El clan de la loba (9 page)

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Authors: Maite Carranza

BOOK: El clan de la loba
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Criselda comenzó a sudar. Anaíd se iba acercando a la pregunta sin respuesta. Intentaría des-concertarla.

— Selene era tan valiente que creía que las vencería, por eso no se amilanó.

— Pero...

Criselda estuvo a punto de formular un hechizo de silencio. No soportaba tantas preguntas, no tenía respuestas a las preguntas de Anaíd que se acercaban peligrosamente a la gran cuestión.

Anaíd volvió a la carga. ¡Maldita niña!

— Pero no era valentía... Mi madre cambió, mi madre llamaba la atención aposta, salía por Internet, por la radio, concedía entrevistas y... bebía y conducía borracha... En la escuela decían que se le iba la olla.

Criselda respiró aliviada.

— Tú lo has dicho. Selene se volvió un poco... loca.

Anaíd recordó las locuras de Selene, algunas deliciosas, otras desconcertantes, las más inquietantes.

— La muerte de la abuela la afectó mucho y ahora lo entiendo. A lo mejor yo también me hubiera vuelto loca.

Criselda se sorprendió. ¿Sabría Anaíd más de lo que suponía?

— ¿Qué estás insinuando?

Anaíd, muy sabiamente, concluyó:

— ¿Cómo puedes continuar viviendo con la culpa de saber que tu propia madre ha muerto por defenderte?

Criselda la habría besado de alegría. Esa niña era un tesoro. Ella sólita, sin la ayuda de nadie, había encontrado el argumento que una bruja experimentada como ella llevaba más de quince días buscando.

A Selene la había vuelto loca la culpabilidad. ¡Claro! La excesiva responsabilidad de llevar sobre sus espaldas el destino de las Ornar y la muerte de su propia madre. Y, naturalmente, se había sentido desorientada, perdida y asustada. Por eso se había comportado como una loca irresponsable a pesar de las advertencias de sus compañeras de coven.

Criselda recordó que cuando tuvo lugar la muerte de la matriarca y su multitudinario entierro, Selene aún se recogía el cabello bajo sus originales sombreros y se comportaba con una cierta discreción. Cierta, porque siempre fue apasionada e inmediata. Entonces, las posibilidades de que fuera la elegida sólo eran rumorologías. Casi nadie la conocía, casi nadie sabía de ella, Selene era solamente la hija de Deméter, la matriarca Tsinoulis, la gran bruja. Sin embargo todo apuntaba ya a que así fuese. Hacía bastantes años que el cometa anunció su llegada. El año de la muerte de Deméter había caído el meteorito lunar y ahora, tras la inquietante conjunción de Saturno y de Júpiter, estaba acercándose el momento en que los siete astros se alinearían, esa conjunción que los tratados identificaban como el inicio del reinado de la elegida. La profecía se estaba cumpliendo.

Anaíd interrumpió los pensamientos de Criselda.

— ¿Sabes qué fue lo peor?

Criselda no lo sabía.

— Selene encontró el cuerpo de la abuela.

Criselda se llevó las manos a la boca para reprimir un grito. Selene no se lo había confesado. ¡Debió de ser terrible! Las Odish desfiguran a sus víctimas y las convierten en seres horrendos. Una vez, de niña, acudió de noche al cementerio con Deméter, desobedeciendo a los adultos y transgrediendo las normas. La escena que contemplaron no la olvidarían jamás. Las dos, tomadas de la mano, querían ver por última vez a Leda, su mejor amiga, la niña que no pudo llegar a ser mujer porque pereció desangrada a manos de las Odish antes de ser iniciada y antes de poder defenderse. Se escaparon de noche las dos, su hermana y ella, para besar a Leda. Su madre se lo había prohibido termi-nantemente, pero ellas no le hicieron caso y bajaron a la cripta donde descansaban los restos de Leda. ¡Ojalá nunca lo hubiesen hecho!

Leda era un monstruo.

Leda era un engendro.

Leda estaba sin cabello, hinchada, blanca, cubierta de pústulas, con las cuencas de los ojos vacías y las uñas de manos y pies arrancadas. Leda, la bonita Leda, se convirtió en el ser más horrible de todas sus pesadillas.

Nunca mientras viviese olvidaría a Leda.

Compadeció a Selene. En los casos de víctimas de las Odish las médicos forenses Omar acudían de lejos y se encargaban de buscar una explicación plausible para no despertar sospechas de la justicia. Así eludían las investigaciones policiales atribuyendo las muertes a caídas, atropellos, incendios, ahogamientos.

— A mí no me la dejaron ver —susurró Anaíd.

La pobre niña había descubierto demasiadas cosas juntas y no podía digerirlas.

— Las añoro tanto —murmuró a punto de llorar.

Criselda también las añoraba, eran su única familia. Sin poderse contener abrazó a Anaíd y Anaíd se refugió en su regazo, como un cachorrillo. Criselda le acarició suave-mente la frente para borrar sus temores, sus angustias.

— ¿Selene lo estará pasando muy mal?

— Es fuerte, es poderosa, sabe protegerse.

— Quiero buscar a mi madre.

— Antes tendrás que aprender muchas cosas.

— Las aprenderé, me iniciaré como bruja Omar y rescataré a Selene de las Odish. ¿Me ayudarás?

— Claro que sí.

— ¿Empezamos ahora?

— Mañana, ahora duerme, duerme, pequeña, duerme y descansa.

Anaíd se arrebujó entre sus brazos e, inesperadamente, rodeó el cuello de la vieja Criselda y la besó en la mejilla.

— Te quiero, tía.

Criselda sintió un extraño cosquilleo en su piel. ¿Cuánto hacía que nadie la besaba? ¿Cuánto hacía que nadie musitaba «te quiero» a su oído?

Criselda, llena de melancolía por su lejana juventud en la que conoció el amor, acunó a su sobrina, la nieta de su hermana, y consideró que cambiar de opinión era de sabios. A lo mejor no entendía de niños, a lo mejor no sabía cocinar, a lo mejor no tenía paciencia, a lo mejor no servía, pero no la dejaría, no confiaría su educación en manos de otra bruja.

Se quedaría con Anaíd.

Era lo menos que podía hacer por las Tsinoulis.

Ver y no mirar, escuchar y no oír. Aprender a leer la naturaleza y la vida mediante la intuición.

Eso es lo que hacía Anaíd día y noche desde que tía Criselda se decidió a enseñarle los rudimentos del arte de la brujería. Hasta que no dominase los dos principios, no podía pronunciar conjuros ni servirse de su vara de abedul para encantamientos.

La vara la entusiasmaba, le daba segundad y le encantaba voltearla en el aire concibiendo originales signos, como las bengalas luminosas que agitaba la noche del sols-ticio junto a la hoguera.

Fue a cortar su vara con tía Criselda junto al río y, antes de escoger la rama oportuna y probar su sintonía, tía Criselda le mostró la forma de pedir permiso al viejo abedul. Anaíd oyó claramente la respuesta del árbol ofreciéndole su colaboración y se dio cuenta de que tía Criselda, en cambio, no lo había oído. ¿Estaba sorda su tía? No se atrevió a decírselo porque también se dio cuenta de que cuando escuchó las protestas del escarabajo que se agarraba a la rama tía Criselda tampoco se enteró.

Continuó escuchando y efectivamente escuchó muchas cosas, demasiadas. El ruido, el horrible zumbido que un día apareció en su cabeza, se había ido transformando en signos auditivos, lenguajes simples, lenguajes animales que podía comprender sin dificultad. Comprendía al perro, al gato, al gorrión y a la hormiga. En un perímetro de cinco metros cuadrados era absolutamente impensable la cantidad de voces que confluían. No obstante, prefirió mantener sus descubrimientos en absoluto silencio, por si acaso se había adelantado a sus lecciones, por si acaso, como le sucedía en la escuela, aprendía demasiado deprisa y debía morderse la lengua. Ya tenía práctica en ese tipo de tretas. Sabía simular perfectamente la estupidez.

Veía también muchos signos que antes le pasaban inadvertidos. Veía mensajes en la forma de las nubes, la dirección del viento, el vuelo de los pájaros y las arrugas de su sábana. Aprendió a leer lo que veía sirviéndose de sus propias intuiciones, en lugar de reprimirlas, y a interpretar algunos sueños y algunas premoniciones con la ayuda de su tía.

Tía Criselda la felicitó por sus progresos el día que Anaíd leyó correctamente el poso de su taza de té que vaticinaba una sorpresa inesperada y que se produjo unos minutos después, cuando el cartero les hizo entrega de un paquete postal que tía Criselda, emocionada, abrió con manos nerviosas y del que surgió un asustado gatito. El paquete provenía de su amiga Leonora, que la felicitaba por su cumpleaños y le regalaba el gatito, hijo de la gata Amanda que tía Criselda le regaló a ella años atrás.

Anaíd lo acarició, le habló en un arrullo y tuvo la satisfacción de obtener una respuesta en maullidos que supo interpretar: «Quiero a mi mamá.»

A Anaíd se le partió el corazón. Ella y el gatito tenían más puntos en común de los que podían tener una niña y un gato. Los habían separado de sus madres y estaban a merced de tía Criselda. Anaíd se erigió en protectora del nuevo inquilino de la casa y lo primero que hizo fue ponerle un nombre.

— Se llamará Apolo.

— ¿Apolo?

— ¿A que es guapo? Como Apolo.

Tía Criselda le permitió ocuparse de Apolo y, dicho sea de paso, se quitó un peso de encima. Si la niña le venía grande, no digamos la faena que suponía una cría llorona de gato que chupaba leche de un calcetín cada tres horas.

Anaíd tenía a Apolo, tenía su vara de abedul, sabía escuchar, ver, leer e interpretar, pero tía Criselda se negaba aún a enseñarle a utilizar ningún conjuro.

— La técnica te muestra el cómo, pero si no posees el que, nunca serías capaz de lograrlo. El qué es tarea tuya. Significa amar a tu propio espíritu, poseer paz, equilibrio y autoestima.

Eso era lo que tía Criselda recitaba hasta la saciedad.

— ¿Quieres decir que no estoy en paz?

— Eso lo sabrás tú sola, pero debes quererle mucho a ti misma. Debes hallar tu propio equilibrio.

— Gaya no tiene nada de eso.

— Precisamente por eso Gaya es una bruja tan mediocre. Su única virtud es la música. Cuando toca su flauta y compone sus melodías, encuentra lo que habitualmente le falta.

Anaíd no quería esperar, sentía dentro de ella una curiosidad insaciable y tenía ganas de ir más allá, más deprisa.

Pero tía Criselda, anormalmente plácida, se iba acomodando a una rutina apática que la invitaba a sentarse junto a la ventana y a contemplar anestesiada las mortecinas puestas de sol, cada vez más sucias y tristes, mientras comía bombones y bebía té. Anaíd sospechaba que los años comenzaban a gastarle malas jugadas. Tía Criselda cada día era más olvidadiza y desmemoriada. Algunas noches vagaba por la casa y en ocasiones preguntaba a Anaíd dónde se encontraba.

Anaíd, impaciente y deseosa de aprender, se ponía de los nervios al verla. ¡Sólo faltaba que su tía también enloqueciese!

Y decidió prescindir de Criselda. La fuerza que le salía a borbotones y que le confería una sensibilidad especial en las manos y en los ojos la llevó a explorar los rincones ocultos de la biblioteca de su madre y su abuela. Y buscando, buscando, encontró lo que quería.

No necesitaba a tía Criselda, ya tenía los libros de conjuros escritos en la lengua antigua, la lengua que Deméter le había enseñado y en la que pronunció el primer conjuro de su vida, el conjuro de vuelo del libro de Criselda mediante el cual había acudido al coven.

Sin que tía Criselda se enterara, se llevó los libros uno a uno hasta su cueva y allí, sola, con la única compañía de Apolo, aprendió a utilizarlos sin ayuda.

Capítulo VIII: La Condesa

Selene permanecía prisionera del mundo opaco. En el mundo opaco, sin tiempo ni contrastes, se podía vivir eternamente en el olvido.

Espejo del mundo real, negativo de sus bosques, sus lagos, sus cuevas y sus recodos ignotos, todo en el mundo opaco transcurría absurdamente idéntico a sí mismo, igual al antes y al después.

Tan sólo el movimiento tenue del curso de los ríos, la inclinación caprichosa de las copas de los robles y el cambio en la ordenación de las cumbres contribuían a confundir el recuerdo para acabar instalando la convicción de que los recuerdos no tenían lugar ni cabida en ese mundo extraño sin horas, minutos ni colores.

Selene vagaba por sus bosques y se dejaba adormecer, sin escucharlas, por las vocecillas burlonas de los trentis, esos hombrecillos diminutos y liantes. Era inmune a sus mentiras y a sus engaños e impermeable al canto de las anjanas. Las anjanas, esas bellísimas doncellas que peinaban eternamente sus cabellos, ya no la subyugaban con sus dulces voces y sus leyendas de amor que narraban una y otra vez sin aburrirse jamás. Ya no se quedaba embobada contemplando el reflejo de sus siluetas en las aguas.

Nunca supo el tiempo que permaneció en el mundo opaco hasta que la condesa la recibió. Sólo supo que era el lugar adecuado para el olvido y la locura, y a punto estuvo de sucumbir a su encanto.

Cuando Salma la acompañó a través de las profundas galerías que socavaban la tierra, formando abruptas salas naturales pobladas de estalactitas y estalagmitas, Selene se atrevió a hablar y a desbloquear los sentidos que trentis y anjanas habían estado pugnando por robarle. Se trataba de eso, de superar las pruebas que le iban imponiendo. Resistió a las privaciones y había resistido a la nada. ¿Qué más cabría esperar?

La condesa la esperaba sentada en la oscuridad. Selene percibió la inmensa fuerza de su poder al penetrar en la galería. En efecto, Salma la saludó, manteniéndose distante, y presentó a Selene.

— Condesa, aquí tenéis a Selene.

La voz imperiosa no admitía dilaciones. Era una voz acostumbrada al mando.

— Acércate, Selene —ordenó la condesa.

Selene así lo hizo y un tacto frío manoseó su piel buscando un resquicio por el que colarse en su conciencia. Horrorizada, Selene notó cómo algo sinuoso penetraba en su cuerpo aprovechando el aire que inhalaba. Experimentó el mismo asco que le hubiera producido una inmensa cucaracha reptando por su boca e introduciéndose viva por su garganta para luego pasearse dentro de ella y hurgar en sus entrañas con sus patas. Selene luchó contra la repugnancia y el miedo utilizando, esta vez sí, un conjuro. Bloqueó sus sentidos y al/ó un muro de protección resistiendo estoicamente la minuciosa exploración a la que fue sometida. La tortura finalizó cuando el tentáculo de la condesa salió por un orificio de su nariz.

— Bienvenida, Selene, la elegida.

La voz de la condesa era metálica y falta de calor humano. ¿Y su rostro?, se preguntó Selene, pero lamentablemente la condesa no se dejaba ver, permanecía oculta en las sombras.

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