Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
Woudiver hizo un gesto que no significaba nada.
—Está bien, acepto tus palabras. ¿Cómo va todo?
—Bastante bien.
Woudiver rebuscó en su manga y extrajo un papel.
—Tengo aquí la cuenta de la entrega de la pasada noche. Observarás que el total es extremadamente bajo, porque conseguí obtener un precio global.
Reith desdobló el papel. Unos caracteres escritos en negro saltaron a sus ojos:
Mercancía entregada: 106.800 sequins.
Woudiver estaba diciendo:
—...parece que hemos tenido una suerte realmente extraordinaria. Espero que dure. Ayer mismo los Dirdir atraparon a dos ladrones sacando artículos del almacén de expediciones, y los llevaron inmediatamente a la Caja de Cristal. Así que ya ves que nuestra actual seguridad es algo muy frágil.
—Woudiver —dijo Reith—, esta factura es demasiado elevada. Pero muy demasiado excesivamente elevada. Además, no tengo intención de pagar unos contenedores de combustible que no he pedido.
—El precio, como ya he dicho, es global —señaló Woudiver—. Los contenedores extra no implican un coste extra. En un cierto sentido, son gratis.
—No es éste el caso, y me niego a pagar cinco veces lo que es razonable. De hecho, no tengo bastante dinero para hacerlo.
—Entonces tendrás que conseguir un poco más —dijo Woudiver suavemente. Reith se echó a reír.
—Haces que el asunto suene muy fácil.
—Para algunos lo es —dijo Woudiver alegremente—. Por la ciudad circula un rumor sorprendente. Parece que tres hombres entraron en los Carabas, mataron a un asombroso número de Dirdir, y luego despojaron sus cadáveres de todos los sequins que llevaban. Esos hombres son descritos como un joven rubio con el apecto de un habitante de las estepas de Kotan, un Hombre-Dirdir renegado, y un hombre moreno de aspecto impasible y de raza indistinguible. Los Dirdir se sienten ansiosos por cazarlos
.
Corre también otro rumor relativo a esos tres hombres. Al parecer, el moreno de los tres afirma que su origen es un mundo muy lejano del que insiste derivan todos los hombres: en mi opinión se trata de una blasfemia. ¿Qué piensas tú de todo ello?
—Interesante —dijo Reith, intentando ocultar su desesperación.
Woudiver se permitió una mueca.
—Nos hallamos en una posición vulnerable. Hay peligro para mi persona, un grave peligro. ¿Debo exponerme a él por nada? Te ayudo por motivos de camaradería y altruismo, por supuesto, pero debo recibir mi recompensa.
—No puedo pagar tanto —dijo Reith—. Sabes aproximadamente el monto de mi capital; ahora estás intentando extorsionarme más.
—¿Por qué no? —Woudiver no pudo seguir reteniendo una sonrisa—. Supongamos que los rumores que he mencionado son ciertos; supongamos que por algún loco accidente tú y tus compañeros sois las personas en cuestión: entonces, ¿no es cierto que me habéis estado engañando vergonzosamente?
—Suponiendo todo esto... en absoluto.
—¿Qué hay de ese maravilloso tesoro?
—Es real. Ayúdame con lo mejor de tus posibilidades. Dentro de un mes podemos partir de Tschai. Dentro de otro mes serás pagado más allá de todos tus sueños.
—¿Dónde? ¿Cómo? —Woudiver se inclinó hacia delante; pareció gravitar sobre Reith, y su voz se hizo profunda e intensa desde las amplias cavernas de su pecho—. Déjame decirlo claramente: ¿has difundido la historia de que el hogar original del hombre es un lejano planeta? O para ser más precisos: ¿crees realmente en esta horrible fantasía?
Reith, sintiendo que cada vez se estaba hundiendo más, intentó eludir la trampa.
—Estamos hablando de cosas marginales. Nuestro trato fue honesto; los rumores de los que hablas no tienen nada que ver con él.
Lentamente, deliberadamente, Woudiver agitó la cabeza.
—Cuando la espacionave parta —dijo Reith—, recibirás todos los sequins que queden en mi poder. No puedo hacer más que eso. Si planteas exigencias irrazonables... —buscó alguna amenaza convincente.
Woudiver inclinó hacia un lado su enorme cara, soltó una risita.
—¿Qué puedes hacer? Nada. Una palabra mía, y serás llevado inmediatamente a la Caja de Cristal. ¿Qué opciones tienes? Ninguna. Debes hacer lo que yo te pida.
Reith miró a su alrededor. En la puerta del almacén estaba Artilo, aplicándose un polvo grisáceo en la nariz. De su cinto colgaba una pistola.
Deine Zarre se acercó. Ignorando a Woudiver, se dirigió a Reith.
—Los contenedores de energía no concuerdan con mi lista. Son de unas medidas no estándar, y al parecer han sido usados por un período indeterminado de tiempo. Deben ser rechazados.
Woudiver entrecerró los ojos y abrió mucho la boca.
—¿Qué? Son unos contenedores excelentes.
—Para nuestros propósitos son completamente inútiles —dijo Deine Zarre con una voz átona pero definitiva. Se alejó. Los dos niños contemplaron pensativos su marcha. Woudiver se volvió para examinarlos con lo que a Reith le pareció una intensidad peculiar.
Reith aguardó. Woudiver se volvió finalmente hacia él. Por unos momentos examinó a Reith con entrecerrados ojos.
—Bien —dijo al cabo de un rato Woudiver—, parece que se necesita otro tipo de contenedores de energía. ¿Cómo piensas pagarlos?
—De la forma habitual. Llévate esos ocho contenedores y échalos a la basura; traéme otros cuatro en condiciones y preséntame una factura detallada. Estoy dispuesto a pagar un precio honesto... nada más. No olvides que debo hacer frente a los salarios.
Woudiver meditó. Deine Zarre cruzó el almacén para decirle algo a los dos niños, y Woudiver se distrajo unos instantes. Avanzó hacia ellos para unirse al grupo. Reith, aplastado por el cansancio, se dirigió al banco de trabajo y se sirvió una taza de té, que bebió con mano temblorosa.
Woudiver parecía haberse vuelto extremadamente afable, y llegó incluso a dar unas palmadas en la cabeza al niño. Deine Zarre se envaró, con el rostro del color de la cera.
Finalmente Woudiver se alejó del grupo. Cruzó el almacén hacia Artilo, habló unos momentos con él. Artilo salió fuera, donde las ráfagas de viento agitaban las superficies de los charcos.
Woudiver hizo una seña a Reith con una mano, a Deine Zarre con la otra. Los dos se aceraron. Woudiver suspiró con una profunda melancolía.
—Vosotros dos estáis decididos a empobrecerme. Insistís en los más exquisitos refinamientos pero os negáis a pagar. Está bien, que así sea. Artilo se está llevando esos malditos contenedores que tú has rechazado. Zarre, ven conmigo y elige tú mismo los que mejor convengan a vuestras necesidades.
—¿En este momento? Tengo que ocuparme de los niños.
—Ahora mismo. Esta noche debo visitar mi pequeña propiedad. No regresaré a este almacén en un cierto período de tiempo. Es evidente que mi ayuda no tiene ningún valor aquí.
Deine Zarre asintió a regañadientes. Dijo algo a los dos niños, luego partió con Woudiver.
Pasaron dos horas. El sol se abrió paso entre las nubes y arrojó un único rayo sobre Hei, de tal modo que las torres escarlatas y púrpuras brillaron contra el negro cielo. Por la carretera de acceso apareció el negro coche de Woudiver. Se detuvo delante del almacén; Artilo bajó. Entró en el almacén. Reith lo observó, preguntándose qué venía a buscar. Artilo se acercó a los dos niños, los miró unos instantes, y ellos le devolvieron la mirada, con los ojos muy abiertos en sus pálidos rostros. Artilo les dijo algo de una forma un tanto tensa; Reith pudo observar cómo los músculos en la parte de atrás de su mandíbula se tensaban mientras hablaba. Los chicos miraron dubitativos hacia Reith, al otro lado del almacén, luego echaron a andar reluctantes hacia la puerta.
—Algo va mal —dijo Traz a Reith con voz baja y urgente—. ¿Qué quiere de ellos?
Reith se dirigió hacia la puerta.
—¿Adonde los llevas? —preguntó.
—No es asunto tuyo. Reith se volvió a los niños.
—No vayáis con este hombre. Aguardad hasta que regrese vuestro tío.
—Él dice que va a llevarnos con nuestro tío —indicó la muchachita.
—No le creáis. Hay algo que no me gusta aquí.
Artilo se volvió para enfrentarse a Reith, una acción tan siniestra como el retorcerse de una serpiente. Su voz era extremadamente suave cuando dijo:
—Tengo mis órdenes. No te metas en esto.
—¿Quién te ha dado esas órdenes? ¿Woudiver?
—Eso no te concierne. —Hizo un gesto a los dos niños—. Venid. —Su mano se metió bajo su vieja chaqueta gris y miró a Reith de soslayo.
—No vamos a ir contigo —dijo decidida la muchachita.
—Debéis hacerlo. Os llevaré.
—Tócalos, y te mato —dijo Reith con voz átona.
Artilo le lanzó una fría mirada. Reith reunió todo su valor, sintiendo que sus músculos crujían con la tensión. Artilo sacó su mano de debajo de la chaqueta; Reith vio la negra forma de un arma. Saltó, lanzó un furioso golpe contra el frío y duro brazo. Artilo había estado esperando aquello; de la manga de su otra mano brotó un largo cuchillo que lanzó contra el costado de Reith, tan rápido que Reith, pese a dar un brusco salto lateral, sintió el aguijonazo de su punta. Artilo saltó hacia atrás, el cuchillo preparado, aunque había perdido la pistola. Reith, nublado por la furia y la súbita liberación de la tensión, saltó de nuevo hacia delante, los ojos fijos en el no parpadeante Artilo. Cuando ya estaba casi sobre él hizo una finta. Artilo reaccionó, pero no con la suficiente rapidez.
Reith golpeó con su mano izquierda; Artilo lanzó un tajo hacia arriba con su cuchillo; Reith agarró su muñeca, la retorció, se inclinó, tiró, arrojó a su aversario por encima suyo hasta el otro lado del almacén, donde Artilo quedó tendido en un confuso montón.
Reith lo arrastró hasta la puerta, lo arrojó en medio de la calle a un fangoso charco.
Artilo se puso doloridamente en pie y cojeó hacia el coche negro. Con una desapasionada fatalidad, sin mirar ni un solo momento hacia el almacén, se sacudió el lodo de sus ropas, subió al coche y se fue.
—Debiste matarlo —dijo Anacho con voz desaprobadora—. Las cosas van a ponerse peor que nunca.
Reith no tenía nada que responder. Era consciente de la sangre que manaba de su costado. Se levantó la camisa y encontró un largo y delgado corte. Traz y Anacho aplicaron un vendaje; la muchachita, tímidamente, se acercó e intentó ayudar. Parecía hábil y capaz; Anacho se echó a un lado. Traz y la muchachita completaron el trabajo.
—Gracias —dijo Reith.
La muchachita alzó la vista hacia él, el rostro lleno con un centenar de sensaciones. Pero no pudo decir nada.
Transcurrió la tarde. Los dos niños no se apartaron de la puerta, contemplando la carretera de acceso. Los técnicos se marcharon; el almacén quedó en silencio.
El coche negro regresó. Deine Zarre salió rígidamente de él, seguido por Woudiver. Artilo fue al compartimiento de equipajes y sacó cuatro células de energía, que llevó al almacén cojeando penosamente. Su actitud, por todo lo que Reith pudo ver, no era distinta de la de costumbre: hosco, impersonal, silencioso.
Woudiver lanzó una sola ojeada a la muchachita y al niño, que retrocedieron hacia las sombras. Luego se acercó a Reith.
—Los contenedores de energía están aquí. Han sido aprobados por Zarre. Cuestan mucho dinero. Aquí está mi factura del alquiler del próximo mes y el salario de Artilo...
—¿El salario de Artilo? —murmuró Reith—. Estás bromeando.
—...cuyo total, como puedes ver, suma exactamente cien mil sequins. La suma no es susceptible de disminución. Debes pagar inmediatamente o serás echado de aquí. —Y Woudiver frunció los labios en una fría sonrisa.
Los ojos de Reith se nublaron con odio.
—No puedo pagar esta cantidad de dinero.
—Entonces tendrás que irte. Además, puesto que ya no eres mi cliente, me veré obligado a informar de tus actividades a los Dirdir.
Reith asintió.
—Cien mil sequins. Y después de eso, ¿cuántos más?
—Las sumas correspondientes a todo lo que me pidas.
—¿Ningún otro chantaje?
Woudiver se irguió en toda su estatura.
—Esta palabra es inexacta y vulgar. Te advierto, Adam Reith, que espero de ti la misma cortesía que yo tengo contigo.
Reith consiguió lanzar una amarga carcajada.
—Tendrás tu dinero dentro de cinco o seis días. Ahora no dispongo de él.
Woudiver inclinó la cabeza hacia un lado, escéptico.
—¿Qué propones para garantizar tu dinero?
—Tengo dinero aguardándome en Coad. Woudiver rió burlonamente, giró sobre sus talones y avanzó hacia su coche. Artilo cojeó tras él. Se fueron. Traz y Anacho contemplaron su partida.
—¿Dónde piensas conseguir cien mil sequins? —preguntó Traz con voz maravillada.
—Dejamos más de esa cantidad enterrada en los Carabas —dijo Reith—. El único problema es sacarla... y quizá no sea mucho problema, después de todo.
Anacho dejó que su mandíbula colgara blandamente.
—Siempre sospeché de tu loco optimismo... Reith alzó la mano.
—Escuchadme. Voy a volar hacia el norte por la misma ruta que utilizan los Dirdir. No sospecharán nada, aunque utilicen rastreadores, lo cual es dudoso. Aterrizaré después de que se haya hecho oscuro, al este del bosque. Por la mañana desenterraré los sequins y los llevaré al aparato, y al anochecer volaré de vuelta a Sivishe como un grupo de Dirdir regresando de la caza.
Anacho lanzó un escéptico gruñido.
—Haces que suene demasiado sencillo.
—Como probablemente lo será, si todo sale bien. Reith contempló pensativo el almacén y la nave semiterminada.
—Será mejor que parta ahora.
—Iré contigo —dijo Traz—. Necesitarás ayuda. Anacho lanzó otro gruñido.
—Será mejor que venga yo también. Reith negó con la cabeza.
—Uno puede hacer el trabajo tan bien como tres. Vosotros dos quedaos aquí y haced que las cosas sigan funcionando.
—¿Y si no regresas?
—Todavía quedan sesenta o setenta mil sequins en la bolsa. Tomad el dinero y marchaos de Sivishe... Pero regresaré. No tengo la menor duda al respecto. Es imposible que fracasemos después de tantos sufrimientos y penalidades.
—Una afirmación muy poco racional —dijo Anacho secamente—. Supongo que no volveremos a verte.
—Tonterías —dijo Reith—. Bien, manos a la obra. Cuanto más pronto me vaya, más pronto regresaré.
El vehículo aéreo volaba silenciosamente en la noche del viejo Tschai, sobre un paisaje fantasmagórico a la luz de la luna azul. Reith se sentía como un hombe derivando en medio de un extraño sueño. Meditó sobre los acontecimientos de su vida... su infancia, sus años de entrenamiento, sus misiones entre las estrellas, y finalmente su destino a la
Explorador IV.
Luego Tschai: la destrucción y el desastre, su estancia con los nómadas Emblema, el viaje a través de la Estepa de Amán y la Estepa Muerta hasta Pera; el saqueo de Dadiche; el subsiguiente viaje a Cath y sus aventuras en Ao Hidis. Luego el viaje a los Carabas, la matanza de Dirdir, la construcción de la espacionave en Sivishe. ¡Y Woudiver! En Tschai, tanto el vicio como la virtud estaban exagerados; Reith había conocido a muchos hombres retorcidos, pero Woudiver se situaba en los primeros puestos de la categoría.