El club Dante (42 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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—Sí, ya lo sé —replicó Longfellow, regresando a su butaca—. Pero, mi querido Greene, ¿quién va a ser amable con él si yo no lo soy?

Longfellow reanudó su tarea con el
Inferno
, canto quinto, que había dejado sin completar hacía muchos meses. Se refería al círculo de los lujuriosos. Allí, vientos incesantes golpean a los pecadores desde todas direcciones, lo mismo que sus lascivos desenfrenos los golpeaban desde todas direcciones en vida. El peregrino pide hablar con Francesca, una hermosa joven a la que dio muerte su marido cuando la encontró abrazada al hermano de él, Paolo. Ella, con el espíritu silente de su amante ilícito al lado, flota hasta colocarse junto a Dante.

—A Francesca no le basta con sugerir que ella y Paolo simplemente sucumbían a sus pasiones, sino que narra su historia, llorando, a Dante —señaló Greene.

—Exacto —confirmó Longfellow—. Ella le dice a Dante que estaban leyendo el episodio del beso de Ginebra y Lancelote, cuando sus ojos se encontraron sobre el libro, y ella dice recatadamente: «Ese día ya no leímos más». Paolo la toma en sus brazos y la besa, pero Francesca no lo culpa a él por su trasgresión, sino al libro que compartían. El autor de la novela es su traidor.

Greene cerró los ojos, pero no porque se durmiera, como solía hacer durante las reuniones. Greene creía que un traductor debería olvidarse de sí mismo y fundirse con el autor, y eso era lo que hacía al tratar de ayudar a Longfellow.

—Y así reciben el castigo perfecto: permanecer juntos para siempre, pero no volver a besarse ni sentir la emoción del cortejo; sólo experimentar el tormento de estar el uno junto a la otra.

Mientras hablaban, Longfellow advirtió las doradas trenzas y el rostro serio de Edith inclinándose al interior del estudio. Tras la mirada de su padre, la niña se escabulló hacia el vestíbulo.

Longfellow sugirió a Greene que hicieran una pausa. Los hombres de la biblioteca también habían abandonado sus debates para que Rey pudiera examinar el diario de investigaciones que llevaba Longfellow. Greene salió al jardín a estirar las piernas.

Mientras Longfellow retiraba unos libros, sus pensamientos viajaban a otros tiempos en aquella casa, tiempos anteriores a él mismo. En su estudio, el general Nathanael Greene, abuelo de su amigo Greene, había tratado de estrategia con el general George Washington cuando los informaron de la llegada de los británicos. Todos los generales reunidos en la habitación se apresuraron en busca de sus pelucas. También en aquel estudio, según una de las historias de Greene, Benedict Arnold hincó una rodilla y juró lealtad. Con este último episodio en mente, Longfellow pasó a la sala, donde encontró a su hija Edith hecha un ovillo sobre un sillón Luis XVI. Había empujado su asiento hasta colocarlo cerca del busto de mármol de su madre. El semblante color crema de Fanny siempre estaba allí cuando la niña la necesitaba. Longfellow nunca podía mirar un retrato de su esposa sin experimentar el estremecimiento de placer que sentía en los primeros días de su torpe noviazgo. Fanny jamás había salido de una habitación sin dejarlo a él con el sentimiento de que se llevaba algo de luz.

El cuello de Edith se curvó como el de un cisne para ocultar su rostro.

—A ver, corazón —dijo dulcemente Longfellow, sonriendo—. ¿Qué le pasa a mi cariño esta tarde?

—Siento haberte espiado, papá. Quería preguntarte algo y no pude evitar escuchar. Ese poema —dijo tímidamente, pero como sondeando— trata de las cosas más tristes.

—Sí. A veces la musa nos inspira eso. El deber del poeta consiste en referirse a nuestros momentos más difíciles con la misma honradez con que celebramos las alegrías, Edie, pues sólo atravesando los momentos más oscuros se alcanza, a veces, la luz. Eso es lo que hace Dante.

—¿Por qué debéis castigar así al hombre y a la mujer del poema por amarse? —y una lágrima brotó de sus ojos azul celeste.

Longfellow se sentó en la butaca, la puso sobre sus rodillas e hizo un trono para ella con sus brazos.

—El poeta que compuso esa obra era un caballero bautizado como Durante, pero cambió este nombre por Dante, como en un juego infantil. Vivió hace unos seiscientos años. Él mismo se enamoró, y por eso escribe así. ¿Te has fijado en la estatuilla de mármol que hay encima del espejo de mi estudio?

Edith asintió.

—Bien, pues es el
signor
Dante.

—¿Ese hombre? Tiene el aspecto de llevar metido el mundo entero en su mente.

—Sí. —Longfellow sonrió—. Y estaba profundamente enamorado de una muchacha a la que conoció mucho antes, cuando ella era…, oh, no mucho más joven que tú, querida (tendría la edad de Panzie), y se llamaba Beatrice Portinari. Tenía nueve años cuando él la vio por primera vez, en una fiesta, en Florencia.

—Beatrice —repitió Edith, imaginando el deletreo de la palabra y considerando las muñecas para las que aún no había encontrado nombre.

—Bice… Así es como la llamaban sus amigos. Pero nunca Dante. Él sólo se refería a ella con su nombre completo, Beatriz. Cuando se le acercaba, tomaba posesión del corazón de Dante tal sentimiento de modestia que no podía levantar la mirada ni devolverle el saludo. En otra época, se mostró dispuesto a hablar y ella se limitó a pasar, sin darse apenas cuenta de su presencia. Oyó susurrar a las gentes de la ciudad, a propósito de ella: «No es mortal. Es uno de los bienaventurados de Dios».

—¿Eso decían de ella?

Longfellow rió ligeramente.

—Bien, es lo que Dante oyó, pues él estaba muy enamorado de ella, y cuando uno está enamorado, oye a la gente alabar a quien uno alaba.

—¿Pidió Dante su mano? —preguntó Edith, esperanzada.

—No. Ella sólo habló con él una vez, para saludarse. Beatriz se casó con otro florentino. Luego enfermó de unas fiebres y murió. Dante se casó también con otra mujer y fundaron una familia. Pero nunca olvidó su amor. Incluso llamó Beatriz a su hija.

—¿Y su esposa no se enfadó? —preguntó la niña, indignada.

Longfellow tomó uno de los suaves cepillos de Fanny y se puso a cepillarle el cabello a Edith.

—No es mucho lo que sabemos de Donna Gemma. Pero sí que, cuando el poeta se vio envuelto en algunas dificultades hacia la mitad de su vida, tuvo una visión en la que Beatriz, desde su hogar en el cielo, le enviaba un guía para ayudarlo a atravesar un lugar muy oscuro y reunirse de nuevo con ella. Cuando Dante se echa a temblar ante la idea de semejante desafío, su guía le recuerda: «Cuando vuelvas a ver sus bellos ojos, de nuevo sabrás cuál es el viaje de tu vida». ¿Lo comprendes, querida?

—Pero ¿por qué amaba tanto a Beatriz si nunca habló con ella?

Longfellow continuó cepillando, sorprendido por la dificultad de la pregunta.

—Él dijo una vez, querida, que despertaba tales sentimientos en él que no podría hallar palabras para describirlos. Pues al poeta que era Dante, ¿qué podía cautivarlo más que un sentimiento que desafiaba sus rimas?

Entonces recitó suavemente, acariciándole el cabello con el cepillo:

—«Tú, mi niña, eres mejor que todas las baladas / jamás cantadas o recitadas, pues eres un poema vivo. / Y todos los demás están muertos».

El poema provocó la habitual sonrisa en la destinataria, que a continuación dejó que su padre se ensimismara en sus pensamientos. Siguiendo el sonido de los pasos de Edith al subir los peldaños de la escalera, Longfellow permaneció a la cálida sombra del busto de mármol, de color crema, sumergido en la tristeza de su hija.

—Ah, está usted ahí. —Greene apareció en la sala, con los brazos en jarras—. Creo que me he quedado adormilado en el banco de su jardín. No importa. ¡Ahora estoy completamente dispuesto a volver a nuestros cantos! Oiga, ¿dónde se han metido Lowell y Fields?

—Creo que han salido a dar una vuelta.

Lowell se había excusado ante Fields por sentirse acalorado, y salió para tomar el aire.

Longfellow se dio cuenta del mucho tiempo que llevaba sentado. Sus articulaciones crujieron audiblemente cuando abandonó su butaca.

—De hecho —dijo, mirando el reloj que sacó del bolsillo del chaleco—, se han ido por algún tiempo.

Fields trataba de alcanzar a Lowell, que daba grandes zancadas, calle Brattle abajo.

—Quizá deberíamos regresar, Lowell.

Fields agradeció que Lowell se detuviera de repente. Pero el poeta tenía la mirada fija adelante, y su expresión era de temor. Sin previo aviso, arrastró de un tirón a Fields detrás del tronco de un olmo. Le susurró que mirase adelante. Fields dirigió la vista al otro lado de la calle, al tiempo que una alta figura tocada con bombín y vistiendo un chaleco de cuadros doblaba la esquina.

—¡Calma, Lowell! ¿Quién es? —preguntó Fields.

—¡Ni más ni menos que el hombre al que sorprendí vigilándome en el campus de Harvard! ¡Y, luego, reunido con Bachi! ¡Y, de nuevo, sosteniendo una discusión acalorada con Sheldon!

—¿Su fantasma?

Lowell asintió, triunfante.

Lo siguieron subrepticiamente, Lowell dirigiendo a su editor para mantenerse a distancia del extraño, que giraba hacia una calle lateral.

—¡Que Dios nos asista! ¡Se dirige a casa de usted! —exclamó Fields. El desconocido se dispuso a trasponer la blanca cancela de Elmwood—. Lowell, tenemos que ir a hablar con él.

—¿Y concederle ventaja? Tengo reservado un plan mucho mejor para ese bribón —dijo Lowell, llevando a Fields a dar la vuelta por la cochera y el granero, para entrar en Elmwood por la puerta trasera.

Lowell ordenó a su sirvienta que acogiera al visitante que estaba a punto de llamar a la puerta principal. Debía conducirlo a una habitación en concreto del tercer piso de la mansión, y cerrar la puerta. Lowell tomó de la biblioteca su fusil de caza, lo comprobó y llevó a Fields arriba, utilizando la estrecha escalera de servicio, situada en la parte posterior de la casa.

—¡Jamey! En nombre de Dios, ¿qué se propone usted que hagamos?

—Me voy a asegurar de que ese fantasma no se esfume esta vez; no hasta que me sienta satisfecho con lo que lleguemos a saber —puntualizó Lowell.

—No haga locuras. En lugar de eso, mandaremos en busca de Rey.

Los brillantes ojos castaños de Lowell derivaron al gris.

—Jennison era mi amigo. Cenaba en esta misma casa, ahí, en mi comedor, donde se llevaba mis servilletas a sus labios y bebía mis vasos de vino. ¡Y ahora está cortado en pedazos! ¡Me niego a seguir flotando tímidamente en torno a la verdad, Fields!

La habitación en lo alto de la escalera, el dormitorio de Lowell niño, estaba fuera de uso y permanecía sin calentar. Desde la ventana de su desván infantil, la vista en invierno era de algo vacío, a pesar de que comprendía una parte de Boston. Ahora Lowell miraba al exterior y podía ver la familiar y larga curva del Charles y los amplios campos que se extendían entre Elmwood y Cambridge, las llanas zonas pantanosas más allá del río suave y silencioso, con nieve fundiéndose.

—¡Lowell, va usted a matar a alguien con eso! ¡Como editor suyo, le ordeno que deje inmediatamente esa arma!

Lowell tapó con la mano la boca de Fields, e hizo un gesto indicando la puerta cerrada, a fin de que vigilara cualquier movimiento. Transcurrieron varios minutos en silencio antes de que ambos eruditos, apostados tras un sofá, oyeran los pasos de la criada conduciendo al visitante por la escalera principal arriba. Cumplió con lo que se le había mandado, haciendo pasar al recién llegado a la habitación y cerrando inmediatamente la puerta.

—¿Hola? —dijo el hombre una vez estuvo en la vacía y mortalmente fría habitación—. ¿Qué clase de sala es ésta? ¿Qué significa esto?

Lowell se levantó de su lugar tras el sofá, apuntando con su fusil directamente al chaleco de cuadros del hombre.

El desconocido dio un respingo, introdujo la mano en el bolsillo de la levita y sacó un revólver, con el que apuntó al cañón del fusil de Lowell.

El poeta no titubeó.

La mano derecha del desconocido se vio sacudida violentamente al mover el dedo, metido en un guante de cuero demasiado grueso, sobre el gatillo de su revólver.

Lowell, al otro lado de la habitación, levantó el fusil por encima de su mostacho en forma de colmillos de morsa, que aparecía muy negro bajo la escasa luz, y cerró un ojo, fijando el otro directamente en el punto de mira. Habló con los dientes apretados:

—Póngame a prueba y, pase lo que pase, usted saldrá perdiendo. O nos manda usted al cielo —dijo, mientras levantaba su arma o lo mandamos nosotros al infierno.

XIII

El desconocido sostuvo su revólver un momento más y luego lo dejó caer sobre la alfombra.

—¡Este asunto no merece pasar por unas situaciones tan absurdas!

—Haga el favor de coger la pistola, señor Fields —le dijo Lowell al editor, como si ésa fuera su ocupación diaria—. Ahora, tú, bribón, nos dirás quién eres y a qué has venido. Dinos qué tienes que ver con Pietro Bachi y por qué el señor Sheldon te estaba dando órdenes en plena calle. ¡Y dime por qué estás en mi casa!

Fields tomó la pistola caída.

—Aparte su arma, profesor, o no diré nada —dijo el hombre.

—Haga lo que le dice, Lowell —susurró Fields, para satisfacción del tercero en discordia.

Lowell bajó su arma.

—Muy bien, pero por su bien sea franco con nosotros.

Acercó una butaca a su rehén, que no hacía más que repetir que toda la escena era una «tontería».

—Creo que no tuvimos ocasión de ser presentados antes de que usted me apuntara con su fusil a la cabeza —dijo el visitante—. Soy Simon Camp, detective de la agencia Pinkerton. Me contrató el doctor Augustus Manning, de la Universidad de Harvard.

—¡El doctor Manning! —Exclamó Lowell—. ¿Con qué fin?

—Quería que investigara los cursos sobre ese tal Dante, por si podía demostrarse que producían un «efecto pernicioso» sobre los estudiantes. Debo hacer pesquisas sobre el asunto e informar de mis hallazgos.

—¿Y qué ha hallado usted?

—Pinkerton me asigna toda el área de Boston. Este insignificante caso no era mi principal prioridad, profesor, así que me he repartido el trabajo. Llamé a uno de los antiguos profesores, un tal señor Bak–ee, para que se reuniera conmigo en el campus. También entrevisté a varios estudiantes. Ese joven insolente, el señor Sheldon, no me estaba dando órdenes, profesor. Me estaba diciendo lo que debía hacer con mis preguntas, y su lenguaje era demasiado hiriente para repetirlo en tan distinguida compañía.

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