El códice del peregrino (6 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: El códice del peregrino
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—¡Claro! —exclamó Patricia de pronto—. ¡Ahí se encuentra la clave, no en el Códice, sino en la figura del apóstol Santiago!

—¿La clave? ¿Qué clave? —se extrañó Diego.

—La que nos puede revelar la obsesión de Jacques Román por ese manuscrito. Eso es precisamente lo que tenemos que buscar.

—¿Estás segura?

—Por completo.

—¿Y por dónde empezamos?

—Por Santiago, claro.

—Ya hemos estado allí.

—No me refiero a la ciudad, sino al apóstol, a Santiago apóstol, el Santiago el Mayor que citan los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles. ¿Tenemos una Biblia?

—Claro. Iré por ella.

Diego la buscó en los estantes de la librería que ocupaba toda una pared del salón. Del libro más impreso, traducido y leído de toda la historia tenían un ejemplar en español, editado en 1970 en Barcelona, con las tapas de plástico rojo.

—Busca a Santiago en el índice onomástico —le indicó Patricia.

—¿Cuál de los dos, el Mayor o el Menor?

—El Mayor, el que dicen que está enterrado en Compostela.

—El Mayor —asintió Diego.

—Ése.

Localizó los versículos del Nuevo Testamento en los que se citaba a ese Santiago y los anotó en una libreta.

Comprobaron que este apóstol aparecía, según esa edición de la Biblia, en tres ocasiones en el Evangelio de san Mateo, en ocho en el de san Marcos, en cinco en el de san Lucas y dos veces en los Hechos de los Apóstoles; en el Evangelio de san Juan no se citaba ni una sola vez y tampoco lo hacía san Pablo en ninguna de sus cartas.

—¿Lo ves? Nada se dice de que este apóstol predicara en España a los pocos años de la muerte de Jesús en la cruz.

—Si hubiera sido así, seguro que ese acontecimiento se citaría en los Hechos de los Apóstoles —sonrió Patricia como si hubiera descubierto una gran exclusiva.

—En el Nuevo Testamento, España, mejor dicho Hispania, entonces una provincia del Imperio romano, sólo sale una vez, cuando san Pablo, en su Epístola a los romanos, se refiere a esta provincia romana y muestra su deseo de acudir a evangelizarla en cuanto le sea posible. Pero se trata de san Pablo, no de Santiago.

—Veamos qué dice la Biblia sobre Santiago el Mayor —propuso Patricia—. Estoy convencida de que así es como encontraremos la clave que guía a Jacques Román.

—Como quieras. Mira, según los tres evangelistas que lo citan, Santiago el Mayor fue hermano de Juan, y ambos eran hijos de un tal Zebedeo. Jesús lo reclutó para su causa tras haberlo hecho con Pedro y Andrés. Todos ellos eran pescadores en el lago Tiberíades, en la zona de la ciudad de Betsaida. Luego... —Diego pasó varias páginas—, aquí: Santiago y Juan fueron apodados por Cristo con el sobrenombre de Boanerges, es decir, «los hijos del trueno», y ambos figuran entre los doce elegidos, los doce primeros apóstoles. Junto con Pedro y Juan, Santiago fue uno de los tres discípulos en los que más confió Cristo a lo largo de toda su vida pública. En las ocasiones importantes sólo permitió que lo acompañasen estos tres, como en el caso de la resurrección de la hija de un tal Jairo, o cuando le preguntaron en privado a la salida del Templo, o en la ascensión al monte Tabor, donde se produjo la Transfiguración (ya sabes, cuando Cristo se convirtió en un ser transparente, como hecho de luz); esos tres fueron los únicos apóstoles que contemplaron la gloria de Jesús en el monte Tabor y oyeron la voz del mismísimo Dios: «Éste es mi Hijo elegido; escuchadlo», como dice el Evangelio de Lucas. Y cuando Jesús, tras haber celebrado la última cena con sus doce discípulos, se retiró a rezar en el huerto de Getsemaní la noche anterior a su pasión y muerte, sólo consintió a su lado la presencia de Pedro, Santiago el Mayor y Juan, como recogen los Evangelios de Mateo y Marcos.

«Escucha, aquí hay algo relevante: en una ocasión, Santiago y Juan, apoyados por la madre de ambos, le pidieron a Jesús que los colocase a su lado en el cielo, lo que provocó el enfado de los otros diez apóstoles ante lo impetuoso y pretencioso de los hermanos zebedeos, que pretendían ciertos privilegios con respecto al resto de los discípulos. En verdad estos dos eran los más intrépidos, pues hubo una ocasión en la que le preguntaron a Jesús que si deseaba que bajaran fuego desde el cielo para consumir a los que no querían recibirlo en la ciudad de Samaría.

—«Los hijos del trueno»... sí que tenían carácter esos dos. Por cierto, en la mitología escandinava el dios Thor, el portador del martillo mágico Mjóllnir, «el demoledor» en islandés, también es llamado el hijo del trueno; tal vez por eso a los misioneros cristianos les resultó fácil convertir a los vikingos al cristianismo, haciéndoles creer que Santiago era una especie de reencarnación del mismísimo Thor. Y en cierto modo, el martillo de Thor adopta en algunas representaciones una forma que puede recordar a la cruz de Santiago.

—¡Oh! Ya son las nueve y no hemos cenado; debemos de ser los únicos habitantes de esta ciudad que a esta hora todavía no lo han hecho. ¿Te apetece salir a tomar algo? Tal vez esté abierto ese restaurante que tanto te gusta, aquí cerca, en La Gabuile.

—Prefiero quedarme en casa.

—De acuerdo, pero dejemos a Santiago por hoy; mañana continuaremos.

—Creo que vamos a descubrir un enigma.

—¿En el Códice?

—No, en el Nuevo Testamento.

—No seas presuntuosa, Patricia. La Biblia es el texto más leído, comentado y anotado de toda la historia de la humanidad. Hace dos mil años que los más profundos pensadores y los más afamados teólogos vienen reflexionando sobre cada una de sus frases, sobre cada palabra, sobre cada giro...

—Así es, pero creo que unos lo han hecho desde el condicionante de ser cristianos de convicción (lo que les impide analizar lo escrito con mirada imparcial, pues ya tienen preconcebido que Jesús es el hijo de Dios, que resucitó y que la Biblia es Su palabra) y otros han acudido a la Historia Sagrada para intentar demostrar que sus textos no son sino un cúmulo de leyendas y de mitos sin base real. En ambos casos los exegetas de la Biblia la han leído con un criterio apriorístico, predispuestos de antemano a favor o en contra, y eso les ha condicionado la comprensión de la verdad.

—Tal vez tengas razón, pero dejémoslo para mañana y comamos algo; estoy hambriento.

La lluvia los despertó abrazados. Nubes grises cubrían el lago Lemán, que desde la orilla sur parecía un espejo metálico. Diego se levantó de la cama y preparó un par de tazas de mate, huevos revueltos, jamón dulce, mantequilla y tostadas.

Sobre la mesa del salón vio la Biblia que habían estado leyendo la noche anterior. Eran casi las nueve cuando sonó su móvil.

—¿Sí?

—Buenos días, señor Martínez, espero no haberlo despertado.

Diego reconoció de inmediato la voz de Jacques Román.

—No. Estaba desayunando.

—En ese caso siento la interrupción. Si lo prefiere llamaré más tarde.

—No se preocupe. Usted dirá.

—Ya me han puesto al corriente de su encuentro con el Peregrino, pero su viaje a... fue una temeridad. No era necesario.

—¿Cómo sabe que estuvimos en...?

—No diga nombres.

—De acuerdo, pero ¿cómo se ha enterado?

—Tengo amigos en muchos sitios. Vayan con cuidado y no cometan ningún error, por pequeño que les parezca.

—Estaremos atentos.

—Deben hacerlo, porque el segundo caballo, el rojo montado por un jinete armado con una espada, ya se ha desbocado y se ha roto el segundo sello del Apocalipsis: la guerra.

—¿Cómo?

—En el mundo islámico se ha desencadenado el inicio de la batalla final. En Irak, en Afganistán, en Egipto, ahora en Libia y en Siria: la guerra ha estallado en el mundo musulmán. Y cuando triunfe el caballo rojo en el islam, su ira se extenderá hacia Occidente y serán arrasados pueblos y ciudades.

—Me permitirá que yo no crea en esas profecías tan trágicas —asintió Diego.

—Pues debería hacerlo. Las visiones de los profetas son las señales que Dios nos envía a través de esos hombres elegidos para anunciar las calamidades que precederán al fin del mundo. Y ya son dos los sellos que se han roto: el hambre y la guerra.

—Si usted así lo cree...

—¿Podemos vernos? —preguntó Román.

—¿En París?

—Sí. Creo que es necesario.

—De acuerdo.

—¿Este jueves?

—Perfecto.

—A mediodía. Almorzaremos en Lapérouse; dispone de salones privados.

—Será un placer.

Patricia se acercó a Diego y lo abrazó por la espalda. Todavía estaba mojada tras la ducha matinal.

—¿Quién era?

—Jacques Román. No le ha gustado nada que fuéramos a Santiago de Compostela sin avisarle. Además, me ha dicho que se ha roto el segundo sello, el de la guerra, y que nos espera el jueves en París.

—De nuevo el Apocalipsis...

—Está obsesionado con el destino del mundo y con un inmediato final.

—O tal vez quiere confundirnos —supuso Patricia.

—¿Con qué objetivo?

—Con el de mantener el control de este caso y limitar nuestra información a lo estrictamente necesario.

—Esta tarde iremos a Ginebra. Quiero comprar algunos libros sobre la vida de Cristo; debe de haber alguna librería especializada en temas religiosos.

—Imagino que sí. Lo comprobaré en Internet.

Ginebra es ahora una ciudad abierta, moderna y liberal, pero en el siglo XVI fue la patria del reformador Calvino, la comunidad donde triunfó una peculiar manera de entender el cristianismo, basada en la austeridad, el rigor y la severidad. Los calvinistas se habían rebelado contra la Iglesia de Roma y habían denunciado el abuso de los privilegios y riquezas de la jerarquía católica, pero ellos mismos habían llevado a la hoguera al filósofo y médico Miguel Servet por propugnar el libre pensamiento. Un modesto monumento recordaba la memoria del aragonés, que fue ejecutado por orden de Calvino en el año 1553. De aquellos tiempos convulsos apenas quedaba otra cosa que el valor del trabajo, aunque la defensa de la austeridad y de un cierto ascetismo habían quedado atrás desbordados por la acumulación de riquezas de la poderosa y críptica banca suiza.

Dedicaron la tarde a visitar un par de librerías en las que adquirieron media docena de libros, y aprovecharon el buen tiempo para pasear un poco y tomar un café en una terraza de un local de moda frente al lago.

—Deberíamos hacer esto más a menudo, como el resto de las parejas: salir de compras, pasear, tomar un café, conversar de nuestras cosas —comentó Patricia.

—Tienes razón. Casi siempre que hablamos lo hacemos de arte, antigüedades, negocios... Dedicamos poco tiempo a nosotros, y de momento sólo nos tenemos el uno al otro.

—¿Te gustaría volver a Buenos Aires?

—A veces pienso en volver, sí, pero ¿qué haríamos?

—Lo que hemos hecho esta tarde, lo que hacen tantas parejas: hablar de nuestras cosas.

Diego calló. Amaba a Patricia y se encontraba muy bien con ella, pero algo le decía en su interior que aquella mujer no podría, ni querría, vivir siempre así, como dos lobos solitarios, sin amigos, sin familia, siempre atentos y en guardia para no cometer ningún error que pudiera acarrearles una condena por las actividades ilegales que practicaban.

Estaban metidos en una alocada carrera sin salida, cuyo destino sólo conducía a una permanente huida hacia delante.

—Me acabo de hacer un verdadero lío. —Patricia sostenía en sus manos una biografía de Jesucristo, escrita por un afamado teólogo alemán, que habían adquirido la tarde anterior.

—¿Qué te ocurre?

—Este teólogo afirma que no hubo dos Santiagos, sino tres: el Mayor, el Menor y el hermano de Jesús; dice que los dos primeros eran miembros de los doce primeros apóstoles, pero el hermano de Jesús no lo habría sido. Por el contrario, en esta edición de la Biblia de 1970 sólo hay dos entradas con el nombre de Santiago: Santiago el Mayor y Santiago el Menor. Tres o dos, ¿en qué quedamos?

—Averigüémoslo por nosotros mismos, somos historiadores, ¿no?

Acudieron de nuevo a la Biblia y buscaron las alusiones a Santiago el Menor. Este apóstol aparecía tres veces en el Evangelio de san Mateo, cuatro en el de san Marcos, dos en el de san Lucas, cuatro en los Hechos de los Apóstoles, en dos Cartas de san Pablo, en la Epístola de san Judas y, además, en una epístola que se atribuía a su autoría: la carta de Santiago.

En algunas citas del Nuevo Testamento, Santiago el Menor era llamado «el hermano de Jesús» o «el hermano del Señor», y en un par de ocasiones al menos era citado entre los hermanos de Cristo, junto a otros llamados José, Judas y Simón, además de dos hermanas, Salomé y María. Y todos ellos eran conocidos como los «hijos de María», la madre también de Jesús.

—¡Santo cielo, Jesucristo tuvo al menos cuatro hermanos y dos hermanas que también eran hijos de la Virgen María! —exclamó Patricia al leer, en al menos tres ocasiones en voz alta para cerciorarse de que no se equivocaba, los pasajes de los Evangelios de san Mateo y san Marcos, donde no había lugar a duda alguna sobre el parentesco de Jesús y su relación fraternal con algunos de los personajes que circulaban por las páginas del Nuevo Testamento.

—¿No estudiaste Historia Sagrada en la facultad de Buenos Aires? Allí nos dieron cumplidas explicaciones sobre ese parentesco de Jesús.

—Sí, pero nos explicaron que, en este caso, la palabra «hermano» adquiría el amplio significado de «pariente», con un sentido muy genérico; vamos, unos primos poco más o menos, pero de ninguna manera se refería a que fueran hermanos carnales —alegó Patricia—. Pero parece claro que sí lo eran. Según los Evangelios, María tuvo varios hijos, además de Jesús; el problema radica en saber de qué padre eran esos «otros» hijos, entre los que se encuentra este Santiago.

—Santiago el Menor...

—O no. Hay teólogos, como ese alemán que estoy leyendo, que opinan que en el Nuevo Testamento figuran tres Santiagos diferentes: el Mayor, hermano de Juan e hijo de Zebedeo; el Menor, hijo de una tal María y un tal Alfeo, y tal vez hermano del apóstol llamado Judas Tadeo; y el tercero, el Santiago que aparece citado como uno de los hermanos de Jesús e hijo de María, que sería el mismo al que visitó san Pablo cuando realizó sus dos viajes a Jerusalén, que estaba al frente de la comunidad de cristianos de la ciudad; éste sería el Santiago que fue martirizado mediante lapidación en el año 63 por orden del sumo sacerdote hebreo Ananías. ¿Entiendes?

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