Un murmullo recorrió la multitud. Holmes cruzó la mirada con la de Webster, que subía al cadalso tambaleándose, con un guardián agarrándolo fuertemente del brazo.
Cuando Holmes daba un paso atrás, una de las hijas de Webster apareció ante él apretando un sobre contra su pecho.
—¡Oh, Marianne! —exclamó Holmes, y abrazó estrechamente a aquel pequeño ángel—. ¿Del gobernador?
Marianne Webster le tendió el sobre alargando el brazo cuanto éste daba de sí.
—Mi padre quiso que se le entregara esto antes de irse, doctor Holmes.
Holmes se volvió de espaldas al cadalso. A Webster se le colocó una capucha negra. Holmes abrió el sobre.
Mi muy querido Wendell:
No me atrevo siquiera a intentar expresarle mi gratitud con meras palabras por lo que ha hecho. Usted ha creído en mí sin una sombra de duda en su mente, y yo siempre contaré con ese sentimiento para apoyarme en él. Usted es el único que ha permanecido fiel a mi persona desde que la policía me sacó de mi casa, en tanto otros, uno a uno, se han ido apartando de mi lado. Imagine mis sentimientos cuando los de nuestro propio ambiente, con los que se ha compartido mesa en los banquetes y junto a los que se ha orado en la capilla, lo miran a uno horrorizados. Cuando incluso los ojos de mis dulces hijas reflejan involuntariamente reservas mentales sobre el honor de su pobre papá.
Pero por todo eso considero, querido Holmes, que debo confesarle que lo hice. Yo maté a Parkman, lo descuarticé y luego lo incineré en el horno de mi laboratorio. Compréndalo. Fui hijo único, muy consentido, y nunca fui capaz de mantener el control sobre mis pasiones, que debí haber adquirido tempranamente. Y la consecuencia es ¡todo esto! Todos los procedimientos en mi caso han sido justos, como es justo que deba morir en el cadalso, de acuerdo con esa sentencia. Todo el mundo está en lo cierto y yo estoy equivocado, y esta mañana he enviado relatos completos y veraces del asesinato a varios periódicos, así como al portero al que vergonzosamente acusé. Sería un consuelo para mí que la entrega de mi vida por haber violado la ley me sirva de expiación, aunque sólo sea en parte.
Rompa este papel ahora mismo, sin una segunda lectura. Usted ha venido para contemplar cómo me voy en paz, una paz que no se encuentra en lo que escribo con mano temblorosa porque he vivido en la mentira.
Mientras la nota escapaba flotando de las manos de Holmes, cedió la plataforma metálica que soportaba el peso del hombre encapuchado, golpeando el patíbulo y produciendo un estruendo. Lo que amargaba a Holmes ya no era tanto que hubiera dejado de creer en la inocencia de Webster, cuanto la convicción de que todos hubieran podido ser culpables, de haberse visto en las mismas circunstancias desesperadas. Como médico, Holmes nunca había dejado de considerar lo pésimamente concebido que estaba el género humano.
Además, ¿no podía haber un delito que no fuera un pecado?
Amelia entró en la habitación, alisándose el vestido.
—¡Wendell Holmes! —llamó a su marido—. Te estoy hablando. No puedo entender lo que te pasa últimamente.
—¿Sabes las cosas que me metieron en la cabeza de niño, Melia? —dijo Holmes, mientras arrojaba al fuego un fajo de pruebas que había conservado de las reuniones del club Dante de Longfellow.
Guardaba una caja con todos los documentos relacionados con el club: pruebas de Longfellow, notas recordatorias de éste para que acudiera a las reuniones de los miércoles. Holmes pensó que algún día podría escribir una memoria sobre aquellas reuniones. Una vez lo mencionó de pasada hablando con Fields, quien de inmediato empezó a planear quién podría escribir un elogio de la obra de Holmes. Una vez editor, editor para siempre. Holmes arrojó ahora otro lote al fuego.
—El personal de cocina, criado en nuestro país, me decía que nuestro cobertizo estaba lleno de demonios y diablos negros. Otro chiquillo ingenuo me informó de que, si escribía mi nombre con mi propia sangre, el agente de Satán que merodeaba por allí, si no el propio Maligno, se lo echaría al bolsillo y desde aquel día en adelante me convertiría en su sirviente. —Holmes emitió una risita amarga entre dientes—. Por mucho que eduques a un hombre apartándolo de las supersticiones, siempre pensará en lo que la francesa decía de los fantasmas: «
Je n'y crois pas, mais je les crains
». No creo en ellos, pero los temo.
—Tú decías que aquellos hombres iban tatuados según sus especiales creencias, como los isleños de los mares del Sur.
—¿Eso decía, Melia? —preguntó Holmes, y luego repitió para sí mismo—: Es una frase muy gráfica, así que debí haberla dicho. No es la clase de frase que una mujer se inventaría.
—Wendell. —Amelia plantó un pie en la alfombra, frente a su marido, que más o menos era de su estatura cuando se quitaba el sombrero y las botas—. Si tan sólo contaras lo que te preocupa, yo podría ayudarte. Deja que escuche, querido Wendell.
Holmes se molestó y no respondió.
—¿Has escrito versos nuevos, entonces? Espero que me los leas por la noche, ya sabes.
—Con todos los libros que tenemos en las estanterías de nuestra biblioteca —replicó Holmes—, con Milton, Donne y Keats en toda su plenitud, ¿por qué esperas que yo haga algo, querida Melia?
Ella se inclinó hacia delante y sonrió.
—Me gustan más los poetas vivos que los muertos, Wendell. —Lo tomó de las manos—. ¿Y ahora me contarás tus inquietudes? Por favor.
—Perdón por la interrupción, señora. —La criada pelirroja de los Holmes asomó por la puerta.
Anunció a un visitante del doctor Holmes. Éste asintió dubitativamente. La criada salió e introdujo al recién llegado.
—Se pasa el día en su vieja guarida. ¡Bien, pues ahora está en sus manos, señor! —dijo Amelia Holmes levantando sus propias manos y cerrando la puerta del estudio tras ella.
—Profesor Lowell.
—Doctor Holmes. —James Russell Lowell se quitó el sombrero—. No puedo entretenerme mucho. Tan sólo quería agradecerle toda la ayuda que nos ha prestado. Le pido excusas, Holmes, por haberme disgustado con usted. Y por no haberle auxiliado cuando se cayó al suelo. Y por decir lo que dije…
—No hace falta, no hace falta —replicó el doctor arrojando otro fajo de pruebas al fuego.
Lowell miró los papeles de Dante luchar y danzar contra las llamas, despidiendo chispas mientras se reducían los versos a cenizas.
Holmes esperaba fríamente que se pusiera a vociferar ante el espectáculo, pero no fue así.
—Si algo sé, Wendell —dijo Lowell, e inclinó la cabeza en dirección a la pira—, sé que fue la
Commedia
lo que me condujo al escaso conocimiento que poseo. Dante fue el primer poeta que pensó en hacer un poema totalmente ajeno a su propia invención; pensó que no sólo podía escribir la historia de algún personaje heroico, sino también la de
cualquier
hombre, y que la vía hacia el cielo no estaba fuera del mundo sino que pasaba
a través
de él. Wendell, hay algo que siempre quise decir, desde que estamos ayudando a Longfellow.
Holmes arqueó sus enmarañadas cejas.
—Cuando lo conocí, hace tantos años, quizá mi primer pensamiento fue lo mucho que me recordaba usted a Dante.
—¿Yo? —preguntó Holmes, fingiendo humildad—. ¿Dante y yo? —Pero se dio cuenta de que Lowell estaba muy serio.
—Sí, Wendell. Dante se instruyó en todos los campos de la ciencia de su tiempo, fue un maestro en astronomía, filosofía, derecho, teología y poesía. Algunos, como usted sabe, han llegado a decir que frecuentó la escuela médica y que por eso pudo pensar tanto en cómo sufre el cuerpo humano. Al igual que usted, todo lo hizo bien. Demasiado bien, hasta el punto de preocupar a otras gentes.
—Siempre creí haber ganado un premio, al menos uno de cinco dólares, en las apuestas de la carrera intelectual de la vida. —Holmes volvió la espalda a la chimenea y puso algunas pruebas de la traducción en la estantería de su biblioteca, sintiendo el peso del mensaje de Lowell—. Puedo ser perezoso, Jamey, o indiferente o tímido, pero de ningún modo uno de esos hombres… Se trata, sencillamente, de que en este momento no podemos evitar nada.
—Al principio, el ruido vivo de la botella al ser descorchada ejerce gran poder sobre la imaginación —dijo Lowell, y se rió con melancolía contenida—. Supongo que, por unas pocas benditas horas, con todo esto olvidaba que era profesor y me sentía como si yo fuera algo
real
. Confieso que hago bien, aunque invocar que los cielos se vengan abajo es algo admirable hasta que los cielos te toman la palabra. Sé lo que es dudar, mi querido amigo. Pero si usted renuncia a Dante, los demás vamos a hacer lo mismo.
—Si sólo supieran ustedes cómo se clavó en mi mente lo que quedaba de Phineas Jennison… Hecho trizas, despedazado… Las consecuencias de fracasar en eso…
—Pudo ser la mayor de las calamidades, Wendell, y es para asustarse —dijo Lowell, y se encaminó solemnemente a la puerta del estudio—. Bien, ante todo yo quería transmitirle mis excusas; Fields, por supuesto, insistía en que debía hacerlo. Mi pensamiento más feliz es que, pese a los defectos de mi temperamento, no he perdido a un verdadero amigo. —Lowell se detuvo junto a la puerta y se volvió—. Y me gustan sus poesías. Usted lo sabe, mi querido Holmes.
—¿Sí? Bien, pues gracias, pero quizá haya algo demasiado saltarín en ellas. Supongo que mi naturaleza es tratar de arrebatar todos los frutos del conocimiento y tomar un buen bocado del lado bueno… y, después de esto, dejárselo a los cerdos. Soy un péndulo con un brevísimo período de oscilación. —La mirada de Holmes se encontró con los grandes ojos, muy abiertos, de su amigo—. ¿Qué tal le ha ido estos días, Lowell?
Lowell se encogió a medias de hombros, por toda respuesta.
Holmes no le dio tiempo a contestar.
—No quiero decirle que sea valiente, porque los hombres de ideas no se ven disminuidos por las contrariedades de un día o de un año.
—Todos giramos en torno a Dios siguiendo órbitas más o menos amplias, Wendell, unas veces con una mitad de nosotros expuesta a la luz, y otras veces con la otra mitad. Algunas personas parece que siempre permanecen en la sombra. Usted es una de las pocas ante las cuales puedo abrir mi corazón para… Bien. —El poeta se aclaró la garganta ásperamente y bajó la voz—. Tengo que asistir a una importante conferencia en el castillo Craigie.
—Oh. ¿Y qué hay de la detención de Willard Burndy? —preguntó Holmes con cautela y fingido desinterés, cuando Lowell ya se disponía a salir.
—Mientras estamos hablando, el agente Rey se ha apresurado a ir a echar un vistazo. ¿Cree usted que es una farsa?
—¡Sin duda! ¡Puro disparate! —declaró Holmes—. Pero según los periódicos el fiscal anda detrás de colgarlo.
Lowell reunió sus indómitas oleadas de cabello dentro de la chistera.
—Entonces, tenemos un pecador más que salvar.
Holmes se sentó con su caja de Dante largo rato después de que las pisadas de Lowell se desvanecieran por la escalera. Continuó arrojando pruebas al fuego, decidido a terminar la penosa tarea, aunque no podía dejar de leer las palabras de Dante conforme pasaban por sus manos. Al principio leía con indiferencia, como cuando uno repasa las pruebas, señalando detalles pero sin dejarse embargar por las emociones. Luego leyó aprisa y codiciosamente, absorbiendo pasajes mientras se ennegrecían para dejar de existir. Su sentido del descubrimiento evocó la época en que oyó por primera vez al profesor Ticknor afirmar, con aquella digna capacidad de predicción, el impacto que el viaje de Dante tendría algún día en Norteamérica.
Los demonios de Malebranche se acercaban a Dante y a Virgilio… Dante recuerda: «Así vi a los otrora temibles infantes salir custodiados de Caprona, viéndose entre tan gran número de enemigos».
Dante recordaba la batalla de Caprona, contra los pisanos, en la que tomó parte. Holmes pensó en algo que Lowell había omitido de su lista de los talentos de Dante: Dante fue un soldado. Al igual que usted, todo lo hizo bien. «Y también a diferencia de mí, también —pensó Holmes—. Un soldado debe afirmar su culpabilidad a cada paso, silenciosa e irreflexivamente». Se preguntaba si el hecho de ver a sus amigos morir junto a él por el alma de Florencia o por algún estandarte güelfo desprovisto de sentido, habría servido para hacer de Dante un poeta mejor. Wendell Junior fue el poeta de la clase en sus comienzos en Harvard —muchos decían que sólo por el nombre que compartía con su padre—, pero ahora Holmes se planteaba si Junior aún podía conocer la poesía después de la guerra. En el campo de batalla, Junior había visto algo que no vio Dante, y había apartado de sí la poesía —y al poeta—, dejándosela tan sólo al doctor Holmes.
Holmes hojeó las pruebas y leyó durante una hora. Gustaba en particular del segundo canto del
Inferno
, donde Virgilio convence a Dante para iniciar su peregrinación, pero resurgen los temores de Dante por su propia seguridad. Momento supremo de valor: enfrentar el tormento de la muerte de los demás y pensar con claridad cómo cada uno de ellos se sentiría. Pero Holmes ya había quemado la prueba de Longfellow correspondiente a aquel canto. Recurrió a su edición italiana de la
Commedia
y leyó: «
Lo giorno se n'andava
… El día se iba…» Dante retrasa su deliberación mientras se dispone a penetrar en los reinos infernales por vez primera: «…
e io sol uno
… y únicamente yo solo…». ¡Cuán solo debió sentirse! ¡Tiene que repetirlo tres veces! «
Io, sol, uno… m'apparecchiava a sostener la guerra, sì del cammino e sì de la pietate
». Holmes no podía recordar cómo había traducido Longfellow este verso, así que, inclinándose sobre su obra maestra, lo hizo él mismo, oyendo el comentario deliberativo de Lowell, Greene, Fields y Longfellow con el fondo del zumbido del fuego. Animándolo.
—«Y yo solo, únicamente yo… —Holmes se dio cuenta de que debía hablar en voz alta para traducir— me aprestaba para sostener la batalla…» No,
guerra
…, «… para sostener la guerra… tanto del camino como de la piedad».
Holmes se levantó de un salto de su sillón y corrió escaleras arriba, hasta el tercer piso.
—Yo solo, únicamente yo… —repetía, mientras iba subiendo.
Wendell Junior estaba debatiendo la utilidad de la metafísica con William James, John Gray y Minny Temple, entre ponches de ginebra y cigarros. Mientras escuchaba uno de los discursos de James, llenos de rodeos, hasta Junior llegó el sonido, clip–clop, al principio leve, de su padre subiendo trabajosamente la escalera. Junior se encogió. Por aquellos días, su padre parecía de veras preocupado por algo que no era él mismo; por tanto, algo potencialmente grave. James Lowell apenas había rondado la facultad de Derecho, probablemente en buena parte, según pensaba Junior, porque andaba metido en algo que también mantenía distraído a su padre. Al principio, Junior imaginaba que su padre había ordenado a Lowell apartarse de él, pero Junior sabía que Lowell no le haría caso. Y tampoco su padre tenía un carácter lo bastante firme como para dar órdenes a Lowell.