El club Dante (35 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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Holmes quedó desconcertado.

—¿Que las larvas estaban dentro de un hombre…, de un hombre vivo?

—¡No interrumpa, Holmes! —exclamó Lowell.

Agassiz asintió a la pregunta de Holmes con un pesado silencio.

—Pero la
Cochliomyia macellaria
sólo puede digerir tejido muerto —objetó Holmes—. No hay larvas capaces de parasitismo.

—¡Recuerde las ocho mil moscas no descubiertas a las que acabo de referirme, Holmes! —lo aleccionó Agassiz—. No se trataba de la
Cochliomyia macellaria
. Era una especie distinta, amigos míos. Una que nunca habíamos visto antes… o que no queríamos creer que existiera. Una hembra de esta especie pone huevos en las ventanas de la nariz del paciente, los huevos eclosionan, las larvas se metamorfosean en gusanos y se alimentan penetrando en el interior de la cabeza. Otros dos hombres de la isla del Diablo murieron por la misma infestación. El doctor sólo pudo salvar a los otros extrayéndoles los gusanos de la nariz. Los gusanos de
macellaria
sólo pueden vivir en tejido muerto y prefieren por encima de todo los cadáveres, pero las larvas de esta especie de mosca, Holmes, sólo sobrevive en tejido
vivo
.

Agassiz aguardó a que las reacciones se reflejaran en los rostros de sus interlocutores. Luego continuó:

—La hembra se aparea una sola vez, pero puede poner un elevadísimo número de huevos cada tres días, diez u once veces a lo largo de su ciclo vital, que dura un mes. Una sola mosca hembra puede poner
cuatrocientos
huevos en una sola puesta. Busca heridas calientes en animales o humanos para anidar. Los huevos eclosionan y salen los gusanos, que se arrastran al interior de la herida, abriéndose paso a través del cuerpo. Cuanto más infestada está la carne con gusanos, más atraídas se sienten las moscas adultas. Los gusanos se alimentan de tejido vivo hasta que, unos días más tarde, se metamorfosean en moscas. Mi amigo Coquerel llamó a esta especie
Cochliomyia hominivorax
.


Homini… vorax
—repitió Lowell. Tradujo con voz ronca, mirando a Holmes—: Comedora de hombres.

—Exactamente —confirmó Agassiz con el contenido entusiasmo de un científico que tiene un terrible descubrimiento que anunciar—. Coquerel informó de esto a las publicaciones científicas, aunque pocos creyeron en sus pruebas.

—Pero ¿usted sí? —preguntó Holmes.

—Sin duda alguna —respondió Agassiz en tono grave—. Desde que Coquerel me envió estos dibujos, he estudiado historiales médicos y registros de los últimos treinta años, en busca de menciones de experiencias similares de personas que desconocían estos detalles. Sainte–Hilaire recogió un caso de una larva hallada bajo la piel de un niño. El doctor Livingston, según Cobbold, encontró varias larvas de dípteros en el hombro de un negro herido, en Brasil. En mis viajes he descubierto que esas moscas se llaman las
Waregas
, conocidas como una plaga tanto para hombres como para animales. En la guerra con México, se informó de las que el pueblo llamaba «moscas de carne», las cuales depositaban sus huevos en las heridas de los soldados que quedaban toda la noche a la intemperie. A veces los gusanos no causaban daño, pues se alimentaban sólo de tejido muerto. Éstas eran moscas azules comunes, gusanos de
macellaria
comunes como aquellos con los que usted está familiarizado, doctor Holmes. Pero otras veces el cuerpo era invadido por oleadas enteras, y las vidas de los soldados no podían salvarse. Habían sido agujereados de dentro afuera. ¿Se dan cuenta? Ésas eran las
hominivorax
. Esas moscas deben hacer su presa en las personas y los animales indefensos. Es la única fuente para la supervivencia de su prole. Su vida requiere la ingestión de vida. La investigación sólo está en sus comienzos, amigos míos, y es muy emocionante. Miren, yo recogí mis primeros especímenes de
hominivorax
durante mi viaje a Brasil. Superficialmente, los dos tipos de moscas azules son, en muchos aspectos, el mismo. Hay que fijarse en la coloración viva y utilizar el instrumento de medición más sensible. Así fui capaz de reconocer ayer sus muestras.

Agassiz se arrastró a otro taburete.

—Ahora, Lowell, vamos a ver su pobre pierna otra vez. ¿Me hace el favor?

Lowell trató de hablar, pero sus labios temblaban demasiado violentamente.

—¡Oh, no se preocupe, Lowell! —dijo Agassiz rompiendo a reír—. ¿O sea, Lowell, que usted sintió el pequeño insecto en su pierna, y a continuación se lo sacudió?

—¡Y lo maté! —le recordó Lowell.

Agassiz sacó un bisturí de un cajón.

—Bueno, doctor Holmes, quiero que deslice esto por el centro de la herida y luego lo retire.

—¿Está usted seguro, Agassiz? —preguntó Lowell nerviosamente.

Holmes tragó saliva y se arrodilló. Colocó el bisturí en el tobillo de Lowell, luego levantó la vista hasta el rostro de su amigo. Lowell tenía la mirada fija y la boca abierta.

—Ni siquiera lo sentirá, Jamey.

Holmes lo prometió tranquilamente, para sentirse cómodos ambos. Agassiz, aunque sólo estaba unas pulgadas más allá, fingió amablemente no oír. Lowell asintió y agarró los bordes de su taburete. Holmes hizo lo que había dicho Agassiz. Insertó la punta del bisturí en el centro de la hinchazón en el tobillo de Lowell. Cuando retiró el bisturí, había un gusano duro y blanco, de cuatro milímetros o más, retorciéndose en la punta: vivo.

—¡Ahí está! ¡La hermosa
hominivorax
! —exclamó Agassiz riendo triunfalmente. Inspeccionó la herida de Lowell en busca de algo más y luego vendó el tobillo. Tomó el gusano amorosamente en la mano—. ¿Ve usted, Lowell? A la pobre mosquita azul que usted vio le quedaban unos segundos antes de que usted la matara; por eso sólo tuvo tiempo de poner un huevo. Su herida no es profunda, sanará completamente y usted se recuperará del todo. Pero dése cuenta de cómo la lesión de su pierna creció con un solo gusano reptando en su interior, y cómo lo sentía a medida que se abría paso a través de algún tejido. Imagínelos a cientos. Ahora imagine cientos de miles expandiéndose dentro de usted cada pocos minutos.

Lowell sonrió ampliamente, lo bastante como para desplazar sus mostachos en forma de colmillos a los lados opuestos de su cara.

—¿Ha oído eso, Holmes? ¡Me recuperaré!

Reía y abrazaba a Agassiz y luego a Holmes. Después empezó a asimilar lo que todo aquello significó para Artemus Healey y para el club Dante.

También Agassiz se puso serio mientras se secaba las manos con una toalla.

—Hay otra cosa, queridos compañeros. Realmente, la más extraña. Estas criaturitas… no son de aquí, no son propias de Nueva Inglaterra ni de parte alguna de nuestra vecindad. Son nativas de este hemisferio, eso parece cierto. Pero sólo de entornos cálidos y pantanosos. He llegado a ver enjambres de ellas en Brasil, pero jamás en Boston. Nunca se ha registrado su presencia, ni con su nombre correcto ni con otro. No puedo imaginar cómo han llegado hasta aquí. Quizá accidentalmente en una importación de ganado o… —Agassiz estuvo a punto de dejarse llevar por su despegado sentido del humor a propósito de la situación—. No importa. Tenemos la suerte de que esos bichos no pueden vivir en un clima septentrional como el nuestro; no con este tiempo ni en sus alrededores. Estas
Waregas
no son buenas vecinas. Afortunadamente, las únicas que vinieron sin duda ya han muerto de frío.

Debido a que el miedo se transfiere rápidamente a otras sensaciones, Lowell había olvidado por completo que tuvo la certidumbre de su destino fatal, y el recuerdo de la prueba por la que acababa de pasar se había convertido en fuente de placer por haber sobrevivido. Y sólo podía pensar en eso mientras abandonaba en silencio el museo caminando junto a Holmes. Éste fue el primero en hablar:

—Estaba ciego cuando hice caso de las conclusiones de Barnicoat publicadas en los periódicos. ¡Healey no murió de un golpe en la cabeza! Los insectos no eran simplemente un
tableau vivant
dantesco, una especie de espectáculo decorativo para que nosotros pudiéramos reconocer el castigo imaginado por Dante. Fueron liberados a fin de causar dolor —dijo Holmes, hablando deprisa y con ardor—. Los insectos no fueron un adorno; ¡fueron su arma!

—Nuestro Lucifer no quiere que sus víctimas mueran y nada más, sino que sufran, como las sombras del
Inferno
. En un estado entre la vida y la muerte que comprenda ambas sin ser ninguna de ellas. —Lowell se volvió hacia Holmes y lo tomó del brazo—. Para que sean testigos de su propio sufrimiento, Wendell. Yo sentí esa criatura abrirse paso dentro de mí, devorándome. Ingiriéndome. Aunque sólo pudo comerse una pequeña cantidad de tejido, noté como si corriera directamente a través de mi sangre hasta mi misma alma. La doncella decía la verdad.

—Vive Dios que sí —corroboró Holmes, horrorizado—. Lo cual significa que Healey… Nadie podría expresar el sufrimiento que soportó Healey. Se dijo que el juez presidente salió para su casa de campo el sábado por la mañana, y su cadáver fue encontrado el martes. Estuvo vivo cuatro días, bajo los «cuidados» de decenas de miles de
hominivorax
devorándolo por dentro… Su cerebro… Pulgada a pulgada, hora tras hora.

Holmes miró el frasco con las muestras de insectos que le había devuelto Agassiz.

—Lowell, debo decirle algo. Pero no pretendo provocar una discusión con usted.

—Pietro Bachi.

Holmes asintió, vacilante.

—Esto no parece encajar con lo que sabemos de él, ¿verdad? —preguntó Lowell—. ¡Lo cual echa por tierra todas nuestras teorías!

—Piense en esto: Bachi estaba amargado; Bachi tenía un temperamento ardiente; Bachi era un borracho. Pero esa crueldad metódica, profunda, ¿puede sinceramente imaginarla en él? Bachi pudo haber pensado escenificar algo para mostrar el error de haber venido a Estados Unidos. Pero ¿recrear los castigos de Dante de una manera tan extrema y completa? Los errores que hemos cometido deben de ser algo muy denso, Lowell, como las salamandras que salen después de la lluvia. Cada vez que levantamos una hoja, sale de debajo, arrastrándose, una nueva salamandra —dijo Holmes moviendo los brazos frenéticamente.

—¿Qué está usted haciendo? —preguntó Lowell.

La casa de Longfellow estaba cerca y era allí adonde debían ir.

—Veo un coche libre ahí delante. Quiero volver a mirar alguna de estas muestras en mi microscopio. Espero que Agassiz no haya matado al gusano… La naturaleza nos revelará mejor la verdad si sigue vivo. No creo en su conclusión de que estos insectos ya hayan muerto. Podemos aprender algo más sobre el asesinato a partir de estas criaturas. Agassiz no acepta la teoría de Darwin, y eso perjudica sus puntos de vista.

—Wendell, este tema es la especialidad de ese hombre.

Holmes ignoró la falta de fe de Lowell.

—Los grandes científicos pueden ser, en ocasiones, un impedimento en el sendero de la ciencia, Lowell. Las revoluciones no las hacen unos hombres con gafas, y los primeros susurros de una nueva verdad no son captados por quienes necesitan de trompetillas para el oído. Precisamente el mes pasado estaba yo leyendo, en un libro sobre las islas Sandwich, acerca de un anciano de Fiji que había sido llevado a tierra extranjera, pero que rogaba que lo devolviesen al hogar a fin de que su hijo pudiera saltarle en paz la tapa de los sesos a golpes, según la costumbre de aquellas islas. ¿No contó a todo el mundo Pietro, el hijo de Dante, tras la muerte de éste, que el poeta nunca quiso decir si realmente había ido al infierno y al cielo? Nuestros hijos golpean con mucha regularidad los sesos de sus padres.

«De algunos padres más que de otros», se dijo Lowell para sus adentros pensando en Oliver Wendell Holmes Junior, mientras miraba a Holmes montar en el coche de punto.

Lowell echó a andar apresuradamente hacia la casa Craigie, deseando haber tenido su caballo. Al cruzar una calle se volvió hacia atrás vacilando, poniendo súbita atención en lo que veía.

El hombre alto, con rostro ajado, tocado con bombín y vistiendo un chaleco de cuadros; el mismo hombre al que Lowell había visto mirándolo atentamente mientras se apoyaba en un olmo en el campus de Harvard; el hombre al que había visto acercarse a Bachi en el mismo lugar; ese hombre estaba en medio del trajín de la plaza del mercado. Eso pudo no haber bastado para mantener el interés de Lowell después de las revelaciones de Agassiz, pero el hombre estaba conversando con Edward Sheldon, el estudiante de Lowell. En realidad, Sheldon no se limitaba a hablar, sino que increpaba al hombre, como si estuviera dando órdenes a un doméstico recalcitrante para que llevara a cabo alguna tarea postergada.

Sheldon se fue luego dando un bufido, envolviéndose apretadamente en su capa negra. Al principio, Lowell no pudo decidir a quién seguir. ¿A Sheldon? Siempre podría encontrarlo en la universidad. Así que optó por seguir al desconocido, que se abría paso entre una aglomeración de peatones y carruajes que ocupaban la plaza redonda.

Lowell corrió a través de algunos puestos del mercado. Un vendedor le puso una langosta delante de la cara. Lowell la apartó de un manotazo. Una muchacha que repartía octavillas le introdujo una en el bolsillo del faldón del gabán.

—¿Propaganda, señor?

—¡Ahora no! —exclamó Lowell.

En otro momento, el poeta localizó al fantasma al otro lado de la calzada. Estaba subiendo a un tranvía repleto y aguardaba el cambio del cobrador.

Lowell corrió para montar en la plataforma trasera cuando el cobrador estaba accionando la campanilla y el vehículo arrancaba, siguiendo los raíles, en dirección al puente. Lowell no tuvo dificultad en atrapar el pesado vehículo echando una carrera a lo largo de las vías. Acababa de agarrarse al pasamano de la escalerilla de la plataforma trasera, cuando el cobrador se volvió en redondo.

—¿Leany Miller?

—Señor, mi nombre es Lowell, y debo hablar con uno de sus pasajeros —dijo, poniendo un pie en las salientes escalerillas posteriores, cuando los caballos apretaban el paso.

—¿Leany Miller? ¿Ya vuelves con tus trucos? —El cobrador sacó un bastón y empezó a martillar la mano enguantada de Lowell—. ¡No volverás a manchar nuestros lindos coches, Leany! ¡No mientras yo vigile!

—¡No! ¡Señor, mi nombre no es Leany!

Pero los golpes del cobrador obligaron a Lowell a desistir de su agarre. Esto hizo que los pies del poeta quedaran encima de los raíles.

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