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Authors: Katherine Neville

El círculo mágico (37 page)

BOOK: El círculo mágico
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Asustada, salí como un rayo del borde y me adentré por el bosque. No se me había ocurrido que debería regresar por el mismo camino que había seguido por la mañana. Ni siquiera estaba segura de donde estaban mis huellas en el bosque o, puesto que entonces era de noche, dónde nos habíamos encontrado exactamente Sam y yo. Mi único deseo era encontrar a Wolfgang antes de que él llegara a ese punto y surgiera un tema de conversación sumamente delicado. Me movía tan deprisa por entre los árboles que lo pasé de largo.

—¡Ariel! —oí con efecto Doppler y me detuve en seco, de modo que por poco me la pego contra un árbol.

Retrocedí con cuidado a través de los árboles. Wolfgang, que se deslizaba entre ellos, iba separando a su paso las ramas de abeto cubiertas de la nieve de la noche. Cada vez que soltaba una rama, su carga caía en el suelo con un sonido suave y sordo. Cuando nos reunimos bajo la luz veteada, me observó con una expresión inquisitiva pero adusta, de modo que decidí ser la primera en hablar.

—Vaya, doctor Hauser, qué sorpresa —solté, intentando mostrar una sonrisa, aunque aún no sabía si había descubierto nuestras huellas—. Nos encontramos en los lugares más inusitados, ¿no es cierto? Creía que en estos momentos estabas en Nevada.

—Te dije que vendría si podía —replicó en un tono algo irritado—. He conducido toda la noche para llegar.

—Claro, y has decidido relajarte un poco del viaje dando una vuelta con los esquís en medio de ninguna parte —comenté con sequedad.

—No juegues conmigo, Ariel. He ido a tu habitación en cuanto he llegado al hotel; todavía no había salido el sol. Cuando he visto que no estabas, me he preocupado mucho por lo que pudiera haberte pasado. Pero antes de dar la alarma general, he ido al aparcamiento y he visto que tu coche tampoco estaba. Ayer por la noche nevó: las únicas huellas del aparcamiento conducían en esta dirección, así que he venido y he encontrado el coche en el bosque. He seguido tus huellas hasta aquí. Y ahora te toca a ti explicarme por qué has salido a esquiar sola antes del amanecer, a kilómetros del hotel.

Vaya, así que creía que estaba esquiando sola, lo que significaba que no había llegado a nuestras huellas. Eso me libraba del siguiente paso, algo para lo que ya me había preparado: mentir sin reparos. Pero eso no me sacaba del bosque...

—Esperaba que un poco de ejercicio me ayudara a eliminar parte del coñac que tu hermana y yo nos tragamos en mi habitación ayer por la noche —le dije. Y era cierto.

—¿Bettina? ¿Está Bettina en el hotel? —exclamó sorprendido, de modo que supe que había tocado la tecla adecuada.

—Pillamos una buena —expliqué, pero cuando vi que Wolfgang no parecía entenderlo, se lo traduje—: Nos emborrachamos juntas y le saqué información sobre ti. Ahora comprendo por qué me dijiste que conocías a tío Lafcadio, pero que no eras amigo suyo. Pero en nuestra larga conversación sobre el tema de mi familia, quizá podrías haber mencionado que tu hermana lleva viviendo con mi tío los últimos diez años.

—Lo siento —se disculpó Wolfgang, sacudiendo la cabeza como si se estuviera despertando, como de hecho era posible que se sintiera sí era cierto que había estado conduciendo toda la noche. Me miró con ojos azules, profundos y nublados—. Hace mucho tiempo que no veo a Bettina. Supongo que también te diría eso, ¿no? —añadió.

—Sí, pero seguro que me gustará más tu explicación. Quiero decir que, ¿por qué iban dos personas como tú y Bamb... tu hermana a distanciarse tanto, sólo por los histrionismos exagerados de tío Laf?

—De hecho, sigo viendo a mi hermana de vez en cuando —afirmó Wolfgang, sín responder a mi pregunta—. Pero me sorprende saber que Lafcadio la ha traído desde Viena. Seguramente no esperaba encontrarme por aquí también.

—Pues ahora lo sabrá —dije—. Desayunaremos todos juntos y veremos qué clase de fuegos artificiales empiezan a estallar.

Wolfgang clavó los bastones en la nieve y me puso las manos en los hombros.

—Eres muy valiente al planear un encuentro así. ¿Te he dicho que te eché de menos y que Nevada es un lugar horrible como pocos?

—Creía que a los alemanes les encantaban las luces de neón —solté.

—¿Los alemanes? —preguntó Wolfgang, apartando las manos de mis hombros—. ¿Quién te lo dijo? Oh, Bettina. Vaya, sí que la emborrachaste.

Le sonreí y me encogí de hombros.

—Es mi técnica de interrogatorio favorita: la aprendí en el pecho de mi madre —admití—. Por cierto, puesto que tú y yo somos casi parientes gracias a la relación de mi tío y tu hermana, he pensado que podría adoptar un tono más personal y preguntarte cosas que me gustaría saber de ti, como por ejemplo, ¿qué significa la K de tu nombre?

Wolfgang seguía sonriendo, pero arqueó una ceja, lleno de curiosidad.

Es mi segundo nombre: Kaspar. ¿Por qué me lo preguntas?

¿Como Casper, el fantasma simpático? —pregunté entre risas.

Como Gaspar en alemán. Ya sabes: Melchor, Gaspar y Baltasar, los tres Reyes Magos que llevaron regalos al niño Jesús. —Luego, añadio: ¿Quién te sugirió que me preguntaras eso?

Caray, tal vez era muy hábil interrogando a borrachos, pero también era la persona más torpe del mundo a la hora de responder preguntas inesperadas. Probé con un despeje.

—Supongo que no lo sabes, pero tengo una memoria fotográfica respondí, eludiendo la pregunta—. Vi tu nombre en el registro complejo, incluido lo de Herr Doctor, y el hecho de que estás des tinado en Krems, en Austria. Por cierto, ¿dónde demonios queda Krems?

Parloteaba alegremente con la esperanza de escabullirme de la mirada penetrante y suspicaz de Wolfgang.

—Pues es donde iremos juntos el martes —dijo Wolfgang—. Ya lo verás por ti misma.

Intenté no reaccionar, porque me empezaba a doler la cabeza por el efecto del alcohol que no había eliminado esquiando.

—¿Este martes? —pregunté, algo histérica. No me podía volver a pasar lo mismo. Ahora no. Justo cuando acababa de encontrar a Sam y no tenía modo de establecer contacto otra vez hasta que él me encontrara a mí. Insistí—: ¿O sea que pasado mañana nos vamos a Austria?

Wolfgang asintió y cuando habló fue con cierta urgencia.

—Pastor Dart me llamó ayer a Nevada. Nos había intentado localizar a los dos, a ti y a mí, y se sintió aliviado cuando le dije que sabía cómo localizarte —me explicó—. Nuestro avión hacia Viena sale de Nueva York el lunes, es decir, mañana por la noche, a última hora. Para tomar ese vuelo tenemos que viajar todo el día; por eso me he pasado la noche conduciendo desde Nevada hasta aquí, para recogerte por el camino y que nos diera tiempo a ambos a hacer el equipaje. Pensé que, como me dijiste que Maxfield también estaría aquí, él podría volver más tarde con tu coche y tú venirte conmigo. Tenemos que comentar muchas cosas antes de salir del país. Nos queda tiempo para desayunar, por supuesto, pero tenemos que...

—¡Un momento! —grité con la manopla en alto—. ¿Se puede saber por qué nos vamos juntos de repente a Viena? ¿O se me ha escapado algo?

—¿No te lo he dicho? —preguntó, y sonrió algo avergonzado—. La embajada nos ha concedido los visados soviéticos. Viena es nuestra primera escala camino de Leningrado.

Wolfgang me había traído un libro de frases en ruso para viajeros y me lo leí mientras me conducía de vuelta a Sun Valley. Deseaba encontrar algunas palabras rusas que expresaran con exactitud mi estado de ánimo. Encontré las palabras para estreñimiento
(zahpoer),
para diarrea
(pabnoes) y
para intestino
(Kyee-SHESCH-nyeek).
Desde mi punto de vista, esta última se acercaba bastante a la cosa en sí. Sin embargo, a pesar de que sabía que Wolfgang hablaba el ruso con gran fluidez, me resultaba incómodo pedirle que me tradujera la expresión «me cago en dios».

Describir el desayuno como bastante tenso sería quedarse muy corto. Laf me fulminó con la mirada cuando aparecí con Wolfgang, y Bambi y su hermano se abrazaron. Después, Olivier se pasó la comida entera echándome miradas cuando averiguó en rápida sucesión que: a) Bambi era la hermana de Wolfgang; b) Wolfgang me iba a llevar aquel mismo día de vuelta a casa, mientras que Olivier se haría cargo de mi coche y mi gato, y c) Wolfgang y yo nos íbamos al amanecer para un viaje idílico juntos a la Unión Soviética.

Pero Laf se animó un poco cuando le informé de que nuestra primera parada era Viena, donde él tenía previsto llegar desde San Francisco el lunes por la noche, y que le iría a ver por sí le había quedado algo por contarme. Antes de que nos marcháramos, sin embargo, lo llevé aparte.

—Sé lo que sientes respecto al hermano de Bambi —dije—. Pero puesto que vamos a ir juntos a Viena en viaje de trabajo, me gustaría que hicieras una excepción en este caso y nos invitaras a ambos a tu casa. ¿Hay algo más de la situación familiar que consideres que tengo que saber ahora mismo?

—Gavroche, tienes los ojos de tu madre Jersey —respondió Laf con un suspiro—, esos ojos azules de los que siempre ha estado tan orgullosa. Pero los tuyos se parecen más a los de Pandora, los ojos de un leopardo, porque son del más puro color verde. No culpo a Wolfgang: no conozco a ningún hombre capaz de resistirse a unos ojos como los tuyos. Yo no lo sería. Pero, Gavroche, tienes que asegurarte de que vas a resistirte a los hombres hasta que sepas exactamente en qué situación te has metido.

Y eso fue todo lo que Laf me dijo, aunque sabía que había sido sincero conmigo. Le preocupaba yo, no ninguna contienda con la familia de Bambi o con la nuestra.

Besé a Laf, abracé a Bambi, le cedí Jason a Olivier y estreché la mano del silencioso Volga Dragonoff, que nunca sonreía. Mientras recorríamos los doscientos cincuenta kilómetros bordeando el río Snake de vuelta hacia mi sótano, me pregunté en qué demonios me estaba metiendo. Y cómo demonios iba a contactar con Sam antes de irme al día siguiente.

En el camino, Wolfgang me contó lo de nuestro inminente viaje, en el último momento había conseguido una escala en Viena camino de Rusia y por un motivo, pero no el que había dado al Tanque.

Aunque la O1EA tenía su base en Viena, la oficina de Wolfgang estaba en Krems, una ciudad medieval en la parte alta del Danubio, al principio de Wachau, el valle vinícola más famoso de toda Austria, woltgang convenció al Tanque de que teníamos que presentarnos ahí y revisar muchos documentos que incluían la filosofía de la OIEA, así como nuestra misión concreta en la URSS, antes de que pudiera llevarme a Rusia. Y parece ser que el Tanque se lo tragó.

No había recordado Krems antes, pero cuando Wolfgang mencionó el valle Wachau, me vino a la memoria de cuando era niña. Más allá, había otra parte del valle del Danubio, el
Nivelungengau,
donde habían vivido una vez los primeros y mágicos habitantes de Austria. Formaba parte del escenario de
El anillo delnibelungo,
la tetralogía de Richard Wagner cuya versión grabada en disco por mi abuela Pandora gozaba de fama mundial.

También recordaba que en Wachau, Jersey y yo habíamos ascendido un sendero escarpado a través de un bosque por encima del gris azulado Danubio hacia las ruinas de Dürnstein, el castillo donde Ricardo Corazón de León había sido capturado al regresar a casa de las Cruzadas y donde permaneció prisionero durante trece meses hasta el pago del rescate.

Pero el motivo privado de Wolfgang para ir a Krems se centraba en otro lugar de Wachau: la famosa abadía de Melk.

Melk, que había sido castillo fortaleza de la casa de Babenberg, los predecesores de los Habsburgo, convertido posteriormente en una abadía benedictina, poseía una biblioteca de casi cien mil volúmenes, la mayoría de ellos antiguos. Según Wolfgang, cuyo relato coincidía con el que me había contado Laf en la piscina, fue en Melk donde Adolf Hitler inició sus investigaciones personales sobre la historia secreta de las runas, como las del manuscrito de tía Zoé. Al parecer, Zoé le había pedido que me llevara a Melk para que investigáramos por nuestra cuenta.

Llegamos hacia las cinco y Wolfgang me dejó en la puerta de mi piso. Acordamos encontrarnos en el aeropuerto a las nueve y media para tomar el vuelo de las diez hacia Salt Lake. Eso nos dejaba la tarde para hacer los preparativos del viaje. Traté de concentrarme en lo que necesitaría llevar para dos semanas, gran parte de ellas en la Unión Soviética, donde no había estado nunca en esa. época del año. Tenía la sensación de que se me olvidaría algo. El folleto de viajes que Wolfgang me dio aconsejaba llevar agua embotellada y mucho papel higiénico, de modo que eso fue lo primero que puse en el equipaje. Y aunque no sabía demasiado sobre Leningrado a principios de primavera, recordaba que Viena en abril no era como París: hacía mucho frío y había que ir bien abrigado.

Todo el rato intentaba ordenar mis pensamientos y averiguar cómo podría ponerme en contacto con Sam. Se me ocurrió que Sam igual me enviaba algo al ordenador antes del día siguiente por la mañana para comprobar el sistema por adelantado. Podría ir a recoger ese mensaje de camino al aeropuerto y, aunque entonces no tuviera tiempo, como mínimo sabría dónde enviar el mensaje de respuesta al llegar a Salt Lake, o desde el aeropuerto Kennedy en Nueva York. Además, me di cuenta de que sería mejor no largarme sin despedirme, sino pasarme antes por la oficina para recibir instrucciones de última hora de mi jefe, Pastor Dart.

Dejé las maletas hechas al lado de la puerta principal y, cuando iba a entrar de nuevo, oí a Olivier en el piso de arriba. Estaba dando golpes con los esquís, de modo que subí con la bata y los mocasines ribeteados de piel para ver si podía ayudarlo.

—Me imagino que no has tomado nada desde esta mañana —fue su primer comentario, y era cierto, se me había olvidado—. Iba a preparar una
mousse
de trucha ahumada con pan de centeno al eneldo para cenar, para el pequeño argonauta y para mí, para compadecernos por tu marcha de mañana. Supongo que después estaremos los dos solos, como solteros, ¿pero te apetece tomar algo con nosotros ahora?

—Me encantaría —asentí.

A pesar de que estaba agotada, caí en la cuenta de que quizá no tendría tiempo para desayunar al día siguiente y lo más seguro era que sólo hubiera cacahuetes en el avión hasta pasado mediodía. Además, quería disculparme con Olivier por cómo había transcurrido el fin de semana, aunque pronto descubrí que no era necesario.

—¿Te apetece que prepare un ponche caliente para acompañarlo? —sugerí.

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