Read El clan de la loba Online

Authors: Maite Carranza

El clan de la loba (21 page)

BOOK: El clan de la loba
12.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

— ¿Dónde estabas?

Clodia dio un brinco al sentirse descubierta.

— ¿Me estabas espiando?

Anaíd pensó que era una estúpida.

— Me has despertado al entrar.

— ¡Vaya, qué oído más fino tienes!

— ¿Por qué has entrado por la ventana?

— ¿A ti qué te parece? Mi madre no me deja salir.

Anaíd se sintió en la obligación de advertirla:

— Han desangrado a siete chicas como nosotras.

Clodia se rió.

— Y tú te lo has creído.

— Vine huyendo de una Odish.

Pero Clodia no pareció impresionada por la información.

— Eso es lo que te han dicho.

Anaíd no se dejó intimidar por el tonillo de Clodia.

— No soy una chivata, pero tampoco soy idiota. Tenemos que tomar precauciones.

— ¿Ah sí? ¿Qué precauciones?

— Llevar el escudo y no salir nunca solas.

Clodia pareció molesta.

— ¿Ya lo sabe, verdad?

— ¿El qué?

— Lo del escudo. Mi madre te ha dicho que me vigilaras y que le dijeras cuando me lo quitaba.

— ¿Te lo has quitado?

— No voy a ir todo el día con esa especie de faja ortopédica.

Anaíd podía hacer dos cosas: explicar a Valeria que su hija era una imbécil temeraria o callar. Si callaba, la responsabilidad de lo que Clodia hiciese caería sobre su cabeza. Si hablaba, sería para siempre una odiosa chivata.

— Está bien. Allá tú —musitó dándose la vuelta e intentando volver a dormirse.

Clodia quiso saber qué significaba ese comentario.

— ¿Vas a dar el parte a las autoridades?

— No.

— ¿Entonces? ¿Qué has querido decir si puede saberse?

—Que si te gusta ser la víctima número ocho es tu problema.

Y Anaíd se dio la vuelta riéndose para sus adentros. Si no la había asustado, al menos le había dado en qué pensar.

Pero Clodia levantó el dedo anular y también le dio la espalda.

Capítulo XVII: El palazzo de las brujas

El palacete neoclásico de columnas marmóreas se erigía en lo alto de la colina con vistas al estrecho de Mesina.

Rodeado de jardines románticos, a Selene le encantaba pasear por ellos perdiéndose en el laberinto de setos, tomando un refresco en la glorieta, sumergiendo la mano en el estanque de peces de colores o contemplando las blancas esculturas saqueadas de las necrópolis griegas que tanto abundaban en la isla.

Desde que llegó a la finca, no había salido de los confines del palacio para desesperación de Salma, que la tentaba día sí y día también para acudir con ella a las fiestas que poblaban las noches de Palermo.

Selene prefería descansar y gozar de los placeres del retiro rural. Valoraba la exquisitez del mobiliario de madera noble, calculaba el precio de los frescos que adornaban las paredes de las salas, de las alfombras persas que cubrían sus suelos, de los tapices sirios que lucían en el comedor y de las armas toscanas que flanqueaban los pasillos y las empinadas escalinatas de mármol. No daba crédito a que todo cuanto sus ojos abarcaban fuese suyo, exclusivamente suyo. Suyo era también un yate anclado en el puerto privado de la cala y suyo un potente BMW negro con chófer que esperaba sus órdenes para llevarla adonde quisiera.

Selene, sin embargo, no se movía de su santuario.

En su joyero refulgían los diamantes, pero únicamente se los ponía de noche y a solas. Selene apagaba las luces y, a tientas, vestía sus dedos con las sortijas de brillantes. Ondeaba sus manos como las olas movidas por el viento en un simulacro de vuelo de mariposas, abría la ventana y contemplaba la luna. Aunque añoraba el aullido de los lobos de las montañas y el aire límpido y fresco del Pirineo, poco a poco sus sentidos se iban habituando al aire caliente de los pinos al atardecer, al sabor salado del mar, a la tibieza de la arena de la playa y al bochorno de los mediodías tendida en las frescas estancias de altísimos techos y ventanas entornadas que impedían pasar el sol.

Una de esas tardes en que el calor era tan sofocante que hasta las moscas sentían pereza de volar, oyó la conversación. Aguzó el oído y se mantuvo inmóvil.

Eran dos muchachas del pueblo que charlaban entre ellas mientras limpiaban los cristales de los ventanales armadas con cubos y paños.

A pesar de hablar en siciliano Selene pudo comprenderlas perfectamente.

— Primero la plaga que arruinó a los señores.

— Eso no es suficiente, Conccetta.

— ¡Sólo afectó a las tierras del duque!

— ¿Y qué?

— ¿Que de dónde llegaron las langostas? ¿Cómo apareció esa nube de repente y luego se esfumó como si nada? No venía de ninguna parte, Marella, no pasó el estrecho porque las langostas no estaban en la península.

— No puedes decir que son brujas sólo porque las langostas se comieron el trigo.

— ¿Y los jardines?

— Eso no me lo creo.

— Lo vi con mis propios ojos, Marella, mírame bien, mis ojos vieron cómo el césped amarillento se convertía en un césped verde y hermoso igual que un campo de golf. Y eso fue tras las palabras mágicas de la señora morena.

— Y si son brujas, ¿por qué mandaron pintar las habitaciones al pintor Grimaldi en lugar de hacer magia?

— Porque eso sí que se hubiera notado demasiado.

— Supersticiones.

— ¿Tú no has oído los rumores de Catania?

— ¿Qué rumores?

— Han desaparecido dos bebés, y encontraron a una muchacha desangrada.

— ¿Qué insinúas con eso?

— Desde que llegaron las señoras. Fíjate bien, desde esa misma noche, esa misma noche desapareció un bebé y eso es lo más gordo...

— ¿Qué?

— Yo oí claramente el llanto de un niño en el palacio.

— No puede ser, quieres decir que...

— ¡Han sido ellas! La morena sale a buscarlos y la pelirroja los desangra.

— ¿Es más bruja la pelirroja?

— Tiene el pelo rojo de sangre. Fue ella.

— ¿Qué hacemos? ¿Se lo decimos a alguien?

Las dos muchachas palidecieron. Ante ellas, salida de la nada, se encontraba la misteriosa extranjera del pelo rojo mirándolas con sorna a través de los cristales. Con el miedo desbordándoles todos los poros de la piel, dieron un paso atrás.

— Concceta, dime, ¿a quién pensabais decirle todo eso?

— A nadie, señora.

— Marella..., así que piensas que soy una bruja poder rosa. ¿No es cierto?

— No, señora, no.

— Acabo de oírlo: puedo lanzar plagas de langosta, convertir la hierba seca en césped fresco y me alimento de doncellas y niños. ¿Es eso?

— No, señora, eso son patrañas, cuentos chinos. Nosotras no creemos en brujas.

— Mejor, porque... vais a olvidaros de todo.

— ¿Cómo dice, señora?

— Pues que ahora mismo, en cuanto chasquee mis dedos, os olvidaréis de todo lo que ha sucedido durante estos últimos días. ¡Ya!

Conccetta y Marella cerraron los ojos un instante y al abrirlos de nuevo vieron ante sí a una bella mujer con el cabello rojo vestida con un ligero vestido de seda floreado.

No tenían ni idea de quién era.

PROFECÍA DE TAMA

La luna hollará la tierra en su honor

y protegerá su morada

mostrando con sus pálidos rayos

el aura inequívoca de su elegida.

Un meteorito lunar

negro y frío

abrigará sus noches

y enjuagará su pena.

El filo de la piedra de luna

hiende el mal

en la carne lacerada

devolviendo su reflejo.

Capítulo XVIII: El mar

Anaíd cerró los ojos para absorber mejor las palabras de Valeria y gozar de la placentera sensación de hallarse a merced de las olas. No, no era ningún sueño, estaba navegando a bordo de un velero, y ese mar tímido de un azul exultante se asemejaba más a un lago que a un océano. Anaíd, con los párpados entornados y la suave caricia del viento y el sol en su rostro, se abandonó a la firme voz de Valeria que saciaba su curiosidad.

— No se sabe a ciencia cierta cuántas Odish hay. Calculamos que un centenar a lo sumo. Mueren muy pocas, filas se preocupan de impedirlo. Su apuesta por la inmortalidad las hace temibles y muy sabias, han vivido todas las épocas y han sobrevivido a todas las catástrofes. Sólo algunas, contadas con los dedos de las manos, han optado por ser madres y tener descendencia. Tal vez lo han hecho sucumbiendo a la curiosidad o por pura torpeza, pero el caso es que han visto mermados sus poderes y han envejecido más que las otras. A diferencia de las miles de Omar que existimos diseminadas en tribus, clanes y linajes y que necesitamos de un lenguaje común para comunicarnos y de signos y símbolos para recono-cernos e identificarnos, las Odish no tienen problemas, conocen infinidad de lenguas y, lo que es peor, se conocen al dedillo entre ellas. Tienen miles de años. Imagínate las miles de rencillas que surgen durante tanto tiempo. Las luchas entre las Odish, cuando suceden, son encarnizadas y terribles. En cuanto a su aspecto, es lo más sorprendente. Se mantienen eternamente jóvenes. Para ello, muchas veces fingen sus muertes y se hacen pasar por sus propias hijas, nietas y así sucesivamente. Lo hacen para no abandonar su estatus de poder y sus privilegios. Una vez conseguidos, les resulta más cómodo mantenerlos. Por eso muchas Odish compraron títulos y tierras y se ocultaron durante siglos amparadas en los privilegios de la aristocracia y parapetadas en sus altos castillos. Vivían cerca del poder, de las cortes y pululaban en torno a la realeza participando en intrigas y conjuras palaciegas. Recientemente, un estudio de Stikman, una prestigiosa Ornar del clan de la lechuza, puso nombre y apellidos a las Odish responsables de los principales magnicidios de la vieja Europa, la más documentada. El caso más famoso fue el de Juana de Navarra, reina de Francia. Las Odish estaban ahí, ellas fueron las instigadoras en la sombra, las que proporcionaban los venenos, los puñales y las pócimas. Las Odish no tienen escrúpulos. Con sus conjuros compran y venden afectos; con sus pócimas envenenan a sus enemigos; con sus aliados, los muertos que no descansan, tras-greden las conciencias de los vivos, y con su poder y su magia negra dominan los mares, los ríos, las tormentas, los vientos, los terremotos y los fuegos.

— ¿Entonces es cierto?

Anaíd, que hasta el momento había permanecido callada y atenta, no pudo resistir la tentación de interrumpir la explicación de Valeria.

— ¿El qué?

— Que conjuran las tormentas, el viento, la lluvia, el granizo.

Valeria dudó.

— Sólo consiguen eso las Odish más poderosas. Y lo usan en contadas ocasiones, en la lucha entre ellas o contra un clan Omar. Los humanos mortales no les preocupan lo más mínimo.

Un leve temblor de manos traicionó a Anaíd y le retornó un doloroso recuerdo. La tormenta que se desencadenó la noche en que murió su abuela Deméter. Un espectáculo grandioso. La cúpula del cielo se mantuvo encendida como una bombilla de mil vatios durante largas horas y el huracán arrancó de cuajo dos cipreses de la verja del cementerio. ¿La conjuraron las Odish o... Deméter? ¿Y la desaparición de Selene? También estuvo acompañada por una tormenta. ¿La desencadenó Selene?

— ¿Y las Omar podemos dominar los elementos?

Valeria se sorprendió.

— ¿De verdad que no lo sabes?

Anaíd negó un poco intranquila. La extrañeza de Valeria la hizo sentir insegura. ¿Tenía que saberlo?

— Anda, Clodia, refresca la memoria y explícaselo a Anaíd.

Clodia había permanecido silenciosa y ausente mientras ayudaba a Valeria, sin entusiasmo pero con profesionalidad, a izar velas y maniobrar el velero. De esa guisa, agachándose, soltando cabos, escorando la embarcación ora a babor, ora a estribor, hasta parecía una chica normal. Pero en cuanto se requería su atención, se convertía en una verdadera estúpida. Valeria estaba tan acostumbrada a su gesto despectivo que ni siquiera se lo tenía en cuenta, pero Anaíd, al percibir la mueca de asco de Clodia, a punto estuvo de soltarle un bofetón. Se le quitaron las ganas de escuchar lo que decía con voz cansina y son-sonete burlón aquella niña consentida.

— Las Omar, hijas de Oma, nietas de Om y biznietas de O, se diseminaron por la tierra huyendo de las malvadas Odish. Ellas y sus descendientes fundaron treinta y tres tribus que a su vez se distribuyeron en clanes. Los clanes poblaron los territorios del agua, el viento, la tierra y el fuego, y a ellos se debieron y se vincularon aprendiendo de sus secretos y dominando sus voluntades. De los seres vivos tomaron su nombre y su sabiduría, aprendieron su lengua y se sirvieron de sus tretas. Eso les permitió fundirse con ellos y cobijarse en ellos.

A pesar de que Anaíd intentó simular indiferencia, bebió sin desearlo de las palabras de Clodia. Sintió envidia por esos conocimientos básicos que cualquier Omar estúpida como Clodia poseía. ¿Por qué su madre y su abuela se los negaron? A pesar de los libros que había leído, se sentía ignorante como un pepino. No le quedaba otro remedio que preguntar.

— Si los clanes están vinculados a un elemento, ¿el clan de la loba a cuál pertenece?

— A la tierra —respondió Valeria—. Las lobas podéis influir en las cosechas y los bosques, en los terremotos y las plagas...

— Y las delfines sois agua —dedujo Anaíd.

— Claro. Aprendemos a dominar las mareas, convocamos la lluvia, luchamos contra los maremotos, las inundaciones...

— ¿Y el fuego? ¿Qué clanes dominan el fuego?

— Los que invocan a animales que viven en las profundidades de la tierra, cerca del magma, allá donde se gesta el primer fuego que escupen los volcanes. El clan del hurón, del topo, de la lombriz, la serpiente.

Anaíd se animó.

— Y el aire lo dominan las águilas, los halcones, las perdices...

— Lógico.

Tía Criselda, pálida, intervino:

— Anaíd, tendré que enseñarte un par de conjuros para pasar tu iniciación. Debes demostrar que puedes reverdecer el tronco del árbol de tu vara y madurar un fruto.

Anaíd pareció decepcionada.

— ¿Sólo eso?

— ¿Qué creías?

Anaíd fabuló:

— Pues que tendría que convocar un temblor de tierra, una erupción de un volcán o... una tormenta...

Valeria lanzó una carcajada. Criselda se avergonzó. La ignorancia de Anaíd era culpa suya. Clodia la corrigió con tonillo de sabionda perdonavidas:

— Eso, ni las jefas de clan. Las iniciadas hacen otras gilipolleces, maduran una mandarina, encienden una rama de pino, llenan una palangana de agua y hacen revolotear una pluma en el aire. Has visto muchas películas de magia tú.

BOOK: El clan de la loba
12.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Tilly True by Dilly Court
The Ice Storm by Rick Moody
A Share in Death by Deborah Crombie
Better Than Chocolate by Sheila Roberts
The Whirling Girl by Barbara Lambert
Vintage by Susan Gloss
Dare by Hannah Jayne