No hubo una ceremonia de recibimiento formal. Los guerreros que los habían traído se dispersaron para ocuparse de sus asuntos con total indiferencia, mientras las mujeres y los niños del pueblo los miraban boquiabiertos.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Tom, de pie en medio de la plaza de tierra, mirando alrededor.
—Esperar —dijo Borabay.
De pronto de una de las cabañas salió una anciana desdentada y encorvada, apoyándose en un bastón; su pelo corto y canoso le confería cierto aspecto de bruja. Se acercó a ellos con agotadora lentitud, sin apartar nunca de ellos sus ojos pequeños y brillantes, succionando y murmurando para sí. Se detuvo por fin frente a Tom y lo miró.
—Tú no haces nada —susurró Borabay.
Ella levantó una mano arrugada y pegó a Tom en las rodillas, y a continuación le golpeó los muslos, una, dos, tres veces —golpes sorprendentemente dolorosos para ser una anciana— sin dejar un solo momento de murmurar para sí. Luego levantó el bastón y le golpeó en las espinillas y en las nalgas. Dejó caer el bastón, levantó una mano y palpó obscenamente la entrepierna de Tom. Este tragó saliva y trató de no parpadear mientras ella exploraba su masculinidad. Luego alargó una mano hacia la cabeza de Tom, haciendo un movimiento con los dedos. Tom se inclinó ligeramente, y ella le cogió por el pelo y le dio tal tirón que a él se le saltaron las lágrimas.
La anciana retrocedió, una vez concluido aparentemente el examen. Le dedicó una sonrisa desdentada y habló largo y tendido.
Borabay tradujo.
—Dice tú eres hombre, contrariamente a tu aspecto. Os invita a ti y a tus hermanos a quedar en pueblo como huéspedes de gente tara. Acepta tu ayuda para luchar contra hombres malos de Ciudad Blanca. Dice tú estás al mando ahora.
—¿Quién es ella? —Tom la miró. Ella lo miraba de arriba abajo, examinándolo de la cabeza a los pies.
—Ella mujer de Cah. Vigila, Tom, tú gustas a ella. Quizá va a tu cabaña esta noche.
Eso disolvió la tensión y todos se echaron a reír, Philip el que más.
—¿Al mando de qué estoy? —preguntó Tom.
Borabay lo miró.
—Tú ahora jefe de guerra.
Tom estaba atónito.
—¿Cómo es posible? Llevo diez minutos aquí.
—Ella dice guerreros tara no logran combatir hombre blanco y muchos mueren. Tú también hombre blanco, quizá comprendes mejor enemigo. Mañana tú encabezas lucha contra hombres malos.
—¿Mañana? —dijo Tom—. Gracias, de verdad, pero declino la responsabilidad.
—No tienes elección —dijo Borabay—. Ella dice si tú dices no, guerreros tara matan a todos nosotros.
Esa noche los aldeanos encendieron una hoguera y hubo una especie de fiesta que comenzó con un banquete de muchos platos, que llegaron sobre hojas, y terminó en un tapir asado en un hoyo. Los hombres danzaron y dieron un concierto de flautas inquietantemente extraño dirigido por Borabay. Todos se acostaron tarde. Borabay los despertó unas horas después. Seguía estando oscuro.
—Nosotros vamos ahora. Tú hablas con gente.
Tom lo miró fijamente.
—¿Tengo que pronunciar un
discurso?
—Yo te ayudo.
—Esto hay que verlo —dijo Philip.
Habían amontonado nuevos leños en la hoguera y Tom vio que todos los habitantes del pueblo estaban de pie, esperando en un silencio respetuoso su discurso.
—Tom, tú dices yo escojo diez buenos guerreros para la lucha —susurró Borabay.
—¿Lucha? ¿Qué lucha?
—Nosotros luchamos contra Hauser.
—No podemos…
—Tú callas y haces lo que yo digo —siseó Borabay.
Tom dio la orden, y Borabay pasó por entre la gente, chocando manos o dando palmaditas en los hombros de varios hombres, y en cinco minutos había diez guerreros alineados junto a ellos, adornados con flechas, pintura y collares, cada uno con un arco y una aljaba.
—Ahora tú dices discurso.
—¿Qué digo?
—Palabras grandiosas. Cómo vas a rescatar a padre, a matar a hombres malos. No preocupes, yo retoco palabras.
—No te olvides de prometerles un pollo en cada cazuela —dijo Philip.
Tom dio un paso al frente y miró las caras. El murmullo de voces cesó rápidamente. Todos lo miraban esperanzados. Él sintió un escalofrío de miedo. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo.
—Hummm, señores y señoras…
Borabay le lanzó una mirada de desaprobación, y entonces, con voz marcial, Tom gritó algo que pareció mucho más efectivo que las titubeantes palabras que había logrado pronunciar. Hubo cierta agitación cuando todos se pusieron firmes. Tom de pronto tuvo la sensación de haber vivido ese momento: recordó el discurso que había pronunciado don Alfonso ante su gente cuando se marchó de Pito Solo. Tenía que pronunciar un discurso igual que ese, aunque estuviera lleno de mentiras y promesas vacías.
Respiró hondo.
—¡Amigos míos! Hemos venido a las tierras tara de un lugar lejano llamado América.
Ante la palabra América, aun antes de que Borabay tradujera, hubo una oleada de emoción.
—Hemos recorrido muchos miles de kilómetros, en avión, en canoa y a pie. Hemos viajado durante cuarenta días y cuarenta noches.
Borabay declamó esas palabras. Tom vio que ahora tenía la atención de todos.
—Un gran mal ha caído sobre el pueblo tara. Un bárbaro llamado Hauser ha venido del otro extremo del mundo con soldados mercenarios para matar a la gente tara y robar sus tumbas. Han secuestrado a vuestro sumo sacerdote y matado a vuestros guerreros. Mientras hablo, ellos están en la Ciudad Blanca, profanándola con su presencia.
Borabay tradujo y hubo un fuerte murmullo de asentimiento.
—Aquí estamos nosotros, los cuatro hijos de Maxwell Broadbent, para librar a la gente tara de este hombre. Hemos venido a rescatar a nuestro padre, Maxwell Broadbent, de la oscuridad de su tumba.
Hizo una pausa para que Borabay tradujera. Quinientas caras, iluminadas por la luz del fuego, lo miraban con embelesada atención.
—Mi hermano Borabay nos conducirá hasta lo alto de las montañas, desde donde observaremos a esos hombres perversos y haremos planes para un ataque. Mañana combatiremos.
Esas palabras fueron recibidas con una salva de sonidos extraños, entre gruñido rápido y carcajada: el equivalente tara, al parecer, de los aplausos y los vítores. Tom sintió cómo su mono, Mamón Peludo, se encogía en el fondo de su bolsillo, tratando de esconderse.
Borabay habló entonces a Tom, en voz baja.
—Pides oraciones y ofrendas.
Tom se aclaró la voz.
—Pueblo tara, todos ustedes tienen un papel muy importante en la lucha inminente. Les pido que recen por nosotros. Les pido que depositen ofrendas por nosotros. Les pido que lo hagan cada día hasta que volvamos triunfales.
La voz de Borabay resonó con esas palabras y tuvo un efecto electrizante. La gente se abalanzó hacia delante, murmurando emocionada. Tom sintió cómo lo envolvía una especie de locura desesperada; esa gente creía en él mucho más de lo que él creía en sí mismo.
Resonó una voz quebrada y la gente retrocedió al instante, dejando sola a la anciana, la mujer de Cah, apoyada en su bastón. Esta levantó la mirada y la clavó en Tom. Se produjo un largo silencio, luego levantó el bastón y, tomando impulso, le atestó un golpe terrible en los muslos. Tom intentó no encogerse ni hacer una mueca de dolor.
Luego la anciana gritó algo con voz marchita.
—¿Qué ha dicho?
Borabay se volvió.
—No sé traducirlo. Es expresión tara fuerte. Algo como: «Tú matar o morir».
El profesor Julián Clyve puso los pies en alto y se recostó en su vieja butaca con las manos en la cabeza. Era un día de mayo tormentoso, y el viento agitaba y torturaba las hojas del plátano que había al otro lado de su ventana. Sally llevaba fuera más de un mes. No había sabido nada de ella. No había contado con tener noticias, pero aun así el largo silencio le parecía perturbador. Cuando Sally se marchó, los dos habían esperado que el códice señalara un triunfo académico más en su vida de profesor. Pero después de reflexionar sobre ello un par de semanas, Clyve había cambiado de parecer. Allí era un alumno de Rhodes, un catedrático de Yale con un rosario de premios, menciones honoríficas y publicaciones que la mayoría de los profesores no lograban acumular en toda una vida. El hecho era que no necesitaba otra mención honorífica. Lo que necesitaba —había que reconocerlo— era
dinero.
Los valores de la sociedad americana estaban todos equivocados. El verdadero premio —la riqueza económica— no llegaba a los que más se lo merecían, a los inspiradores intelectuales: el grupo de expertos que controlaba, dirigía y adiestraba la gran y estúpida bestia pesada que era el
vulgus mobile.
¿Quién hacía fortunas? Las figuras deportivas, las estrellas de rock, los actores y los directores de empresa. Allí estaba él, en la cumbre de su profesión, ganando menos que un fontanero corriente. Era mortificante. No era justo.
Allá a donde iba, la gente lo buscaba, le estrujaba la mano, lo elogiaba, lo admiraba. Todos los ricos de New Haven querían conocerle, invitarlo a cenar, pasar a recogerlo y exhibirlo como prueba de su buen gusto, como si fuera el cuadro de un gran maestro de la pintura clásica o una pieza de plata antigua. No solo era vergonzoso, sino también humillante y caro. Casi toda la gente que conocía tenía más dinero que él. Independientemente de las menciones honoríficas que recibía, los premios que ganaba y las monografías que escribía, él seguía siendo incapaz de pagar la cuenta en un restaurante razonablemente bueno de New Haven. La pagaban
ellos. Ellos
lo recibían en sus casas.
Ellos
lo invitaban a cenas benéficas de etiqueta y pagaban su cubierto, rechazando sus poco sinceros ofrecimientos de rembolsarles el dinero. Y cuando todo terminaba tenía que volver a su dúplex de dos dormitorios asquerosamente burgués en el gueto académico, mientras ellos volvían a sus mansiones de Heights.
Ahora por fin tenía los medios para hacer algo al respecto. Echó un vistazo al calendario. Era 31 de mayo. Al día siguiente llegaría el primer plazo de los dos millones de la colosal compañía farmacéutica suiza Hartz. Pronto recibiría por correo electrónico la confirmación en clave. Tendría que gastar el dinero fuera de Estados Unidos, por supuesto. Una acogedora villa en la costa amalfitana sería un bonito lugar para invertirlo; un millón para la villa y el segundo para costear los gastos. Se suponía que Ravello era bonito. Él y Sally podrían ir allí de luna de miel.
Recordó su reunión con el director general y la junta directiva de Hartz, tan seria, tan suiza. Se mostraron escépticos, por supuesto, pero cuando vieron la página que él ya había traducido, casi se les hizo la boca agua. El códice les reportaría muchos miles de millones. La mayoría de compañías farmacéuticas tenían departamentos de investigación que evaluaban las medicinas indígenas, pero allí tenían el libro de recetas médicas por excelencia, todo bien ordenado, y Julián era la única persona del mundo, aparte de Sally, que podía traducirlo con exactitud. Hartz tendría que llegar a un acuerdo con los Broadbent, pero tratándose de la compañía farmacéutica mayor del mundo se hallaba en la mejor posición para pagar. Y sin sus dotes traductoras, ¿qué utilidad podía tener el códice para los Broadbent? Todo se haría correctamente: la compañía había insistido en ello, por supuesto. Los suizos eran así.
Se preguntó cómo reaccionaría Sally cuando se enterara de que el códice iba a desaparecer en las fauces de una gigantesca compañía multinacional. Conociéndola, no se lo tomaría bien. Pero en cuanto empezaran a disfrutar de los dos millones de dólares que Hartz había acordado pagarle de comisión, por no hablar de los generosos honorarios que esperaba recibir por la traducción, se le pasaría. Y él le demostraría que había obrado bien, que Hartz estaba en la mejor posición para desarrollar esos nuevos medicamentos y lanzarlos al mercado. Era lo que se tenía que hacer. Para desarrollar nuevos medicamentos era necesario dinero. Nadie iba a hacerlo gratis. Los beneficios movían el mundo.
En cuanto a él, la pobreza había estado bien unos años mientras era joven e idealista, pero con más de treinta años se volvería insoportable. Y el profesor Julián Clyve se acercaba rápidamente a la treintena.
Tras diez horas caminando por las montañas, Tom y sus hermanos llegaron a una cresta desprovista de vegetación y azotada por el viento. Los recibió una maravillosa vista, un violento mar de cumbres y valles que formaban capas hacia el horizonte en tonos violáceos cada vez más intensos.
—Sukia Tara, la Ciudad Blanca —dijo Borabay señalando.
Tom entrecerró los ojos al brillante sol de la tarde. A unos ocho kilómetros de distancia, al otro lado de un abismo, se elevaban dos pináculos de roca blanca. Entre ambos había un collado llano y aislado, cortado a cada lado por abismos y rodeado de picos irregulares. Era una solitaria extensión verde, una exuberante selva tropical que parecía haberse desprendido de otro lugar para encajar entre los dos colmillos de roca blanca, tambaleándose al borde de un precipicio. Tom había imaginado unas ruinas con torres blancas y muros. En lugar de ello, lo que veía no era más que una gruesa y abultada alfombra de árboles.
Vernon examinó la Ciudad Blanca con sus prismáticos y se los pasó a Tom.
El promontorio verde aumentó de tamaño repentinamente. Tom lo examinó despacio. La meseta estaba densamente cubierta de árboles y de lo que parecían ser impenetrables marañas de lianas y trepadoras. Fuera cual fuese la ciudad en ruinas que yacía en ese extraño valle colgante, estaba sepultada bajo la selva. Pero a medida que la escudriñaba, aquí y allá, elevándose del verde, distinguió afloramientos blancuzcos que empezaban a adquirir formas vagas: una esquina, una extensión interrumpida de muro, un cuadrado oscuro que parecía una ventana. Y mientras miraba lo que creía que era una colina escarpada, se dio cuenta de que era una pirámide en ruinas cubierta de espesa vegetación. En un extremo tenía un boquete, una herida blanca en el verde vivo.
La meseta sobre la que había sido construida la ciudad era, en realidad, una isla en el cielo. Colgaba entre los dos picos, separada del resto de la Sierra Azul por precipicios escarpados. Parecía aislada hasta que vio un hilo amarillo que se curvaba a través de uno de los abismos: un tosco puente colgante. A medida que lo examinaba vio que el puente estaba bien vigilado por soldados que habían ocupado una fortaleza de piedra en ruinas construida evidentemente por los habitantes originales para proteger la Ciudad Blanca. Hauser y sus hombres habían talado una parte considerable del bosque al pie del puente para proporcionarse un ángulo de tiro.