El club Dante (46 page)

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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga,

BOOK: El club Dante
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—Dante —dijo Lowell—, que fue expulsado de su hogar, pobló el infierno con gentes de su propia ciudad, incluso de su familia. Hemos dejado a muchos soldados desamparados mientras agitábamos poesías que cantaban la moral y los uniformes manchados de sangre. Ellos son desterrados de sus vidas anteriores, como Dante; se convierten en facciones dentro de sí mismos. Y consideren lo pronto que empezaron estos asesinatos, como pisando los talones al fin de la guerra. ¡Unos pocos meses! Sí, parece que las cosas encajan, caballeros. La guerra perseguía una abstracción moral, la libertad, pero los soldados libraron sus batallas por algo muy concreto: campos y frentes, organizados en regimientos, compañías y batallones. Los verdaderos movimientos en la poesía de Dante tienen algo de ligero, de decisivo, casi de militar en su naturaleza. —Se puso en pie y abrazó a Holmes—. Esta visión, mi querido Wendell, es celestial.

Cundió en la estancia un sentimiento colectivo de realización, y todos aguardaron el asentimiento de Longfellow, que llegó en forma de tranquila sonrisa.

—¡Tres hurras por Holmes! —exclamó Lowell.

—¿Por qué no me dedican tres veces tres? —preguntó Holmes adoptando una postura caprichosa—. ¡Puedo resistirlo!

Augustus Manning se plantó ante la mesa de su secretario, y se puso a tamborilear con los dedos en el borde.

—¿Todavía no ha respondido ese Simon Camp a mi petición de una entrevista?

El secretario de Manning negó con la cabeza.

—No, señor. Y en el Hotel Marlboro dicen que ya no se aloja allí. Cuando se fue no dejó dirección alguna.

Manning estaba lívido. No se había fiado enteramente del detective de Pinkerton, pero tampoco pensó que fuera un tramposo sin más.

—¿No le parece raro que primero se presente un oficial de policía a preguntar sobre la clase de Lowell y luego el hombre de Pinkerton, al que pagué para averiguar más sobre Dante, deje de responder a mis llamadas?

El secretario no contestó, pero luego, al advertir que se esperaba su respuesta, asintió, deseoso de agradar.

Manning se volvió y se puso a mirar por la ventana, desde la que se veía el edificio principal de Harvard.

—Para mí que Lowell ha tenido algo que ver en todo esto. Dígame me otra vez, señor Cripps, ¿quién está matriculado en el curso sobre Dante? Edward Sheldon y… Pliny Mead, ¿no es así?

El secretario encontró la respuesta en un montón de papeles.

—Edward Sheldon y Pliny Mead, exacto.

—Pliny Mead. Un buen estudiante —dijo Manning, acariciándose la rígida barba.

—Bien; lo era, señor. Pero en las últimas calificaciones ha dado un bajón.

Manning se volvió hacia él, muy interesado.

—Sí, ha descendido unos veinte lugares en la clase —explicó el secretario, encontrando la documentación y probando orgullosamente los hechos—. ¡Oh, sí, cayó de una manera abrupta, doctor Manning! Principalmente, al parecer, por la calificación del profesor Lowell en francés, correspondiente al último período académico.

Manning tomó los papeles de su secretario y los leyó.

—¡Qué vergüenza para el señor Mead! —dijo Manning sonriendo para sí—. Una terrible, terrible vergüenza.

Avanzada la noche en Boston, J. T. Fields acudió al despacho de abogado de John Codman Ropes, un jorobado que había convertido la guerra en una dedicación profesional, después de que su hermano pereciera en el campo de batalla. Se decía que sabía más sobre combates que los mismos generales que los libraron. Como convenía a un genuino experto, respondió sin ostentación alguna a las preguntas de Fields. Ropes llevaba una lista con muchos hogares de ayuda a los soldados, organizaciones de caridad fundadas, muchas de ellas en iglesias, otras en edificios abandonados o en almacenes, para alimentar y vestir a veteranos pobres o que se esforzaban por reintegrarse a la vida civil. Si uno buscaba a soldados con problemas, esos hogares serían el lugar adonde acudir.

—No hay nada parecido a un directorio con sus nombres, claro, y yo diría que a esas pobres almas no se las puede identificar a menos que ellas quieran, señor Fields —explicó Ropes al término de la entrevista.

Fields caminó con paso vigoroso calle Tremont arriba, en dirección al Corner. Llevaba semanas dedicando sólo una fracción de su tiempo usual a los negocios, y le preocupaba que su buque embarrancara si permanecía ausente del timón mucho más tiempo.

—Señor Fields.

—¿Quién está ahí? —Fields se detuvo y volvió sobre sus pasos hacia un callejón—. ¿Se dirige usted a mí, señor?

No podía ver al que había hablado, a causa de la débil luz. Fields avanzó despacio entre los edificios, en medio de un hedor a cloaca.

—Muy bien, señor Fields. —El hombre, de elevada estatura, salió de las sombras y se quitó el sombrero con su mano enguantada. Simon Camp, el detective de Pinkerton, le dirigió una sonrisa—. Esta vez no tiene usted a su amigo el profesor para que me apunte con su fusil, ¿verdad?

—¡Camp! Deje de molestarme. Le pagué más de lo que hubiera debido. Y ahora, adiós.

—Usted me pagó, sí. A decir verdad, tomé este caso como algo aburrido, una mosca en mi taza, una bobada. Pero usted y su amigo me dieron que pensar. ¿Por qué unos señorones como ustedes se excitaron hasta el punto de soltar oro para que yo no me metiera en el cursito ese de literatura del profesor Lowell? ¿Y qué indujo al profesor Lowell a interrogarme como si yo le hubiera pegado un tiro a Lincoln?

—Me temo que un hombre como usted nunca entendería lo que los hombres de letras aprecian —dijo nerviosamente Fields—. Es lo nuestro.

—Oh, ya lo creo que lo entiendo. Ahora lo entiendo. Recordé algo acerca de esa hormiguita del doctor Manning. Mencionó a un policía que lo visitó para preguntarle sobre el curso de Dante del profesor Lowell. El viejo estaba frenético por eso. Entonces yo empecé a pensar: ¿qué hace la policía de Boston ocupándose de un muerto? Bueno, pues tiene que ver con ese asuntillo de los asesinatos.

Fields trató de no exteriorizar su pánico.

—Debo acudir a una cita, señor Camp.

Camp sonrió beatíficamente.

—Entonces pensé en ese chico, Pliny Mead, que soltó todo lo que tenía en la punta de la lengua sobre los bárbaros y horripilantes castigos contra la humanidad en ese poema de Dante. Y empecé a juntar todas las piezas. Visité de nuevo a su señor Mead y le formulé preguntas más concretas, señor Fields —dijo, inclinándose hacia delante con fruición—. Conozco su secreto.

—Disparates sin sentido. ¡No tengo ni idea de lo que está usted hablando, Camp! —exclamó Fields.

—Conozco el secreto del club Dante, Fields. Sé la verdad acerca de esos asesinatos, y por eso me pagó para que me largara.

—¡Eso es una calumnia aventurada y malévola! —dijo Fields echando a andar para salir del callejón.

—Pues entonces iré a la policía —replicó Camp fríamente—. Y luego, a los periodistas. Y por mi cuenta, volveré a ver al doctor Manning, de Harvard, que anda buscándome. Ya veremos lo que hacen todos ellos con los disparates sin sentido.

Fields se volvió y dirigió a Camp una dura mirada.

—Si sabe lo que dice saber, ¿qué seguridad tiene de que nosotros no seamos los responsables de esas muertes y que no acabemos matándolo a usted, Camp?

Camp sonrió.

—No se tire faroles, Fields. Ustedes son hombres de libros, y eso es lo que seguirán siendo hasta que cambie el orden natural del mundo.

Fields se detuvo y tragó saliva. Miró en derredor para asegurarse de que no había testigos.

—¿Y a cambio de qué nos dejaría usted en paz, Camp?

—Para empezar, tres mil dólares… exactamente dentro de quince días.

—¡Ni hablar!

—Las recompensas ofrecidas a cambio de información son muy superiores, señor Fields. Quizá Burndy no tenga nada que ver con todo esto. Yo no sé quién mató a esos hombres ni me importa. Pero un jurado los consideraría culpables cuando se enterara de que usted me pagó para que me largara cuando fui a preguntar por Dante… ¡y me amenazaron con un arma de fuego!

Fields se dio cuenta de todo en seguida, de que Camp estaba actuando así para vengarse de su propia cobardía frente al fusil de Lowell.

—Usted es un pequeño y sucio insecto —dijo Fields sin poder contenerse.

Camp pareció no tomárselo en cuenta.

—Pero un insecto digno de confianza, puesto que usted contó con él para nuestro acuerdo. Incluso los insectos tienen deudas que saldar, señor Fields.

Fields acordó una cita con Camp en el mismo lugar dos semanas más tarde.

Les contó las novedades a sus amigos. Tras su impresión inicial, los miembros del club Dante decidieron que no tenían medios para evitar que Camp llevara adelante sus planes.

—¿Y qué importa? —dijo Holmes—. Usted ya le dio diez monedas de oro y eso no sirvió para nada. Volverá por más, con la mano extendida.

—Lo que Fields le dio fue un aperitivo —comentó Lowell.

No podían confiar en que una cantidad de dinero asegurase su secreto. Además, Longfellow no querría oír hablar de sobornos para proteger a Dante o a ellos mismos. Dante pudo haber pagado el fin de su destierro y lo rechazó, en una carta que después de transcurridos los siglos conservaba el apasionamiento con que fue escrita. Prometieron olvidarse de Camp. Debían seguir sin descanso la pista militar del caso. Aquella noche, se esforzaron en la revisión de archivos procedentes de la oficina de pensiones del ejército, que Rey había tomado prestados, y visitaron varios hogares de asistencia a soldados.

Fields no regresó a su casa hasta casi la una de la madrugada, para exasperación de Annie. En cuanto penetró en el vestíbulo se dio cuenta de que las flores que enviaba a casa todos los días estaban amontonadas en la mesa junto a la entrada, visiblemente sin colocar en un jarrón. Tomó el ramo más fresco y se reunió con Annie en la sala de recibir. Estaba sentada en el sofá de terciopelo verde, escribiendo en su
Diario de acontecimientos literarios y observaciones sobre personas de interés
.

—Honradamente, querido, ¿podría verte menos aún de lo que te veo?

No levantó la mirada, y su hermosa boca hizo un mohín. Su cabello color jacinto le cubría las orejas.

—Te prometo que las cosas mejorarán. Este verano… Me esforzaré lo mínimo en el trabajo e iremos todos los días a Manchester. Osgood casi está en condiciones de convertirse en socio. ¡Ese día bailaremos!

Ella volvió el rostro y fijó los ojos en la alfombra gris.

—Conozco tus obligaciones. Pero yo gasto mis energías en el gobierno de la casa, sin pasar un momento contigo como recompensa. Apenas he dedicado una hora a estudiar o a leer, excepto cuando estaba demasiado cansada. Catherine ha vuelto a caer enferma, y la lavandera debe de estar en su cama, en la habitación de la criada del piso de arriba…

—Ahora estoy en casa, mi amor…

—No, no estás.

Tomó su abrigo y su sombrero, que sostenía la criada de la planta baja, y se los devolvió.

—¿Querida?

El rostro de Fields se ensombreció. Ella se alisó la bata y empezó a subir la escalera.

—Un recadero del Corner vino a buscarte con la máxima urgencia hace unas horas.

—¿A esta hora de brujas?

—Dijo que debías ir allí o que se temía que la policía llegara antes.

Fields quiso seguir a Annie escaleras arriba, pero se apresuró a acudir a sus oficinas de la calle Tremont, donde encontró a su jefe administrativo, J. R. Osgood, en la habitación de atrás. Cecilia Emory, la recepcionista del vestíbulo, ocupaba un cómodo sillón, sollozando y escondiéndose la cara. Dan Teal, el mozo del turno de noche, estaba sentado tranquilamente, aplicándose un pañuelo al labio ensangrentado.

—¿Qué pasa? ¿Qué le ha ocurrido a la señorita Emory? —preguntó Fields.

Osgood apartó a Fields de la muchacha, presa de la histeria.

—Se trata de Samuel Ticknor. —Osgood hizo una pausa para escoger las palabras—. Ticknor estaba besando a la señorita Emory detrás del mostrador, fuera del horario de trabajo. Ella se resistió, le gritó que se detuviera e intervino el señor Teal. Me temo que el señor Teal hubo de reducir físicamente al señor Ticknor.

Fields se acercó una silla y animó amablemente a Cecilia Emory:

—Puede usted hablar con libertad, querida.

La señorita Emory se esforzó por contener el llanto.

—Lo siento, señor Fields. Necesito este empleo, y él dijo que si yo no hacía lo que me pedía… Bien, él es el hijo de William Ticknor, y ellos dicen que usted pronto deberá nombrarlo socio
Junior
debido a su nombre…

Se cubrió la boca con la mano, como si quisiera no haber pronunciado aquellas terribles palabras.

—¿Usted… lo rechazó? —preguntó Fields con delicadeza.

Ella asintió.

—Es un hombre fuerte. Gracias a Dios…, el señor Teal estaba allí.

—¿Cuánto ha durado eso con el señor Ticknor, señorita Emory? —preguntó Fields.

Cecilia respondió entre sollozos:

—Tres meses. —Casi el tiempo que llevaba contratada—. ¡Pero pongo a Dios por testigo de que nunca hubiera querido hacerlo, señor Fields! ¡Debe usted creerme!

Fields le dio unos golpecitos en la mano y le habló paternalmente:

—Mi querida señorita Emory, escúcheme. Dado que es usted huérfana, pasaré por alto esto y le permito conservar su puesto.

Ella asintió valorativamente y le echó los brazos al cuello.

Fields se puso en pie.

—¿Dónde está él? —le preguntó a Osgood.

Estaba furioso. Aquello era una falta de lealtad de la peor especie.

—Lo tenemos en la habitación de al lado, esperándolo, señor Fields. Debo decirle que ha negado la versión que ha dado ella.

—Si algo sé de la naturaleza humana, esa chica era completamente inocente, Osgood. Señor Teal —dijo, volviéndose al mozo—. ¿Ha sido usted testigo de todo cuanto ha dicho la señorita Emory?

Teal respondió hablando muy despacio, con la boca moviéndose arriba y abajo como era habitual en él.

—Estaba disponiéndome a marcharme, señor. Vi a la señorita Emory debatiéndose y pidiéndole al señor Ticknor que la dejara. Así que le pegué hasta que se detuvo.

—Es usted un buen chico, Teal —dijo Fields—. No olvidaré su ayuda.

Teal no supo qué contestar.

—Señor, tengo que estar en mi otro trabajo por la mañana. De día soy conserje en la universidad.

—Oh.

—Este empleo lo es todo para mí —añadió apresuradamente Teal—. Si necesita algo más de mí, señor, por favor, dígamelo.

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