El círculo mágico (34 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El círculo mágico
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¡Nuremberg, claro! Hasta ese momento se me había olvidado por completo, pero ahora me parecía de una claridad meridiana: todas esas secuencias de mítines por la noche, con las banderas y los estandartes enormes y los focos dirigidos al cielo, y millares de personas alineadas en bloques cuadrados para formar un tablero de ajedrez viviente, todos esos famosos mítines se habían celebrado en Nuremberg. Eso suscitaba otra pregunta.

Miré el coñac y vi que la botella estaba casi vacía pero no quería que Bambi se quedara roque antes de averiguar lo que necesitaba saber, así que serví el resto en mi propia copa.

—¿Por qué en Nuremberg? —le pregunté—. Es una ciudad de provincias, que queda algo apartada de las rutas concurridas, a cientos de kilómetros de ninguna parte, ¿no? ¿Por qué iba a llevar Hitler esos objetos a un lugar tan remoto? Y puestos a preguntar, ¿por qué celebraba ahí sus mítines?

Bambi me observó, con los ojos aún muy abiertos pero algo nublados por el coñac.

—Nuremberg es el eje —afirmó—. ¿No lo sabías?

—¿El eje? ¿Te refieres a que es donde las potencias del Eje se encontraban durante la guerra? Tenía entendido que se solían reunir en Roma o en Viena o...

—Quiero decir el eje —me interrumpió—. El eje del mundo, el lugar donde se cree que confluyen las líneas geománticas del poder. Su nombre antiguo era
Nornenberg
y
«la montaña de las Nornas». En nuestra historia, se creía que las tres nornas, diosas del destino (Urd, Verdandi y Skuld: pasado, presente y futuro) vivían desde el albor de los tiempos en esa montaña. Custodiaban el huso del destino; tejían la historia de nuestro destino en un tejido confeccionado totalmente con runas. Esas mujeres son como jueces y el tapiz rúnico constituye el juicio real de Nuremberg, porque el relato que escriben decidirá el destino del mundo en los últimos días:
die Gotterdammerung,
«el crepúsculo de los dioses», el relato de lo que sucederá al final de los tiempos.

Quizás había sido ingenuo por mi parte suponer que podría desatar los nudos de un laberinto tan tortuoso con sólo desenmarañar mis relaciones familiares. Pero no podía pasar por alto que mis parientes más cercanos parecían estar metidos hasta las cejas en este
Scheiss
cósmico, mitológico, nacionalsocialista.

No era de extrañar que un desconocido como Bambi supiera tantos detalles repugnantes sobre mi familia que yo, por mi parte, ignoraba por completo. Al fin y al cabo, me había pasado la vida procurando alejarme de ella. Por lo que se veía ahora, tenía razones más que legítimas, aunque hasta entonces las ignorara, para hacerlo.

Pero me admiraba que, si el relato de Bambi era cierto, Laf, Pandora y Zoé hubieran salido tan bien parados después de la desaparición de Hitler. En el París de la posguerra, afeitaban la cabeza a las mujeres francesas que se habían mostrado demasiado cariñosas con la Gestapo, las obligaban a marchar por las calles y las abucheaban. Los músicos de muchos países, con sólo que hubieran actuado para los nazis durante la ocupación, eran desacreditados en público tras la guerra y su reputación quedaba arruinada. Y aquellos que se habían situado cerca del poder, como Wolfgang creía que era el caso de Pandora, habían recibido largas condenas o habían sido ahorcados. Eso suscitaba una pregunta importante: si Pandora permaneció en Viena y se convirtió en la cantante de ópera favorita de Hitler durante la guerra, como había dicho Bambi, ¿por qué iba tío Laf a mencionar su nombre al mismo tiempo, y mucho menos a destacar el hecho de que Zoé también conocía bien al Führer, en lugar de distanciarse él mismo y su rama de la familia todo lo posible?

Existía aún una coincidencia extraña y casi aterradora en esta saga interfamilíar. Fue lo último que vi en mi mente, instantes antes de arañar unas pocas horas de sueño antes de mi cita en los prados con ese rebaño de ovejas.

Bambi me dijo que hacía siete años, es decir en 1982, se había producido la confrontación entre su hermano Wolfgang y tío Laf en Viena. Y también habían transcurrido exactamente siete años desde la muerte de tío Earnest: el mismo año en que Sam había heredado el manuscrito rúnico y había desaparecido de repente, sin que se volviera a saber nada de él. Hasta ese momento.

Bajo la luz previa al amanecer, la nieve reflejaba un blanco azulado fantasmagórico contra el fondo negro y siniestro del bosque. La luna seguía colgada del cielo azul de Prusia plagado de estrellas, como si fuera un adorno. El aire olía a frío y peligro, como ocurrre siempre en esta época del año antes del alba. Había seguido nevando durante la noche, y no había huellas recientes en el prado. Esquié hasta el centro del espacio abierto, retrocedí un poco con los esquís y eché un vistazo entre los árboles.

Entonces, una bola de nieve me dio en la espalda, con bastante fuerza como para hacerme saltar la gorra de lana y enviarme un escalofrío por la espalda. Al darme la vuelta, vi una forma que se recortaba contra la línea del bosque; cruzó un breve instante la luz de la luna y volvió a adentrarse en el bosque. Pero el brazo levantado me indicó que era Sam y que tenía que seguirlo. Cogí la gorra, me la metí en el bolsillo, atravesé los pastos y me sumergí en el entramado de abetos y abedules por donde lo había visto desaparecer.

Me detuve a escuchar. Se oyó el ulular de un buho, procedente de un lísero terraplén, así que lo seguí, adentrándome hacia donde la oscuridad era casi impenetrable. Cuando volví a detenerme, indecisa, oí un susurro cerca de mí:

—Toma esto y sigúeme, Ariel.

Me agarró la muñeca, me colocó el disco del bastón de esquí en la mano y partió delante de mí en las tinieblas. Con los dos bastones en la otra mano, lo seguí a ciegas, incapaz de ver adonde me llevaba. Avanzamos en eslalon por entre los árboles un buen rato y después iniciamos la ascensión hacia el prado alto. Cuando por fin llegamos al espacio amplio, el cielo se había iluminado de un azul cobalto y casi distinguía la silueta de Sam que me precedía.

Se dio la vuelta, puso las puntas de los esquís entre los míos, como dedos entrelazados, y me rodeó con los brazos tal como yo hice con él en esa montaña casi dieciocho años atrás. Olía a piel curtida y morena, y a humo de leña. Sepultó el rostro entre mis cabellos sueltos y susurró.

—Gracias a Dios, Ariel. Estás viva, estás a salvo.

—No gracias a ti —gruñí contra su hombro.

Me separó de él y me observó en la oscuridad anterior al alba, con sólo el brillo blanquecino de la luna y ese extraño reflejo de la nieve.

No había visto a Sam en más de siete años. En esa época era todavía casi un niño. Debería de haber imaginado que habría cambiado en todo ese tiempo. Y ahí estaba: alto, con los hombros anchos, con unas facciones hermosas y enérgicas, el perfil esculpido de Earnest, los cabellos negros y largos de su madre cayéndole sobre los hombros y la belleza misteriosa de esos ojos plateados que parecían iluminados desde el interior. Con cierto pesar vi que quien tenía ante mí ya no era mi joven mentor y hermano de sangre, sino un hombre increíblemente atractivo. Y la sorpresa con que me miraba me mostraba que su reacción ante mí debía de ser muy parecida.

—¿Qué ha sido de ese palillo con las rodillas despellejadas que me seguía a todas partes? —dijo con una sonrisa algo incómoda—. Dios mío, listilla, estás que tumbas de espaldas.

—Tú sí que has estado a punto de tumbarme con esa bola de nieve repliqué, igual de incómoda. Me resultaba difícil mirar a Sam hasta que pudiera hacerme a la idea de que ambos nos habíamos convertido en adultos.

Lo siento —se excusó, mirándome aún como si fuera casi una desconocida—. Parece que eso es lo único que puedo decirte últimamente, Ariel, lo mucho que siento todo lo que ha pasado. Lo mucho que siento haberte metido en esto.

—Sentirlo no sirve de nada —volví a citar a Jersey una vez mas, pero sonreí y él me devolvió el gesto. Supe que se lo tenía que decir de inmediato. — Sam, hay algo que yo también siento, algo que lamento más que nada en el mundo —le informé—. Espero no haberlo estropeado todo ni habernos puesto en demasiado peligro, pero cometí un error idiota y estúpido y terrible: dejé a alguien a solas toda la noche con el manuscrito rúnico...

Sam me había observado con una creciente expresión de horror mientras yo le soltaba esa letanía de remordimientos abyectos, hasta que llegué a los particulares al final. Y entonces me llevé una sorpresa.

—¿Qué manuscrito rúnico? —me preguntó.

Tenía esa impresión bastante interesante de que si el corazón se me seguía desplazando de forma vertiginosa a la parte inferior del abdomen, tarde o temprano dejaría de latirme por completo y se dedicaría simplemente a desplazarse arriba y abajo como un yoyó. Pero unos kilómetros de esquí nórdico con Sam por los prados obraron como un masaje torácico. Cuando llegamos a la cabaña, estaba bien, o al menos había recuperado la capacidad de hablar.

Averigüé la razón por la que Sam había cambiado los planes para nuestra cita de hoy. Últimamente se sentía tan en peligro que no iba a los hoteles, de modo que desde su «muerte» había dormido en cabañas de caza y en cobertizos diseminados por todo Idaho, abandonados o fuera de uso en esa época del año. Había llegado a Sun Valley un poco antes que yo y había averiguado que cerca de la montaña de esquí no había ningún refugio de estas características, así que exploró el lugar hasta que encontró aquél, a unos tres kilómetros de la carretera principal. Pero la mayor parte de la zona quedaba muy abierta y me podrían seguir con facilidad, a no ser que llegara tan pronto que casi no hubiera luz para ver.

Una vez que llegamos a la cabaña desierta donde Sam había pasado la noche, nos quitamos los esquís, sacudimos la nieve de las fijaciones, plantamos los esquís y los bastones en la nieve, en la parte de atrás, y entramos. Sam atizó las brasas del fuego de la noche anterior y le lanzó unos cuantos troncos más. No había otro medio de calefacción ni tampoco agua corriente, sólo una bomba en el exterior, junto a la puerta. Sam le dió a la manivela para llenar un cacharro con agua, que puso al fuego para preparar café instantáneo. Después, acercó un taburete al lado de la silla con el asiento de rafia donde yo ya me había instalado.

—Sé que no debes de entender mucho de lo que he hecho ni por que lo he hecho —dijo—. Pero antes de explicarte todo lo que ha sucedido, necesito que me pongas al corriente de esta última semana: por que no acudiste al lugar donde yo debía llamarte, qué sabes sobre el paquete desaparecido y todo lo que hayas averiguado hasta ahora de Laf.

—De acuerdo —accedí a regañadientes, a pesar del millón de preguntas que necesitaba plantearle—. Pero primero, si tú no me enviaste el manuscrito que mencioné, tengo que saber algo enseguida, porque he conocido a una persona que me dijo que me lo había enviado. ¿Has oído hablar de un tal doctor Wolfgang K. Hauser?

Sam lució una sonrisa torcida de inmediato.

—¡Así que lo conoces! —añadí.

Pero Sam sacudió la cabeza.

—Ha sido, no sé, supongo que el modo en que dijiste su nombre.

—Sam me miraba con una expresión extraña—. Supongo que siempre te he considerado mi hermanita de sangre, mi alma gemela. Pero ahora siento... Quiero decir, ¿quién es ese individuo, Ariel? ¿Tienes que contarme algo?

Noté que la sangre me teñía las mejillas. Esa condenada piel irlandesa que había heredado de Jersey traicionaba todas mis emociones en cuanto se producían. Me cubrí el rostro con las manos. Sam me las retiró y abrí los ojos.

—Dios mío, Ariel, ¿estás enamorada de él? —dijo. Se levantó y empezó a andar formando un círculo, mientras se frotaba la frente con la mano y yo seguía sentada sin saber qué decir.

Sam volvió a sentarse y se inclinó hacia mí con urgencia.

—Ariel, aparte de cualquier otra cosa que pueda pensar de la situación, no es el mejor momento para que surja un romance. Dices que acabas de conocer a este hombre. ¿Sabes algo de él? ¿De su pasado? ¿Tienes idea de lo peligrosa que puede resultarnos esta “amistad” tuya tan inoportuna?

Me molestó tanto ese arrebato que me dieron ganas de lanzarle algo a la cabeza. Me levanté en el mismo instante en que la cafetera hervía. Sam cogió un guante al vuelo para salvarlo de las llamas. Eso nos concedió un momento para calmarnos.

—No he dicho que estuviera enamorada de nadie —repliqué con la voz más tranquila que conseguí emitir.

—No hacía falta —comentó Sam.

Estaba ocupado con la cafetera, sin mirarme. Luego, se volvió, de modo que no podía verle la cara, y empezó a poner cucharadas de café instantáneo en las tazas. Como sí hablara consigo mismo, dijo por fin:

—Me acabo de dar cuenta de que ahora mismo entiendo mejor tus emociones que las mías.

Cuando se volvió hacia mí con las dos tazas de café, lucía una sonrisa algo tensa. Me pasó la taza y me despeinó los cabellos como solía nacer cuando éramos niños.

—Perdona, lo siento —siguió—. No tengo derecho a decirte a quien tienes que querer, ni a interrogarte del modo en que acabo de hacerlo. Supongo que me has pillado por sorpresa. Eres lo bastante inteligente para no enamorarte de alguien que nos pueda poner a ambos en peligro. ¿Y quién sabe? Quizás haya alguna relación en esta situación que nos sirva para salir del embrollo en que nos he metido, una vez la encontremos. Por cierto, ese Wolfgang K. Hauser, por pura curiosidad, ¿te dijo qué significa la K?

Sorprendida, sacudí la cabeza.

—No. ¿Por qué? ¿Es importante?

—Supongo que no —respondió Sam—. Pero la próxima vez que lo veas, pregúntaselo. Y ahora cuéntame lo que pasó esta semana pasada.

Así que cogí aliento, nos sentamos de nuevo y puse a Sam al corriente de todo lo que había sucedido. Bueno, de casi todo. Después de su reacción por la forma en que mencioné siquiera el nombre de Wolfgang, suprimí el detalle de que había pasado la noche conmigo y con el manuscrito. Pero en el resto, fui honesta.

Para cuando terminé ese resumen exhaustivo, yo misma había empezado a darme cuenta del papel tan fundamental que Wolfgang Hauser desempeñaba en la historia. Pero quizá se debiera a que, hasta entonces, la trama se había desarrollado alrededor del paquete equivocado. El paquete que me había enviado Sam seguía perdido. Y estaba a punto de descubrir lo peligroso que era.

—No me puedo creer que siga sin aparecer —dijo Sam en tono grave, leyendo mis pensamientos—. Pero hay algo que no encaja.

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