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Authors: Maite Carranza

El clan de la loba (10 page)

BOOK: El clan de la loba
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Selene, a pesar de su indudable inferioridad, mantuvo la cabeza bien alta.

— Aquí estoy, condesa, en el lugar de donde ninguna Omar ha regresado nunca.

Salma rió con su risa hueca y señaló a Selene encantada de ponerla en evidencia.

— Tenía miedo de venir, de conoceros.

Selene sintió la curiosidad de la condesa instalándose en sus cabellos, en los poros de su piel. Ahora husmeaba su cuerpo como un perro. Selene no se amedrantó.

— Salma tiene razón. ¿Acaso no se os conoce por el nombre de «la condesa sangrienta»?

La condesa suspiró.

— Eso fue hace mucho tiempo.

— Cuatrocientos años —musitó Selene—. Según las crónicas, en vuestro castillo húngaro degollasteis a más de seiscientas muchachas.

— Seiscientas doce. Todas doncellas. Su sangre me permitió resistir hasta nuestros días.

Selene se estremeció.

— ¿Y desde entonces no habéis regresado al mundo?

— Te estaba esperando.

Selene se inquietó.

— ¿A mí?

— He estado reponiendo fuerzas y estudiando los astros y las profecías. Por eso hemos podido adelantarnos a las Omar. Por eso hemos estado alertas a todas las señales, desde el cometa.

— Eso fue hace mucho tiempo —protestó Selene palideciendo.

— Exacto, hace casi quince años, cuando tú rechazaste a las Ornar y huiste. ¿Fue entonces también cuando descubriste que eras la elegida?

Selene entornó los ojos. Recordaba el tiempo oscuro de las revelaciones.

— Descubrí cuál era mi destino. Hasta entonces había creído que las profecías sólo eran paparruchas.

— No escogemos nuestro destino, Selene, el destino nos elige y no podemos eludirlo.

Selene se mantuvo callada. La condesa estaba en lo cierto.

— ¿Así pues sabéis de mis relaciones con... una Odish? ¿Os informó ella?

— Nos llegaron rumores, pero no era suficiente para estar seguras. Fue necesario el meteorito.

— El meteorito lunar —apuntó Selene—. Creí que habría pasado inadvertido.

— Para las Ornar tal vez, pero nosotras sabíamos que la caída del meteorito, poco antes de la conjunción, indicaría el lugar exacto donde la elegida se manifestaría. Y fue en el valle de Urt. Resultó sencillo. Tu linaje, tu fuerza, tu cabello y sobre todo tu historia te señalaban.

Selene reprimió una lágrima.

— Hace un año, cuando murió Deméter.

— ¿No te pondrás sentimental? —se burló Salma.

Selene se alzó sobre la sombra.

— ¡Era mi madre! ¡La matasteis!

Salma rió con ganas.

— Los sentimientos de las Omar. Ya los irás perdiendo, acaban por olvidarse, como los años o las arrugas.

La condesa permanecía en silencio observando a Se-lene.

— No te comprendo, Selene, tu madre y tú os peleasteis. Desde tu huida y tu traición a las Ornar, nunca te perdonó.

Selene asintió.

— Pero era mi madre. Debo respeto a su memoria.

Salma no pudo contenerse:

— Qué estupidez.

La condesa la reprimió:

— Calla, Salma, calla y escucha a la elegida. Tal vez por la falta de sentimientos no seamos capaces de perdurar, tal vez debamos aprender una última lección para la supervivencia. ¿Cuántas quedamos? Pocas y enemistadas. La elegida nos guiará y quizá en el camino que nos proponga deberemos deshacernos de prejuicios... Los sentimientos... A lo mejor ése será nuestro nuevo reto. ¿Es así, Selene?

Selene había escuchado a la condesa sin parpadear.

— No sé cuál es vuestro camino, ni creo que coincida con el mío. Me habéis buscado insistentemente y me habéis puesto a prueba: primero las vejaciones y las privaciones, luego la locura del mundo opaco. Estoy aquí, he superado las pruebas, pero aún no sé qué queréis ofrecerme ni qué queréis pedirme.

La condesa atronó la estancia con su voz.

— ¿Qué le has hecho, Salma?

Salma dio un paso atrás.

— Probé con el calabozo, incomunicación y privaciones. Lo superó satisfactoriamente. Y luego la abandoné en el mundo opaco y no enloqueció.

— ¡Estúpida!

Salma la señaló con el dedo.

— Tenía que hacerlo antes de traerla aquí. No es nadie, es tan sólo un vehículo. Debemos considerarla una prisionera, si no, acabará por dominarnos ella a nosotras.

— ¿Y qué propones? ¿Eliminarla quizá? —replicó la condesa indignada.

Salma se permitió la duda.

— ¿Por qué no? Sería una tercera vía. Los planetas aún no se han alineado completamente. La profecía todavía no se ha cumplido. Si nos adelantamos a ella...

— Recuerda que Júpiter y Saturno han reinado juntos en el cielo...

Selene rompió su silencio y dio un paso hacia Salma mirándola con lástima.

— No puedes hacerme nada, no puedes siquiera amenazarme.

— ¿Ah, no?

Selene se permitió mirarla por encima del hombro.

— Pregunta a la condesa. Estáis en mis manos. Sin mí, su regreso sería improbable, por no decir imposible. Sólo yo le permitiré recuperar sus fuerzas... y eso mismo te su-cederá a ti y a las otras.

Salma, furiosa, lanzó un conjuro rápido, apenas una tímida letanía, pero Selene cerró sus ojos, extendió las palmas con rabia y lo rechazó. La magia de Salma rebotó contra las paredes de la galería y hundió una columna. Salma se quedó atónita.

—Tu magia es poderosa, muy poderosa. ¿Quién te enseñó a luchar con una Odish? —inquirió la condesa.

— Deméter.

— ¿Y...?

Selene respondió a duras penas. Para qué negarlo.

— Una Odish...

La condesa intervino tajante.

— ¿Qué quieres?

Selene se impuso en toda su altivez.

— No lo sé, yo no os buscaba..., aunque sé lo que no quiero.

— D i m e.

Selene sintió cómo le temblaban las piernas. Por más que se escudara en retóricas confusas, tenía que tener claro y presente el motivo por el que había aceptado emprender aquel viaje. Y sin embargo, se resistía dar el último paso.

— Si Deméter me oyese, se avergonzaría de mí.

— Pero está muerta.

— Deméter me educó en la austeridad y el sacrificio, pero yo... era más ambiciosa..., por eso me escapé de su lado.

— Lo sabemos. Sabemos que eras inquieta, que no te conformabas, que rompiste con las Ornar y les retiraste el saludo...

— Pero regresé junto a Deméter.

— Con el rabo entre las piernas —puntualizó la condesa—. Sin poder materializar tu sueño. ¿Cuál era tu sueño, Selene? ¿La fama? ¿El amor eterno? ¿El poder? ¿La riqueza? ¿La aventura?

Selene suspiró por los sueños que se le escurrieron de las manos en esos años.

— Tuve tantos...

Selene dudaba, las palabras pugnaban por salir a borbotones, pero el pudor le impedía pronunciarlas. La condesil advirtió su lucha y la ayudó.

— ¿Y bien? Sospecho que quieres ser rica, muy rica.

— Yo no he dicho eso.

— Observo tu sortija, conozco tus debilidades, tus deudas...

Selene se llevó la mano al pecho y acarició su sortija de oro. De niña ansiaba poseer diamantes para engárzalos en sus dedos, aletear las manos y brillar con luz propia como una estrella. ¿Por qué negarlo?

— No amo el dinero.

— ¿No?

— Quiero ser lo suficientemente rica para no pensar nunca más en el dinero. Olvidarme del dinero para siempre. Librarme de su maldición.

—...Puedes tener mucho más...

Selene no quiso escucharla.

— Bella ya lo soy, los hombres me adoran.

— Pero un día dejarás de serlo.

— Ahora no me preocupa, me preocupa tener que trabajar, pelear por unas monedas, tener que calcular el precio de un restaurante, un coche o unos zapatos.

— ¿Sólo eso? ¿Quieres dinero?

— Con dinero podría viajar y visitar los lugares más hermosos de la tierra, saborear los platos más exquisitos en los mejores restaurantes, poseer fincas, palacios, coches, vestir con los mejores modistos, acudir a fiestas, conocer a celebridades... ¿Qué más puedes ofrecerme?

La condesa habló lentamente, insistiendo en cada una de las palabras que ofrecía a Selene.

— La belleza eterna, la juventud eterna, la vida eterna. Te ofrezco la inmortalidad.

Selene se contuvo. Era absurdo no reconocer que conocía la naturaleza de la oferta.

— He estado pensando en ello. En realidad he pensado mucho desde que murió Deméter.

— ¿Y...?

Selene se mordió los labios.

— No sé si estoy dispuesta a pagar el precio de vivir eternamente.

Salma se mostró despectiva.

— Rechaza la sangre.

Selene se revolvió.

— Rechazo matar.

— No puedes aspirar a la inmortalidad y no mancharte las manos.

La condesa se revolvió en su rincón de sombras y Salma calló.

— Bien, Salma, me has entendido sin necesidad de recordarte que no hay nada escrito sobre el camino que deberemos seguir una vez la elegida asuma el cetro de poder.

— ¡El cetro de poder no existe! —negó Salma con pasión.

Selene abrió los ojos.

— ¿El cetro de poder? ¿Os referís al cetro de O?

La condesa recitó su salmodia:

— Y O lanzó su cetro de poder a las entrañas de la tierra, para que nadie lo poseyese, y escribió con su propia sangre la profecía de la bruja del cabello rojo que pondría fin a la guerra de las brujas hermanas.

Salma y Selene se miraron atónitas.

Selene suspiró.

— Y quien posea el cetro de poder dictará los destinos de las Odish y las Omar y reinará como la madre O.

La condesa carraspeó.

— Eso, eso es... el cetro de poder.

— ¿Dónde está? ¿Lo tenéis vosotras? —preguntó Selene.

— Está escrito en la profecía de Trébora que saldrá de las entrañas de la tierra y acudirá a ti —dijo la condesa—. Él te buscará.

Selene dio un paso adelante y contempló sus manos desnudas, las imaginó refulgiendo de luz, brillando en la oscuridad con la fuerza de mil diamantes.

— ¿Lo rechazarás? —inquirió la condesa—. ¿Rechazarás el cetro de poder cuando acuda a ti?

Selene aspiró el aire enrarecido de la cueva. Necesitaba llenarse los pulmones y respirar la incertidumbre. Pero sabía que debía tomar decisiones. No podía dilatar más la elección de su propio camino.

Selene se imbuyó de la idea y se dejó seducir por ella. El cetro de poder la convertiría en reina. Reinaría en un trono de oro incrustado de zafiros y sus largos dedos deslumbrarían como mariposas de luz vestidos de diamantes tallados.

Un escalofrío de placer le acarició la nuca, la idea le agradaba tanto que una sonrisa fue instalándose en su expresión marmórea, la máscara que tan bien sabía interpretar.

— En ese caso, si el cetro de poder existe y la profecía me reserva la capacidad de empuñarlo...—Selene miró retadoramente hacia las sombras donde se ocultaba la con-desa—, lo haré.

LIBRO DE ROSEBUTH

El secreto del amor bien pocas lo saben.

Sentirá una sed eterna,

sentirá un hambre insaciable,

pero desconocerá que el amor

funde y derrite

y alimenta y sacia

la fuerza monstruosa del mal

que habita en las profundidades

de su corazón de elegida.

Capítulo IX: La sospecha

Elena, dando rienda suelta a su sueño e imaginando que Anaíd era su hija y la heredera de sus poderes, profirió el conjuro en la lengua antigua.

Anaíd lo tradujo por algo así como: «Cíñete a su cintura, oprime su vientre y esconde sus senos.»

Anaíd sintió un calor súbito en su cuerpo que le oprimió el tronco, como una faja, pero al poco se fue aflojando, aflojando, y desapareció. En su lugar sólo le quedó un leve enrojecimiento de la piel a la altura del ombligo.

Elena la examinó preocupada.

—¿No sientes una opresión que no te deja respirar?

Anaíd lo negó.

—No. Ha desaparecido.

—Es lo mismo que me ha ocurrido a mí —exclamó Criselda, que hasta ese momento se había mantenido en un discreto segundo plano sin intervenir.

Criselda se había quitado un peso de encima, creía que le fallaba la memoria o, peor aún, la habilidad. Lo cierto es que se sentía anormalmente cansada y olvidadiza y llevaba mucho tiempo intentando conjurar un escudo protector para Anaíd sin ningún resultado. Se dirigió a Karen, que en su calidad de médico era la experta.

— ¿Quieres probarlo tú?

Pero Karen estaba tan intrigada como Elena y Criselda.

— Todo ha sido correcto, pero parece como si Anaíd lo rechazara. Si no fuera porque sé que no puede hacerlo, diría que ella misma expulsa el escudo.

— ¿Yo? —exclamó Anaíd, un poco harta.

No le gustaba que le probasen ropa y todavía le gustaba menos ser una especie de banco de pruebas de madres frustradas que pretendían recordar antiguos conjuros de adolescencia con ella como conejillo de indias.

Karen examinó minuciosamente a Anaíd. Revisó su ropa, sus cabellos y se detuvo en las minúsculas lágrimas negras que colgaban de su cuello.

—Quizá sea culpa de este talismán. ¿De dónde lo has sacado?

Anaíd lo tomó con afecto y lo besó.

—Lo tallé yo misma, en recuerdo de Deméter.

Karen parecía intrigada.

—Pero... esta piedra. Fijaos. ¿Quién te la dio?

Todas se acercaron y Anaíd dio las explicaciones pertinentes. Se sentía orgullosa de su hallazgo.

—Es un meteorito. Lo encontré en el bosque, cerca de...

Calló. Iba a decir cerca de la cueva, pero nadie, ni siquiera su madre, conocía su existencia. Rectificó a tiempo.

— Cerca del arroyo. ¿Os gusta?

— ¿Cómo sabes que es un meteorito? —intervino desconfiada Gaya.

— Me lo dijo la abuela —respondió humildemente Anaíd, que tratándose de Gaya procuraba no llevarle la contraria ni incomodarla; al fin y al cabo era su profesora.

— Si lo dijo Deméter será cierto. Anda, quítatelo.

Probaremos el conjuro sin la piedra —resolvió Elena—. ¿Quieres hacerlo tú, Gaya?

Elena también procuraba contentar a Gaya y mantener la paz dentro del reducido coven, pero desafortunadamente Gaya no tuvo el menor éxito. El conjuro rebotaba en el cuerpo de Anaíd como una pelota contra una pared.

— ¿No estará bajo la protección de un sortilegio más potente? ¿Un anillo de protección radial tal vez?—lanzó Gaya.

Karen repasó con sumo cuidado el espacio circundante del aura de Anaíd con la palma de su mano.

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