—Bien. ¿Alguna novedad importante que justifique esta cita? —demandó Diego.
—Sí. Aquí tienen. —El Peregrino les ofreció una carpeta con decenas de fotos del archivo de la catedral de Santiago—. Ya conocen el lugar; ahí van las últimas fotos que se han realizado para una guía virtual en Internet. Les he marcado los lugares donde están ubicadas las veinte cámaras de grabación de vídeo, especialmente las cinco del archivo.
—Ya las teníamos localizadas en el plano —comentó Diego.
—Sí, pero en esos nuevos planos les he sombreado el campo de visión que recoge cada una de esas cámaras; lo he tomado de las imágenes de las propias cámaras de vídeo.
—Se ha arriesgado usted demasiado.
—En absoluto. He copiado estas imágenes de las que se desechan una vez que transcurren cuarenta y ocho horas, que es el tiempo que las normas de seguridad obligan a conservar las grabaciones si no hay incidentes.
—¿Por qué hace esto? Usted no parece un profesional del tráfico de antigüedades.
—Ya le respondí a esa pregunta en Madrid, señorita: por dinero.
—No lo creo. Usted no es de esos que se juegan unos años de cárcel por un fajo de billetes.
—Pues créame que es así; a veces las apariencias sí engañan, señorita.
—¿Es usted creyente?
—Esa pregunta no debería hacerla, pero sí, soy católico. ¿Es suficiente para usted?
—Un católico no ayudaría a perpetrar un robo que merma el patrimonio de la Iglesia.
—A veces los católicos debemos hacer cosas que no nos gustan.
—Robar es un pecado.
—Se está usted excediendo, señorita.
—Olvidemos este asunto y vayamos al plan —intervino Diego al percibir que el Peregrino comenzaba a sentirse muy molesto con el interrogatorio a que lo estaba sometiendo Patricia.
El argentino le relató el plan para sustraer el Códice del archivo, y ambos fueron precisando los detalles sobre unos planos mientras Patricia se mordía la lengua.
—El trabajo se hará el viernes 1 de julio, pero ¿a qué hora? —demandó Diego.
—A última hora de la mañana, justo en los minutos previos al cierre del archivo. Ustedes entrarán poco antes de que se clausure al público, y serán los últimos visitantes en recorrer sus salas. Cuando lleguen a la estancia que ya conocen, abrirán la puerta, cogerán el Códice y se marcharán con él. Piensen en la manera de ocultarlo sin que provoque sospechas a su salida. No es muy grande, ya saben, treinta por veintiún centímetros y doscientos veinte folios, unos tres dedos de grosor. Cabe perfectamente en un bolso mediano o en una mochila pequeña.
—Lo sacaremos bajo nuestras ropas.
—¿Cómo? —preguntó el Peregrino.
—Todavía no lo sé; debo pensarlo. Usted ocúpese de que la estancia de seguridad esté abierta.
—Eso lo harán ustedes mismos.
—¿A qué se refiere?; creíamos que iba a ser usted quien...
El Peregrino sacó de su bolsillo una llave y la puso delante de los ojos de Patricia.
—Esta es la principal razón por la que los he citado hoy en Oporto. Es la cuarta llave de la estancia de seguridad; ya la conocen, pues se la mostré en Madrid cuando les dije que nadie más sabe que existe. La llevarán consigo y ustedes mismos abrirán con ella la puerta blindada. Cuando tengan el Códice en su poder la dejarán puesta en la cerradura. No tengo que decirles que eviten dejar sus huellas.
—Pero ¿por qué dejar la llave puesta?
—Oficialmente sólo existen tres llaves de esa puerta; una la tiene el deán, responsable del archivo, y las otras dos están en poder de dos funcionarios: un canónigo y un archivero. Cuando la policía los interrogue, los tres mostrarán su correspondiente llave y entonces, con cuatro llaves encima de la mesa, se producirá una gran confusión.
—Espere un momento. Supongo que ya que tiene esa copia en su poder usted se ha apoderado en alguna ocasión de una de las tres llaves y ha encargado un duplicado. La policía cotejará esa llave con las tres originales y averiguará de inmediato de cuál de las tres se hizo la copia.
—Ya me he ocupado de eso. Cualquier marca que pudiera revelar la procedencia de esta cuarta llave ha sido eliminada. Nunca sabrán de cuál de las originales proviene esta copia.
—¿Cómo la consiguió? —le preguntó Patricia al Peregrino.
—Usted pregunta demasiado, señorita, y en este caso la discreción ha de ser la mejor virtud. Las medidas de seguridad del archivo y de toda la catedral no son modélicas. En el año 2005 se comenzó a redactar un plan director que se aprobó definitivamente en el 2009; la aplicación de dicho plan requiere de una inversión de veintisiete millones de euros en diez años, de ellos, dos millones se dedicarán a la seguridad del templo y de sus dependencias anexas, pero por el momento no se ha hecho nada. Por la catedral circulan cada día cientos, a veces miles, de personas: turistas, estudiantes y profesores, grupos de escolares, peregrinos, clérigos, feligreses, varias decenas de empleados, personal de limpieza y de mantenimiento, trabajadores y técnicos de las empresas de restauración, investigadores, curiosos... Todo un galimatías de gentes que van y vienen por todas partes, casi siempre sin el menor control.
—¿Y en cuanto a la policía de Santiago? —preguntó Diego.
—Nada podrá averiguar si ustedes no dejan pistas. Cuando se descubra la desaparición del Códice será el lunes día 4 de julio por la mañana, como pronto. Para entonces ya se habrán borrado las imágenes de las cintas de vídeo grabadas el viernes. No sabrán cuándo ha desaparecido ni cómo operó el ladrón. Y esa cuarta llave los despistará por completo, porque si existe una cuarta llave bien pudiera haber una quinta, y una sexta...
—Es decir, que recelarán y sospecharán de todo y de todos, y en ese río revuelto no habrá manera de aclararse.
—Usted lo ha dicho. Será un robo tan limpio que no sabrán cómo explicarlo. No habrá puertas forzadas, ni cerrajas estropeadas, ni ventanas abiertas, ni agujeros en el techo, ni pista alguna que delate a los ladrones; sólo una llave que no tenía que estar allí.
—¿Y si en el momento en que entremos en la sala de seguridad hubiera en ella alguna persona de las que trabajan en el archivo?
—Cuando ustedes entren a última hora de la mañana del viernes 1 de julio no habrá nadie en ese lugar —asintió con rotundidad el Peregrino.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Créanme. El día 1 de julio, poco antes del cierre, estarán ustedes solos en la estancia de seguridad del archivo.
—Imagino que ésta es la última vez que nos vemos —supuso Diego.
—Desde hoy mismo deben olvidar que me han conocido, y yo a ustedes. A partir de ahora todo queda en sus manos. Por lo que a mí respecta, mi tarea ha terminado. Aquí tienen la llave de la estancia de seguridad. No la pierdan y no olviden dejarla puesta en la cerradura cuando salgan de esa sala. —El Peregrino le entregó la llave a Diego.
—Pero ¿y si necesitamos hablar con usted por cualquier contratiempo que pudiera surgir?
—No será necesario, aunque si algo muy grave sucediera llamen al teléfono de París. Él les solucionará cualquier inconveniente.
—¿Quién es «él»? —preguntó Diego.
—Yo no lo sé, pero supongo que se trata de la misma persona que los ha contratado a ustedes. Lo único que conozco de él es su número de teléfono, que vive en París y que es quien coordina todo esto.
»Y ahora, si me permiten, regreso a Santiago. Me gustaría llegar pronto. Que tengan suerte.
El Peregrino los saludó inclinando levemente la cabeza y se alejó presto.
—Ese hombre es un frustrado.
—¿Sigues pensando que es un obseso del sexo? —le preguntó Diego.
—Por supuesto; si lo siguiéramos en su camino de regreso a Galicia, no me extrañaría nada ver su coche aparcado en alguno de esos sórdidos burdeles de carretera.
—¿Aunque sea sacerdote, como dices?
—No creo que su dedicación importe demasiado a los que regentan ese tipo de tugurios.
Diego abrió su mano y observó la llave que acababa de entregarle el Peregrino.
—Demasiado sencillo; un trabajo demasiado sencillo. Debemos andar con mucho cuidado o daremos con nuestros huesos en cualquier prisión española.
De regreso a Ginebra, Patricia y Diego disponían de toda la información para llevar a cabo el encargo que les había hecho Román.
Recién llegados a su casa sonó el teléfono móvil de Diego.
—Dígame.
—El Peregrino me ha informado de que todo está correcto —dijo Román sin identificarse, como era habitual.
—Sí. El trabajo está en marcha.
—Tengan cuidado. El cuarto sello se ha roto ya.
—¿La muerte? —preguntó Diego en tono irónico, algo cansado del juego que Jacques Román parecía llevar a cabo en torno a los siete sellos del Apocalipsis.
—Ése es el nombre del cuarto jinete, el que monta el caballo amarillo, el último de los cuatro caballos y el más terrible de todos ellos.
—¿Qué ha ocurrido esta vez?
—No tardará en descubrirlo. Les deseo mucha suerte. Y colgó.
Diego se quedó pensativo, observando la pantalla de su móvil que indicaba «llamada finalizada».
Los mártires que han sido y los que serán
—Los que en la Edad Media idearon todo este tinglado en torno a la presunta tumba del apóstol Santiago eran unos tipos muy inteligentes. Hoy no hubieran tenido precio como publicistas —comentó Patricia ya en Ginebra, al regreso de Oporto—. Ya ves, algo tan simple y casi doce siglos después el invento sigue funcionando a la perfección.
—No es tan sencillo, Patricia. En Compostela se ha plasmado algo más que la invención de un clérigo avispado; de no ser así no se hubiera mantenido durante tanto tiempo y con tanto éxito. El Camino de Santiago significa mucho más que ir a visitar los huesos de uno de los apóstoles; hacer el camino y llegar a la meta supone encontrarse a uno mismo y superarse, y hay gente que es precisamente eso lo que anda buscando. Y no todos lo encuentran.
—El camino interior y todas esas cosas con que nos bombardean los psicoanalistas. Oye, Diego, somos argentinos, pero no por eso debemos dedicarnos necesariamente a la psiquiatría ni siquiera a la psicología. Un templo como éste —tenían sobre la mesa el plano de la catedral de Santiago— no se construye con la fuerza interior ni con la fe, por mucha de una o de otra que quieran manifestar algunas personas, sino con plata, con muchísima plata.
—Ahí radicó la habilidad de los obispos compostelanos: en ser capaces de atraer a su diócesis los recursos necesarios para edificar este templo. Y lo tuvieron que reconstruir en varias ocasiones. El obispo Teodomiro levantó el primer edificio, poco más que una pequeña capilla, tras el descubrimiento del sepulcro con los huesos del apóstol Santiago, o al menos a él se le atribuyeron en las primeras décadas del siglo IX. Desde entonces, sus seguidores hicieron todo lo posible para convertir a Santiago en el santo defensor de la cristiandad hispana. Una táctica muy eficaz consistió en escribir crónicas guerreras en las que este apóstol se aparecía en medio de todas las batallas sobre un caballo blanco, dispuesto a ayudar a los cristianos en sus combates contra los musulmanes durante la Reconquista. Si hacía falta, se inventaban batallas inexistentes como la de Clavijo, que presuntamente tuvo lugar en el siglo IX pero que en realidad se trata de una fabulación de un clérigo del siglo XII.
»Esa primera iglesia del siglo IX fue ampliada y remodelada a comienzos del siglo X, en época del rey Alfonso III de León, y durante un siglo prosperó al abrigo de donaciones y de nuevas leyendas que iban creándose sobre el lugar. Pero el caudillo cordobés Almanzor, embarcado en una terrible guerra contra los cristianos, la destruyó el 10 de agosto del año 997. Cuenta una tradición que este caudillo musulmán se llevó las campanas de Santiago a Córdoba cargadas a hombros de los cristianos capturados en esa razia, donde fueron reutilizadas como enormes lámparas para iluminar la mezquita, y que cuando el rey Fernando el Santo conquistó Córdoba un par y medio de siglos después las hizo retornar a Compostela, pero en esta ocasión a hombros de cautivos musulmanes.
—Si Santiago permitió que los musulmanes destruyeran su santuario en el siglo X, significa que el santo no ayudó a los cristianos y que su protección no funcionó, al menos en esa trascendental ocasión. Los cristianos tenían motivos para estar enojados con él —ironizó Patricia.
—Siempre se encuentra una justificación a esos abandonos por parte de los santos protectores con respecto a sus devotos: la falta de fe, la comisión de pecados, el no prestar la suficiente atención... Pero, a pesar de la destrucción y tras varias décadas de decadencia y abandono, Compostela se repuso. Aquéllos fueron tiempos de luchas entre hermanos por el poder real; de hecho, desde 1065, Galicia tuvo un rey privativo llamado García, pero su reinado apenas duró seis años, pues en 1071 sus dos hermanos mayores, Alfonso VI de León y Sancho II de Castilla se aliaron contra él, lo derrocaron y se repartieron Galicia. El pobre García fue encerrado en una prisión, donde pasó el resto de sus días. En 1072 el rey Sancho II derrotó a su hermano y antiguo aliado Alfonso. Se hizo con todo el poder y todos los territorios de su padre Fernando I, pero murió a los pocos meses sin hijos y el derrocado Alfonso VI regresó del exilio para hacerse cargo de los reinos unificados de León, Castilla y Galicia.
»Fue a partir de ese reinado cuando se dio un gran impulso a Santiago. El obispo Diego Peláez colocó la primera piedra de la gran catedral románica en 1075, y a partir de ahí el templo compostelano comenzó a crecer ininterrumpidamente gracias a las donaciones que llegaban de todas partes, sobre todo de los reyes de León. Pero aquel obispo no se limitó a cumplir con su papel como pastor de los fieles de su diócesis y constructor del nuevo templo, sino que optó por participar en la compleja política del reino. Claro que eligió mal el bando al que afiliarse, de modo que, pese a su condición episcopal, fue acusado y encarcelado por conspirar contra el rey.
»Pero pese a esas disputas políticas, las obras de la catedral siguieron adelante. En 1100 el maestro Esteban ya había levantado la cabecera y se pudieron celebrar las primeras misas y otras ceremonias religiosas en el templo. Ese mismo año fue proclamado obispo de Compostela Diego Gelmírez, un personaje crucial en esta historia. Durante cuarenta años fue el prelado de esa diócesis, organizó las peregrinaciones masivas, construyó puentes, ordenó armar barcos para la defensa de las costas contra los piratas, reglamentó los mercados y las tiendas y reformó el cabildo catedralicio.