El club Dante (43 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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—¿Y qué dijeron los demás? —preguntó Lowell.

Camp replicó sarcásticamente:

—Mi trabajo es confidencial, profesor. Pero consideré que ya era hora de hablar con usted cara a cara y preguntarle su propia opinión acerca de ese Dante. Por esta razón he venido hoy aquí, a su casa. ¡Y vaya bienvenida!

Fields bizqueó, confuso.

—¿Manning lo envió directamente a hablar con Lowell?

—No estoy a
sus
órdenes, señor. Éste es
mi
caso y formulo mis propios juicios —replicó arrogantemente Camp—. Suerte ha tenido de que mi dedo en el gatillo actuara con lentitud, profesor Lowell:

—¡Oh, menuda bronca le voy a armar a Manning! —Lowell dio un salto y se inclinó sobre Simon Camp—. Usted ha venido aquí a ver qué decía, ¿no es así, señor? ¡Pues abandone inmediatamente esta caza de brujas! ¡Esto es lo que digo!

—¡Eso a mí me importa menos que nada, profesor! —dijo Camp, riéndosele en la cara—. ¡Éste caso me lo han asignado y no lo abandonaré por nadie, ni por ese pisaverde de Harvard ni por un tipo como usted! ¡Usted puede dispararme si quiere, pero yo llevo mis casos hasta el final! —Hizo una pausa y añadió—: Soy un profesional.

Con la descuidada inflexión que Camp dio a esta última palabra, Fields pareció entender en seguida para qué había venido.

—Quizá podríamos trabajar en algo más —dijo el editor, sacando algunas piezas de oro de su bolsa—. ¿Qué me dice usted de dejar indefinidamente en suspenso este caso, señor Camp?

Fields dejó caer varias monedas en la mano abierta de Camp. El detective esperó pacientemente, y Fields soltó dos más, propiciando una tensa sonrisa.

—¿Y mi arma?

Fields le devolvió el revólver.

—Al parecer, caballeros, de vez en cuando surge un caso que se resuelve a satisfacción de todas las partes.

Simon Camp se inclinó y se marchó escaleras abajo.

—¡Tener que pagar a un hombre como ése! —dijo Lowell—. ¿Cómo supo usted que iba a aceptar, Fields?

—Bill Ticknor decía siempre que a la gente le gusta sentir el oro en las manos.

Con el rostro apretado contra la ventana de la buhardilla, Lowell observó con ira contenida a Simon Camp cruzar el sendero de ladrillos hasta la cancela, muy despreocupado, jugueteando con las piezas de oro y dejando sus huellas en la nieve de Elmwood.

Aquella noche, Lowell, abrumado por el cansancio, se sentó, quieto como una estatua, en su sala de música. Antes de entrar en ella, en la puerta dudó, como si fuera a encontrarse al auténtico dueño de la habitación sentado en su butaca junto al fuego.

Mabel escudriñó el interior desde el pasillo.

—¿Padre? Ocurre algo y quisiera que hablaras de ello conmigo.

Bess
, el cachorro de terranova, entró galopando y lamió la mano de Lowell. Éste sonrió, pero luego se entristeció sobremanera recordando los saludos soñolientos de
Argus
, su viejo terranova, que ingirió una cantidad fatal de veneno en una granja cercana.

Mabel apartó a
Bess
, en un intento de mantener cierta seriedad.

—Padre, últimamente hemos pasado muy poco tiempo juntos. Sé…

Se contuvo y no acabó de expresar su pensamiento.

—¿Qué es esto? —preguntó Lowell—. ¿Qué es lo que sabes, Mab?

—Sé que algo te inquieta y que no te deja en paz.

Él tomó amorosamente su mano.

—Estoy cansado, mi querida Hopkins. —Éste era el nombre que Lowell siempre le daba—. Me iré a la cama y me sentiré mejor. Eres muy buena chica, querida. Ahora, saluda a tu progenitor.

Ella condescendió y le dio mecánicamente un beso en la mejilla.

Una vez en su habitación, en el piso de arriba, Lowell enterró la cabeza en su almohada en forma de hoja de loto, sin mirar a su esposa. Pero no tardó en descansar la cabeza en el regazo de Fanny Lowell, donde permaneció llorando sin pausa casi media hora. Todas las emociones que había experimentado cruzaban por su cerebro y rebosaban de él. Podía ver proyectado en los párpados cerrados a Holmes, derrotado, tendido cuan largo era en el suelo del Corner, y al despedazado Phineas Jennison llamando a gritos a Lowell para que lo salvara, para que lo librase de Dante.

Fanny sabía que su marido no hablaría sobre lo que le preocupaba, así que se limitó a pasar una mano por su cálido cabello castaño rojizo, y aguardó a que se arrullara a sí mismo hasta quedar dormido entre sollozos.

«Lowell, Lowell, por favor, Lowell. Levántese, levántese».

Cuando Lowell abrió los ojos, con un gruñido, quedó aturdido por la luz del sol.

—¿Qué…, qué es esto? ¿Fields?

Fields estaba sentado en el borde de la cama, agarrando contra su pecho un periódico doblado.

—¿Todo va bien, Fields?

—Todo mal. Es mediodía, Jamey. Fanny dice que lleva durmiendo como un tronco todo el día… sin parar de dar vueltas. ¿Se encuentra indispuesto?

—Me siento mucho mejor. —Lowell se fijó inmediatamente en el objeto que las manos de Fields parecían querer ocultar de su vista—. Ha pasado algo, ¿verdad?

Fields dijo en tono sombrío:

—Yo creía saber cómo manejar cualquier situación. Ahora me siento tan oxidado como una aguja vieja, Lowell. A ver, míreme, haga el favor. He engordado tan terriblemente que mis más antiguos acreedores difícilmente me reconocerían.

—Fields, por favor…

—Necesito que usted sea más fuerte que yo, Lowell. Por Longfellow debemos…

—¿Otro asesinato?

Fields le pasó el periódico.

—Todavía no. Lucifer ha sido detenido.

El «zulo» de la comisaría central medía un metro de anchura por dos de longitud. La puerta interior era de hierro. En el exterior había otra puerta, de sólido roble. Cuando se cerraba esta segunda puerta, la celda se convertía en una mazmorra sin el más leve rastro de luz ni esperanza de que lo hubiera. Un prisionero podía ser mantenido allí días seguidos, hasta que ya no soportaba la oscuridad y se mostraba dispuesto a hacer lo que se le pidiera.

Willard Burndy, el segundo mejor reventador de cajas fuertes de Boston, detrás de Langdon W. Peaslee, oyó girar una llave en la puerta de roble, y un plano cegador de luz de gas lo dejó aturdido.

—¡Me tendrás aquí diez años y un día, cerdo, pero yo no voy a cargar con unos crímenes que no he cometido!

—Basta, Burndy —le atajó el agente.

—Juro por mi honor…

—¿Por qué has dicho? —replicó el agente, riendo.

—¡Por mi honor de caballero!

Willard Burndy fue conducido, esposado, a través del vestíbulo. Los que ocupaban las otras celdas, y que observaban con ojos vigilantes, conocían a Burndy de nombre, pero no en persona. Sureño trasladado a Nueva York para hacer su agosto a cuenta de la afluencia hacia el Norte durante la guerra, Burndy había emigrado a Boston tras una larga temporada en la prisión neoyorquina de The Tombs. Burndy se fue enterando de que en el mundo del hampa se había ganado una reputación por echar el ojo a las viudas de los brahmanes pudientes, una etiqueta de la que él mismo ni se había dado cuenta. No tenía mucho interés en ser conocido como asaltante de vejestorios adinerados, pues nunca se consideró un canalla. Burndy prestaba su colaboración de buen grado siempre que se ofrecía una recompensa por recuerdos de familia y por joyas, devolviendo una parte de los objetos a un detective imparcial a cambio de algo del dinero prometido.

Ahora, un agente zarandeaba y daba empellones a Burndy hasta introducirlo en una habitación y, una vez en ella, le hizo sentarse de un empujón en una silla. Era un hombre de rostro enrojecido y cabello alborotado, con tantas arrugas entrecruzándose en su cara, que parecía una caricatura de Thomas Nast
[10]
.

—¿Qué juego se trae? —le dijo Burndy, arrastrando las palabras, al hombre que se sentaba frente a él—. Alargaría una mano, pero ya ve que estoy trabado. Ah…, ya he leído sobre usted. El primer policía negro. Héroe militar durante la guerra. ¡Estaba en el reconocimiento cuando aquel vagabundo saltó por la ventana!

Burndy se echó a reír evocando al mendigo que se rompió la crisma.

—El fiscal del distrito quiere colgarlo —dijo Rey en tono tranquilo, borrando la sonrisa de la cara de Burndy—. La suerte está echada. Si sabe por qué está aquí, dígamelo.

—Lo mío es reventar cajas fuertes. El mejor de Boston, ¿se entera?, mejor que ese canalla de Langdon Peaslee, ¡de todas, todas! Pero yo no he matado a nadie y tampoco voy a implicar en este lío a ningún colega. He hecho venir a Squire Howe desde Nueva York y ya verá. ¡Arreglaremos esto en los tribunales!

—¿Por qué está aquí, Burndy?

—¡Esos farsantes de detectives, que a cada paso se inventan pruebas!

Rey sabía de qué iba el asunto.

—Dos testigos lo vieron la noche en que robaron en casa de Talbot, el día anterior a su asesinato, inspeccionando el domicilio del reverendo. Decían la verdad, ¿no es así? Por eso el detective Henshaw lo ha escogido. Tiene suficiente pecado como para que le caiga la condena.

Burndy se disponía a refutar lo anterior, pero dudó.

—¿Por qué tendría yo que confiar en un tipo como usted?

—Quiero que vea algo —dijo Rey, observándolo cuidadosamente—. Puede ayudarlo, si es capaz de entenderlo.

Le alargó un sobre sellado a través de la mesa.

A pesar de las esposas, Burndy consiguió abrir el sobre con los dientes, y extender el papel, de buena calidad, doblado en tres. Lo examinó durante unos segundos antes de romperlo violentamente en dos, decepcionado, arrojándolo con rabia y golpeándose la cabeza contra la pared y contra la mesa, en un movimiento pendular.

Oliver Wendell Holmes contemplaba cómo la noticia impresa se curvaba por los bordes y se deshacía lentamente por los lados antes de hundirse entre las llamas.

…dente del Tribunal Supremo de Massachusetts fue hallado desnudo, cubierto de insectos y a…

El doctor arrojó otro artículo, con lo que las llamas aumentaron.

Pensó en el arranque de cólera de Lowell, que no se mostró precisamente ecuánime sobre la creencia ciega de Holmes en el profesor Webster, quince años antes. Era cierto que Boston había perdido gradualmente su fe en el desdichado profesor de medicina, pero Holmes tenía sus razones para no perderla. Vio a Webster al día siguiente de la desaparición de George Parkman y habló con él acerca de aquel misterio. No había el más mínimo signo de duplicidad en el amistoso rostro de Webster. Y la historia de Webster, tal como más tarde salió a la luz, era del todo coherente con los hechos: Parkman había acudido a cobrar su deuda pendiente, Webster se la pagó, Parkman firmó el recibo y se fue. Holmes aportó su contribución para pagar a los defensores de Webster, adjuntando el dinero a cartas de ánimo dirigidas a la señora Webster. Holmes testificó y proclamó la bondad de carácter de Webster y la absoluta imposibilidad de que estuviera envuelto en semejante delito. También explicó al jurado que no existía método alguno que permitiera afirmar rotundamente que los restos humanos hallados en las habitaciones de Webster pertenecieran al doctor Parkman; podían pertenecerle, sí, pero igual podía resultar que no.

No es que Holmes no sintiera simpatía por los Parkman. Después de todo, George había sido el patrón más importante de la escuela de medicina, financió sus instalaciones en la calle North Grove y dotó la cátedra Parkman de Anatomía y Fisiología, la misma que ocupaba el doctor Holmes. Éste incluso pronunció el elogio de Parkman durante la ceremonia fúnebre. Pero Parkman pudo haberse vuelto loco, haberse ido y estar vagando en estado de confusión mental. El hombre podía seguir vivo, ¡y ellos estaban dispuestos a colgar a otro basándose en los más fantásticos indicios! ¿No pudo ser que el portero, temeroso de perder su empleo después de que el pobre Webster lo sorprendiera jugando, se hiciera con unos fragmentos de huesos, tomándolos del amplio surtido de la escuela de medicina, y los repartiera por las habitaciones de Webster, a fin de que pareciese que estaban escondidos?

Al igual que Holmes, Webster se había criado en un ambiente cómodo antes de asistir a la Universidad de Harvard. Los dos hombres, dedicados a la medicina, nunca habían tenido una amistad íntima. Pero a partir del día de la detención de Webster, cuando el pobre hombre trató de envenenarse, angustiado por la desgracia que se abatía sobre su familia, no hubo nadie a quien el doctor Holmes se sintiera más unido. ¿Acaso él mismo no pudo verse envuelto fácilmente en tan dañinas circunstancias? Con sus cortas estaturas, patillas pobladas y rostros afeitados, ambos profesores eran parecidos físicamente. Holmes tuvo la certeza de que podría desempeñar algún papel, modesto pero digno de atención, en la inevitable declaración de inocencia de su colega de claustro.

Pero acabaron encontrándose al pie del patíbulo. Ese día parecía muy remoto, imposible, alterable, durante los meses de declaraciones y recursos. La mayoría de la buena sociedad de Boston se quedó en casa, avergonzada de su vecino. Acudieron carreteros, estibadores, obreros fabriles y lavanderas. No disimulaban su entusiasmo por la muerte y humillación de un brahmán.

Un J. T. Fields que sudaba copiosamente se deslizó a través del anillo formado por ese público y se acercó a Holmes.

—Tengo a mi cochero esperando, Wendell. Vuelva a casa con Amelia, siéntese con sus hijos.

—¿Ve usted en qué ha venido a parar todo, Fields?

—Wendell —dijo Fields apoyando las manos en los hombros de su autor—. La evidencia.

La policía trató de acotar el área, pero no había llevado cuerdas suficientes. Cada tejado y cada ventana de los edificios que se apretujaban en torno al patio de la cárcel de la calle Leverett, mostraban un desbordamiento humano poseído por una sola idea. En ese momento, Holmes sintió a un tiempo parálisis y urgencia de hacer algo más que mirar. Se dirigiría a la multitud. Sí, improvisaría un poema proclamando la gran estupidez de la ciudad. Después de todo, ¿no era Wendell Holmes el más celebrado orador de sobremesa de Boston? En su cabeza, empezaron a tomar forma unos versos exaltando las virtudes del doctor Webster. Al mismo tiempo, Holmes se puso de puntillas para echar un vistazo a la calzada de carruajes, detrás de Fields, para ser el primero en ver llegar el indulto o a George Parkman, la supuesta víctima del asesino.

—Si Webster debe morir hoy —dijo Holmes a su editor—, no lo hará sin honores.

Se abrió paso en dirección al cadalso, pero cuando llegó ante el dogal del verdugo, se detuvo en seco y emitió un sofocado jadeo. Era la primera vez que veía aquel aterrador lazo desde su niñez, cuando Holmes se escabulló con su hermano menor, John, a Gallows Hill, en Cambridge, en el momento en que un condenado se contorsionaba en su postrer sufrimiento. Holmes siempre creyó que esta visión fue lo que hizo de él a la vez médico y poeta.

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