Read El clan de la loba Online
Authors: Maite Carranza
— ¿Y la bomba?
— ¿Qué ha pasado?
— ¿Qué comeremos?
— ¡Fuera! ¡Fuera de aquí todo el mundo! —gritó Elena a punto de echarse a llorar.
Criselda, en cambio, parecía flotar ajena a todo y a todos. Aun teniendo delante el desastre, parecía ciega y lo contemplaba sin verlo. Estaba atando cabos lentamente.
— ¿Me estás diciendo que Selene tenía alguna razón que desconocemos para no iniciar a Anaíd? ¿Cuál? ¿Quizá no es una Omar? ¿A lo mejor es una simple mortal?
Y Elena, agachada recogiendo pedazos de tocino, sonrió a través de las lágrimas, porque como mínimo una cosa le había salido bien en ese día atravesado. La desastrosa Criselda había entendido que Selene les ocultaba más cosas de las que creían y que Anaíd era una de ella.
Anaíd despertó sobresaltada y abrió los ojos. Había oído un aullido de lobo, estaba segura. No pudo continuar durmiendo. Algo la empujó a levantarse, un desasosiego, o quizá la luz; había excesiva luz para ser de noche.
En efecto, abrió los postigos de la ventana y comprobó que la luna llena, majestuosa, coronaba las cumbres. La contempló acodada en el alféizar de la ventana. Hacía una temperatura algo bochornosa. Se relajó dejándose acariciar por los rayos lunares. Sin embargo, la noche, una noche primaveral, no hacía honor a ese firmamento despejado de nubes. El cielo parecía turbio. Desde que Selene desapareció la luz dejó de iluminar el día y matizar la noche con la misma intensidad. La cúpula terrestre parecía sucia sin ella.
«Un baño de luna, ¿te apetece?», la invitaba Selene algunas noches de verano, y juntas se estiraban sobre el césped y se dejaban adormecer por la luz mortecina sonriendo con complicidad cuando a lo lejos, provenientes de las montañas, les llegaban los primeros aullidos del lobo. Aullaban a la luna, su amiga, y se comunicaban unos con otros. Y ellas bailaban al son de los aullidos. Aullidos de amor, de pasión, de añoranza, de melancolía.
Todo en esa noche le recordaba a Selene. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no le decía nada? La añoraba tanto, tanto.
Otra vez sonó el aullido, largo, insistente, y mientras lo oía, Anaíd sintió cómo se le erizaba la piel de la nuca. Al poco rato, de una forma natural, del fondo de su garganta surgió también un aullido triste. Anaíd aulló y relató su pena a sus amigos los lobos, los amigos de Selene. Luego quedó inmóvil y se tapó la boca con la mano en un gesto espontáneo, con la sorpresa de quien acaba de cometer una travesura sin proponérselo. Pero no tuvo tiempo de reflexionar. La madre loba le respondió y Anaíd, más sorprendida todavía, comprendió el significado de su respuesta: «Ellas se la han llevado, ellas la tienen, ellas son poderosas, pero vulnerables.»
Se retiró de la ventana con las piernas temblorosas. Era absurdo, totalmente absurdo, pero había aullado y había entendido la respuesta de la loba. ¿Cómo sabía que era una loba? Lo sabía y punto. No, no tenía ni pies ni cabeza. Lobos y hombres no se comunicaban. No podían entenderse, pero ella la había entendido, aunque el mensaje fuera tan críptico. ¿Quiénes eran ellas? ¿Quiénes eran las que se habían llevado a su madre? ¿No había huido con Max?
Se cercioró de que sus brazos no se estuvieran volviendo peludos y se miró a hurtadillas en el espejo. No, no se estaba convirtiendo en una niña loba. Todo era tan extraño... Qué tontería, había sido simplemente una alucinación, pero necesitaba explicárselo a alguien que la convenciese de que no se estaba volviendo loca, como Selene. Sin dudarlo se dirigió a la habitación de su lía Criselda.
La cama estaba intacta, la habitación vacía y la ventana abierta. Anaíd se quedó atónita. El reloj marcaba las dos de la madrugada y en toda la casa no había rastro de tía Criselda. ¿Dónde se había metido? ¿Había desaparecido como Selene? ¿La había alcanzado un rayo como a Deméter? Eso último parecía improbable, el cielo estaba cuajado de estrellas opacas y la luna se mecía en el desfiladero.
Con ojos inquietos repasó todos los objetos de la habitación de tía Criselda a la búsqueda de una pista, de un indicio. Sobre la mesilla, junto a un libro, reposaba un tarro de crema abierto. Le atrajo su olor. Olía a Selene, era la misma crema que Selene utilizaba. Untó su dedo índice, aspiró el aroma a vainilla mezclado con efluvios de jazmín que le recordaba a Selene y, sin pensarlo dos veces, se frotó el rostro y las manos como le había visto hacer algunas noches. Aspiró una vez y otra y notó cómo la invadía poco a poco una agradable sensación.
Un ligero cosquilleo comenzó a ascenderle por las piernas y se sintió desfallecer, los miembros lasos, inertes, presos de una pereza terrible. Se dejó caer en la cama de tía Criselda y junto a ella, por efecto de su caída atolondrada, cayó el libro de la mesilla, abierto por una página al azar, o tal vez no fuese al azar, puesto que era una página arrugada y el libro tendía a abrirse siempre por ahí.
Un rayo de luna iluminó esa página e invitó a Anaíd a la lectura y Anaíd, prisionera de las casualidades que se alineaban en su camino mostrándole la dirección de sus pasos, leyó sin ton ni son, en una lengua extraña, pronunciando, ante su asombro, los sonidos, graves, exactos de las palabras que leía. Y a pesar de ignorar su significado, comprendió su sentido.
A medida que leía se sentía más y más segura de haber recitado esas palabras antes, de haberlas pronunciado en compañía de alguien y de saber perfectamente la cadencia y la melodía de cada una de ellas.
Notó un calor intenso que inundaba su cuerpo y hacía fluir su sangre por todas las arterias de sus miembros dormidos. El torrente sanguíneo latía en cada uno de los poros de su piel y la hacía sentir desbordante de vida, generosa de espacio. Una bruma nubló sus ojos y se adormeció notando cómo su cuerpo liviano, casi etéreo, se sumergía en la noche y flotaba a merced del viento.
El claro del bosque, cruzado por un arroyo y flanqueado por la ladera este de la montaña, estaba inusualmente visitado esa noche de luna llena. Cuatro mujeres habían formado un círculo y, tras entonar unos cánticos, habían bailado juntas una danza. Luego, la de mayor edad dispuso las velas en los cinco puntos que cortaban el círculo, propi-ciando la fuerza geométrica del pentágono, y las prendió.
Criselda, regordeta y desprovista de encanto, soltó el largo cabello que llevaba recogido en un moño, alzó su rostro hacia la luna y sus ojos resplandecieron y embellecie-ron sus facciones. Las otras tres oficiantes, imitando el gesto de su anfitriona, soltaron sus cabellos, elevaron sus miradas a la luna, se tomaron de la mano y aullaron al unísono, en el lenguaje de las lobas, su clan.
Estaban llamando a Selene. La desaparecida.
Al cabo de unos minutos les llegó una respuesta. Alguien respondía a su llamada, pero no era Selene. Su aullido era musical e impreciso. Se extrañaron, en su valle no había ningún otro miembro del clan de la loba. Sin embargo no tuvieron ocasión de verbalizar su extrañeza. Al cabo de muy poco escucharon nítidamente, algunas por primera vez, la respuesta de la madre loba: «Ellas se la han llevado, ellas la tienen, ellas son poderosas, pero vulnerables.»
Elena, Gaya, Criselda y Karen se dejaron caer al suelo víctimas del agotamiento psíquico y de un cierto desánimo. Ninguna fue capaz de expresar las dudas y el miedo que sentían por el rapto de Selene. Criselda menos que ninguna. Todas sabían que la fuerza telepática que habían desencadenado bastaba para que Selene las oyese y les respondiese, a no ser que Selene misma se protegiese de sus llamadas. Elena lanzó la pregunta a Criselda:
— ¿Y bien? ¿Qué podemos hacer con Selene?
Elena, la intuitiva, había cazado en más de una ocasión las dilaciones de Criselda en confesarles sus dudas.
— Estoy sobre la pista, pero necesito más tiempo.
Criselda sabía que no podría silenciar sus sospechas mucho más tiempo.
Todas callaron sumidas en sus propios pensamientos y le concedieron implícitamente el tiempo que pedía.
Criselda aprovechó para solucionar su otra preocupación.
— Mientras tanto, ¿quién se hace cargo de Anaíd y su aprendizaje?
Criselda no tenía la más mínima intención de solicitar ese honor a pesar de ser la familiar más cercana.
— ¿Aprendizaje? -preguntó Karen-. Eso quiere decir que pretendéis iniciarla.
Criselda se secó la frente perlada de sudor. Se hallaba en el centro del círculo de tiza, las velas comenzaban a titilar y la fuerza iba disminuyendo.
— Eso habíamos dicho Elena y yo. Ya tiene catorce años.
Karen había venido de muy lejos y tenía las ideas muy claras.
— Yo he sido su médico y os puedo asegurar que la niña no tiene la más mínima intuición ni aptitudes, a pesar de ser la hija de Selene.
Gaya, indignada, la interrumpió:
— Por mucho que lo insinúes, Selene no es la elegida.
Karen le dirigió una mirada implacable.
— No lo insinúo, lo afirmo. Selene es la elegida de la profecía.
Criselda reorientó el tema.
— No estamos poniendo en duda la profecía ni considerando que Selene sea o no la elegida, estamos hablando de Anaíd y de su futuro.
— Y su presente —puntualizó Elena—. Y os rogaría que os dieseis prisa, porque a las tres acostumbra a dejar de surtir efecto mi hechizo de sueño y si mi marido descubre que no estoy se va a armar una buena. Karen se quedó perpleja.
— ¿No lo sabe?
— ¿Cómo va a saberlo?
— Si yo tuviera marido, se lo diría.
— ¿Ah, sí? ¿A cuántos novios se lo has dicho?
Karen se quedó cortada y Elena remachó el clavo.
— Prueba, díselo y tu novio te durará lo que me dura a mí un flan con nata.
Criselda aprovechó el desconcierto de Karen para encararse con ella.
— Tu diagnóstico como médico es que Anaíd no tiene capacidades...
— Exacto —afirmó Karen—. Aunque estoy dispuesta a hacerme cargo de ella. Sé que Selene haría lo mismo por una hija mía.
Gaya y Criselda respiraron tranquilas. Karen se había pronunciado como candidata para ocuparse de la pequeña, no les tocaría quedarse con ella.
— Pues ya estamos de acuerdo. Podemos irnos —concluyó Gaya resolutiva.
Pero Elena se negó.
— No estoy de acuerdo con Karen. Tenemos que iniciar a Anaíd. Esa niña esconde un gran potencial.
— Su inteligencia no tiene nada que ver con su poder —protestó Karen ofendida—. Y recuerda que soy médico.
— Su médico, su profesora..., ¡las expertas en Anaíd! Buena jugada, Gaya, hacer venir a la pobre Karen desde Tanzania para vengarte de Selene. Muy propio de ti —ges-ticuló Elena picada con Gaya.
— Yo no la hice venir —protestó Gaya.
— ¿No fuiste tú? —preguntó Karen sorprendida, dirigiéndose a Elena.
— ¿Yo? —exclamó Elena sujetándose el enorme vientre—. Sabes que no puedo hacer llamadas embarazada.
Karen necesitaba una explicación a su viaje precipitado.
— ¿Quién me llamó entonces? Sentí la llamada claramente y regresé, por eso estoy aquí.
Nadie contestó y Karen se sintió confundida. Elena se encaró con Criselda.
— ¿Y tú qué opinas, Criselda?
Criselda dudó. Apenas conocía a Anaíd, pero negar la posibilidad de iniciarla le parecía una traición a su hermana muerta.
— Todas las mujeres de la familia Tsinoulis hemos sido iniciadas de niñas. No ha habido ninguna que no mostrase condiciones, a no ser que...
Miró a Elena. La duda sobre el origen de Anaíd y la probabilidad de que no fuera hija de Selene no la había abandonado. Sólo así podría explicarse su falta de aptitudes.
Gaya lanzó una patada al suelo.
— Lo sabía, barres para tu propia casa, tu propio linaje. Deméter muerta, Selene desaparecida, Criselda enviada para mandarnos, y al final pretenderéis que nos mande la niña.
Criselda, que ya estaba hasta las narices de la beligerancia de Gaya, no calló a su provocación.
— No me obligues a proferir un conjuro de obediencia.
Gaya se revolvió como una leona panza arriba.
— No sabes hacerlo porque las Tsinoulis sois humo. Ni Selene es la elegida, ni Anaíd sirve ni servirá. Lo tengo muy claro, tan claro como que esto es mi mano y esto es mi pie.
Nada más acabar de pronunciar esas palabras vio con asombro que a su alrededor se había hecho el silencio y que todos los rostros se elevaban al cielo. Las tres mujeres tenían los ojos desorbitados, la boca abierta. Gaya siguió la trayectoria de las miradas y contempló, por encima de sus cabezas, la silueta de Anaíd suspendida entre las ramas de los robles, buscando un hueco para descender suavemente y posarse en el claro, en el centro exacto del círculo del coven. Gaya tragó saliva. Era el vuelo más perfecto que había presenciado en su vida, una maniobra admirable.
Anaíd rozó el suelo con los pies, abrió los ojos, las miró a las cuatro y exclamó con un asombro que a Criselda le pareció auténtico:
— ¿Cómo... cómo he llegado hasta aquí?
Gaya fue la única que respondió:
— ¡No me lo creo! No me creo ni una palabra del numerito que habéis montado. Esto es cosa de Criselda. Lo tenía preparado.
Anaíd no comprendió la indignación de Gaya, se sentía mareada y fuera de lugar. Tía Criselda le tomó la mano.
— Anaíd, bonita, ¿no lo habías hecho antes?
Anaíd recordaba vagamente su sueño. Había volado en sueños, pero ¿cómo demonios había aparecido en el claro del bosque?
— ¿El qué?
— Pues esto que has hecho ahora, volar hasta aquí.
— ¿Volar? ¿Quieres decir que he...?
Karen le acarició la mejilla.
— ¿Seguro que Selene o Deméter no te enseñaron a hacerlo?
Anaíd negó con la cabeza. Se sentía absolutamente desconcertada y escuchaba a las cuatro mujeres sin comprenderlas. No entendía nada.
Elena sonrió complacida. Había ganado su apuesta.
— ¿Lo veis?
Gaya se negaba a admitirlo.
— Es imposible, me costó seis años... Imposible.
Karen tampoco podía creerlo.
— ¿Y de dónde sacaste el ungüento?
Anaíd hizo memoria, eso sí que lo recordaba con claridad.
— Me unté con la crema de tía Criselda. Se dejó el tarro sobre su mesilla.
— ¿Y el conjuro? —preguntó Criselda atolondrada.
— ¿Qué conjuro?
— Dijiste unas palabras en voz alta, ¿no?
— Leí un libro que cayó en mis manos.
Gaya saltó de nuevo indignada.