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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (62 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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—Ilógico —mumuró Anacho—. De hecho, improbable. Ni un Inmaculado entre mil retiene los Atributos Primitivos.

El rostro de Woudiver adquirió instantáneamente un peculiar tono magenta. Se dio la vuelta con una sorprendente rapidez y apuntó con un grueso dedo.

—¿Quién se atreve a hablar de lógica y probabilidad? ¡El renegado Ankhe at afram Anacho! ¿Quién llevaba el Azul y Rosa sin haber sufrido la prueba de la Angustia? ¿Quién desapareció al mismo tiempo que el Excelente Azarvim issit Dardo, al que nunca se ha vuelto a ver? ¡Un orgulloso Hombre-Dirdir, este Ankhe at afram!

—Ya no me considero un Hombre-Dirdir —dijo Anacho con voz tranquila—. Definitivamente ya no tengo ninguna ambición hacia el Azul y Rosa, ni siquiera hacia los trofeos de mi linaje.

—¡En este caso sé lo bastante amable como para no comentar la triste situación de alguien que se ve desgraciadamente privado de la casta a la que tiene derecho!

Anacho se alejó, echando humo de rabia, pero obviamente considerando que era más juicioso contener su lengua. Al parecer aquel Aila Woudiver no había permanecido ocioso, y Reith se preguntó hasta cuán lejos habían llegado sus indagaciones.

Woudiver recuperó gradualmente su compostura. Su boca se crispó. Hinchó y deshinchó sus mejillas. Lanzó un sonido burlón.

—Vayamos a asuntos más provechosos. ¿Cuál es tu opinión respecto a este casco?

—Favorable —dijo Reith—. No podemos esperar nada mejor de la chatarra.

—Ésta es también mi opinión —dijo Woudiver—. La siguiente fase va a ser un poco más dificultosa. Mi amigo en los talleres espaciales no se siente en absoluto ansioso por ir a la Caja de Cristal, ni yo tampoco. Pero una cantidad adecuada de sequins hace milagros. Lo cual nos lleva al tema del dinero. Los gastos que he tenido que pagar de mi bolsillo son ochocientos noventa sequins por el casco, lo cual considero un buen precio. Trescientos sequins por el transporte. El alquiler por un mes del almacén: mil sequins. Total, dos mil ciento noventa sequins. Calculo mi comisión o beneficio personal en un diez por ciento, o sea doscientos diecinueve sequins. Lo cual hace un total de dos mil cuatrocientos nueve sequins.

—¡Espera, espera, espera! —exclamó Reith—. No mil sequins al mes, mil sequins por
tres
meses; ésa fue mi oferta.

—Es demasiado poco.

—Pagaré quinientos, ni un blanco más. Ahora, en lo que respecta a tu comisión, seamos razonables. Te has encargado del transporte, con su correspondiente beneficio; pago un buen alquiler por tu almacén; no veo ninguna razón para entregarte un diez por ciento adicional sobre estos conceptos.

—¿Por qué no? —preguntó Woudiver con voz razonable—. Es una ventaja para ti el que yo pueda ofrecerte esos servicios. Llevo dos sombreros, por decirlo así: el de coordinador y el de proveedor. ¿Por qué, simplemente porque el coordinador encuentra a un cierto proveedor conveniente, barato y eficiente, debería verse privado de su beneficio? Si el transporte hubiera sido efectuado por alguien distinto, no hubiera salido más barato, y yo hubiera cobrado mi porcentaje sin protestas.

Reith no pudo negar la lógica de la argumentación, ni lo intentó. Dijo:

—No tengo intención de pagar más de quinientos sequins por un viejo almacén que se cae en pedazos y que tú te hubieras sentido satisfecho alquilando por doscientos.

Woudiver alzó un amarillo dedo.

—¡Considera el riesgo! ¡Estamos a punto de cometer el latrocinio de valiosas propiedades! Por favor, comprende que debo ser recompensado en parte por los servicios prestados, pero en parte también para apaciguar mis terrores a la Caja de Cristal.

—Esta es una afirmación razonable desde tu punto de vista —dijo Reith—. En lo que a mí se refiere, quiero completar la espacionave antes de que se me agote el dinero. Una vez la nave esté terminada, cargada de combustible y llena de provisiones, puedes quedarte con todos los sequins que queden, no me importa.

—¿Realmente? —Woudiver se rascó la mejilla—. ¿Cuántos sequins tienes exactamente, para poder hacer mis planes de acuerdo con ello?

—Un poco más de cien mil.

—Hummm. Me pregunto si el trabajo podrá llegar a completarse... y no hablemos de mis comisiones.

—Exactamente. Quiero mantener los gastos que no se refieran a la construcción al mínimo.

Woudiver volvió su rostro hacia Artilo.

—Contempla a lo que me veo reducido. Todos prósperos excepto Woudiver. Como siempre, sufro a causa de mi generosidad.

Artilo lanzó un gruñido que no comprometía a nada.

Reith contó unos sequins.

—Aquí tienes quinientos... un alquiler exorbitante para esta ruina donde estamos. Transporte: trescientos. El casco: ochocientos noventa. Pagaré el diez por ciento del casco. Otros ochenta y nueve. Un total de setecientos setenta y nueve.

El ancho rostro amarillo de Woudiver reflejó una sucesión de emociones. Finalmente dijo:

—Debo recordarte que una política mezquina es a la larga la más cara de todas.

—Si el trabajo progresa eficientemente —dijo Reith— no me encontrarás mezquino. Verás más sequins de los que nunca soñaste que pudieran existir. Pero tengo intención de pagar solamente resultados. Así que tu mayor interes reside en acelerar la construcción de la espacionave tanto como te sea posible. Si el dinero se agota, perderemos todos.

Por una vez Woudiver no tuvo nada que decir. Contempló con tristeza el resplandeciente montón de sequins sobre la mesa; luego, separando los púrpuras, los escarlatas y los verdes oscuros, los contó.

—Eres duro en los negocios —dijo.

—En definitiva es para nuestro mutuo beneficio. Woudiver dejó caer los sequins en su bolsa.

—Si es preciso, es preciso. —Tamborileó con los dedos contra su cadera—. Bien, en cuanto a los componentes, ¿qué necesitas primero?

—No sé nada acerca de maquinaria Dirdir. Necesitamos el consejo de un técnico experto. Tendría que haber un hombre así aquí y ahora.

Woudiver le miró de soslayo.

—Si no la conoces, ¿cómo esperas pilotar esta nave?

—Estoy familiarizado con los botes espaciales Wankh.

—Hummm. Artilo, ve a buscar a Deine Zarre del Club Técnico.

Woudiver salió en dirección a su oficina, dejando a Reith, Anacho y Traz solos en el almacén. Anacho examinó el casco.

—El viejo gordo ha escogido bien. Es una Ispra, una serie hoy obsoleta tras la aparición de la Concax Chillona. Debemos obtener componentes Ispra para simplificar el trabajo.

—¿Se hallan disponibles?

—Indudablemente. Creo que le has sacado bien el jugo a la bestia amarilla. Su padre un Inmaculado... ¡vaya chiste! Su madre una mujer de las marismas... ¡eso sí puedo creerlo! Evidentemente se ha dado un buen trabajo en averiguar nuestros secretos.

—Espero que no haya averiguado demasiado.

—Mientras podamos pagar, estamos seguros. Tenemos un buen casco a un precio muy razonable, e incluso el alquiler de este cuchitril no es demasiado exorbitante. Pero debemos ir con cuidado: no le gustan los beneficios normales.

—Sin duda nos engañará tanto como pueda —dijo Reith—. Pero si terminamos con una nave espacial que funcione, no me importa. —Caminó rodeando el casco, tendiendo ocasionalmente la mano para tocarlo con una especie de admiración. Allí, sólida y definida, estaba por fin la base de una nave que podría llevarle de vuelta a casa. Reith sintió una oleada de afecto hacia el frío metal, pese a su alienígena apariencia Dirdir.

Traz y Anacho salieron fuera para sentarse a la pálida luz del atardecer, y finalmente Reith se reunió con ellos. Con imágenes de la Tierra en su mente, el paisaje se volvió repentinamente extraño, como si estuviera contemplándolo por primera vez. La desmoronante ciudad gris de Sivishe, las espiras de Hei, la Caja de Cristal reflejando un brillo bronce oscuro a la luz de Carina 4269, los altos acantilados apenas entrevistos en la bruma: aquello era Tschai. Miró a Traz y Anacho: aquellos eran hombres de Tschai.

Se sentó en el banco. Preguntó:

—¿Qué hay dentro de la Caja de Cristal? Anacho pareció sorprenderse de su ignorancia.

—Es un parque, una imitación del viejo Sibol. Los jóvenes Dirdir aprenden allí a cazar; otros se ejercitan y se relajan. Hay galerías para los espectadores. Los criminales son las presas. Hay rocas, vegetación de Sibol, farallones, cuevas; a veces un hombre consigue eludir la caza durante días.

Reith miró fijamente a la Caja de Cristal.

—¿Están cazando ahora los Dirdir en ella?

—Supongo que sí.

—¿Y los Hombres-Dirdir Inmaculados?

—A veces se les permite cazar.

—¿Devoran a su presa?

—Por supuesto.

El coche negro apareció por la calle llena de baches. Lanzó una enorme salpicadura de un aceitoso charco, se detuvo ante la oficina. Woudiver salió a la puerta, una grotesca masa envuelta en finas ropas negras y amarillas. Artilo bajó del asiento del conductor; de la parte de atrás salió un viejo. Tenía el rostro como extraviado y su cuerpo parecía distorsionado o retorcido; avanzó lentamente, como si cada esfuerzo le costara un tremendo dolor. Woudiver avanzó hacia él, le dirigió una o dos palabras, luego lo condujo hacia el almacén.

—Éste es Deine Zarre, que supervisará nuestro proyecto. Deine Zarre
,
te presento a este hombre de raza indistinguible. Se hace llamar a sí mismo Adam Reith. Tras él puedes ver a un Hombre-Dirdir renegado, un tal Anacho; y un joven que parece derivar de las estepas de Kotan. Esas son las personas con las que tendrás que tratar. Yo no soy más que un agregado; haz todos tus arreglos con Adam Reith.

Deine Zarre dirigió su atención a Reith. Sus ojos eran gris claro, y en contraste con el negro de las pupilas parecían casi luminosos.

—¿Cuál es el proyecto?

Otro hombre en conocer el secreto, pensó Reith. Con Aila Woudiver y Artilo, la lista empezaba a hacerse demasiado larga. Pero no podía evitarlo.

—En el almacén hay el casco de una nave espacial. Queremos ponerla en condiciones operativas.

La expresión de Deine Zarre cambió poco. Observó por unos instantes el rostro de Reith, luego se volvió y cojeó hacia el almacén. Reapareció a los pocos momentos.

—El proyecto es posible. Todo es posible. ¿Pero realizable? No lo sé. —Su mirada buscó de nuevo el rostro de Reith—. Hay riesgos.

—Woudiver no muestra una gran alarma. De todos nosotros, él es el más sensible al peligro.

Deine Zarre clavó en Woudiver unos ojos desapasionados.

—También es el más escurridizo y el más lleno de recursos. En lo que a mí respecta, no temo nada. Si los Dirdir vienen a buscarme, mataré a tantos como me sea posible.

—Vamos, vamos —se burló Woudiver—. Los Dirdir son como son: gente de fantásticas habilidades y valor, ¿Acaso no somos todos Hermanos del Huevo?

Deine Zarre lanzó un gruñido hosco.

—¿Dónde están la maquinaria, las herramientas, los componentes?

—En los talleres espaciales —dijo Woudiver secamente—. ¿Dónde si no?

—Necesitaremos técnicos: al menos seis hombres, de absoluta discreción.

—Un asunto de buena o mala suerte —admitió Woudiver—. Pero la mala suerte puede minimizarse con incentivos. Si Reith les paga bien, el incentivo del dinero. Si Artilo les aconseja, el incentivo de la razón. Si yo les señalo las consecuencias de una lengua demasiado floja, el incentivo del miedo. ¡No hay que olvidarlo nunca, Sivishe es una ciudad de secretos! Como testigos los que estamos aquí.

—Cierto —dijo Deine Zarre. Buscó de nuevo a Reith con sus notables ojos—. ¿Adonde quieres ir con tu espacionave?

Woudiver habló con un tono que insinuaba burla o malicia:

—Va a reclamar un fabuloso tesoro, que todos compartiremos.

Deine Zarre sonrió.

—No quiero ningún tesoro. Págame cien sequins a la semana; eso es todo lo que pido.

—¿Tan poco? —se sorprendió Woudiver—. Reduces mi comisión.

Deine Zarre no le hizo caso.

—¿Tienes intención de empezar el trabajo inmediatamente? —preguntó a Reith.

—Cuanto antes mejor.

—Haré una lista de las necesidades inmediatas. —A Woudiver—: ¿Cuándo podrás disponer la entrega?

—Tan pronto como Adam Reith proporcione los medios.

—Pasa la orden esta noche —dijo Reith—. Traeré dinero mañana.

—¿Cuáles son los honorarios para mi amigo? —inquirió irritadamente Woudiver—. ¿Va a tener que trabajar por nada? ¿Qué hay de lo que habrá que pagarles a los guardias del almacén? ¿Tendrán que mirar hacia otro lado porque sí?

—¿Cuánto? —preguntó Reith.

Woudiver dudó, luego dijo con voz apagada:

—Evitemos una agotadora disputa. Presentaré primero el precio mínimo. Dos mil sequins.

—¿Tanto? Increíble. ¿Cuántos hombres tienen que ser sobornados?

—Tres. El ayudante del supervisor y dos guardias.

—Dáselos —dijo Deine Zarre—. Me disgustan los regateos. Si tienes que economizar, págame menos a mí.

Reith empezó a quejarse, luego se alzó de hombros, consiguió esbozar una dolorosa sonrisa.

—Está bien. Dos mil sequins.

—Recuerda —dijo Woudiver—, tienes que pagar el precio de inventario de la mercancía; es difícil robar a precio alzado.

Durante la tarde cuatro camiones a motor descargaron en el almacén. Reith, Traz, Anacho y Artilo metieron las cajas dentro mientras Deine Zarre comprobaba el contenido con sus listas. Woudiver apareció en escena a medianoche.

—¿Todo bien?

—Por todo lo que puedo decir, lo más necesario está aquí —dijo Deine Zarre.

—Bien. —Woudiver se volvió hacia Reith, le tendió una hoja de papel—. La factura. Observa que está pormenorizada, de modo que no sirve de nada discutir.

Reith leyó el total con un débil jadeo.

—Ochenta y dos mil sequins.

—¿Acaso esperabas menos? —preguntó desenvueltamente Woudiver—. Mi parte no está incluida. En total son noventa mil doscientos sequins.

—¿Es esto todo lo que necesitarnos? —preguntó Reith a Deine Zarre.

—Absolutamente todo.

—¿Cuánto tiempo vamos a necesitar?

—Dos o tres meses. Más, si los componentes se hallan seriamente desfasados.

—¿Cuánto debo pagar a los técnicos?

—Doscientos sequins a la semana. Al contrario que yo, se hallan motivados por la necesidad de dinero.

En la pantalla de la imaginación de Reith apareció una imagen de los Carabas: las colinas, las grises prominencias rocosas, los arbustos de espinos, los horribles fuegos por la noche. Recordó el furtivo paso por los Promontorios, la trampa para Dirdir en el Bosque Limítrofe, la carrera de vuelta al Portal de los Destellos. Noventa mil sequins representaban casi la mitad de todo aquello... Si el dinero disminuía demasiado aprisa, si Woudiver empezaba a mostrarse demasiado ávidamente corrupto, ¿qué harían entonces? Reith no pudo soportar aquel pensamiento.

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