Francisco una entrañable amistad que había hecho que el cerrajero reconsiderara la necesidad de refrescar su marchita devoción religiosa.

Le habló en ese momento al fraile de aquel cuadro de la Inmaculada, cuyos detalles recordaba a la perfección, así como de un importante rosario, que por sus características debía de ser inconfundible respecto a los demás. Fray Antonio se retiró a buscar a los almacenes, donde apilaba los enseres por categorías, dejando a la condesa y a Francisco paseando solos, uno al lado del otro, por la galería del claustro. Una especial empatía fluía entre ellos.

—Francisco, sigo dándole vueltas al manuscrito… —comenzó a hablar María Sancho en un tono de voz únicamente perceptible por el cerrajero—. No creas que he abandonado mis pesquisas durante todas estas semanas. Pensaba volver a citarte para reunirnos, pero el incendio nos ha trastocado a todos. Supuse que estarías muy ocupado.

—Y así ha sido, condesa.

—Aunque estoy segura de que has tenido al dios Marte bien presente, ¿no es así? ¿Qué pensaste después de aquel recado que te envié con mi doncella?

—Pensé que es evidente que nuestro misterioso dibujo se trata de una fórmula dedicada al hierro. Algo tan importante que un miembro de esas familias que lo poseyeron se encargó de codificar en símbolos secretos, solamente reconocibles para quienes conocieran de palabra la fórmula. Por desgracia, la transmisión oral de su significado se debió de perder hace tiempo. Las últimas personas que han estado en contacto con el manuscrito, Sebastián y José de Flores, parecen desconocerlo por completo. Creo que debe de tratarse de ingredientes y métodos para mezclarlos.

—Disfruté mucho leyendo sobre ese dios del Olimpo. Descubrí que se trataba de él por el lobo que le acompaña en el dibujo.

Marte era hijo de Júpiter y Juno, y fue padre de Rómulo y Remo, los fundadores de la ciudad de Roma, ¿lo sabías?

—No, condesa. Apenas sé nada de los dioses antiguos —confesó Francisco sin vergüenza, pues en el fondo estaba extasiado de escuchar a la dama hablar de mitología. En boca de ella, hasta la ciencia y el conocimiento tenían un encanto inusitado.

—En principio, sus funciones eran rústicas —continuó María—. Era un dios protector de la vegetación, la agricultura y los animales, entre los cuales su preferido era el lobo, que solía acompañarle siempre. Más tarde se convirtió en el dios de la guerra, la divinidad a quienes las legiones de Roma rendían tributo antes de partir hacia la batalla, y a cuyos templos entregaban parte del botín después de la victoria. Era un dios implacable, triunfante, agresivo y cruel, que sin embargo cayó rendido a los encantos de Venus, la diosa del amor, la única capaz de vencer la violencia de la guerra. Pero Venus era la esposa de Vulcano, el herrero de los dioses, que estando un día en la fragua, fue avisado por Apolo de la infidelidad de su esposa. Vulcano sorprendió a Venus y a Marte juntos, desnudos y abandonados a los placeres sensuales. Sin que éstos se percataran, depositó sobre ellos una red de hierro, fina e invisible como una gasa, pero irrompible. Los amantes quedaron así atrapados y sufrieron el escarnio de verse observados así por todos los dioses del Olimpo, a quienes Vulcano había previamente avisado.

—Es una hermosa historia, desde luego. Intuyo que la relación de Marte con el hierro viene del uso de las armas, su atributo principal —se atrevió a sugerir el cerrajero.

—Pero aún hay algo más, Francisco, que atañe a esa escalera que aparece en el dibujo. Me fijé en sus siete peldaños y en la mano del dios Marte reposando sobre el quinto travesaño. ¿Por qué siete?, me pregunté. ¿Y por qué la mano sobre el quinto? Logré hacer indagaciones en varios libros alquímicos y creo haber encontrado las respuestas…

—¿Y… cuáles son?

—Siete son los planetas reconocidos por los alquimistas: La Luna, Mercurio, Venus, el Sol, Marte, Júpiter y Saturno. ¿Y sabes ya cuál es el quinto?

—Sí. Acabo de saberlo… es Marte —dijo Francisco, entusiasmado con las pesquisas de la condesa.

—Exacto. En el manuscrito, el dios Marte apoya su mano sobre el quinto escalón de siete, es decir, sobre el planeta Marte, el planeta del hierro. Por si había la más mínima duda sobre su representación…

—Interesante. Enhorabuena, condesa. No esperaba menos de vuestra despierta inteligencia —concluyó Francisco, verdaderamente admirado por los talentos de esta dama, tan atractiva por su físico como por su mente.

Concluía el paseo en una esquina del claustro, donde los frailes habían acertado a cultivar unos bellísimos rosales de diversas tonalidades, que solían repartir entre las iglesias y conventos para los tributos florales a la Virgen. Francisco no pudo resistir la tentación.

Se adentró en el jardín central del claustro, cortó entre las rosas rojas la de aspecto más lucido y se la entregó a la condesa. Con la flor, iba expuesto su sentimiento hacia ella. María se quedó confusa.

Estaba acostumbrada a galanterías de alta alcurnia y dominaba el sofisticado arte del coqueteo, pero los halagos francos y sencillos de Francisco Barranco tenían la habilidad de desconcertarla. No sabía cómo responder a esta relación que traspasaba lo convencional, lo aprendido y acostumbrado.

—Gracias, Francisco. Es realmente preciosa. La guardaré entre las páginas de mis libros de alquimia… —comenzaba a decir la condesa, cuando en ese momento se percataron de la llegada, con sus pasos silenciosos bajo el hábito, de fray Antonio, que traía con mimo entre sus manos un paño arrugado.

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