—Patricia, permítame que le diga que esta conversación me resulta apasionante, pero tengo obligaciones ineludibles que atender en unos minutos.
Diego entendió la alusión de Jacques Román e intervino.
—Se hace tarde, querida. Señor Román, ha sido un placer compartir el almuerzo con usted, y le aseguro que también lo es hacer negocios juntos.
—En otra ocasión, si le parece, continuaremos debatiendo sobre su hipótesis; es muy sugerente, aunque le aseguro que está equivocada.
Cuando salieron del restaurante, el coche de Román esperaba a la puerta.
—¿Desean que los acerque a algún sitio?
—Gracias, estamos alojados en un hotel cercano, preferimos dar un paseo y así digerir mejor tan estupendo almuerzo.
—Como deseen; buenas tardes.
La gran berlina negra con los cristales tintados arrancó con suavidad y se alejó sobre el pavés de la avenida de los Grands Augustins.
Patricia cogió del brazo a Diego y lo retuvo en medio de la acera. El argentino portaba una carpeta con la nueva documentación de Compostela que le había entregado Jacques Román.
—Te has dado cuenta, ¿verdad? Cuando he citado mi teoría sobre el grado de parentesco con respecto a Jesucristo de los dos apóstoles de nombre Santiago, Jacques Román se ha crispado y por un instante ha perdido su elegante compostura y su hierático rictus facial.
—Sí, Patricia, he percibido una tirantez insospechada en un hombre de la serenidad de Román. Tal vez tengas razón y en ese Códice haya escondido algo más que leyendas, historias de santos y sus milagros y textos y música para misas y otros oficios religiosos.
—Además, estoy segura de que Román es miembro de ese grupo católico integrista seguidor de Lefébvre, y que esa gente algo tiene que ver en este asunto. Cuando Román habla de la Iglesia lo hace con una vehemencia que me inquieta; y además está esa obsesión por el Apocalipsis...
Se dirigieron caminando hacia su hotel; habían decidido aprovechar el viaje para quedarse un par de días en París y relajarse antes de poner en marcha la preparación del robo del Códice Calixtino. Y olvidar, siquiera por un par de días, que seguían sin encontrar su destino.
Desde la ventana de la habitación podía verse, sobre los tejados de pizarra oscura del viejo París, el cuerpo superior de la Torre Eiffel, ese artefacto de hierro, emblema y orgullo de la ciudad que, sin embargo, cualquier esteta bien educado hubiera considerado un horroroso engendro metálico.
Les habían servido el desayuno en la habitación y Patricia degustaba un magnífico cruasán mientras Diego ojeaba uno de los diarios más difundidos de Francia.
—«Ante la crisis financiera internacional y la inseguridad de las bolsas, los inversores buscan refugio en el mundo del arte y las antigüedades» —leyó en voz alta—. Eso nos interesa; la crisis financiera mundial está provocando que la gente con dinero, con mucho dinero, compre arte como inversión. Sin duda ese reflejo provocará una subida de los precios y, en consecuencia, de nuestros beneficios. Por cierto, ya he encontrado comprador para ese manuscrito tibetano del siglo XVIII.
—¿La anticuaria de Zurich? —le preguntó Patricia tras masticar el último bocado del cruasán.
—No. Un coleccionista de Roma. Ese profesor de arte medieval que heredó una de las principales cadenas de joyerías de esa ciudad, el que se cree un nuevo Marcelo Mastroiani.
—Sí, lo recuerdo bien. Intentó llevarme a la cama cuando negociamos la venta de aquella Biblia miniada alemana del siglo XVI.
—¡Vaya!, no me habías dicho nada de eso.
—No le di mayor importancia. Me pareció lo normal en un italiano rico y elegante; el hombre no hacía otra cosa que cumplir el papel de seductor que se había atribuido a sí mismo. ¿No estarás celoso?
Diego se acercó a la mesita donde desayunaba Patricia, le retiró con delicadeza un pedacito de cruasán pegado a su labio y la besó.
—Sí, sí estoy celoso, muy celoso.
Hicieron el amor despacio y evitaron hablar de ellos mismos; sobre París, llovía.
Como la lluvia no cesaba, decidieron pasar el resto de la mañana en la habitación repasando la nueva documentación sobre Santiago de Compostela que el día anterior les había entregado Jacques Román. Diego cogió el paquete de folios con los textos del Códice. El editor del siglo XII lo había organizado en cinco libros a partir de los diversos textos que integraban el llamado
Liber Sancti Iacobi
. Comenzaba con una carta del papa Calixto II, sin duda falsa, a manera de prólogo en dos folios, en la que el pontífice se dirigía a la abadía francesa de Cluny y al obispo Diego Gelmírez de Compostela y les otorgaba sus parabienes.
—¿Te has fijado? El papa Calixto explica en su presunta carta que este manuscrito ha sobrevivido a todo tipo de peligros, inundaciones e incendios incluidos —comentó Patricia.
—Es habitual encontrar ese tipo de expresiones en los manuscritos más valiosos de la Edad Media, sobre todo en aquéllos a los que se les pretende conferir un carácter extraordinario, así como una maldición, con pena de excomunión y castigo en el infierno a quienes lo roben. El tráfico de manuscritos robados no es algo contemporáneo —precisó Diego.
—En ese caso, ¿seremos excomulgados?
—Si robamos ese Códice y no lo devolvemos, nuestras almas jamás podrán entrar en el Paraíso.
A continuación, el libro I ocupaba la mitad del Códice, más de ciento treinta folios de diversos textos litúrgicos entre los que había ejemplos de sermones para que los clérigos los utilizaran en la festividad de Santiago, dos relatos del martirio del apóstol, oficios de vísperas, instrucciones para celebrar misas y unos cantos litúrgicos.
—En esta primera parte no hay ningún secreto oculto. Veamos el segundo libro —dijo Patricia.
—Está dedicado a los milagros atribuidos a Santiago en la Edad Media. Se recogen veintidós en total. —Diego repasó los relatos contenidos en dieciséis folios—. Liberación de cautivos, resurrección de un niño en la región española de los Montes de Oca, traslado aéreo de peregrinos, curación de enfermos...; lo habitual en la milagrería atribuida a los santos en la Edad Media.
—El tercero parece mucho más interesante: «Traslación del cuerpo de Santiago a Compostela» —leyó Patricia.
—Sólo son seis folios: aquí se cuenta cómo España fue evangelizada por Santiago...
—Eso es una falsificación; ninguno de los dos apóstoles con ese nombre estuvo en España. El Mayor fue ejecutado mediante decapitación hacia el año 44 y el Menor no salió de Jerusalén hasta su martirio en el año 63, lapidado por orden del sumo sacerdote Ananías o Anán; lo cuenta el historiador Flavio Josefo en sus
Antigüedades
—intervino Patricia.
—Bueno, yo me limito a recoger lo que se dice en el Códice —explicó Diego—. Según este relato, Santiago predicó el Evangelio en España y luego regresó a Jerusalén para recibir el martirio. Sus discípulos rescataron el cadáver y lo trajeron de vuelta a España, a Galicia, en una barca. Mira, aquí queda claro que se trata de Santiago el Mayor, pues precisa que este apóstol es el hermano de Juan el Evangelista.
—Los primos de Jesús —apostilló Patricia.
—Según tu «descubrimiento», así es. Y aquí habla de las conchas de Santiago, ésas que los peregrinos recogían en las playas de Galicia para colgarse del vestido y a las que se les atribuía la propiedad de curar ciertas enfermedades. Según uno de los milagros que acabamos de leer, un noble fue sanado simplemente por tocar una de esas conchas.
—Los gallegos las llaman vieiras. Gratinadas están riquísimas; lo recuerdo de nuestro viaje a Santiago.
—El libro cuarto trata de las conquistas del emperador Carlomagno; ocupa veintiocho folios —continuó Diego.
—¿Qué pinta aquí ese texto? No guarda ninguna relación con el resto del Códice —comentó Patricia.
—Veamos. El editor del facsímil indica en una nota que este libro fue arrancado en 1609 del resto del Códice, pero que en la restauración de 1966 se repuso de nuevo en su lugar original. Lo firma un tal Turpin, arzobispo de Reims.
—¿Turpin? Sí, claro, este personaje aparece en el
Cantar de Roldan
como uno de los Doce Pares de Francia que acompañaron a Carlomagno a la conquista de Zaragoza. Mi profesor de literatura medieval en la facultad de Buenos Aires se pasó medio curso hablándonos de ese poema épico; había sido objeto de su tesis doctoral y lo conocía muy bien —recordó Patricia.
—Pero parece demostrado que el arzobispo Turpin no fue el verdadero autor de ese poema, de modo que los historiadores atribuyen la autoría a un cronista anónimo del siglo XII al que han denominado como «falso Turpin». Y sí tiene sentido: según esta crónica, el apóstol Santiago se le apareció a Carlomagno en un sueño para decirle que contara con su ayuda en sus batallas y conquistas contra los musulmanes de España. ¡Escucha!: Santiago le pide a Carlomagno que libere del dominio musulmán la ruta que conduce a su tumba y que para encontrarla siga el camino de las estrellas.
—La Vía Láctea; la lechosa mancha nocturna de nuestra galaxia que señala la dirección hacia Compostela desde Francia.
—Y así, gracias a la intervención del santo, se derrumbaron milagrosamente las murallas de Pamplona y los ejércitos carolingios vencieron en las batallas para mayor gloria de Dios y del emperador Carlomagno.
—Salvo en la de Roncesvalles —precisó Patricia—. Ahí el santo se olvidó de sus protegidos.
—Quizá el apóstol no podía estar en todo al mismo tiempo. Pero tal vez por ello, al final de esta crónica se anima a los contemporáneos a participar en una cruzada en España para echar de ella a los musulmanes.
—Vamos a ver el quinto libro. Es el más famoso; si existe alguna clave en este Códice, debería estar ahí —supuso Patricia.
—Se trata de la
Guía del peregrino
. Hay quien la considera como la primera guía de viajes de la historia, una especie de manual para los que hacían el Camino de Santiago en la Edad Media; ocupa dieciséis folios.
En ese momento alguien llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntó Diego.
—Servicio de habitaciones. —Se oyó débilmente al otro lado.
Diego abrió.
—¿Desea el señor que haga la habitación? —le preguntó una empleada del hotel.
—Estamos trabajando. ¿Puede volver más tarde?; ¿en un par de horas?
—Por supuesto, señor. Buenos días.
—¿Dónde estábamos?
—En la agencia de viajes medievales de Aimeric Picaud —respondió Patricia.
—¿De quién se trata?
—Del autor de esta guía. Según apunta esta nota era un monje cluniacense francés que anduvo el Camino en dos ocasiones y que escribió esta guía hacia 1135 para informar a los peregrinos de lo que se iban a encontrar si se ponían en viaje hacia Compostela.
—Tal vez tengas razón; si se oculta alguna clave en este manuscrito debe de estar en este texto.
Diego comenzó a leer en voz alta, mientras Patricia se recostaba sobre su pecho y lo escuchaba atenta.
Le costó poco menos de tres cuartos de hora la lectura completa de la guía escrita por Aimeric Picaud casi nueve siglos atrás.
—Y bien, ¿qué opinas? —preguntó Diego tras la lectura.
—Que a ese «turista» medieval le caían muy mal los gascones. Ya has visto cómo los califica: parlanchines, burlones, comilones, desastrados... Y todavía peor los navarros y los vascos: feroces, ladrones, bárbaros, lascivos y zoófilos. ¡Pero si dice que los navarros fornican con sus mulas y sus yeguas como con sus mujeres y que besan indiscriminadamente a unas y otras en la vulva!
—El bestialismo ha sido una práctica frecuente en los pueblos de las zonas montañosas; existe mucha literatura al respecto. Se cuenta que los pastores que pasaban tres meses en las zonas altas de las montañas para aprovechar los pastos de verano aliviaban su tensión sexual, a falta de mujeres, con las cabras, las ovejas e incluso con las vacas y burras de sus rebaños.
—Picaud también dice que Santiago es el hijo de Zebedeo y el hermano de san Juan y, por tanto, aquí tampoco hay duda sobre la identificación de este apóstol con Santiago el Mayor, pero lo que me ha llamado la atención ha sido la descripción de las portadas de la catedral tal cual estaban hacia 1135. La fachada principal, derribada en el siglo XVII para levantar la del Obradoiro, se abre desde fines del XII con el Pórtico de la Gloria del maestro Mateo, pero a comienzos de esa centuria estaba decorada con una escena de la Transfiguración de Cristo en el monte Tabor. Picaud señala que había estatuas de los profetas Moisés y Elías, que se aparecieron en ese momento, y de Pedro, Santiago y Juan, los tres únicos apóstoles a los que Cristo permitió presenciar ese fenómeno.
—¿Qué te ha extrañado?
—Que siendo esa portada, según dice la guía de Picaud, la más bella del templo y la de más fina decoración, se derribara a los pocos años de haberla esculpido para ubicar allí el Pórtico de la Gloria.
—Convendrás conmigo en que el maestro Mateo realizó un buen trabajo.
—Excelente, pero ¿por qué derribaron una portada bastante nueva y de tan gran calidad en la que, además, se manifestaba la preferencia de Cristo hacia Santiago?
—No lo sé. Se trata de uno más de los muchos misterios que encierra esa catedral.
—¿Ahí acaba el Códice? —preguntó Patricia.
—No. También se añaden dos breves apéndices que ocupan doce folios: unas composiciones polifónicas, nuevos milagros de Santiago y algunos himnos. Y una bula del papa Inocencio II de la que parece deducirse que Aimeric Picaud visitó Santiago en una primera ocasión acompañando al futuro papa Calixto II cuando éste era cardenal. El propio Aimeric entregó este libro en la catedral de Santiago en su segundo viaje, pero el editor indica que se trata de una interpolación posterior que contiene una maldición contra quien ataque a los portadores del Códice y contra quienes pretendan robarlo. Y eso es todo.
—Sigo sin entender por qué Jacques Román ansía tanto ese Códice. En todo este asunto hay oculto algo muy gordo, algo que no quiere que sepamos.
—Ese hombre es muy caprichoso; tal vez se sienta identificado con el apóstol. Y tiene mucho dinero para poder permitirse pagar por ello.
—No es un capricho de hombre rico —asintió Patricia tajante—; hay algo más, estoy completamente segura.
Poco antes de mediodía cesó la lluvia y salieron del hotel. El mes de mayo es, tal vez, la temporada más agradable para visitar París. Pasearon por el barrio de Le Marais, tomaron un aperitivo en una terraza cerca del ayuntamiento y caminaron por la calle Rivoli hasta la torre de la iglesia de Saint-Jacques, el único resto de ese templo que quedó en pie tras las convulsiones de la Revolución.