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Authors: Maite Carranza

El clan de la loba (18 page)

BOOK: El clan de la loba
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— ¡Claro que no! ¿Quién habla de enamorarse? Enamorarse es humillante, vergonzoso, es perder la cabeza y el control...

— ¿Las Odish no os enamoráis?

— Nos divertimos. ¿Quieres divertirte?

—...Tal vez. Pero no hoy. Hoy quiero disfrutar de mi dinero. Comprar, invertir, soñar... Déjame degustar esta sensación que nunca he tenido.

— ¿Qué quieres comprar?

— Mi hipoteca. La hipoteca de mi casa de Urt. Quiero cancelar la deuda y... querría comprar una casa junto al mar con muchas tierras.

— ¿Dónde?

Selene dejó la copa vacía en el suelo. Estaba alegre, optimista, la estancia olía a riqueza e indolencia. Sobre el mármol de Carrara del lavamanos una cesta de violetas se-cas difundía su aroma por el baño de mosaicos romanos con motivos mitológicos. Las toallas eran tan suaves al tacto como la seda, las sábanas de lino eran frescas y olían a lavanda, y sólo tenía que pulsar un botón para pedir cuantos manjares se le antojasen.

— El Mediterráneo, Roma, Nápoles, Sicilia... Estuve en Sicilia no hace mucho. Esas playas tan hermosas, Siracusa, Taormina, Agrigento. Tengo amigas..., tenía amigas. Una finca en la isla. Ése es mi sueño.

Salma se puso en pie, se vistió con un albornoz blanco y tomó el teléfono.

— ¿Jack? Hola, soy yo. Sí, búscame una finca de unas cincuenta mil hectáreas en Sicilia. Ya sabes, palacio o construcción de lujo con tierras cultivables. Exacto, en situación de hipoteca gravada o difícil de sostener. Me esporo...

Salma paseó por la habitación a grandes zancadas mientras aguardaba la respuesta telefónica.

Selene, que atendía expectante a sus movimientos, también se puso en pie, algo mareada por el champán, y tomó un canapé de caviar de la bandeja que había sobre la mesa.

La voz de Salma enseguida la devolvió a la realidad.

— ¿Sí? ¿Con vistas al mar? Estupendo. Estate atento. Muy atento a cualquier desastre que pueda acontecer y que les obligue a vender... ¿Cuál? Me temo que por esa zona hay plagas de langostas que provienen del continente. Todo podría suceder. De acuerdo. Ya sabes, compra al mejor precio. Hasta luego, Jack.

Selene se chupó los dedos incrédula.

— Eso que dices es improbable. ¿Cómo puedes predecir que la finca se pondrá a la venta?

Salma abrió el armario y comenzó a vestirse.

— Esta misma mañana una enorme y devastadora plaga de langostas arrasará los cultivos de esa bonita finca. No habrá más remedio que vender. ¿Comprendes?

Selene quedó atónita.

— ¿Y tú convocarás la plaga?

Salma rió.

— Y tú me ayudarás.

— ¿Yo?

— ¿No es para ti? Pues colabora.

Selene se puso en pie.

— ¿Dónde vamos?

— Primero a comprar ropa selecta, tenemos que renovar el vestuario y los complementos, un poco de Armani, Loewe, Dolce y Gabana... Bueno, ésos son mis preferidos. Luego buscaremos un lugar tranquilo para formular el conjuro a nuestras anchas y esta noche, si todo va bien, tu pequeño sueño, uno de los más fáciles de complacer..., estará satisfecho.

Selene no podía dar crédito.

— ¿Así de sencillo?

— Lo has definido a la perfección. La vida de una Odish es... muy sencilla. Tienes todo lo que deseas.

TRATADO DE HÖLDER

No hay duda de que los siete dioses en fila de los que nos habla la profecía de Oma se refieren a una conjunción astral.

Los siete dioses en fila saludarán su entronización.

El Sol y la luna, indiscutibles dioses del día y la noche, pareja eterna y amantes imposibles, son los primeros. Los cinco restantes serán pues los planetas más visibles, caprichosos y cambiantes de la esfera celeste. Júpiter el principal, dios de dioses; Marte el de color sangre en honor al dios de la guerra; Venus el más luminoso como el amor; Mercurio el más cercano al Sol, mensajero de dioses; y Saturno el más lento, el dios del tiempo.

Y así será la conjunción que anuncia O cuando Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno acompañados del Sol y la Luna se alineen en una gran conjunción planetaria precedida poco tiempo antes por la danza de padre e hijo en el agua. Recordemos el otro verso de la profecía sobre el que se han vertido ríos de tinta.

Padre e hijo danzarán ¡untos en la morada del agua.

Y a pesar de las críticas que suscitó la arriesgada suposición de Otero, me he propuesto desarrollar en las páginas siguientes la confirmación de su hipótesis, de que efectivamente se trata de la conjunción de Júpiter y Saturno en Piscis. Me remitiré igualmente a los cálculos de Kepler al respecto y a su acertada suposición de que ambos fenómenos se producirán en un intervalo temporal relativamente corto que reduce el campo de las probabilidades a muchas menos de las que se habían barajado.

El tiempo de la elegida está muy, muy próximo.

Capítulo XV: La huida

Querida tía Criselda:

Ya os he causado bastantes problemas y no quiero preocuparos más, por eso he decidido apañarme por mi cuenta y libraros de la responsabilidad de vigilarme. Buscad a mi madre, yo también lo haré. Un beso.

Anaíd

Criselda arrugó la nota y la lanzó sobre la alfombrilla del coche de Karen pisoteándola con rabia.

— ¡Cuidado! —gritó Karen dando un volantazo a la izquierda.

Había topado con algún obstáculo imprevisto, pero lo había franqueado. Atrás quedó un sonido de cristales resquebrajándose, pero ninguna de las dos mujeres se percató.

— Lo siento —se disculpó Karen.

Criselda, sentada en el lugar del copiloto, se había pedido con la cabeza en el cristal de la ventanilla y se palpaba la sien con gesto lastimoso.

— Me está bien empleado, por tonta -gimoteó.

Y Karen no se atrevió a desmentirla.

Hacía más o menos dos horas que Criselda, en camisón, lívida y descalza, había llamado a su puerta y le había mostrado la nota de Anaíd. Karen no se podía creer que una niña de catorce años decidiera desaparecer de la noche a la mañana y que además se largara conduciendo un coche. Pero así era. Anaíd les llevaba una ventaja de una media hora que no conseguían superar. Eso significaba que no bajaba de los cien por hora. ¡Qué locura!

— ¿Falta mucho? —se impacientó Criselda.

— Estamos llegando a Huesca.

— ¿Y estás segura de que se ha dirigido a la estación?

— ¿Adonde, si no? —exclamó Karen—. No se arriesgará a conducir de día y, teniendo en cuenta que está a punto de amanecer y que el primer tren, el que sale para Madrid, pasa dentro de muy poco, lo más lógico es que haya trazado ese plan.

— ¿Llegaremos a tiempo? —insistió Criselda.

— Será cuestión de saltar del coche y subirse al tren. Eso, si no se nos escapa en nuestras mismas narices.

— Déjamela a mí -gruñó Criselda dolorida por el chichón y ofendida con Anaíd.

— ¿En camisón? ¿Descalza? ¿Y sin documentación? —objetó Karen.

Criselda se percató de su despiste. Con las prisas no se le había ocurrido ni siquiera coger su bolso. No llevaba nada encima.

— No hay otra solución que un conjuro de ilusión.

— ¡Ah no, en mi coche no!

Pero Criselda ya estaba pronunciando las palabras y, unos segundos antes de que el Renault de Karen entrase en el recinto de la estación, vestía un elegante traje de chaqueta, calzaba unos zapatos de tacón impropios de su estilo y de su hombro colgaba un bolso que contenía todo lo necesario.

Karen, al verla, chasqueó la lengua.

— ¿No has podido encontrar nada mejor?

— Lo siento, es lo primero que se me ha ocurrido.

— Que no te vean conmigo. No quiero que nos relacionen.

Criselda entendió que si sucedía algo, Karen, médico de la comarca y conocida por todos, estaría en apuros y debería cambiar de residencia. Los conjuros de ilusión estaban vetados por los problemas que conllevaban, pues podían desvanecerse en cualquier momento y toda la ilusión que el conjuro había desarrollado, pura apariencia óptica, desaparecía. El esfuerzo que suponía para una Omar era tan arduo que la dejaba agotada durante unas horas y sin fuerzas para lanzar otro.

Karen advirtió a Criselda muy seriamente:

— Recuerda lo que le sucedió a Brunilda.

Por suerte Criselda no había creado la ilusión de un globo, como la chalada Brunilda, para contemplar la ciudad con su amante. La caída de la pobre desde una altura de más de tres mil metros era siempre tristemente recordada entre las Omar como el mejor ejemplo de la mala utilización de los conjuros de ilusión. Tan sencillo como que una golondrina descreída atravesó limpiamente el globo imaginario, y Brunilda y su acompañante se precipitaron cu el vacío a doscientos kilómetros por hora.

Karen frenó en el aparcamiento de la estación, abrió la puerta del copiloto y señaló el coche de Selene, perfecta mente aparcado. Su intuición había sido acertada.

— ¡Corre! —murmuró.

Ya se oía el traqueteo del tren retumbando en las desiertas vías. Los pitidos del maquinista anunciando su mirada en la estación movieron a Criselda a actuar. Sin recordar sus tacones ni su estrecha falda, saltó del coche y corrió a grandes zancadas hacia el andén tras despedirse con un beso fugaz de Karen. Tuvo que detenerse un instante en la taquilla para comprar un billete a Madrid. Un instante precioso con sus minutos y segundos malgastados. Al llegar al andén sintió que el corazón se le salía por la boca al ver a través de los sucios cristales de la ventanilla de un vagón cómo una niña desgarbada se subía ágilmente a un asiento y colocaba una bolsa de deportes en el maletero. Era Anaíd, su pequeña Anaíd.

Criselda corrió y corrió, pero sus tacones la traicionaron; a tan sólo unos metros de alcanzar la puerta de la plataforma, trastabilló, perdió el equilibrio y cayó de bruces en medio del andén. Un viajero de mediana edad que había descendido del tren la auxilió inmediatamente, pero la mujer ni siquiera le agradeció que la ayudase a ponerse en pie. Ante su desolación, el tren había cerrado sus puertas e iniciaba lentamente su marcha.

En ese mismo instante, el monovolumen de Karen daba la vuelta de regreso a Urt. Poco podía hacer ya. Sería tarea de Criselda convencer a la niña para regresar a casa y bregar con ella. Karen, bostezando y soñando con un café en la próxima gasolinera, se preguntaba cómo era posible que una bruja tan sensata, equilibrada y prudente como Deméter hubiese tenido por hermana a la atolondrada Criselda. Aunque, pensándolo bien, la realidad era que Deméter estaba muerta, y en cambio... Criselda viva.

Karen notó a través de la ventanilla que el aire de la mañana tenía una textura más precisa y menos agobiante que los últimos días. Hasta la luz del sol parecía más clara y diáfana.

Últimamente tenía percepciones curiosas.

Concluyó que necesitaba un calé bien cargado.

La señora Olav repiqueteaba con sus hermosos y gráciles dedos sobre la colcha floreada de Anaíd.

— ¿A París? —preguntó con voz amable, como dudando de sus propias palabras.

— Eso dijo, bella señora -musitó con un deje de voz la dama sin atreverse a sonreír.

Cristine Olav atravesó con su mirada sombría al caballero.

— ¿Tú también lo oíste?

— Naturalmente, sus palabras fueron claras.

La señora Olav se acercó a los postigos cerrados de la ventana y, poco a poco, gozando en ese movimiento lento, los fue entreabriendo.

— No, por favor —suplicó la dama tapándose la cara ante el débil resplandor del sol que se filtraba a través del resquicio.

La señora Olav no se detuvo y continuó jugueteando con los postigos.

— Hace un día tan hermoso..., el sol luce en todo su esplendor, merece la pena que lo contempléis conmigo, aunque sea la última vez.

— Mi señora, no seáis cruel.

— ¿Cruel yo? —exclamó horrorizada la señora Olav abanicándose con la mano—. ¿Yo? Que quiero a esa niña como a mi propia hija y que por vuestra culpa la he perdido.

El caballero y la dama intercambiaron una mirada que fue rápidamente interceptada por la perspicaz intrusa.

— Mi querida niña es demasiado inteligente para deciros a vosotros adonde piensa ir, pero vosotros también sois lo suficientemente listos como para no creeros, después de tantos siglos de vanas promesas, todo lo que os cuentan.

Ni la dama ni el caballero se atrevieron a contradecirla. La señora Olav frunció la nariz.

— Claro está que no puedo confiar en una traidora ni en un cobarde. Ése ha sido mi error. Alguien le indicó cómo comunicarse con Selene desde la laguna.

— ¡Oh, no! ¡No fuimos nosotros!

— Esa niña es listísima.

La señora Olav suspiró profundamente.

— Debería haceros sufrir todo lo que yo sufro ahora por haber perdido a mi querida niña. Creo que sí, que será lo mejor.

— ¿El qué, mi señora?

— Que desaparezca vuestra imagen y vague vuestro espíritu sin ojos y sin rostro. Estoy harta de veros.

El horror se dibujó en los dos espíritus y, durante unos instantes, el silencio precedió al leve movimiento de la mano de la señora Olav tanteando las persianas, hasta que la dama la retuvo con un grito.

— ¡No! No es necesario. El caballero y yo os complaceremos para que dejéis de sufrir.

La señora Olav aplaudió alegremente y volvió a sentarse en la cama de Anaíd. Tomó una de sus muñecas y comenzó a peinar el apelmazado cabello rubio con suavidad.

— Os escucho.

El caballero se atusó los mostachos y se recolocó el yelmo.

— Tomó un sobre del cajón de la cómoda.

— Un sobre no es interesante en sí mismo. ¿Qué contenía el sobre? —le interrumpió la señora Olav.

— Un billete de avión.

— Me gusta. Estupendo. Continuad. ¿Adonde?

— A Catania.

— ¿A Sicilia? ¿Una niña de catorce años compra un billete de avión sola para irse a Sicilia?

— Lo compró Selene.

— Vaya, vaya, cuántas cosas sabíais que no me habíais dicho.

— No creímos que fuera importante.

— Anaíd se negó a ir —aclaró la dama.

— ¿A ir adonde? ¿A Catania?

— A Taormina, con Valeria y su hija Clodia.

La señora Olav desenredó con firmeza un nudo del cabello de la muñeca.

— ¿A pasar unas vacaciones?

— Eso parecía.

La señora Olav estiró con rabia y arrancó la cabellera de la muñeca.

— Las cosas nunca son lo que parecen. ¿A que no?

El caballero y la dama comenzaron a temblar ante el ataque de ira que encendía a la bruja Odish.

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