Authors: Katherine Neville
Le pregunté a Sam por qué el contenido del paquete era tan valioso que parecía que todo el mundo quería apoderarse de él, incluidos los miembros de nuestra propia familia que no se habían hablado entre sí en años, y tan peligroso que había tenido que fingir su propia muerte.
—Si tuviera todas las respuestas —afirmó Sam con una sonrisa lúgubre—, no nos veríamos obligados a escondernos en esta cabaña aislada para hablar, después de habernos pasado una semana embarullando las cosas con claves secretas.
—¡Embarullando las cosas! —dije contrariada—. Eres tú quien ha embarullado las cosas, con tu funeral amañado, tus anagramas bíblicos y encuentros secretos. Pero después de todo lo que he tenido que pasar esta última semana, quiero respuestas y las quiero ahora. ¿Que hay en ese paquete y por qué me lo enviaste?
—Es mi herencia —soltó Sam como si así quedara todo claro—. Escúchame, Ariel, por favor. Debes entender todo lo que tengo que contarte. Hace siete años, justo antes de morir, mi padre me habló por primera vez de lo que Pandora le había dejado. No lo había comentado antes, dijo, porque las condiciones del testamento de Pandora es pecificaban que debía mantener el legado en secreto. Así que lo había guardado en una caja de seguridad de un banco de San Francisco, donde se encontraba el bufete de abogados de la familia. Cuando mi padre murió, retiré la caja del banco y la traje aquí a Idaho para estudiarla. Contenía muchos manuscritos viejos y excepcionales que Pandora había reunido a lo largo de su vida. El paquete que te envíe contenía copias de estos...
—¿Copias? —grité—. Fingiste tu muerte, nuestras vidas corren peligro, ¿y todo por un puñado de duplicados de algo?
—Son las únicas copias —dijo Sam, demasiado impaciente para mi gusto, teniendo en cuenta que había tardado tanto tiempo en dar explicaciones—. Cuando dije que los originales eran viejos y excepcionales, debería de haber dicho antiguos. Estaban guardados en una caja herméticamente sellada para evitar su descomposición. Hay rollos de papiro y de lino, o de metales como el cobre o el estaño. Unos pocos están escritos en tablas de madera o en planchas de metal. A mi juicio, por los materiales y lenguas usados (griego, hebreo, latín, sánscrito, acadio, arameo e incluso ugarítico), esos manuscritos se originaron en muchas regiones del mundo y fueron escritos en un amplio margen de tiempo. Enseguida comprendí que lo que tenía en las manos poseía un valor incalculable. Pero también deduje, como mi padre debió de hacer, que entrañaba algún tipo de peligro. Muchos se han desintegrado bastante con los años, convertidos ya casi en polvo, y no pueden fotografiarse con facilidad sin un equipo caro y un proceso complicado. De modo que realicé copias de cada uno, yo mismo, a mano, lo que supuso un trabajo de muchos años, para poder empezar a traducirlos. Luego guardé las copias en la caja de seguridad y oculté los originales donde no creo que nadie los encuentre. Por lo menos, no hasta que haya finalizado la traducción.
—¿Has podido traducir muchos? —pregunté.
—Bastantes —respondió Sam—. Pero son un conjunto de documentos sin relación aparente. Cartas, relatos, testimonios, informes. Burocracia de la Roma imperial. Leyendas celtas y teutonas. Descripciones de fiestas tracias y de cenas en Judea, relatos de dioses y diosas paganos del norte de Grecia. Y todo ello sin ningún hilo conector. Sin embargo, tiene que haber algo o, para empezar, Pandora no los habría reunido.
La cabeza me iba a toda velocidad pero se limitaba a dar círculos.
¿Como podían estar esos documentos relacionados con la trama de conspiración neonazi que había imaginado después de oír a Laf y a Bambi. Todos los acontecimientos que habían descrito sucedían en este ultimo siglo, mientras que idiomas como el ugarítico, por lo que yo sabía, no se hablaban desde hacía milenios. Pensé en las nornas en su gruta oculta en la montaña de Nuremberg, tejiendo e hilando la estrategia mortífera de los días finales del mundo. ¿Pero qué sucedería si una vez terminada, nadie era capaz de leerla?
Mientras Sam tomaba otro sorbo de café tibio, me imaginé la frustración que un criptógrafo tan experimentado como él debía de sentir al quitarle la piel a la cebolla y contemplar las capas que faltaban para llegar al núcleo.
—Si no has conseguido encontrar una relación entre esos manuscritos de Pandora tras años de intentarlo —dije—, ¿por qué todo el mundo cree que son tan valiosos y peligrosos? ¿Podrían estar relacionados con los objetos del Hofburg, los que dicen que Hitler quería reunir?
—Ya se me había ocurrido —afirmó Sam—. Pero considero más importante averiguar de dónde proceden los documentos, cómo los obtuvo Pandora y por qué quiso tenerlos en primer lugar. Y quizá lo más importante sea saber por qué, de entre todas las personas, se los legó a mi padre.
—Yo también me he hecho esa pregunta desde que me enteré de toda la cuestión de los documentos —admití—. ¿Lo sabes?
—Puede —dijo Sam—. Pero me gustaría que me contaras qué piensas tú de ello. Hasta ahora no había podido comentar mi teoría con nadie. Tiene que ver con el testamento de Pandora. Cuando Pandora murió, mi padre tuvo que desplazarse a Europa para la lectura del testamento, como heredero principal. Eso le sorprendió. Al fin y al cabo, fue su madrastra sólo durante el poco tiempo que estuvo casada con Hieronymus. No lo había visto desde que se produjo el «cisma familiar». De hecho, estarás de acuerdo conmigo, Ariel, en que tío Laf debe de ver la historia de nuestra familia desde un punto de vista muy distinto al de nuestros padres, Earnest y Augustus. No creo que la tuvieran en tan alta estima, después de irse y dejarlos en Víena a cargo de su padre.
«Sacrée merde»,
pensé, una vez más enfrentada a la historia compleja y amarga de la familia. Pero de golpe se me ocurrió algo: ¿era posible que Pandora hubiese tenido en cuenta la profunda amargura y complejidad de nuestras interrelaciones familiares? Se lo pregunté a Sam.
—Ya me lo parecía, pero cuando me contaste esas historias hace un rato, todo encajó —dijo Sam—. Creo que se encuentra en la base de todo, me refiero al cisma familiar. Analicémoslo con detalle. Al principio fue Pandora quien de un plumazo creó la división al irse con Laf y Zoé. El hecho de que abandonara a tu padre cuando sólo era un recién nacido ha sido una espina clavada en nuestra familia, un acto que podría explicar su actual comportamiento frío e interesado. A lo largo de toda su vida, Pandora se esforzó por mantener la división familiar. Sabemos que luego dejó a mi padre esos documentos antiguos
y
excepcionales que te he descrito. Y según tu amigo Hauser, Zoé tiene el original de un tipo de manuscrito rúnico del que tú has recibido una copia. Ignoramos qué heredó Laf de Pandora, aparte del piso con vistas al Hofburg, lo que en sí puede ser interesante, pero sabemos que conocía la existencia de un manuscrito rúnico, aunque no estaba al corriente de que obraba en poder de Zoé.
Se detuvo y me sonrió.
—Ya lo ves, listilla, todo eso nos lleva a una simple pregunta: si tuvieras que esconder algo y quisieras que permaneciera oculto incluso tras tu muerte, ¿ves alguna forma más segura que dividirlo entre cuatro hermanos como Lafcadio, Earnest, Zoé y Augustus, cuya animadversión entre sí se remonta, en algunos casos, hasta la cuna?
Directo en el clavo. A partir del momento en que creyeron que yo había «heredado», todos los miembros de la familia empezaron a enviar emisarios de aquí para allá o a llegar desde Europa o a llamar pasada la medianoche para interrogarme. Incluso Olivier había observado el comportamiento inusual de mis parientes. Y una familia como la nuestra, con heridas tan antiguas, que se movía en un ambiente de sospecha y resentimiento, era perfecta para que Pandora repartiera ese botín sin que nadie sospechara quién tenía qué.
Pero algo más me preocupaba.
—¿Qué te llevó a tomar la decisión drástica de simular tu muerte? —pregunté a Sam—. No sólo la muerte, sino a montar incluso un entierro por todo lo alto, con la familia, la banda militar, los altos dignatarios, la prensa, ¿por qué una exhibición tan impresionante? ¿Cómo metiste al Gobierno en ello? ¿Y por qué pusiste en peligro mi vida enviándome esos documentos y dejando que todos lo supieran?
—Por favor, Ariel —dijo Sam, cogiéndome la mano entre las suyas.
—Te juro por mí vida que no te habría expuesto a ese peligro si hubiera tenido otra elección. Pero desde hace un año sé que alguien me sigue. Y el mes pasado en San Francisco alguien intentó matarme. No hay error posible. Me pusieron una bomba en el coche.
—¿Una bomba? —grité.
Cuando asimilé esta información, me asaltó un pánico mayor. Ya me había preguntado qué habría en ese ataúd de Presidio en San Francisco, si Sam no había muerto. Ahora se lo pregunté a Sam, con voz temblorosa.
Dios mío, ¿quieres decir que mataron a otro en tu lugar? ¿Es eso, Sam?
—Sí— respondió despacio—. Mataron a una persona en Chinatown en el coche que yo había alquilado.
Los ojos de Sam adquirieron un aspecto ausente y su tono era distante, como si estuviera filtrando los recuerdos a través de una pantalla de niebla.
—Tienes que comprender, Ariel, que aunque no he trabajado nunca directamente para el Gobierno ni el ejército, en los años que he actuado como asesor independiente he entrenado a muchos de los criptólogos internos y he colaborado con el Departamento de Estado. A menudo he realizado trabajos de descifrado, que deben ser rápidos, limpios y silenciosos, para las distintas secciones. Debido a ello, conozco a muchas personas y sé muchos secretos.
»El hombre que murió en esa explosión era amigo mío, un funcionario de alto nivel con el que había trabajado durante años. Se llamaba Theron Vane. Hace un año, le pedí que asignara a uno de sus agentes para que intentara averiguar quién me seguía y por qué. El mes pasado, Theron me pidió que fuera a San Francisco de inmediato: el agente que había asignado a mi caso había muerto en circunstancias misteriosas. La agencia había sellado el piso alquilado que usaba como tapadera de su oficina. Es política del Gobierno limpiar esos lugares y recoger o destruir los informes antes de que caigan en manos de nadie. Pero en este caso, Theron consideró que lo que pudieran encontrar estaría tan relacionado conmigo como con la muerte del agente. Fuimos al lugar con cuidado. Lo revisé todo, incluido lo que había en el ordenador, y destruí los datos.
»A partir de lo que descubrimos, decidimos que lo más rápido y menos llamativo sería que me dirigiera a pie a la siguiente parada y que Theron diera la vuelta a la manzana con mi coche para recogerme. Pero una vez fuera, me detuve en la entrada del edificio para comprobar, por indicación suya, que no hubieran echado cartas en el buzón mientras estábamos dentro. Estaba a mitad de los peldaños cuando Theron puso el coche en marcha y el vehículo explotó...
Sam se detuvo, se puso una mano sobre los ojos y se frotó las sienes. Yo no sabía qué decir. No me moví hasta que bajó la mano y me miró lleno de dolor.
—No puedo explicar lo horrible que fue, Ariel—dijo—. Conocía a Theron Vane desde hacía casi diez años; había sido un buen amigo. Pero sabía que la bomba iba dirigida a mí, así que tuve que dejarlo ahí como si fuera yo, hecho pedazos en la calzada para que vinieran otros a recogerlo y lo metieran en una bolsa como si fuera basura. No puedes imaginarte lo mal que me sentí.
Lo podía imaginar con tal realismo que me eché a temblar como una hoja. Pero a diferencia de dos semanas atrás, cuando creí que era Sam quien estaba muerto, el peligro que se cernía sobre nosotros me golpeó con fuerza. No se trataba de un entierro ficticio, ni tan sólo de un accidente, sino de un asesinato real, una muerte violenta que habían planeado para Sam. Y si el mentor de Sam era un funcionario de alto nivel en el ámbito de los servicios de inteligencia, seguro que era mucho más capaz de protegerse que yo. Ahora resultaba evidente que las muchas precauciones que Sam había adoptado no eran exageradas en absoluto.
—¿Por qué crees que la bomba iba dirigida a ti? —pregunté.
—En el ordenador de ese piso encontré un número que, hasta entonces, pensaba que sólo yo conocía: el número de una caja de seguridad de un banco, situado a unas cuantas manzanas de ahí —respondió Sam—. Evidentemente, quien había intentado matarme había averiguado que los manuscritos que yo había copiado se ocultaban en ese banco de Chinatown, y estaba seguro de que podría conseguirlos, y quizá con mayor facilidad si yo estaba muerto.
»Cuando la bomba estalló me dirigí hacia ese banco a retirar los manuscritos; la coincidencia era demasiado grande. Fui al banco, cogí los manuscritos y un paquete acolchado de correos que me proporcionaron, le puse sellos que compré en una máquina automática y lo metí en el buzón más cercano con la dirección de la única persona en quien sabía que podía confiar ciegamente: tú. Luego, llamé desde una cabina telefónica al superior de Theron y le informé de toda la historia. Fue decisión del Gobierno simular mi muerte. He roto mi palabra y mi tapadera al contactar con alguien, y en especial contigo, un miembro de la familia.
Sam me dirigió una mirada enigmática.
—¿La familia? ¿Qué tiene que ver la familia en esto? —me sorprendí. Volvía a tener la certeza de que en realidad no quería saberlo.
—Hay una única cosa que encaja en todo este rompecabezas y que lo relaciona con nuestra familia —explicó Sam—. En mi opinión, sigue siendo el testamento de Pandora. Puesto que estamos de acuerdo en que lo más seguro es que legara algo importante a tres de nuestros parientes, nos queda una pregunta: ¿qué le dejó al cuarto, su único hijo?
Me atraganté y noté que adquiría un tono verdoso.
—¿A Augustus? ¿Mi padre? —dije—. ¿Por qué le iba a dejar nada? Al fin y al cabo lo abandonó al nacer, ¿no?
—Bueno —soltó Sam con una sonrisa irónica—, es el único de la familia, excepto tú y yo, de quien no hemos hablado. Cuando murió Pandora, yo sólo tenía cuatro años y tú ni siquiera habías nacido, así que me gustaría poner las cosas en perspectiva. ¿No te resulta extraño que mi padre, Earnest, el hijo mayor de Hieronymus Behn, heredara solo los intereses mineros en Idaho, mientras que el tuyo, el menor, acabara con un imperio mundial en concesiones minerales y manufactureras?
—¿Estás intentando decirme que en tu opinión mi padre está involucrado en todo esto? —exclamé incrédula a la vez que retiraba mi mano. Cuando me levanté, Sam permaneció sentado, pero seguía observándome atentamente. La cabeza me daba vueltas pero él no había terminado aún.