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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (65 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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La noche avanzaba; los bosques del Kislovan central dieron paso a las desoladas mesetas y a los silenciosos parajes yermos. En todo lo que captaba su vista no se veía ninguna luz, ningún fuego, ninguna señal de actividad humana. Reith consultó el monitor del rumbo, ajustó el piloto automático. Los Carabas estaban a tan sólo una hora de distancia. La luna azul colgaba baja sobre el horizonte; cuando se pusiera, el paisaje quedaría completamente oscuro hasta el amanecer.

Pasó la hora. Braz se hundió tras el horizonte; al este apareció un resplandor sepia, preludio del inminente amanecer. Reith, dividiendo su atención entre el monitor del rumbo y el suelo que se deslizaba bajo sus pies, captó finalmente un atisbo de la forma de Khusz. Inmediatamente hizo descender el aparato hasta casi rozar el suelo y se desvió hacia el este, hacia la parte trasera del Bosque Limítrofe. Mientras Carina 4269 arrojaba sus primeros y fríos rayos de amarronada plata sobre el borde del horizonte, aterrizó, casi debajo de los primeros grandes torquils del bosque.

Durante un tiempo permaneció sentado en el aparato, observando y escuchando. Carina 4269 se alzó en el cielo, y su sesgada luz brilló directamente reflejándose sobre el aparato. Reith reunió ramas y las apiló sobre el vehículo aéreo, camuflándolo de la mejor manera posible.

Había llegado el momento de aventurarse en el bosque. Ya no podía esperar más. Tomó un saco y una pala, se metió armas en el cinturón, y emprendió la marcha.

El camino era familiar. Reith reconoció cada árbol, cada negra extensión de hongos, cada montón de líquenes. Mientras cruzaba el bosque se dio cuenta de la existencia de un mareante olor: el hedor de la carroña. Era de esperar. Se detuvo. ¿Había oído voces? Saltó fuera del sendero, escuchó.

Eran voces, sí. Reith dudó, luego avanzó sigilosamente por entre el denso follaje.

Allí delante estaba el lugar de la trampa. Reith se aproximó con las más extremas precauciones, avanzando sobre manos y rodillas, luego arrastrándose sobre los codos... Finalmente pudo contemplar una fantasmagórica escena. A un lado, frente a un enorme torquil, había cinco Dirdir con atuendos completos de caza. Una docena de hombres de rostros grises estaban metidos en un gran agujero, cavando con picos y palas: era el agujero, enormemente agrandado, en el que Reith, Traz y Anacho habían enterrado los cadáveres de los Dirdir. De las espléndidas y putrescentes carroñas brotaba un odioso hedor... Reith miró. Uno de aquellos hombres le resultaba muy familiar: era Issam el Thang. Y cerca de él trabajaba el encargado de la cuadra, y al lado estaba el portero del Alawan. Reith no pudo identificar positivamente a los demás, pero todos ellos le parecían de algún modo familiares, y supuso que eran gente con la que había entrado en contacto en Maust.

Reith inspeccionó a los cinco Dirdir. Permanecían de pie rígidos y atentos, con sus efulgencias llameando detrás. Si sentían alguna emoción o disgusto no lo aparentaban.

Reith no se permitió razonar, sopesar, calcular. Extrajo su pistola; apuntó, disparó. Una, dos, tres veces. Tres Dirdir cayeron muertos; los otros dos saltaron y miraron a su alrededor con interrogadora furia. Cuatro, cinco veces: dos espléndidos blancos. Saliendo de su escondite, Reith disparó dos veces más sobre los cuerpos blancos que aún se agitaban hasta que se inmovilizaron por completo.

Los hombres en el agujero se habían permanecían quietos, aterrados.

—¡Arriba! —gritó Reith—. ¡Fuera de aquí!

—¡Eres tú, el asesino! —aulló roncamente Issam el Thang—. ¡Tus crímenes nos han traído aquí!

—Eso no importa —dijo Reith—. ¡Salid de este agujero y echad a correr si queréis salvar vuestras vidas!

—¿Y de qué servirá eso? ¡Los Dirdir nos rastrearán! Nos matarán de una forma abominable...

El encargado de la cuadra estaba ya fuera del agujero. Se dirigió hacia los cadáveres de los Dirdir, se apoderó de un arma, y se volvió hacia Issam el Thang.

—No te molestes en salir del agujero. —Disparó; los gritos del Thang se cortaron en seco; su cuerpo cayó entre los putrescentes cadáveres de los Dirdir.

—Nos traicionó a todos, esperando conseguir algún beneficio —dijo a Reith—. Lo único que ganó es lo que ves: lo cogieron con el resto de nosotros.

—Esos cinco Dirdir... ¿hay alguno más?

—Dos Excelencias que volvieron a Khusz.

—Tomad las armas y marchaos.

Los hombres huyeron hacia las Colinas del Recuerdo. Reith cavó bajo las raíces del torquil. Allí estaba el fardo de sequins. ¿Por un valor de cien mil? No estaba seguro.

Se cargó el fardo a la espalda, miró por última vez la escena de la carnicería y el lastimoso cadáver de Issam el Thang, y se fue.

De vuelta junto al aparato, cargó los sequins en la cabina y se dispuso a esperar, sintiendo que la ansiedad roía su estómago. No se atrevía a partir. Si volaba bajo podía ser visto por las partidas de caza; si lo hacía alto las pantallas que rodeaban los Carabas lo detectarían.

Transcurrió el día. Carina 4269 se hundió tras las colinas. Un triste ocaso marrón se extendió por toda la Zona. A lo largo de las colinas empezaron a brotar los horribles fuegos. Reith se vio incapaz de aguardar más. Hizo elevarse el aparato.

Voló a baja altura hasta que hubo salido de la Zona, luego se alzó a gran altitud y orientó el vehículo hacia el sur, hacia Sivishe.

16

El oscuro paisaje se deslizaba bajo sus pies. Reith permanecía sentado con los ojos fijos al frente, sintiendo que la visiones se deslizaban ante su mirada interior: rostros retorcidos por la pasión, el horror, el dolor. Las formas de Chasch Azules, Wankh, Pnume, Phung, Chasch Verdes, Dirdir, todos amontonados en su imaginación, presentándose ante él, girando, haciendo un gesto y desapareciendo.

Pasó la noche. El vehículo aéreo se deslizaba hacia el sur, y cuando Carina 4269 apareció al este las espiras de Hei brillaron ante él a lo lejos.

Reith aterrizó sin ningún incidente, aunque tuvo la impresión de que un grupo de Hombres-Dirdir que pasó por su lado lo miraba con una sospechosa intensidad mientras abandonaba el campo con su fardo de sequins.

Lo primero que hizo fue ir a su habitación en el Albergue del Antiguo Reino. Ni Traz ni Anacho estaban allí, pero Reith no se preocupó por ello; a menudo pasaban la noche en el viejo almacén.

Reith se dirigió tambaleante hacia su cama, apoyó el fardo de sequins contra la pared, se echó, y casi inmediatamente se quedó dormido.

Una mano en su hombro lo despertó. Se volvió, y encontró a Traz de pie junto a él.

—Temía que hubieses venido aquí —dijo Traz con voz ronca—. Apresúrate, tenemos que irnos. Este lugar es peligroso ahora.

Reith, aún medio dormido, se sentó en la cama. Era primera hora de la tarde, o eso calculó por las sombras al otro lado de la ventana.

—¿Qué ocurre?

—Los Dirdir han detenido a Anacho. Yo había salido a comprar comida, y gracias a eso no me detuvieron a mí también.

Reith estaba ahora completamente despierto.

—¿Cuándo ocurrió esto?

—Ayer. Ha sido obra de Woudiver. Vino al almacén, e hizo preguntas acerca de ti. Quería saber si afirmabas realmente que procedías de otro planeta; insistió, y no quiso aceptar evasivas. Yo me negué a hablar, lo mismo que Anacho. Woudiver empezó a acusar a Anacho de renegado. «Tú, un antiguo Hombre-Dirdir, ¿cómo puedes vivir como un subhombre entre los subhombres?» Anacho se sintió provocado y dijo que el Génesis del Doble Huevo era un mito. Woudiver se marchó. Ayer por la mañana vinieron los Dirdir a estas habitaciones y se llevaron a Anacho. Si le obligan a hablar, no estamos seguros, y la nave tampoco.

Los dedos de Reith estaban entumecidos cuando se puso las botas. En un momento toda la estructura de su vida, erigida con tanto esfuerzo, se había derrumbado. Woudiver, siempre Woudiver.

Traz lo sujetó del brazo.

—Ven; será mejor que nos vayamos. Puede que el lugar esté vigilado.

Reith tomó el fardo de sequins. Abandonaron el edificio. Caminaron por las calles de Sivishe, ignorando los pálidos rostros que les miraban desde los portales y las ventanas de extrañas formas.

Reith se dio cuenta de que estaba mortalmente hambriento; comieron aves marinas hervidas y pastel de esporas en un pequeño restaurante. Reith empezó a poder pensar más claramente. Anacho estaba en manos de los Dirdir; Woudiver estaría esperando a buen seguro alguna reacción por parte de él. ¿O quizá estaba tan seguro de la impotencia esencial de Reith que esperaba que las cosas siguieran como hasta entonces? Reith esbozó una retorcida sonrisa. Era probable que Woudiver tuviera razón si pensaba así. Era impensable poner en peligro la nave, bajo ninguna circunstancia. El odio de Reith hacia Woudiver era como un tumor en su cerebro... y debía ignorarlo; debía sacar el mejor partido de un dilema atroz.

—¿No has visto a Woudiver? —preguntó a Traz.

—Lo vi esta mañana. Fui al almacén; pensé que tal vez tú hubieras ido directamente allí. Woudiver llegó y se metió en su oficina.

—Veamos si todavía sigue allí.

—¿Qué pretendes hacer?

Reith lanzó una risa estrangulada.

—Podría matarle... pero eso no serviría de nada. Necesitamos información. Woudiver es la única fuente.

Traz no dijo nada; como siempre, Reith fue incapaz de leer sus pensamientos.

Subieron a un crujiente transporte público de seis ruedas y se dirigieron al depósito de materiales de construcción, y cada vuelta de las ruedas hacía que la tensión aumentara un poco más. Cuando Reith llegó al lugar y vio el negro coche de Woudiver la sangre inundó su cerebro y se sintió como mareado. Se detuvo, inspiró profundamente, y se calmó.

Tendió el fardo de sequins a Traz.

—Lleva esto al almacén y ocúltalo allí. Traz tomó dubitativo el fardo.

—No vayas solo. Aguárdame.

—No espero problemas. No podemos permitirnos ese lujo, y Woudiver lo sabe muy bien. Aguárdame en el almacén.

Reith se dirigió a la excéntrica oficina de ladrillos y hierro de fundición de Woudiver y entró. Artilo estaba de pie con la espalda vuelta hacia un brasero de carbón, las piernas separadas, los brazos a la espalda. Examinó a Reith sin el menor cambio en su expresión.

—Dile a Woudiver que quiero verle —anunció Reith.

Artilo se dirigió a la puerta interior, introdujo la cabeza y dijo algo. Retrocedió. La puerta se abrió de par en par con un golpe que casi la arrancó de sus goznes. Woudiver llenó la habitación: un Woudiver de llameantes ojos, con el enorme labio superior cubriendo casi su boca. Miró al otro lado de la habitación con la desenfocada mirada que todo lo ve de un dios irritado, luego pareció captar la presencia de Reith, y su malevolencia se concentró en él.

—Adam Reith —dijo con una voz como el tañido de una campana—. Has vuelto. ¿Dónde están mis sequins?

—No importan tus sequins —dijo Reith—. ¿Dónde está el Hombre-Dirdir?

Woudiver encajó los hombros. Por un momento Reith tuvo la impresión de que iba a atacar. Si lo hacía, Reith sabía que su autocontrol iba a disolverse, para bien o para mal.

—¿Piensas cansarme una vez más con tus regateos? —tronó Woudiver—. ¡Piensa! Dame mi dinero y lárgate.

—Tendrás tu dinero tan pronto como yo vea a Ankhe at afram Anacho —dijo Reith.

—¿Quieres ver al blasfemo, al renegado? —rugió Woudiver—. Ve a la Caja de Cristal, allí podrás verlo sin problemas.

—¿Está en la Caja de Cristal?

—¿Dónde si no?

—¿Estás seguro de ello?

Woudiver se reclinó contra la pared.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Porque es mi amigo. Tú lo traicionaste a los Dirdir; tienes la obligación de responderme.

Woudiver pareció a punto de estallar, pero Reith dijo con voz cortante:

—No más teatro, no más gritos. Tú entregaste a Anacho a los Dirdir; ahora quiero que lo rescates.

—Imposible —dijo Woudiver—. Aunque quisiera, no puedo hacer nada. Está en la Caja de Cristal, ¿acaso no lo has oído?

—¿Cómo puedes estar seguro?

—¿A qué otro lugar puede haber sido enviado? Fue detenido por sus viejos crímenes; los Dirdir no sabrán nada de tu proyecto, si es eso lo que te preocupa. —Y Woudiver distendió su boca en una gigantesca sonrisa—. A menos, por supuesto, que él revele tus secretos.

—En cuyo caso tú también vas a verte en dificultades —dijo Reith.

Woudiver no tenía ningún comentario que hacer.

—¿Puede el dinero comprar la escapatoria de Anacho? —dijo Reith con voz suave.

—No —entonó Woudiver—. Está en la Caja de Cristal.

—Eso es lo que tú dices. ¿Cómo puedo estar seguro de ello?

—Como te dije... ve a verlo.

—¿Cualquiera que lo desee puede mirar?

—Por supuesto. La Caja no contiene secretos.

—¿Cuál es el procedimiento?

—Cruzas hasta Hei, caminas hasta la Caja, subes a la galería superior que domina el campo.

—¿Puede una persona dejar caer una cuerda, o una escala, desde allí?

—Por supuesto, pero si lo hace no espere vivir mucho; será arrojado inmediatamente al campo... Si planeas algo de esta naturaleza yo mismo acudiré a mirar.

—Supon que te ofreciera un millón de sequins —dijo Reith—. ¿Podrías arreglar que Anacho escapara? Woudiver echó hacia delante su enorme cabeza.

—¿Un millón de sequins? ¿Y me has estado llorando pobreza durante tres meses? ¡He sido engañado!

—¿Puedes arreglar su escapatoria por un millón de sequins?

Woudiver asomó la rosada punta de su lengua por entre los labios.

—No, me temo que no... un millón de sequins... me temo que no. No puede hacerse nada. Nada. ¿Así que has ganado un millón de sequins?

—No —dijo Reith—. Solamente deseaba saber si la escapatoria de Anacho era posible.

—No es posible —dijo Woudiver malhumoradamente—. ¿Dónde está mi dinero?

—A su debido tiempo —dijo Reith—. Traicionaste a mi amigo; puedes esperar.

Woudiver pareció de nuevo a punto de lanzar hacia delante su enorme brazo. En vez de ello dijo:

—Estás empleando mal las palabras. Yo no «traicioné»; desenmascaré a un criminal para que sufriera la suerte que se merece. ¿Qué lealtad os debo a vosotros? No me habéis ofrecido ninguna, y haríais peor si se os presentara la oportunidad. Recuerda, Adam Reith, que la amistad debe actuar en ambas direcciones. No esperes lo que no estás dispuesto a dar. Si encuentras mis atributos desagradables, piensa que yo siento lo mismo hacia los tuyos. ¿Cuál de los dos tiene razón? Según los estandares de este tiempo y lugar, indudablemente yo. Tú eres el intruso; tus protestas son ridículas y poco realistas. Me acusas de avidez. No olvides, Adam Reith, que tú me elegiste como el hombre que podía realizar actos ilegales a cambio de un pago. Esto es lo que esperas de mí; no te importan ni mi seguridad ni mi futuro. Has venido aquí a explotarme, a animarme a realizar actos peligrosos a cambio de sumas ridículas de dinero; no puedes quejarte si mi conducta parece simplemente un espejo de la tuya.

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