El club Dante (38 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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—¿Usted tenía intimidad con Jennison? —preguntó Fields a Lowell—. ¿Y no se le ocurre nada?

—Era un amigo, y yo no andaba averiguando sus fechorías. Era mi paño de lágrimas cuando me quejaba de mis pérdidas en bolsa, de mis clases, del doctor Manning y de la maldita corporación. Era una máquina de vapor con pantalones, y admito que a veces se ponía el sombrero un poco al sesgo… Estaba metido desde hacía años en todos los negocios fulgurantes y supongo que tenía sus puntos vulnerables. Ferrocarriles, fábricas, acerías… Esos negocios me resultan dificilmente comprensibles, ya lo sabe usted, Fields —explicó Lowell, y bajó la cabeza.

Holmes suspiró ruidosamente.

—El agente Rey es agudo como una cuchilla, y probablemente ha sospechado desde el principio que sabemos algo. Reconoció las peculiaridades de la muerte de Jennison a partir de lo que escuchó en nuestra sesión del club Dante. La lógica del
contrapasso
, los cismáticos, todo eso lo relacionó con Jennison y, cuando le di más explicaciones, inmediatamente comprendió que Dante también se relacionaba con las muertes del juez presidente Healey y del reverendo Talbot.

—Como también comprendió Grifone Lonza cuando se dio muerte en la comisaría —dijo Lowell—. El pobre infeliz veía a Dante por todas partes. Esta vez resultó que estaba en lo cierto. A menudo he pensado, de manera parecida, en la propia transformación de Dante. La mente del poeta, sin hogar en la tierra por causa de sus enemigos, se fue construyendo su hogar cada vez más en ese espantoso inframundo. ¿No es natural que, desterrado de todo cuanto amó en esta vida, se cobijara exclusivamente en la
venidera
? Nos mostramos pródigos en la exaltación de su talento, pero Dante Alighieri no tuvo elección y hubo de escribir su poema, y escribirlo con sangre de su corazón. No es de maravillar que muriese poco después de terminarlo.

—¿Qué hará el agente Rey ahora que conoce nuestra relación con el caso? —preguntó Longfellow.

Holmes se encogió de hombros.

—Hemos ocultado información. Hemos obstruido la investigación de los dos crímenes más horrendos que Boston haya visto, ¡y que ahora se han convertido en tres! ¡Rey puede muy bien entregarnos, a nosotros y a Dante, mientras estamos hablando! ¿Qué lealtad le debe él a un libro de poesía? ¿Y hasta qué punto se la debemos nosotros?

Holmes se puso en pie, se ajustó la cintura de sus holgados pantalones y comenzó a pasear nerviosamente. Fields levantó la cabeza, que tenía apoyada en las manos, al advertir que Holmes estaba cogiendo el sombrero y el gabán.

—Quería compartir lo que he averiguado —dijo Holmes con voz suave, mortecina—. No puedo continuar.

—Quédese —empezó a decir Fields.

Holmes sacudió la cabeza.

—No, mi querido Fields; esta noche, no.

—¿Qué? —exclamó Lowell.

—Holmes —dijo Longfellow—. Sé que esto parece no tener respuesta, pero nos corresponde luchar.

—¡De ninguna manera puede salirse de esto! —gritó Lowell, cuya voz, que llenaba el espacio que compartían, sintió poderosa de nuevo—. ¡Hemos ido demasiado lejos, Holmes!

—Hemos ido demasiado lejos desde el principio, demasiado lejos de aquello a lo que pertenecemos. Así es, Jamey. Lo siento —dijo Holmes, calmado—. Ignoro lo que decidirá el agente Rey, pero colaboraré de cualquier forma que él diga y espero lo mismo de ustedes. Sólo ruego para que no nos entregue por obstrucción o, peor aún, como cómplices. ¿No es eso lo que hemos hecho? Cada uno de nosotros desempeñó un papel permitiendo que las muertes continuaran.

—¡Entonces usted no debiera habernos delatado a Rey! —y Lowell se puso en pie de un salto.

—¿Y qué hubiera hecho usted en mi lugar, profesor? —preguntó Holmes.

—¡Abandonar no es ahora una opción, Wendell! La leche se ha derramado. Usted juró proteger a Dante, como hicimos todos, bajo el techo de Longfellow, ¡aunque se hunda el cielo! —Pero Holmes se calaba el sombrero y se abrochaba el gabán—. «
Qui a bu boira
» —sentenció Lowell—. Quien bebió beberá.

—¡Usted no lo vio! —Todas las emociones reprimidas en el interior de Holmes entraron en erupción cuando se volvió hacia Lowell—. ¿Por qué me ha tocado
a mí
ver dos cuerpos horriblemente mutilados en lugar de a usted, insigne erudito? ¡Fui
yo
quien se metió en el agujero de fuego de Talbot, con el hedor de la muerte en mis narices! ¡Fui
yo
quien tuvo que pasar por todo eso mientras
usted
podía hacer análisis cómodamente junto a su chimenea, filtrándolo todo a través de letras del alfabeto!

—¿
Cómodamente
? Yo fui atacado por unos raros insectos devoradores de hombres que me pusieron en el trance de jugarme la vida, ¡no debería usted olvidarlo! —le recriminó Lowell a gritos.

Holmes se echó a reír con sorna.

—¡Le cambio diez mil moscas azules por lo que me ha tocado ver a mí!

—Holmes —intervino Longfellow—. Recuerde: Virgilio le dice al peregrino que el miedo es el mayor impedimento para su viaje.

—¡No doy un centavo por eso! ¡Ya no, Longfellow! ¡Cedo mi plaza! ¡No somos los primeros en tratar de liberar la poesía de Dante, y quizá la nuestra sea siempre una causa perdida! ¿No han pensado alguna vez que Voltaire tenía razón cuando decía que Dante era un loco y su obra, un
monstruo
? Dante perdió su vida en Florencia y se vengó creando una literatura con la cual osó convertirse en Dios. Y ahora nosotros hemos liberado ese monstruo en la ciudad a la que decimos amar, ¡y viviremos para pagarlo!

—¡Ya basta, Wendell! ¡Basta! —chilló Lowell, poniéndose en pie frente a Longfellow, como si pudiera servirle de escudo ante aquellas palabras.

—¡El propio hijo de Dante pensaba que era engañoso creer que él había viajado por el infierno, y pasó toda su vida tratando de rechazar las palabras paternas! —continuó Holmes—. ¿Por qué deberíamos sacrificar nuestra seguridad para salvarlo a él? La
Commedia
no fue una carta de amor. ¡A Dante no le preocupaban Beatriz ni Florencia! ¡Estaba expresando la nostalgia por su exilio, imaginando a sus enemigos retorciéndose e implorando la salvación! ¿Le han oído aunque sea por una vez mencionar a su esposa? ¡Así es como cosechó sus decepciones! ¡Yo sólo quiero protegernos de perder cuanto nos es querido! ¡Eso es todo lo que he pretendido desde el principio!

—¡Usted no quiere admitir que alguien sea culpable —dijo Lowell—, del mismo modo que se negó a considerar culpable a Bachi, como usted imaginó inocente al profesor Webster aun estando colgado de una soga!

—¡No es así! —rechazó Holmes dando voces.

—Oh, es algo hermoso lo que está haciendo por nosotros, Holmes. ¡Algo hermoso! —exclamó Lowell—. ¡Ha estado usted tan formal como sus más divagatorias piezas líricas! Quizá deberíamos haber reclutado desde el principio a Wendell Junior para nuestro club en lugar de a usted. ¡Al menos hubiéramos tenido una oportunidad de vencer!

Estaba dispuesto a decir más, pero Longfellow lo tomó del brazo con una mano amable, pero firme como un guantelete de hierro.

—No hubiéramos podido llevar el asunto tan lejos sin usted, querido amigo. Por favor, tómese un descanso y dé recuerdos a la señora Holmes —dijo Longfellow con suavidad.

Holmes abandonó la Sala de Autores. Cuando Longfellow soltó su presa, Lowell fue tras el doctor hacia la puerta. Holmes se apresuró en dirección al vestíbulo, mirando de reojo a su amigo, que lo seguía, con una mirada fría. Al llegar a la esquina, Holmes chocó con un carro de papeles empujado por Teal, el mozo del turno de noche, adscrito a las oficinas de Fields, y cuya boca estaba siempre en movimiento, triturando o mascando. Holmes salió volando y dio en el suelo, y el carro volcó y desparramó papeles por todo el vestíbulo y sobre el doctor caído. Teal apartó a puntapiés algunos papeles y con una mirada llena de simpatía trató de ayudar a Oliver Wendell Holmes, que se hallaba a sus pies. Lowell corrió también junto a Holmes, pero se detuvo, sintiendo de nuevo su ira, pues estaba avergonzado de su momentánea debilidad.

—Ya es usted feliz, Holmes. ¡Longfellow nos necesitaba! ¡Finalmente lo ha traicionado! ¡Ha traicionado usted al club Dante!

Teal, mirando con temor mientras Lowell repetía su acusación, levantó a Holmes.

—Mil perdones —susurró en la oreja de Holmes.

Pese a que la culpa era enteramente del doctor, éste se limitó a corresponder con otro «perdón». Ya no sentía la pesadez ni el resuello de su asma. Ésta era opresiva y le producía calambres. Mientras que la anterior le hacía sentir que necesitaba inhalar más y más aire, esta de ahora convertía en veneno todo el aire.

Lowell irrumpió de nuevo en la Sala de Autores, dando un portazo tras él. Se encontró frente a una expresión indescifrable en el rostro de Longfellow. A la primera señal de tempestad, Longfellow cerraba todos los postigos de la casa, y explicaba que no le gustaba aquella discordancia. Ahora presentaba el mismo aspecto de batirse en retirada. Al parecer, Longfellow le había dicho algo a Fields, porque el editor permanecía de pie, expectante, inclinándose adelante como para seguir escuchando.

—Bien —se lamentó Lowell—, díganme si podía hacernos esto, Longfellow. ¿Cómo ha podido Holmes hacerlo?

Fields hizo un movimiento de cabeza.

—Lowell, Longfellow cree haberse dado cuenta de algo —dijo, traduciendo la expresión del poeta—. ¿Recuerda cómo enfocamos la pasada noche el canto de los cismáticos?

—Sí. ¿Y qué hay con eso, Longfellow? —preguntó Lowell.

Longfellow había echado mano de su gabán y miraba por la ventana.

—Fields, ¿estará todavía el señor Houghton en Riverside?

—Houghton está siempre en Riverside, al menos cuando no está en la iglesia. ¿Qué puede hacer él por nosotros, Longfellow?

—Tengo que ir allí en seguida —dijo Longfellow.

—¿Se ha dado usted cuenta de algo que pueda ayudarnos, querido Longfellow? —preguntó Lowell, esperanzado.

Pensó que Longfellow estaba considerando la pregunta, pero el poeta no dio respuesta alguna durante el recorrido hasta Cambridge, al otro lado del río.

Una vez en el gigantesco edificio de ladrillos que albergaba Riverside Press, Longfellow solicitó a H. O. Houghton que le facilitara todo el material impreso de la traducción del
Inferno
de Dante. La traducción, pese a que no se había revelado de qué obra se trataba, rompía años de virtual silencio por parte del poeta más amado de la historia de su país, y era ansiosamente esperada por el mundo literario. Fields le tenía reservado un lanzamiento a bombo y platillo: la primera edición de cinco mil ejemplares se pondría a la venta al cabo de un mes. Anticipándose a ello, Oscar Houghton había estado sacando pruebas a medida que Longfellow le entregaba las anteriores corregidas, llevando una detallada e irreprochable relación de las fechas.

Los tres eruditos se adueñaron de la oficina privada de contabilidad del impresor.

—No lo encuentro —dijo Lowell.

Ninguno estaba centrado en los puntos más concretos de sus propios proyectos de publicación y, por tanto, mucho menos en los ajenos. Fields le mostró el calendario previsto.

—Longfellow entrega sus pruebas corregidas la semana posterior a nuestras sesiones de traducción. Así pues, cualquier fecha que encontremos aquí que registre la recepción de las pruebas por parte de Houghton, significa que el miércoles de la semana
anterior
se celebró la reunión de nuestro círculo dantista.

La traducción del canto tercero, el de los tibios, se llevó a cabo tres o cuatro días después del asesinato del juez Healey. El del reverendo Talbot, tres días antes del miércoles reservado para la traducción de los cantos decimoséptimo, decimoctavo y decimonoveno: este último contenía el castigo de los simoníacos.

—¡Y entonces nos enteramos del crimen! —dijo Lowell.

—Sí, y yo adelanté nuestro trabajo hasta el canto sobre Ulises en el último momento, a fin de animarnos, y trabajé solo en los cantos intermedios. En cuanto al último crimen, la carnicería de la que ha sido víctima Phineas Jennison, ocurrió, según todos los cálculos, el martes, un día antes de la traducción, ayer, de los mismos versos relacionados con el trágico suceso.

Lowell se puso blanco y, luego, muy rojo.

—¡Me doy cuenta, Longfellow! —exclamó Fields.

—Cada crimen se produce inmediatamente antes de que nuestro club Dante traduzca el canto en el que el asesino se ha basado —concluyó Longfellow.

—¿Cómo no lo vimos antes? —se lamentó Fields.

—¡Alguien ha estado jugando con nosotros! —estalló Lowell. Luego se apresuró a bajar la voz hasta convertirla en un susurro—: ¡Alguien ha estado vigilándonos todo el tiempo, Longfellow! ¡Ha de ser alguien que conoce nuestro club Dante! ¡Quienquiera que sea ha hecho coincidir cada asesinato con nuestra traducción!

—Aguarden un momento. Esto podría ser tan sólo una terrible coincidencia —dijo Fields consultando de nuevo el calendario de entregas—. Miren aquí. Hemos traducido casi dos docenas de cantos del
Inferno
, pero sólo ha habido tres asesinatos.

—Tres coincidencias mortales —comentó Longfellow.

—No hay coincidencia —insistió Lowell—. Nuestro Lucifer ha emprendido una carrera con nosotros para ver quién llega primero: ¡Dante traducido con tinta o con sangre! ¡Hemos estado perdiendo la carrera por dos o tres cuerpos cada vez!

Fields protestó:

—Pero ¿quién tuvo la posibilidad de conocer nuestra previsión de trabajo por adelantado? ¿Y con suficiente tiempo para planear unos crímenes tan elaborados? Nosotros no dejamos por escrito un calendario. En ocasiones nos saltamos una semana. A veces Longfellow pasa por alto un canto o dos para los que no nos considera preparados, y quedan fuera de las sesiones.

—Mi Fanny ni sabe de qué cantos nos ocupamos ni se molesta en averiguarlo —comentó Lowell.

—¿Y quién podría conocer esos detalles, Longfellow? —preguntó Fields.

—Si todo esto fuera cierto —lo interrumpió Lowell—, ¡significa que de algún modo estamos implicados directamente en que empezaran los asesinatos!

Permanecieron en silencio. Fields miraba a Longfellow con aire protector.

—¡Una farsa! —dijo—. ¡Una farsa, Lowell!

Ése fue el único argumento que se le ocurrió. Longfellow manifestó, levantándose del escritorio de Houghton:

—Admito que no comprendo esa extraña pauta. Pero no podemos eludir sus consecuencias. Cualquiera que sea la iniciativa que tome el agente Rey, ya no podemos considerar nuestra intervención meramente como nuestra prerrogativa. Han pasado treinta años desde que me senté por primera vez a mi mesa, en tiempos más felices, para traducir la
Commedia
. La he tomado en mis manos con tal reverencia que en ocasiones se ha convertido en resistencia a proseguir. Pero ha llegado el momento de darse prisa, de completar el trabajo, o corremos el riesgo de más pérdidas.

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