El coleccionista de relojes extraordinarios (19 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Infantil y juvenil

BOOK: El coleccionista de relojes extraordinarios
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—No podía pasarme toda la eternidad evitándote —reconoció Jeremiah—. Esperaba ganar tiempo, encontrar la manera de inutilizar o destruir el Vórtice; pero el Vórtice es una parte del Tiempo, y el Tiempo no puede ser destruido ni inutilizado. Durante casi trescientos años me he refugiado con el reloj Deveraux en un rincón de la Ciudad Oculta que solo el Contador de Estrellas conocía. Pese a ello, mis compañeros confiaron ciegamente en mí y renovaron la Prohibición, una y otra vez.

—¿Por qué has salido de tu escondite, entonces?

—No voy a contestar a eso ahora, marqués —hizo una pausa—. Después de todo, aquí me tienes —dijo finalmente.

El marqués sonrió.

—Es cierto, Jeremiah, aquí estás. Y yo te desafío.

Algo parecido a un helado soplo de viento recorrió el patio del viejo caserón. Jonathan se estremeció.

«El derrotado tiene derecho a retar de nuevo al vencedor, una vez más», le había dicho Emma al explicarle las reglas del Desafío. «Si vuelve a perder, su voluntad queda anulada. Si gana, las voluntades de ambos quedan empatadas en fuerza».

Y, en ese caso, el marqués podría romper la Prohibición, a pesar de que esta acababa de ser renovada. Porque la voluntad expresada por los inmortales en voz alta no correspondía con el más hondo deseo de sus corazones.

El marqués no era el único que deseaba dejar de ser inmortal, pero sí era el único en luchar por lo que realmente anhelaba.

Por eso, si su voluntad dejaba de estar supeditada a la de Jeremiah, el marqués podría hacerse con el reloj.

—Acepto el Desafío —dijo Jeremiah, rompiendo el silencio—, y escojo las formas.

Calló un momento. Todos los miraron, expectantes.

—Combate mental —decretó Jeremiah.

El marqués asintió y avanzó hacia Jeremiah. Los otros cinco inmortales se retiraron para dejarles espacio. Jeremiah y el marqués se situaron uno frente al otro. Jeremiah colocó las manos sobre los hombros del marqués. El marqués apoyó las suyas sobre los hombros de Jeremiah.

Y se miraron a los ojos.

—¿Qué están haciendo? —gruñó Bill.

—Un combate mental —dijo una voz junto a ellos.

Jonathan se volvió, y vio que Emma estaba junto a ellos. Se había acercado en silencio, y no dejaba de mirar a Jeremiah y el marqués. Jonathan vio que los otros inmortales observaban la escena entre las sombras.

—¿Qué quiere decir eso del combate mental?

—Significa que se miran a los ojos y pelean con la fuerza de sus mentes. El Desafío tiene muchas otras formas, más sencillas, pero esta es la más justa. Aquel que tenga la voluntad más fuerte resultará el vencedor.

—Pero... —vaciló Jonathan—. Pero, Emma, tú me dijiste que la voluntad del marqués es muy fuerte, porque es verdadera, mientras que todos vosotros expresáis una voluntad que no coincide con vuestros auténticos deseos.

—Sí —en el rostro infantil de Emma se dibujó una cálida sonrisa—. Eso lo sabemos todos, y también el marqués. Pero hay algo con lo que no cuenta.

—¿Qué es? —preguntó Jonathan, intrigado.

Sin embargo, ella no respondió.

Los dos combatientes no habían movido un solo músculo. Seguían allí, mirándose fijamente, sin parpadear. Sin embargo, algo invisible bullía a su alrededor, Jonathan lo percibía, e incluso su padre retrocedió unos pasos. Era como si un torbellino impalpable girase en torno a ellos. Conteniendo el aliento, Jonathan cerró los ojos y sintió una fuerza poderosa que emanaba de los dos inmortales. Casi pudo notar dos corrientes enfrentadas en aquella fuerza, las dos voluntades que luchaban, la una contra la otra.

Y sintió que aquella energía que producía el singular enfrentamiento se expandía y crecía hasta dejarlo sin aliento.

—¿Qué es... eso? —jadeó su padre—. ¿Qué es... eso que me envuelve... y que no puedo ver?

—Es poder, papá —murmuró Jonathan—. En estado puro.

Clavó la mirada en el rostro de Jeremiah —el marqués quedaba de espaldas a ellos— y se quedó sin respiración.

Bajo la máscara humana relucía la verdadera naturaleza del inmortal, una naturaleza nacida del mismo caos primigenio, una esencia que contenía los secretos del origen del cosmos. Una suave aura multicolor envolvía su cuerpo, y sus cabellos flotaban a su alrededor, como movidos por una brisa invisible. Sus ojos resplandecían e irradiaban tanta fuerza que Jonathan sintió que, si Jeremiah se hubiese vuelto hacia él en aquel momento, lo habría reducido a polvo con una sola mirada.

Pero el marqués aguantaba sin mover un solo músculo, y Jonathan sospechó que su rostro presentaba el mismo aspecto ultraterreno que mostraba el de Jeremiah. También su cuerpo irradiaba aquella misteriosa aura resplandeciente.

Jonathan apartó la mirada, intimidado, e, instintivamente, se separó un poco de Emma. Ella no pareció notarlo.

Los cuerpos de Jeremiah y el marqués seguían estando allí, ante el edificio del Museo de los Relojes, uno frente al otro.

Pero sus mentes habían creado su propio campo de batalla y se hallaban lejos, muy lejos de allí.

La voluntad del marqués tomó la forma de un enorme volcán que escupía fuego del mismo infierno. Ríos de lava incandescente descendían desde el cráter, estrellándose contra las rocas y lanzando mil chispas incendiarias a un aire cubierto de espesa ceniza gris. La voluntad del marqués bramaba con la voz de mil lenguas ígneas.

Jeremiah se vio de pronto ante el inmenso volcán, solo y pequeño. El suelo se resquebrajaba bajo sus pies mientras la voluntad del marqués extendía sus ríos de fuego por todo el espacio de la dimensión que habían creado para su combate mental.

Jeremiah no esperaba que la voluntad del marqués fuese tan grande y poderosa; pero recordó lo que ocurriría si perdía aquel combate, y contraatacó.

La voluntad de Jeremiah se transformó en un océano embravecido, cuyas enormes olas coronadas de espuma batían las rocas con fuerza y se elevaban hasta la misma cima del volcán. El rugiente maremoto arremetió contra la voluntad del marqués con todo el poder de su furia. El agua inundó los ríos de lava y se coló por todas las venas del volcán, apagando su llama. Pero la marea siguió creciendo hasta cubrir por completo las rocas más elevadas del cráter.

Entonces, la voluntad del marqués tomó la forma de un inmenso y ardiente sol que se acercaba cada vez más al océano de la voluntad de Jeremiah. Furiosas explosiones internas alimentaban su corazón, y una crepitante corona de llamas devoraba la atmósfera sobre el océano y evaporaba rápidamente el agua. La voluntad del marqués se expandió, y el sol se expandió con ella hasta cubrir todo el cielo. El océano desapareció.

Jeremiah no se inquietó por ello. El marqués no había ahogado su voluntad, solo la había transformado. Su próximo movimiento consistió en desplazar su voluntad ante el inmenso sol. Pronto, la voluntad del marqués se vio cubierta por un espeso manto de nubes negras, cargadas de electricidad, nubes que bramaban y rugían al chocar entre ellas, nubes que oscurecieron el día por completo.

La voluntad del marqués se transformó entonces en un aullante huracán que arrasaba todo cuanto hallaba a su paso, y que arremetió contra las nubes tormentosas una y otra vez, persiguiéndolas incansablemente hasta que se dispersaron y deshicieron del todo. El vendaval bramó, triunfante, y su grito de victoria se oyó en toda aquella dimensión.

Pero de pronto se estrelló contra un obstáculo que había aparecido súbitamente en su camino.

La voluntad de Jeremiah se había convertido en una ciclópea cordillera cuyos picos más altos llegaban a las estrellas. El huracán aulló y trató de derribarla, pero las raíces de la cordillera estaban bien hundidas en el corazón de la Tierra, y solo logró chocar contra ella, una y otra vez. Insistió, esperando tal vez poder erosionarla, pero pronto se encontró reducido a una débil brisa.

Entonces, la voluntad del marqués tomó la forma de un brutal terremoto que sacudió las entrañas de la tierra y removió las raíces de la montaña. Jeremiah vio cómo su voluntad se resquebrajaba y partía, cómo aquel violento movimiento sísmico abría brechas en la sólida constitución de la cordillera, y decidió transformarla, antes de verla reducida a polvo.

La voluntad de Jeremiah se convirtió en un inmenso glaciar que recubrió toda la tierra. El terremoto provocó aludes inmensos que se precipitaban bramando y rugiendo para rellenar las grietas y sepultar las rocas. Cuanto más réplicas del seísmo sacudían aquella dimensión, más repartido quedaba el manto de nieve. Pronto, la voluntad de Jeremiah lo cubrió todo.

La voluntad del marqués volvió a tomar la forma del sol, pero Jeremiah no dejó de notar que el astro que había creado era menor que la vez anterior. Pese a ello, logró derretir la nieve, pero la voluntad de Jeremiah se transformó en una luna que eclipsó la voluntad del marqués...

Ninguno de los presentes podía ver qué sucedía entre Jeremiah y el marqués, aunque los inmortales podían llegar a intuirlo. Jonathan miraba a uno y a otro, preguntándose, muy nervioso, quién iba ganando, ya que no había manera de saberlo. Los dos combatientes seguían inmóviles, exactamente en la misma posición que cuando empezaron, y solo la mirada de sus ojos y el aura invisible que proyectaban a su alrededor sugerían la titánica lucha que se desarrollaba entre ellos.

De pronto, Jonathan oyó un sonido lejano que lo devolvió a la realidad. Miró a su padre. Por la expresión de su rostro adivinó que él también lo había oído.

—Las campanas del convento —dijo, temblando—. Son las seis menos cuarto.

—Marjorie —musitó Jonathan—. ¡Tenemos que hacer algo!

Pero no se le ocurría nada, y no quería confesarle a su padre que los inmortales habían dicho que nada podría salvar a Marjorie. Se volvió hacia Emma.

—Emma, ¿qué pasará con el marqués si gana Jeremiah?

—Su voluntad quedará tan debilitada que tardará varios milenios en poder volver a desafiar a alguien.

Jonathan meditó la respuesta.

—Pero su alma sigue siendo igual de grande, ¿no? Quiero decir, que su esencia seguirá siendo tan... —no encontró la palabra, y miró a Emma pidiendo ayuda; ella sonrió con cierta tristeza.

—Sí, así es. Solo el Tiempo tiene poder suficiente como para destruir a un inmortal, pero se autodestruiría también a sí mismo en el intento. Ya te lo he explicado...

—Tengo una idea —la interrumpió Jonathan—. ¡Papá, Emma, venid conmigo: tenéis que ayudarme!

Jonathan desapareció cojeando en el interior del caserón, y su padre lo siguió sin vacilar. Emma echó una mirada a Jeremiah y al marqués y entró también en la casa.

Cruzaban el Museo de los Relojes cuando de pronto se oyó algo como el ruido de un cristal al romperse, seguido de un pesado cuerpo que caía al suelo. Los tres cruzaron una mirada y corrieron a la cámara de los relojes extraordinarios.

Jonathan llegó el primero y se detuvo, perplejo y aterrado.

—¡Marjorie! —gritó su padre, pero Jonathan le señaló algo en el interior de la habitación, más allá del cuerpo inerte de Marjorie, que seguía exactamente donde lo había dejado.

Era Basilio, y yacía en el suelo, boca abajo, junto a un reloj de arena roto.

Jonathan corrió junto a él y le dio la vuelta para ver su rostro.

Estaba muerto.

—¿Qué... qué diablos ha pasado? —tartamudeó Bill.

Jonathan clavó la mirada en los restos del reloj.

—Es ese reloj de arena —dijo—. El que había sido parte de un pacto con el demonio, ¿recuerdas? Mientras la arena estuviese en movimiento, su propietario no moriría. Pero, ¿por qué...?

—¿Aún no lo entiendes? —dijo a su lado la voz de Emma, suave pero infinitamente triste—. Era el reloj de arena de este hombre.

—¿De Basilio? Pero si... ¡trabajaba para el marqués!

—¿Y por qué? —Emma movió la cabeza, apesadumbrada—. No es la primera vez que lo hace. Se apodera del reloj de la vida de alguien y lo obliga a servirle a cambio de seguir viviendo. Cada vez que la arena está a punto de agotarse, el marqués llama a su criado y le pregunta: «¿Le damos otra vuelta más?». Y sin duda este hombre había vivido ya un par de siglos; no se atrevía a desafiar al marqués, pero tampoco tenía valor para decir «No» cuando la arena iba a terminarse. Y esta noche, aprovechando que su señor está ocupado con otras cosas, Basilio ha decidido poner fin a décadas de miedo y esclavitud.

Jonathan se estremeció y volvió la cabeza para no ver los restos del reloj. Su mirada tropezó con el reloj de Qu Sui: la liebre estaba peligrosamente cerca del emperador.

—¡Marjorie! —exclamó—. Ayudadme.

—¿A qué? —dijo Bill.

—Tenemos que llevar el reloj al exterior. Y a Marjorie también.

—¿Pero, por qué...? —empezó su padre, pero calló al ver la sonrisa de comprensión que iluminaba el rostro de Emma.

Fuera, la batalla seguía muy igualada, aunque la voluntad del marqués iba ganando terreno poco a poco a la de Jeremiah. A su alrededor, los otros cuatro inmortales los observaban, conteniendo el aliento.

El Contador de Estrellas fue el único que se percató de la ausencia de Emma y los dos mortales. Los vio regresar al cabo de un rato. Bill traía en brazos el cuerpo inconsciente de Marjorie, y, tras él, Jonathan y Emma traían el reloj de Qu Sui. Para no tocar el orbe que devoraba almas, habían rodeado el reloj con una cuerda y lo habían arrastrado con sumo cuidado hasta el exterior. El Contador de Estrellas sonrió, sospechando ya lo que se proponían hacer.

—Si Jeremiah no vence, mi plan no dará resultado —le estaba diciendo Jonathan a Emma—. Y me da la sensación de que el marqués está ganando.

Emma le oprimió el brazo para tranquilizarlo.

—Confía —dijo solamente.

Pero Jonathan percibía con claridad que la siniestra voluntad del marqués teñía con su color la fuerza que emanaba de los dos combatientes. Se fijó en el rostro de Jeremiah y sintió que su poder se había debilitado considerablemente.

—¡Emma! —musitó, angustiado; eran las seis menos diez, y una suave luz empezaba a pigmentar de rosa el horizonte.

La voluntad del marqués se había transformado en un vasto desierto de arenas ardientes y aire abrasador. La voluntad de Jeremiah ya no tenía fuerzas para adoptar la forma de océano, o de lluvia, y se arrastraba como hombre por la infinita voluntad del marqués. Jeremiah sabía que, si dejaba de andar y se derrumbaba, la voluntad del marqués lo enterraría para siempre en las doradas arenas, y él habría perdido.

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