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Authors: Maite Carranza

El clan de la loba (5 page)

BOOK: El clan de la loba
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— ¿Te atreves a llamarme mentirosa?

Pero Selene no se arredró lo más mínimo.

— Me prometiste esperar hasta el verano.

La risa de Salma sonaba a hueca, a eco de risa repetida una y mil veces. Una risa gastada y vieja.

— ¿Qué importancia tienen dos meses si los comparas con la eternidad?

— Mucha. No es así como yo lo planeé. Ha sido todo tan precipitado que no he podido borrar las huellas de nuestros contactos, ni he podido urdir una coartada coherente, ni tan siquiera despedirme de mi trabajo, ni cerrar la casa, ni cancelar mis cuentas...

— ¿Y qué? Nadie es imprescindible. Pasados unos meses te darán por desaparecida y todos se olvidarán de ti, hasta tu editor.

Selene no estaba de acuerdo.

— Mis compañeras no se resignarán, me buscarán, os crearán problemas, tenedlo por seguro. Atarán cabos y se interferirán en mi camino...

Salma consideró que tal vez Selene tuviera razón.

— Hubieras preferido simular tu propia muerte...

Selene afirmó.

— Ése era el trato.

Salma se encogió de hombros.

— Ha sido orden de la condesa. Yo lo llevaba a mi manera hasta que la condesa dio la orden. Fue el la quien adelantó las fechas.

Selene enmudeció unos instantes, pero se repuso.

— Tengo que volver y solucionarlo todo. Aún estoy a tiempo de impedir que mi marcha cause más revuelo de lo necesario.

Sin embargo, Salma no estaba dispuesta a permitirlo.

— Imposible, la condesa quiere verte.

Selene tembló, un leve temblor que se expandió por su nuca y aleteó hasta la punta de sus dedos fríos.

— ¿Ha regresado?

— No.

— ¿Entonces? —preguntó Selene con miedo, intuyendo la respuesta.

— Tendrás que acudir a su lado. Viajarás conmigo al mundo opaco.

Selene palideció y se aferró al barrote del camastro sin importarle la cucaracha que aplastó.

— ¿Al mundo opaco?

— ¿Tienes miedo? —le reprochó Salma burlona.

Selene no se avergonzó de su temor, no era infundado.

— Ninguna Ornar ha regresado nunca.

Salma volvió a reír con su risa hueca.

— Tú no eres una Ornar cualquiera.

Selene pensaba con rapidez, no podía dilatar la espera de Salma ni de la condesa.

— Viajaré... con una condición. Antes debo regresar a mi casa y borrar mis huellas.

Salma rió.

— Lo haré yo.

— ¿Tú? —exclamó horrorizada Selene.

— Será divertido —musitó Salma repentinamente convertida en una niña traviesa—. Las engañaré.

— No, Salma, tú no. Además han pasado tres días.

— No importa.

Selene se enfadó.

—Te he dicho que no te acerques a mi casa o te arrepentirás.

De pronto Salma calló y su silencio se prolongó un tiempo demasiado largo para que Selene pudiera permanecer tranquila.

— ¿Ocultas algo?

Selene negó.

Salma esbozó un gesto de contrariedad.

— Una semana más aquí dentro te hará recuperar la memoria.

Selene se sintió desesperar. Salma dio media vuelta dispuesta a salir de nuevo sin ofrecerle siquiera un poco de agua, una manía. No. Selene sabía que una vez concebida la esperanza resulta imposible deshacerse de ella. Y suplicó.

— Espera.

Salma se detuvo y aguardó a que hablase.

— Hay un hombre, Max, que vive en la ciudad y que me estará esperando. Está loco por mí.

— ¿Y tú?

Selene se mordió los labios antes de responder. Aún le dolían sus besos.

— Podré olvidarlo.

— ¿Alguien más?

— Una niña.

— ¿Una niña?

— Mi hija adoptiva.

— ¿Una hija?

Selene se revolvió con ímpetu.

— No es mía, Deméter me obligó a criarla. Fue más hija suya que mía.

— ¿Una Omar?

— No, una mortal feúcha y algo torpe, sin poderes, sin ninguna gracia especial...

— ¿Y qué importancia tiene?

Selene pensó en una cama mullida, en un vaso de agua fresca, en un baño caliente, en una estancia cálida, en un rayo de sol luminoso. Miró fijamente a la astuta Salma. No podía engañarla.

—...Para ella soy su madre y...

— ¿Y?

— Le tengo cariño —admitió bajando la cabeza

Capítulo IV: El despertar de Anaíd

El telegrama llegó la misma tarde de la llegada de tía Criselda. Iba dirigido a Anaíd, pero el redactado era impropio de Selene. Y no obstante las palabras del telegrama la hirieron profundamente. Decía así.

Anaíd:

No me busques, Max me recogió en su coche, empezaremos una nueva vida lejos de todo. No era posible estar los tres. Enviaré dinero a Elena. Me olvidarás. Selene.

Anaíd lo leyó hasta aborrecerlo. Así pues era cierto. Max existía, era un hombre de carne y hueso, un amante de su madre en la ciudad, alguien a quien Selene prefería antes que a ella. Sintió deseos de llamar de nuevo al número de Max y de dejarle un mensaje a gritos pidiéndole que le devolviese a Selene, pero era absurdo. Selene le amaba a él y en esos momentos debían de estar los dos lejos, muy lejos.

Tía Criselda, con las gafas caladas, leyó el telegrama sin acabar de creérselo y la mareó a preguntas sobre Max, su madre y sus locuras. Pero Anaíd no le respondió, úni-camente quería estar a solas y llorar.

Unas horas más tarde Elena se presentó en la casa con un sobre que contenía dinero en metálico y, junto con los billetes, que entregó a Criselda, mostró una breve nota me-canografiada y firmada por Selene rogando a Elena que se hiciese cargo de Anaíd con la promesa de recibir más adelante una cantidad para su manutención.

— ¿De dónde ha sacado el dinero? —se preguntó Anaíd en voz alta—. Todas sus libretas y tarjetas de crédito estaban dentro de su bolso, yo misma anoté los movimientos y no había retirado dinero.

Elena y Criselda, sorprendidas, miraron a Anaíd.

— Dijiste que Selene no se llevó nada con ella.

Anaíd se reafirmó en lo que sus ojos vieron el día después de la tormenta.

— Todo quedó aquí, su ropa, sus zapatos, su abrigo y su bolso.

Y mientras Anaíd lo iba diciendo, comprobaba con asombro que en el perchero no había ni rastro del bolso de Selene, ni de su abrigo.

— ¡Los vi aquí, colgados! —protestó.

Elena y Criselda cruzaron una mirada cómplice.

— ¿Y los zapatos has dicho?

— Venid a verlo, está todo intacto, hasta su maleta...

Sin embargo, tras subir las escaleras y abrir las puertas del armario de Selene, Anaíd palideció. Estaba medio vacío: de sus zapatos apenas quedaban un par de viejas katiuskas agujereadas y unos mocasines sin suelas, el lugar donde reposaba su maleta era ahora una balda vacía y de su mesilla de noche habían desaparecido su libro de lectura, sus gafas de sol y sus pasadores del pelo. Anaíd fue con precaución al baño. No podía creerlo: tampoco estaba el cepillo de dientes. Ni el champú, ni el guante de pita con el que frotaba su cuerpo cada mañana.

Pero eso no fue lo más extraño ni lo más curioso que sucedió esa tarde. Cuando Anaíd mostró a Criselda y Elena el estado del correo electrónico de su madre para dejar patente que no se había despedido de nadie ni había advertido a su editor de su marcha, se encontró con la desagradable sorpresa de que los archivos tampoco eran los mismos que ella había leído. Había unos e-mails diferentes. En ellos, datados con anterioridad a su desaparición, Selene anunciaba su partida a la editorial y cancelaba a través del correo diversos compromisos adquiridos de antemano: una conferencia, un congreso de cómics y la inauguración de un salón de exposiciones. Anaíd los contrastó con los e-mails que imprimió ella misma tres noches antes. No había ninguna coincidencia. Ni siquiera quedaba rastro de la relación epistolar con esa admiradora furibunda que tanto la elogiaba. S.

Mostró sus impresiones a Elena y a Criselda, pero notó que ninguna de las dos lo consideraba importante. Y cuando Criselda se quejó de la desaparición de los números telefónicos en la memoria inmediata del aparato, Anaíd, anonadada, consideró que lo mejor sería callar.

Era más que evidente que tras la desaparición de Selene alguien había regresado dispuesto a borrar todas las huellas.

Tuvo su primer escalofrío.

¿Cómo había entrado en casa?

¿Cómo había sabido cuáles eran sus efectos personales?

¿Cómo había conseguido borrar la memoria del aparato telefónico?

¿Cómo había logrado escribir e-mails datados en fecha anterior?

Sólo había una explicación. Lo había hecho Selene en persona.

Luego se sintió mal, muy mal, y se metió en cama tiritando.

No tenía fiebre y sin embargo se sentía mucho peor que cuando sufrió la neumonía y la ingresaron a causa de las convulsiones. A Anaíd le dolía todo el cuerpo, desde la raíz del cabello hasta las uñas de los pies. Se sentía crujir los huesos uno a uno, sentía las vísceras removerse dentro de sus cavidades, sentía cuchillos clavados en los tendones, sentía los músculos asaeteados por mil agujas, sentía la piel tensa a punto de resquebrajarse. Imposible pegar ojo, sentarse, leer o... simplemente pensar.

Hacía ya dos semanas que se sentía morir y no iba a la escuela, aunque esto último no tenía importancia. El médico le había dicho que descansara y que no se preocupase por los estudios, que estaba alterada por lo que había ocurrido con su madre. Anaíd se avergonzó. En boca de todos estaba la historia de la huida de Selene con un hombre lla-mado Max y, si bien al principio Anaíd se resistió a admitir la traición, fue considerando que Selene había huido con él en un rapto de locura, que era su estilo, y que luego había regresado de noche para llevarse sus cosas, reescribir sus e-mails, borrar sus llamadas y enviar el telegrama y su dinero. Lo había solventado todo sin atreverse a dar la cara. Eludiéndola. Y por su cobardía y sus mentiras hubiera querido odiarla, extirparla de su vida como una apendicitis infecciosa. Hubiera querido tenerla delante para echarle en cara su egoísmo, su absoluta falta de responsabilidad, la misma que le reprochaba Deméter. Pero también sabía que la necesitaba. Fuese egoísta, ambiciosa, irresponsable o loca...

Durante esos días de obligado reposo lo que más la inquietaba era su cabeza, o lo que tuviese dentro, porque en lugar de cerebro parecía que se le hubiese instalado un enjambre de abejas o un aserradero de madera. El zumbido le resultaba insoportable; era constante, pero se agudizaba en determinados momentos y en sitios muy concretos. Una tarde intentó hallar tranquilidad en su refugio, pero no consiguió recorrer el camino del robledal, pues antes de llegar a su cueva se vio obligada a dar media vuelta y regresar corriendo. Era una tortura, la mezcolanza de sonidos que desprendía el bosque agudizó el zumbido hasta un nivel insoportable y a punto estuvo de volverla loca.

Anaíd añoraba a Selene constantemente, pero en los momentos en que se encontraba peor añoraba a Karen. Deseó que Karen, su médico y gran amiga de su madre, regresara de Tanzania, la tendiese en su camilla de olor a azúcar Candy para hacerle cosquillas con el auscultómetro y la curase. De niña creía que el estetoscopio de Karen era mágico y que con sólo acariciar su pecho o su espalda sanaba sus bronquios o sus pulmones resfriados.

Intentó pensar como habría pensado Karen, intentó preguntarle a Karen cómo comportarse, y la respuesta le llegó a través de un susurro que la visitó una noche de in-somnio: «Anaíd, bonita, no luches contra el dolor ni el ruido, es tu cuerpo, eres tú, forman parte de ti, no los rechaces, siente el dolor, respira hondo, escucha los sonidos que hay dentro de ti, acéptalos, intégralos en ti.»

La sugestión de la voz de Karen funcionó como la seda. Consiguió que su cuerpo aflojase la tensión y que el retumbar de su cabeza se amortiguase, sobre todo al caer la noche.

Pero al igual que en los episodios febriles, le sucedía que luego, de madrugada, tras haber conseguido dar un par de cabezadas, se despertaba con los ojos abiertos y el corazón palpitante creyendo que las paredes de su habitación hablaban, que de las cortinas de la ventana surgía una esbelta figura de una dama con una airosa túnica y que sobre su kilim turco reposaba un guerrero a la antigua usanza, con yelmo y armadura.

Ésas eran sus alucinaciones, cobraban forma cada noche y cada noche ocupaban el mismo lugar. El caballero y la dama eran osados y curiosos, la observaban con descaro y parecía que iban a ponerse a hablar en cualquier momento. Eso era tal vez lo más divertido de todo lo que le estaba sucediendo.

Mientras tanto, tía Criselda, un encanto, pero no servía más que para causarle problemas y montar estropicios. Anaíd intentó explicarle los síntomas de su extraña enfer-medad, pero tras visitar al médico y no obtener un diagnóstico claro ni un remedio concreto, la mujer se asustó, se lió diciendo que ella no entendía de niños y le dio a beber un líquido nauseabundo que le produjo una gran vomitona. Se pasaba la mayor parte del día haciendo llamadas telefónicas o revolviendo en la biblioteca y en la habitación de Selene. Últimamente la tenía preocupada la difícil situación financiera en que vivían. Tía Criselda había descubierto que tras la muerte de Deméter Selene hipotecó la casa y derrochó el dinero a manos llenas. Se cambió de coche, compró mobiliario nuevo, viajó y se regaló un montón de caprichos. En esos momentos las deudas y facturas impagadas amenazaban con ahogarlas y tía Criselda no sabía cómo conseguir el dinero. Melendres, el editor de su madre, era un mal bicho. Se negó a adelantarles ni un duro si Selene no firmaba personalmente sus facturaciones.

Pero a Anaíd, a sus catorce años, no le preocupaba ese tipo de cosas. Además, no confiaba en la tía Criselda. Excepto sus manos balsámicas que borraban las preocupa-ciones, para nada recurriría de nuevo a ella en busca de soluciones prácticas a problemas concretos. Nunca le pediría que le preparase una tortilla (se la frió con vinagre) o un filete (se lo sirvió crudo) o que le lavase un jersey (lo destiñó con lejía).

Lo que no acababa de comprender Anaíd era por qué motivo se consideraba que un adulto cuidaba de un niño cuando en su caso era completamente al revés. Tía Criselda, con todo el morro, se apuntaba a las comidas y a las cenas que ella preparaba. Afortunadamente Criselda era conformista, le daba lo mismo comer unos espaguetis carbonara, que unos espaguetis con tomate que unos espaguetis al pesto. En eso le agradecía la falta de gusto y Anaíd confirmaba que tía Criselda era un espécimen muy raro de adulto y que las mujeres de su familia no se parecían en nada entre ellas, pero que —cada una en su especialidad— juntas podían poblar un zoológico.

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