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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico, Intriga

El códice del peregrino (15 page)

BOOK: El códice del peregrino
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—¿Y qué crees que encierra ese secreto tan terrible: la clave para desencadenar el fin del mundo?

—No te burles, querido, pero esas referencias al Apocalipsis que está haciendo Jacques Román...

—Vamos, Patricia, Román es un tipo extraño. Pero es culto, bien educado, inteligente, de gusto exquisito y de maneras muy refinadas, no me parece de esos que creen en que las profecías más terribles tengan el menor viso de verosimilitud. Lo considero un hombre pragmático al que le gusta vivir bien, un burgués rico y caprichoso al que todo le ha venido de cara en la vida.

—Sí, eso ha marcado una parte de su personalidad, pero tiene otro perfil oscuro y enigmático, un lado lleno de miedos y angustias terribles. Y ésa es su cara tenebrosa, la que ha despertado al conocer el secreto que se guarda en el Códice.

—Patricia, le hemos dado mil vueltas al texto y a las ilustraciones, hemos repasado una y otra vez lo que ahí se dice —Diego señaló el facsímil del Calixtino que tenían al alcance de la mano— y no hemos encontrado el menor rasgo, la más mínima señal que haga suponer que ese manuscrito es otra cosa diferente a lo obvio: varios libros sobre la importancia del apóstol Santiago y la ciudad de Compostela para los peregrinos, una crónica sobre Carlomagno y diversas composiciones para ser cantadas en los oficios litúrgicos en honor del santo; nada más.

—Hemos manejado un facsímil, no el original.

—La reproducción tiene tanta calidad que prácticamente es lo mismo.

—No. En un facsímil se recoge lo que el ojo humano ve, pues se utilizan cámaras de fotografía convencionales.

—¿Te refieres a que puede existir un texto oculto, tal vez escrito con alguna especie de tinta invisible, o algo así?

—No sería extraño. En la Edad Media se utilizaba una tinta especial que a la vista no podía leerse, pero si se aplicaba zumo de limón o incluso vinagre sobre lo escrito, surgía de nuevo el texto a la vista.

—Y si estuvieras en lo cierto, ¿qué crees que oculta el Códice?

—La revelación de uno de los grandes misterios de la cristiandad; de eso no me cabe la menor duda.

—¡Ah, claro!, el matrimonio de Cristo con María Magdalena y el árbol genealógico con su descendencia al completo, desde su hijo primogénito hasta el actual prior de la esotérica orden de Sión, pasando por los reyes merovingios, Carlomagno, los templarios, los alquimistas medievales como Nicolás Flamel, el mismísimo Leonardo da Vinci, Nostradamus, Galileo Galilei, Benjamín Franklin, George Washington, Abraham Lincoln, algún que otro papa, media docena de reyes y de presidentes de gobierno... y no sé si me dejo alguno en el tintero. Vamos, Patricia, todo eso son cuentos chinos, lo sabes bien.

—Pero mucha gente cree en esas supercherías. En la Guía del peregrino, Aimeric Picaud escribe que en Vézelay se venera el cuerpo de María Magdalena, que llegó a Provenza tras la muerte de Jesús, acompañada de algunos de sus discípulos.

—Eso es precisamente lo que han aprovechado algunos para difundir tantas fabulaciones absurdas, a partir de inexistentes códigos secretos y de inventar presuntos hijos de Jesús y de la Magdalena.

—¡Supercherías inventadas en el siglo XIX! La verdad es que los Evangelios, tanto los canónicos como los apócrifos, presentan a María Magdalena como la discípula más amada y la predilecta de Jesús, lo que provocó celos entre algunos apóstoles. Pedro intentó que María Magdalena fuese expulsada del círculo íntimo de discípulos, a lo que Jesús se negó. Pero ni los Evangelios canónicos ni los apócrifos, ni siquiera el Evangelio apócrifo de María Magdalena hallado en Nag Hammadi, se refieren a una posible relación sexual entre Jesús y la Magdalena. Sí, allí se dice que «El Salvador, al verla, la ha amado sin duda», y pone en boca de Pedro la expresión de que «Cristo la apreciaba más que a las demás mujeres», e incluso que la amaba más que a los apóstoles. Y ella misma les anuncia a los apóstoles que conoce datos sobre Jesús que ellos ignoran, pero Andrés duda de esa afirmación. Sólo en el Evangelio copto de Felipe se dice en una ocasión que María Magdalena era la pareja de Jesús.

—Serán supercherías, pero parece que algunos están dispuestos a robar para obtener esos presuntos secretos.

—Creo que incluso a matar si fuera necesario —puntualizó Patricia.

—Y nosotros nos encontramos ahora en el meollo de todo este barullo.

—Tengo miedo.

—No quiero que sientas el menor temor. Si me lo pides, dejaremos esto. Le devolveremos a Jacques Román su medio millón de euros y le diremos que busque a otros para este trabajo. Conocemos a media docena de tipos que estarían dispuestos a ello por la mitad de lo que nos va a pagar a nosotros.

—Debemos hacerlo. No hay marcha atrás. Pero cuando acabe todo esto, hablaremos. ¿Te parece?

Diego asintió, aunque observó una inmensa sombra de duda en los ojos de Patricia.

En Santiago, el Peregrino cerró la puerta de su oficina en las dependencias del palacio arzobispal y salió a la plaza del Hospital. Las tiendas de campaña de los indignados seguían ocupando el centro. Habían pasado las elecciones municipales, pero mucha gente continuaba acampada en las plazas para reclamar mayor participación en los asuntos públicos y una democracia más directa y plena. Los miró con indiferencia y alzó los ojos hacia la fachada del Obradoiro. Algunos turistas subían los peldaños de la escalera que salvaba el acusado desnivel desde la plaza hasta el ras del suelo de la nave de la catedral. Se detuvo un momento, se persignó y decidió entrar en el templo.

Atravesó el Pórtico de la Gloria, cubierto por los andamios y las telas de los restauradores, y entró en la iglesia. Un murmullo de fondo alteraba la solemnidad del edificio. Recorrió la nave lateral del lado del evangelio hasta llegar al crucero. Se sentó en uno de los bancos, frente al altar bajo el cual la tradición sostenía que estaban depositados los restos del apóstol Santiago, y se puso a rezar.

Una pulsión de culpa y pecado le atormentaba el alma. Durante casi cuarenta años, desde que fuera ordenado sacerdote, había trabajado por la iglesia de Galicia, primero como párroco en un concejo del interior de la provincia de Lugo, después en una de las parroquias urbanas de Compostela y más tarde, dados sus conocimientos administrativos, había pasado a ocupar un puesto burocrático en las oficinas del arzobispado; de eso hacía ya más de quince años.

Fue en este su último destino donde entró en contacto con grupos católicos muy conservadores. Asistió a sus encuentros casi clandestinos, en discretas dependencias de conventos y colegios religiosos de la ciudad; participó activamente en ejercicios espirituales, reuniones que convocaban a medio centenar de personas cada seis meses para retirarse durante dos o tres días de un fin de semana a alguna casa de ejercicios de la archidiócesis, donde se dedicaban a rezar, reflexionar sobre la trascendencia de sus vidas e intentar acercarse a Dios mediante la meditación y la oración. Pero durante esos ejercicios espirituales, en las horas de asueto, también se hablaba de los problemas que aquejaban a la Iglesia y de la necesidad de influir en la sociedad para evitar el giro que la estaba inclinando hacia el laicismo o, peor aún, hacia el ateísmo, que consideraban desolador para el ser humano.

Diversos grupos dentro de la Iglesia ya se habían puesto a trabajar para detener el avance de las ideas progresistas, a las que combatían por considerarlas culpables de la devastación de la sociedad que pretendían restaurar. Algunos de esos grupos, sostenidos y alimentados con abundantes recursos económicos procedentes de generosas donaciones y de negocios a veces un tanto turbios, habían creado emisoras de televisión y de radio, y fundado empresas editoriales que empleaban como altavoces de transmisión de su mensaje.

Esas tácticas se estaban utilizando en todos los países europeos y en Estados Unidos y Canadá, pero también en América Central y del Sur, donde los triunfos electorales de gobiernos izquierdistas en la última década habían provocado una honda preocupación; no en vano algunos de los movimientos católicos más reaccionarios tenían su origen en países latinoamericanos, apoyados en su día por las dictaduras, en buena medida como respuesta conservadora, dentro de la propia Iglesia católica, a la Teología de la Liberación, que propugnaba la construcción de una nueva Iglesia alineada con las necesidades de los pobres y no al servicio de los intereses de los poderosos.

El Peregrino, un hombre muy conservador, de sólidas creencias, había sido educado en sus años juveniles en el seminario de Lugo en la ortodoxia más tradicional. Convencido de que apoyar a esos movimientos conservadores era la única manera de detener el avance arrollador del ateísmo, se implicó por completo en sus actividades. Cuando quiso darse cuenta, la red tejida por esos grupos lo había atrapado por completo. Ya no era él mismo, sino un auténtico soldado, un mero instrumento al servicio de unos ideales que compartía pero cuyos partidarios aplicaban unos métodos que jamás hubiera sospechado que un católico pudiera aceptar.

Por eso cuando le propusieron que participara en la sustracción del Códice Calixtino, en un primer momento pensó en acudir directamente al deán de la catedral y denunciar a quien se lo había planteado, pero cuando le contaron el porqué de aquel robo y le presionaron para que colaborara, supo que estaba comprometido sin remedio y que no tenía otra alternativa que cumplir cuanto le ordenaran.

Entonces entendió que ya no era dueño de su voluntad, que sus deseos y sus actos estaban en manos de otros, que se había convertido en un mero ejecutor de los planes diseñados por personas a las que ni conocía ni jamás llegaría a conocer, gente poderosísima que manejaba desde la más completa opacidad e impunidad los hilos de aquellos grupos de la Iglesia que se manifestaban como los genuinos defensores de la verdadera fe, los guardianes de las esencias del catolicismo y los garantes de la supervivencia de la auténtica doctrina de Jesucristo.

El Peregrino se arrodilló, puso la cabeza entre sus manos y se repitió una y otra vez que aquello lo hacía por la salvaguarda de la verdadera Iglesia, por amor a Jesucristo y por la defensa de los valores eternos de la fe católica.

—No he hecho otra cosa que entregar una llave, sólo eso, nada más. No estoy pecando contra la ley de Dios, no estoy pecando, no estoy pecando —musitó.

A su alrededor, los turistas, peregrinos y visitantes recorrían las naves de la catedral admirando su fábrica románica y la perfecta conjunción de arcos de medio punto, pilares de piedra y bóvedas de crucería, ajenos a la tormenta interior que se estaba desatando en la cabeza de aquel anónimo sacerdote.

En París, Jacques Román aguardaba con expectación y cierto nerviosismo la fecha fijada para el robo del Códice.

Se había citado para una reunión en su casa de la isla de San Luis con un alto cargo de la Iglesia de Francia. El invitado llegó puntual. Vestía un terno de pantalón, chaleco y chaqueta en gris marengo, con camisa de seda a juego y alzacuellos. Los zapatos negros, de una prestigiosa marca y carísimos, hacían juego con el cinturón de piel negra de la misma marca. En su muñeca derecha lucía un elegante Hublot de oro rojo con correa de caucho; un macizo sello de oro adornaba el dedo corazón de su mano derecha y una cruz de platino con brillantes destellaba en el ojal de su chaqueta. Era todavía más alto que Román, lucía un rasurado perfecto, el pelo todavía abundante y completamente blanco y unas gafas de varillas de oro con los cristales montados al aire. Tenía unos sesenta años, pero el traje oscuro y el pelo albo lo hacían parecer algo mayor.

—Excelencia —lo saludó Jacques Román.

—Me alegra verlo de nuevo, Jacques. ¿Cómo va nuestro plan?

—Conforme a lo previsto. El sábado 2 de julio, a primera hora de la mañana, el Códice estará en nuestras manos.

—Nada debe fallar.

—Hemos contratado a los mejores para este trabajo y todo ha sido planificado con absoluta meticulosidad. Nada se ha dejado a la improvisación.

—Y ese sacerdote de Santiago...; me han llegado preocupantes informes de que es un tipo algo inestable emocionalmente. Si se viene abajo, puede dar al traste con la operación.

—Nuestra gente en España lo ha trabajado muy bien. Hará sólo lo que se le ordene. Su papel en todo este plan es decisivo, pero muy sencillo. Se ha limitado a conseguir una copia de la llave de la puerta de la estancia donde se guarda el Códice, planos y fotos de la catedral y de sus cámaras de seguridad, y a entregarles todo ese material a los dos argentinos; nada más.

—Y en cuanto a esos argentinos...

—Son los mejores en este tipo de trabajos. Han colocado en el mercado negro de antigüedades numerosas piezas procedentes de los saqueos de Sarajevo, San Petersburgo, Moscú y Bagdad, y han trabajado para nosotros en algunas ocasiones anteriores a plena satisfacción. Están absolutamente limpios y la policía ni siquiera sospecha de su existencia. Si hay unos profesionales capaces de hacer desaparecer el Códice Calixtino sin dejar el menor rastro, sin duda son ellos. Una vez que esté en nuestro poder, no habrá forma humana de saber qué ha sido de él. ¿Le apetece una copa de champán? He recibido un par de cajas de brut Cristal Rosé realmente extraordinario.

Instantes después un sirviente entró en la sala con una botella de champán Cristal rosado, dos copas de flauta, una latita de caviar beluga y unas galletitas saladas.


Bocatto di cardinale...
—comentó el eclesiástico tras saborear una galletita cubierta con una fina capa de huevas de esturión.

—Espero que esa expresión se cumpla literalmente en breve, Excelencia.

—Es probable. Su Santidad ya tiene encima de la mesa mi expediente. Hace cinco años y medio que la sede episcopal de Notre-Dame de París la ocupa el arzobispo André Ving-Trois, y eso ha favorecido nuestro avance.

La archidiócesis de París había cambiado mucho en los últimos cinco años. Hasta 2005 había ocupado la sede parisina el cardenal Jean Marie Lustiger, nacido en una familia judía y al que llamaron Aaron hasta que a los catorce años de edad, en plena segunda guerra mundial, se convirtió al catolicismo y cambió su nombre hebreo por el de Jean Marie. Lustiger, que en su momento había sonado en las quinielas vaticanas como futuro papa y sucesor de Juan Pablo II, tuvo que renunciar a su episcopado debido a una penosa enfermedad, y murió a comienzos de agosto de 2007. La renuncia primero y luego la muerte de Lustiger facilitaron que los conservadores ganaran posiciones en el Vaticano y dejaron expedito el camino del papado al cardenal alemán Ratzinger. Desde entonces Jacques Román, uno de los principales sustentos de la archidiócesis de París, una de las de mayor peso de toda la Iglesia católica, había alcanzado una gran influencia y se codeaba con las más altas dignidades eclesiásticas de la curia romana.

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