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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (63 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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—Mañana traeré el dinero. Woudiver asintió gravemente.

—Muy bien. O mañana por la noche las cosas volverán allá de donde salieron.

14

Dentro del almacén, la vieja Ispra empezaba a cobrar vida. Los propulsores fueron encajados en sus alvéolos, soldados y sellados. El generador y el convertidor fueron izados por el panel de acceso de popa, luego deslizados hacia delante y anclados. La Ispra ya no era un casco. Reith, Anacho y Traz la frotaron con viruta metálica, la rasparon, la pulieron, eliminaron las manchas de óxido, retiraron los viejos asientos de agrio olor. Limpiaron las portillas de observación, ensancharon los conductos de aireación, instalaron nuevos sellos en torno a la compuerta de entrada.

Deine Zarre no trabajaba. Iba cojeando de un lado a otro, sin que sus ojos perdieran ningún detalle. Artilo miraba ocasionalmente al interior del almacén, con una mueca burlona en su boca gris. Woudiver apenas se dejaba ver. Durante sus raras apariciones se mostraba frío y práctico, desaparecida toda huella de su primitiva jovialidad.

Durante todo un mes Woudiver no apareció. Artilo, inclinado de pronto a las confidencias, escupió un día al suelo y dijo:

—El Gran Amarillo está fuera en su propiedad en el campo.

—Oh. ¿Y qué es lo que hace allí? Artilo torció la cabeza hacia un lado, mostrando a Reith una sonrisa torcida.

—Cree que es un Hombre-Dirdir, eso es lo que hace. Ahí es donde va a parar todo su dinero, en sus rejas y en sus escenarios y en sus cazas, el viejo vicioso.

Reith se quedó mirando a Artilo, completamente inmóvil.

—¿Quieres decir que caza hombres?

—Por supuesto. Él y sus amigos. Amarillo tiene una propiedad de quinientas hectáreas, casi tan grande como la Caja de Cristal. Las paredes no son tan buenas, pero las ha hecho rodear con alambre electrificado y trampas. No bebas el vino de Amarillo; te dormirás y despertarás para encontrarte metido en la caza. Y tú serás la presa.

Reith se abstuvo en preguntar qué les ocurría a las víctimas; era una información que no deseaba saber.

Transcurrió otra de las semanas de diez días de Tschai, y Woudiver apareció, de un humor lúgubre. Su labio superior estaba rígido como un palo, ocultando totalmente su boca; sus ojos se clavaban truculentos a derecha e izquierda. Se detuvo al lado de Reith; la gran masa de su torso ocultó la mitad de la vista. Tendió bruscamente la mano.

—El alquiler. —Su voz era llana y fría.

Reith sacó quinientos sequins y los colocó sobre un estante. No quiso tocar la tendida mano amarilla.

Woudiver, con un espasmo de irritación, le abofeteó con el dorso de la mano, arrojándole al suelo. Reith se puso de nuevo en pie, asombrado. Notó que su piel empezaba a hormiguearle, señalando la erupción de la furia. Con el rabillo del ojo vio a Artilo apoyado contra la pared. Artilo dispararía contra él tan tranquilamente como quien aplasta a un insecto, lo sabía muy bien. Cerca de él estaba Traz, observando intensamente a Artilo. Artilo estaba neutralizado.

Woudiver permanecía de pie mirándole, con ojos fríos y carentes de expresión. Reith lanzó un profundo suspiro, se tragó la rabia. Devolverle el golpe a Woudiver no le haría ganar su respeto, sino tan sólo estimular su rencor.

Inevitablemente ocurriría algo catastrófico. Lentamente, se dio la vuelta.

—¡Entrégame mi alquiler! —ladró Woudiver—. ¿Me tomas por un mendigo? ¡Ya he soportado bastante tu arrogancia! ¡En el futuro muéstrame el respeto debido a mi casta!

Adam Reith dudó. ¡Qué fácil resultaría atacar al monstruoso Woudiver y aceptar las consecuencias! Pero eso significaría la aniquilación del programa. Adam Reith suspiró. Si era necesario tragarse su orgullo, toda una ración no era peor que un bocado.

Con un frío y austero silencio, tendió los sequins a Woudiver, que se limitó a mirarle furiosamente y agitar las caderas.

—¡Es insuficiente! ¿Por qué tengo que financiar yo tu empresa? ¡Págame lo que me corresponde! ¡El alquiler son mil sequins al mes!

—Aquí están otros quinientos sequins —dijo Reith—. Por favor no pidas más, porque no hay más.

Woudiver lanzó un bufido despectivo, giró sobre sus talones y se fue. Artilo contempló su marcha y escupió al suelo. Lugo lanzó a Reith una mirada especulativa.

Reith penetró en el almacén. Deine Zarre, que había observado el episodio, no hizo ningún comentario. Reith intentó apaciguar su humillación con el trabajo.

Dos días más tarde reapareció Woudiver, esta vez llevando su llamativo traje negro y amarillo. Su truculencia de la otra vez había desaparecido; se mostró suavemente educado.

—Bien, ¿cómo va nuestro proyecto?

—No han habido problemas importantes —respondió Reith con voz llana—. Los componentes pesados están en su lugar y conectados. Han sido instalados los instrumentos, pero aún no son operativos. Deine Zarre está preparando otra lista: el sistema de justificación magnética, los sensores de navegación, los acondicionadores del medio ambiente. Quizá esta vez debamos adquirir también células de combustible.

Woudiver frunció los labios.

—Muy bien. De nuevo se presenta la triste ocasión de tener que separarte de tus sequins tan duramente ganados. ¿Puedo preguntarte cómo conseguiste una suma tan grande? Es una auténtica fortuna. Con tanto dinero en mano, me pregunto por qué lo arriesgas todo en una empresa tan descabellada.

Reith consiguió esbozar una gélida sonrisa.

—Evidentemente yo no considero la expedición como una empresa descabellada.

—Extraordinario. ¿Cuándo tendrá preparada Deine Zarre su lista?

—Quizá ya la tenga terminada.

Deine Zarre no la había terminado aún, pero lo hizo mientras Woudiver aguardaba.

Woudiver examinó la lista con la cabeza echada hacia atrás y los ojos entrecerrados. Dijo:

—Me temo mucho que los gastos van a superar tus reservas.

—Espero que no —dijo Reith—. ¿En cuánto los calculas?

—No sabría decirlo exactamente; no lo sé. Pero con el alquiler, los salarios y tu inversión original no puede quedarte ya mucho dinero. —Miró interrogativamente a Reith.

Lo último que pensaba hacer Reith en su vida era confiar en Woudiver.

—Es esencial que mantengamos los costes al mínimo.

—Tres costes básicos deben ser mantenidos a toda costa —entonó Woudiver—. El alquiler, mis comisiones, los honorarios de mis asociados. Lo que quede puedes gastarlo como te plazca. Éste es mi punto de vista. Y ahora sé lo bastante amable de entregarme dos mil sequins de mis honorarios. Los materiales, si no puedes pagarlos, pueden ser devueltos sin perjuicios y sin más coste que los gastos de transporte.

Lúgubremente, Reith le tendió dos mil sequins. Hizo un cálculo mental: de unos doscientos veinte mil sequins traídos de los Carabas, quedaban menos de la mitad.

Por la noche tres camiones trajeron lo pedido al almacén.

Un poco más tarde llegó un camión más pequeño, con ocho contenedores de combustible. Traz y Anacho empezaron a descargarlos, pero Reith los detuvo.

—Un momento —dijo. Entró en el almacén, donde Deine Zarre comprobaba la carga con su lista—. ¿Pediste combustible? —Sí.

Deine Zarre parecía pensativo, observó Reith, como si su mente estuviera en otro lugar.

—¿Durante cuánto tiempo suministrará energía a la nave cada uno de los contenedores?

—Se necesitan en principio dos, uno para cada célula. Duran aproximadamente dos meses.

—Han sido entregados ocho contenedores.

—Pedí cuatro, para tener dos de reserva. Reith regresó al camión.

—Sacad cuatro —les dijo a Traz y Anacho. El conductor permanecía sentado en las sombras de la cabina. Reith se le acercó, y ante su sorpresa descubrió que era Artilo, aparentemente no demasiado ansioso por identificarse—. Has traído ocho contenedores de combustible; encargamos cuatro.

—Amarillo dijo que trajera ocho.

—Solamente necesitamos cuatro. Devuelve los otros.

—No puedo hacerlo. Habla con el Gran Amarillo.

—Necesito solamente cuatro contenedores. Eso es lo que tomaré. Haz lo que quieras con los otros.

Artilo, silbando entre dientes, saltó del camión, descargó los cuatro contenedores extra y los llevó a un rincón del almacén. Luego volvió a subir al camión y se fue.

Los tres hombres se quedaron contemplando su marcha. Anacho dijo con voz átona:

—Problemas a la vista.

—Eso creo —respondió Reith.

—Las células de combustible son sin duda propiedad de Woudiver —dijo Anacho—. Quizá las robó, quizá las compró muy baratas. Es una excelente oportunidad de librarse de ellas con un buen beneficio.

Traz emitió un gruñido gutural.

—Woudiver va a tener que volver a llevarse esos contenedores sobre sus espaldas.

Reith lanzó una carcajada intranquila.

—Si supiera cómo conseguirlo.

—Teme por su vida, como todo el mundo.

—Cierto. Pero no podemos cortarnos la nariz para escupirnos a la cara.

Por la mañana Woudiver no se presentó para escuchar las argumentaciones que Reith había estado meditando durante gran parte de la noche. Reith se enfrascó en su trabajo, con el pensamiento de Woudiver gravitando sobre él como el peso del destino.

Aquella mañana Deine Zarre tampoco estuvo por allí, y los técnicos murmuraron entre sí más libremente de lo que se atrevían a hacerlo en presencia de Zarre. Finalmente Reith desistió de su trabajo y se dedicó a supervisar el proyecto. Había buenas razones para mostrarse optimista, pensó. Los componentes principales estaban ya instalados; el delicado trabajo de ajuste avanzaba a un ritmo satisfactorio. Reith se sentía impotente ante todos esos trabajos, aunque estaba familiarizado con los sistemas de impulsión espacial terrestres. Ni siquiera estaba seguro de que los motores funcionaran según los mismos principios.

Al mediodía una línea de negras nubes cubrió los acantilados como el avance de una marea. Carina 4269 se hizo impreciso, se difuminó en tonalidades marrones y finalmente desapareció; unos momentos más tarde la lluvia barrió un paisaje fantasmal, haciendo desaparecer a Hei de la vista, y brotando de la lluvia apareció Deine Zarre, seguido por una pareja de chiquillos: un niño de doce años y una muchachita tres o cuatro años mayor. Los tres entraron en el almacén y se detuvieron, temblando. Deine Zarre tenía el aspecto de haber agotado todas sus energías; los niños parecían como entumecidos.

Reith rompió algunas cajas, encendió un fuego en medio del almacén. Encontró algunos trozos de tela áspera y los rompió para hacer toallas.

—Secaos. Quitaos las chaquetas y calentaos un poco.

Deine Zarre miró como si no comprendiera, luego obedeció lentamente. Los niños le imitaron. Eran evidentemente hermanos, muy posiblemente nietos del propio Deine Zarre. El chiquillo tenía los ojos azules; los de la muchachita eran de un hermoso gris pizarra.

Reith trajo té caliente, y al final Deine Zarre dijo:

—Gracias. Ya casi estamos secos. —Y un momento más tarde—: Los niños están a mi cuidado; se quedarán conmigo. Si consideras inconveniente su presencia, mi empleo está a tu disposición.

—Por supuesto que no —dijo Reith—. Son bienvenidos aquí, siempre que comprendan la necesidad de guardar silencio.

—No dirán nada. —Deine Zarre miró a los dos niños—. ¿Habéis comprendido? Nada de lo que veáis aquí debe ser mencionado en ninguna parte.

Los tres no parecían muy inclinados a la conversación. Reith, captando la desolación y la miseria, dudó. Los niños le miraron desconfiados.

—No puedo ofreceros ropas secas —dijo Reith—. ¿Pero tenéis hambre? Disponemos de algo de comida.

El niño negó con la cabeza con dignidad; la niña sonrió y se convirtió de pronto en una personita encantadora.

—Todavía no hemos desayunado.

Traz, que había permanecido de pie a un lado, corrió a la despensa y regresó al cabo de pocos momentos con pan de semillas y sopa. Reith observó gravemente. Parecía que las emociones de Traz se habían visto afectadas. La muchachita era atractiva, pese a su aspecto tímido y miserable.

Finalmente el propio Deine Zarre se agitó. Volvió a ponerse su chaqueta, ligeramente humeante y aún no del todo seca, y fue a inspeccionar el trabajo realizado durante su ausencia.

Reith intentó entablar conversación con los niños.

—¿Os estáis secando ya?

—Sí, gracias.

—Deine Zarre, ¿es vuestro abuelo?

—Nuestro tío.

—Entiendo. ¿Y estáis viviendo con él?

—Sí.

Reith no pudo encontrar nada más que decir. Traz fue más directo.

—¿Qué les ocurrió a vuestros padres?

—Fueron muertos por Pairos —dijo la muchachita suavemente. El niño parpadeó.

—Vosotros debéis ser de las Mesetas Orientales.

—Sí.

—¿Cómo llegasteis hasta aquí desde tan lejos?

—Caminamos.

—Es un camino largo y peligroso.

—Tuvimos suerte. —Los dos niños contemplaron el fuego. La muchachita parpadeó, sin duda recordando las circunstancias de su huida.

Reith se alejó y subió al encuentro de Deine Zarre.

—Ahora tienes nuevas responsabilidades. Deine
Zarre
clavó en Reith una aguda mirada.

—Eso es cierto.

—Estás trabajando aquí por menos de lo que te mereces, y quiero aumentarte el salario.

Deine Zarre inclinó ceñudo la cabeza.

—Sabré encontrarle un buen uso a ese dinero.

Reith regresó al suelo del almacén, para encontrar a Woudiver de pie junto a la puerta, una enorme silueta bulbosa. Su actitud era de sorprendida desaprobación. Hoy llevaba otro de sus grandes atuendos: unos pantalones negros de peluche apretados en torno a sus gruesas piernas, un sobretodo púrpura y marrón ceñido con un cinturón amarillo mate. Avanzó unos pasos y clavó fijamente la mirada en los dos niños, uno tras otro.

—¿Quién encendió este fuego? ¿Qué hacéis vosotros aquí?

La muchachita se estremeció.

—Estábamos mojados; ese caballero hizo que nos calentáramos junto al fuego.

—Aja. ¿Y quién es ese caballero? Reith avanzó unos pasos.

—Yo soy el caballero. Esos niños son familia de Deine Zarre. Yo encendí el fuego para que se secaran.

—¿Y qué pasa con mi propiedad? ¡Una simple chispa, y todo puede prender en llamas!

—En medio de toda esta lluvia creo que el riesgo es mínimo.

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