Lowell gritó, tratando de imponerse al ruido y a la campanilla, para convencer al cobrador de su inocencia. Pero entonces se percató de que el campanilleo procedía de atrás, por donde se aproximaba otro tranvía de caballos. Cuando se volvió a mirar, los pasos de Lowell se volvieron más lentos y el tranvía que iba delante ganó distancia. Sin otra alternativa que exponerse a que los caballos que se acercaban le pisotearan los talones, Lowell saltó fuera de los raíles.
En ese momento, en la casa Craigie, Longfellow introducía en su salita a Robert Todd Lincoln, hijo del difunto presidente y uno de los tres estudiantes de Dante del curso de Lowell de 1864. Lowell había prometido reunirse con ellos en la casa después de visitar a Agassiz, pero se retrasaba, de modo que Longfellow optó por iniciar él solo la entrevista con Lincoln.
—Oh, querido papá —dijo Annie Allegra colándose de un brinco e interrumpiendo—. ¡Estamos a punto de terminar el último número de
The Secret
, papá! ¿Te gustaría verlo por adelantado?
—Sí, querida, pero me temo que en este momento estoy ocupado.
—Por favor, señor Longfellow —dijo el joven—. No tengo prisa.
Longfellow tomó la revista manuscrita «publicada» por entregas por las tres niñas.
—Oh, parece que es la mejor que habéis hecho. Muy bonita, Panzie. La leeré de cabo a rabo esta noche. ¿Es ésta la página que has dibujado tú?
—¡Sí! —respondió Annie Allegra—. Esta columna y esta otra. Y también esta adivinanza. ¿Puedes descifrarla?
—El lago de Norteamérica tan grande como tres estados —respondió Longfellow, y recorrió rápidamente el resto de la página: un jeroglífico y un artículo en primera plana evocando «Mi entero día de ayer (desde el desayuno hasta la noche)», por A. A. Longfellow—. Oh, es encantador, corazón —dijo Longfellow deteniéndose dubitativo en uno de los puntos de la lista—. Panzie, aquí dice que anoche abriste a una visita inmediatamente antes de irte a dormir.
—Oh, sí. Había bajado a tomarme un vaso de leche; eso hice. ¿Dijo que yo me comporté como una buena anfitriona, papá?
—¿Cuándo fue eso, Panzie?
—Durante vuestra reunión del club, naturalmente. Tú dices que no se te moleste durante tu reunión del club.
—¡Annie Allegra! —la llamó Edith desde el descansillo de la escalera—. Alice quiere revisar el sumario. ¡Debes traer tu ejemplar ahora mismo!
—Ella hace siempre de redactora —se lamentó Annie Allegra, reclamando la revista a Longfellow.
Éste arrastró a Annie al vestíbulo y se le adelantó en la escalera antes de que ella pudiera alcanzar la oficina privada de
The Secret
: el dormitorio de uno de sus hermanos mayores.
—Panzie, querida, ¿quién era la visita de anoche que mencionas?
—¿Qué, papá? Nunca lo había visto antes de ayer.
—¿Puedes recordar su aspecto? Quizá eso podrías añadirlo a
The Secret
. Quizá puedas entrevistarlo y preguntarle por sus experiencias.
—¡Qué bonito sería! Un negro alto, de muy buen ver, con una capa. Le dije que te esperara, papá. Eso hice. ¿Es que acaso él no hizo lo que le dije? Debió de aburrirse allí, de pie, y se volvió a su casa. ¿Sabes cómo se llama, papá?
Longfellow asintió.
—¡Dímelo, papá! Seré capaz de entrevistarlo tal como dices.
—Agente Nicholas Rey, de la policía de Boston.
Lowell entró en tromba por la puerta principal.
—Longfellow, tengo mucho que contarle… —Se detuvo cuando vio la expresión del rostro de su vecino—. Longfellow, ¿qué ha ocurrido?
El agente Rey había sido introducido en una sobria sala de espera a primera hora de aquel día, y allí se quedó contemplando las ramas, agitadas por el viento, de los olmos que daban sombra en el campus. Un grupo de hombres blancos empezó a desfilar por el vestíbulo, con sus gabanes negros hasta la rodilla y los sombreros altos que eran su uniforme, como hábitos monacales.
Rey entró en la sala de la corporación, de la que aquellos hombres habían salido. Cuando se presentó al presidente, el reverendo Thomas Hill, éste estaba en plena conversación con un miembro rezagado del consejo de gobierno de la universidad. Este otro hombre se detuvo en seco cuando Rey mencionó la policía.
—¿Guarda esto relación con alguno de nuestros estudiantes, señor? —preguntó el doctor Manning interrumpiendo su conversación con Hill.
Volvió su marmórea barba blanca hacia el agente mulato.
—Tengo unas pocas preguntas que formularle al presidente Hill. Relativas, en realidad, al profesor James Russell Lowell.
Los ojos amarillos de Manning se abrieron mucho, e insistió en quedarse. Cerró la puerta de doble hoja y se sentó junto al presidente Hill, a la mesa redonda de caoba, frente al oficial de policía. Rey pudo advertir en seguida que Hill, contrariado, permitía al otro dominar la situación.
—Me pregunto hasta qué punto conoce usted el proyecto en el que el señor Lowell ha estado trabajando, presidente Hill —empezó Rey.
—¿El señor Lowell? Es uno de los mejores poetas y satíricos de Nueva Inglaterra, desde luego —replicó Hill, echándose a reír—. «The Biglow Papers», «The Vision of Sir Launfal», «A Fable for the Critics», que confieso es mi favorita… Además de sus colaboraciones en
The North American Review
. ¿Sabe usted que fue el redactor jefe de
The Atlantic
? Bueno, estoy seguro de que nuestro trovador está ocupado en muchas iniciativas.
Nicholas Rey sacó un papel del chaleco y lo enrolló entre los dedos.
—Me refiero en particular a un poema que creo ha estado ayudando a traducir de una lengua extranjera.
Manning juntó sus torcidos dedos y fijó la mirada en el papel doblado en la mano del agente.
—Mi querido oficial —dijo Manning—. ¿Ha habido algún problema?
Era notorio por su mirada que deseaba que la respuesta fuera sí.
Dinanzi
. Rey estudió el rostro de Manning, el modo como las elásticas comisuras de la boca del anciano profesor parecían contraerse a causa de la expectación.
Manning pasó la mano sobre la pulida superficie de su cuero cabelludo.
Dinanzi a me
.
—Lo que yo quería preguntar… —empezó a decir Manning, ensayando otra táctica; ahora estaba menos ansioso—. ¿Ha habido algún conflicto? ¿Alguna clase de queja?
El presidente Hill se pellizcó la barbilla, deseando que Manning se hubiera marchado con los demás miembros de la corporación.
—Me pregunto si no deberíamos llamar al propio profesor Lowell para hablar con él.
Dinanzi a me non fuor cose create
Se non etterne, e io etterno duro.
¿Qué significaba aquello? Si Longfellow y sus poetas habían reconocido las palabras, ¿por qué hicieron todo lo posible para alejar lo de ellas?
—No tiene sentido, reverendo —atajó Manning—. El profeso Lowell no puede ser molestado por cualquier nadería. Agente, debo insistir en que, si se ha producido alguna incidencia, nos la señale
ahora mismo
, y nosotros la resolveremos con la rapidez y la discreción adecuadas. ¿Comprende, agente? —dijo Manning, inclinándose hacia delante con afabilidad—. Ha habido intentos, por parte del profesor Lowell y de varios colegas literatos, de introducir cierta literata en nuestra ciudad que no es la apropiada. Sus enseñanzas pondrían en peligro la paz de millones de buenas almas. Como miembro de la corporación, se me ha impuesto el deber de defender la buena reputación de la universidad contra esa clase de manchas. El lema de la universidad es
Christo et ecclesiae
, señor, y nosotros debemos procuras vivir según el espíritu cristiano de ese ideal.
—Pero el lema solía ser
veritas
—dijo el presidente Hill tranquilamente—. La verdad.
Manning le dirigió una mirada afilada.
El agente Rey dudó otro momento y luego devolvió el papel a su bolsillo.
—He expresado algún interés por la poesía que el señor Lowell ha estado traduciendo. Él pensó que ustedes, caballeros, podrían orientarme sobre el lugar adecuado para su estudio.
Las mejillas del doctor Manning adquirieron color rápidamente.
—¿Quiere usted decir que ésta es una visita puramente literaria? —preguntó, contrariado.
Y como Rey no respondiera, Manning aseguró al oficial que Lowell quiso tomarle el pelo —a él y a la universidad— por diversión. Si Rey deseaba estudiar la poesía del diablo, podía hacerlo a los pies del propio diablo.
Rey atravesó el campus de Harvard, donde silbaban los vientos fríos alrededor de los viejos edificios de ladrillo. Se sintió abrumado y confuso en cuanto a su propósito. Entonces una campana de alarma empezó a sonar; sonaba, al parecer, desde todos los rincones del universo. Y Rey echó a correr.
Oliver Wendell Holmes, poeta y médico, iluminó los insectos colocados en sus portaobjetos, sirviéndose de una bujía situada junto a uno de sus microscopios.
Se inclinó y observó a través de la lente una mosca azul, ajustando la posición del sujeto. El insecto estaba saltando y retorciéndose, como poseído por una extremada ira contra su observador.
No. No era el insecto.
Era la propia platina del microscopio lo que estaba temblando. Unos cascos de caballo atronaron el exterior, para estallar en una súbita parada. Holmes corrió a la ventana y apartó las cortinas. Amelia entró procedente del vestíbulo. Con temible gravedad, Holmes le ordenó permanecer allí, pero ella lo siguió hasta la puerta principal. La figura vestida de azul oscuro de un fornido policía se recortó contra el cielo, mientras tiraba de las riendas con todas sus fuerzas para apaciguar a las inquietas yeguas salpicadas de manchas grises, enganchadas al carruaje.
—¿Doctor Holmes? —le llamó desde el pescante—. Tiene que venir conmigo en seguida.
Amelia dio un paso adelante.
—¡Wendell! ¿Qué sucede?
Holmes ya estaba resollando.
—Melia, envía una nota a la casa Craigie. Diles que ha ocurrido algo y que se reúnan conmigo en el Corner dentro de una hora. Siento tenerme que ir así, pero no puedo evitarlo.
Antes de que ella pudiera protestar, Holmes montó de un salto en el carruaje policial, y los caballos emprendieron un tempestuoso galope, dejando un rastro de hojas muertas y polvo. Oliver Wendell Holmes Junior lo observó a través de las cortinas de la sala de estar de la tercera planta, y se preguntó en qué nueva insensatez andaba metido ahora su padre.
Un frío penetrante se había apoderado del aire. Los cielos se estaban abriendo. Un segundo carruaje galopó hasta detenerse en el mismo punto que el otro acababa de abandonar. Se trataba de la berlina de Fields. James Russell Lowell abrió la portezuela y preguntó a la señora Holmes, con una erupción de palabras, dónde encontrar al doctor. Ella se inclinó hacia delante lo suficiente para distinguir los perfiles de Henry Longfellow y de J. T. Fields.
—No sé adónde ha ido, señor Lowell. Pero vino a buscarlo la policía. Me encargó que enviara una nota a la casa Craigie pidiéndoles que se reunieran en el Corner. James Lowell, ¡me gustaría saber qué se traen entre manos!
Lowell miró en torno al carruaje, indefenso. En la esquina de la calle Charles, dos niños distribuían octavillas gritando: «¡Desaparecido! ¡Desaparecido! Tome una hoja, por favor, caballero, señora».
Lowell introdujo la mano en el bolsillo del gabán, sintiendo el temor secándole la garganta. Sacó la mano con la octavilla arrugada que se había echado al bolsillo en la plaza del mercado de Cambridge, tras haber visto al fantasma en compañía de Edward Sheldon. La desarrugó frotándola contra la manga, y la boca de Lowell tembló al exclamar:
—Oh, Dios mío…
—Hemos distribuido agentes y centinelas por toda la ciudad desde el asesinato del reverendo Talbot. ¡Pero no se ha visto nada!
El sargento Stoneweather lo dijo a gritos desde el pescante, mientras los dos caballos, llenos de picaduras de pulgas, corrían alejándose de la calle Charles, con sus músculos danzando. Cada pocos minutos, el sargento echaba mano del látigo y lo hacía culebrear.
La mente de Holmes nadaba a contracorriente, con el fondo del contundente trote y del crujido de la grava bajo las ruedas. El único hecho comprensible del que el cochero le había informado, o al menos el único que el atemorizado pasajero había digerido, era que el agente Rey lo había enviado en busca de Holmes. En el puerto, el carruaje se detuvo bruscamente. Desde allí, un bote de la policía trasladó a Holmes a una de las islas del soñoliento puerto, donde se alzaba, fuera de uso, un castillo hecho de macizo granito de Quincy, desprovisto de ventanas y ahora dominio de las ratas. Los bastiones permanecían desiertos, y unos cañones aparecían tumbados junto a marchitas banderas de las barras y estrellas. Penetraron en el fuerte Warren, el doctor tras el sargento, pasaron ante una hilera de policías pálidos como espectros que ya habían estado en el escenario del suceso, atravesaron un laberinto de estancias y bajaron por un túnel de piedra, frío y negro como el betún, para llegar, finalmente, a un almacén instalado en una extraña cámara excavada en la roca.
El pequeño doctor tropezó y estuvo a punto de caerse. Su mente dio un salto en el tiempo. Cuando estudiaba en la École de Médecine de París, el joven Holmes había presenciado
combats des animaux
, una exhibición bárbara de bulldogs luchando entre ellos para luego dejarlos libres contra un lobo, un oso, un jabalí, un toro y un asno atado a un poste. Aun durante su audaz juventud, Holmes supo que nunca extirparía de su alma la marca al hierro del calvinismo, por más poesía que escribiera. Quedaba la tentación de creer que el mundo era una simple trampa para el pecado humano. Pero el pecado, tal como él lo veía, era tan sólo el fallo de un ser de factura imperfecta en su empeño por mantener una ley perfecta. Para los antepasados, el gran misterio de la vida era este pecado; para el doctor Holmes, era el sufrimiento. Pero nunca hubiera esperado hallar tanto sufrimiento. La memoria oscura, las alegrías y las risas irrumpieron como una estampida en la mente ofuscada de Holmes ahora, cuando miró adelante.
Del centro de la estancia, colgando de un gancho cuya función era almacenar sacos de sal o algún suministro similar que pudiera contenerse en ese tipo de envase, un rostro lo miraba. O, para más exactitud, lo que había sido un rostro. Se le había cortado limpiamente la nariz, desde el puente hasta el labio cubierto por un bigote, haciendo que la piel se doblara encima. Una de las orejas del hombre pendía, como si fuera a caerse, de un lado de la cara, lo bastante abajo como para rozarse con el hombro rígidamente arqueado. Ambas mejillas estaban cortadas de tal manera que la mandíbula caía en una posición que la hacía permanecer continuamente abierta, como si de un momento a otro fuera a hablar. En lugar de eso, de su boca manaba sangre negra. Una línea recta de sangre se dibujaba desde la barbilla, con un pronunciado hoyuelo, y el órgano reproductor del hombre —y este órgano era la única confirmación del sexo de aquella monstruosidad— estaba horriblemente hendido en dos, una disección inconcebible incluso para el doctor. Músculos, nervios y vasos sanguíneos se abrían con una invariable armonía anatómica y un desorden que inducía a confusión. Los brazos de aquel cuerpo colgaban inermes a los costados, terminando en oscuras pulpas envueltas en torniquetes empapados. No había manos.