—Me parece que estoy archicándido. ¿A dónde vas a parar con tanta preguntilla? ¿Quieres examinarme? ¿Piensas retirarme la licencia de confesar si no me crees bien instruido?
—Nada de eso, maestro. Yo ignoro si está V. o no de acuerdo con sus librotes de teología moral; pero está V. de acuerdo conmigo, lo cual me lisonjea, y lo está también con mis propósitos, lo cual me llena de esperanza. Yo buscaba en V. un aliado. Contaba siempre con su amistad, pero no sabía si podía contar también con su conciencia. Ahora comprendo que su conciencia no se me opone. Su amistad, por consiguiente, libre de todo obstáculo, vendrá en auxilio mío.
El P. Jacinto conoció al fin que se trataba de un caso práctico, real, y no imaginado, y se ofreció a auxiliar al Comendador en todo lo que fuese justo.
Aguardando, pues, una revelación importante, quiso tomar aliento haciendo una pausa, y trató de solemnizar la revelación yendo a una alacena, que no estaba lejos, y sacando de ella una limeta de vino y dos cañas, que puso sobre la mesa, llenándolas hasta el borde.
—Este vino no tiene aguardiente, ni botica, ni composición de ninguna clase —dijo el padre al Comendador—. Es puro, limpio y sin mácula. Está como Dios le ha hecho. Bebe y confórtate con él, y, cuéntame luego lo que tengas que contar.
—Bebo al buen éxito de mis planes, —contestó el Comendador, apurando el vino de su caña.
—Así sea, si Dios lo quiere, —replicó el fraile, bebiendo también, y se dispuso a atender a don Fadrique con sus cinco sentidos.
La celda no tenía mucho que llamase la atención. Sobre la mesa o bufete, que era de nogal, había recado de escribir, el Breviario y otros libros. Dos sillones de brazos, frente el uno del otro, con la mesa de por medio, y donde se sentaban nuestros interlocutores, eran de nogal igualmente. A más de los dos sillones, había cuatro sillas arrimadas a la pared. Los asientos todos eran de enea. Un
Ecce-Homo
, al óleo, a quien cuadraba el refrán de
a mal Cristo mucha sangre
, era la única pintura que adornaba los muros de la celda. No faltaban, en cambio, otros más naturales adornos. En la ventana, tomando el sol, se veían dos floridos rosales dentro del cuarto, cuatro macetas de brusco, y colgadas en la pared cinco jaulas, dos con perdices cantoras, y tres con colorines, excelentes reclamos. Otro bonito colorín, diestro cimbel, asido a la varilla saliente que estaba fija a una tabla de pino, volaba a cada momento hasta donde lo consentía el hilo largo que le aprisionaba, y volvía con mucho donaire a posarse en la varilla.
Los jilgueros cantaban de vez en cuando y animaban la habitación.
Arrimadas a un ángulo había dos escopetas de caza.
Y, por último, en una alcobita que apenas se descubría, por hallarse la pequeña puerta casi tapada del todo por una cortina de bayeta verde, estaba la cama del buen religioso. La alacena de donde éste sacó el vino y que era bastante capaz, servía de bodega, ropero, despensa, caja o tesoro y biblioteca a la vez.
Todo, aunque pobre, parecía muy aseado.
El P. Jacinto, con el codo sobre la mesa, la mano en la mejilla y los ojos clavados en D. Fadrique, aguardaba que hablase.
Don Fadrique, en voz baja, habló de este modo:
—Aunque yo no soy un penitente que vengo a confesarme, exijo el mismo sigilo que si estuviese en el confesonario.
El padre, sin responder de palabra, hizo con la cabeza un signo de afirmación.
Entonces prosiguió D. Fadrique:
—El hombre de que he hablado a V., el pecador causa del engaño y del hurto, soy yo mismo. La ligereza de mi carácter me había hecho olvidar mi delito y no pensar en las fatales consecuencias que de él habían de dimanar. El acaso…, ¿qué digo el acaso?… Dios providente, en quien creo, me ha vuelto a poner en presencia de mi cómplice y me ha hecho ver todos los males que por mi culpa se originaron y amenazan originarse aún. Dispuesto estoy a remediarlos y a evitarlos, de acuerdo con la doctrina de V., hasta donde me sea posible y lícito. Es un consuelo para mí el ver que está V. en concordancia conmigo. Yo no he de buscar remedio peor que la enfermedad; pero hay una persona que le busca, y es menester oponerse a toda costa a que le halle. Sería una abominación sobre otra abominación.
—¿Y quién es esa persona? —dijo el padre.
—Mi cómplice, —contestó el Comendador.
—¿Y quién es tu cómplice?
V. la conoce. V. es su director espiritual. V. debe tener grande influjo sobre ella. Mi cómplice es… Cuenta, maestro, que jamás he hecho a nadie esta revelación. Al menos nadie pudo jamás tildarme de escandaloso. Pocas relaciones han sido más ocultas. La buena fama de esta mujer aparece aún, después de diez y siete años, más resplandeciente que el oro.
—Acaba: ¿quién es tu cómplice? Haz cuenta que echas tu secreto en un pozo. Yo sé callar.
—Mi cómplice es Doña Blanca Roldán de Solís. El P. Jacinto se llenó de asombro, abrió los ojos y la boca y se santiguó muy deprisa media docena de veces, soltando estas piadosas interjecciones:
—¡Ave María Purísima! ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento! ¡Jesús, María y José!
—¿De qué se admira V. tan desaforadamente? —dijo el Comendador, pensando que el padre extrañaba que tan virtuosa y austera matrona hubiese nunca sucumbido a una mala tentación.
—¿De qué me admiro?… Muchacho… ¿De qué me admiro?… Pues ¿te parece poco? Bien dicen… Vivir para ver… El demonio es el mismo demonio. Miren… y no lo digo por ofender a nadie… ¡miren con qué ramillete de claveles te acarició y te sedujo nuestro enemigo común!… Con un manojo de aulagas. Suave flor trasplantaste al jardín de tus amores… ¡Un cardo ajonjero! Hermosa debe haber sido Doña Blanca… todavía lo es; pero ¡hombre! ¡si es un erizo! Yo… perdóneme su ausencia… no la creía impecable, pero no la creía capaz de pecar por amor.
Don Fadrique respondió sólo con un suspiro, con una exclamación inarticulada, que el padre creyó descifrar como si dijese que diez y siete años antes Doña Blanca era muy otra, y que además la misma dureza de su carácter y la briosa inflexibilidad de su genio hacían más vehemente en ella toda pasión, incluso la del amor, una vez que llegaba a sentirla.
Repuesto un poco de su pasmo, dijo el P. Jacinto:
—Y dime, hijo, ¿qué trata de hacer Doña Blanca para remediar el mal? ¿Qué proyectos son los suyos, que tanto te asustan?
—¿Quién sería el inmediato heredero de su marido si ella no tuviese una hija? —preguntó el Comendador.
—Don Casimiro Solís, —fue la respuesta.
—Pues por eso quiere casar a su hija con D. Casimiro.
—¡Pecador de mí! ¡Estúpido y necio! —exclamó el padre, todo lleno de violencia y dando en la mesa unos cuantos puñetazos—. ¿Quieres creer que soy tan egoísta, que el egoísmo me había cegado? Yo no había visto en el plan de Doña Blanca ninguna mala traza. Me parecía natural que casase a Clarita con su tío. Yo no miraba sino a mi pícaro interés: a que nadie se llevase a Clarita lejos de estos lugares. Es menester que lo sepas… Clarita me tiene embobado. Por ella, no más que por ella, aguanto a su madre. Lo que yo quería, como un bribón de siete suelas, es que se quedase por aquí… para ir a verla y para que ella me agasajase, como me agasaja ahora, cuando voy a casa de su madre, sirviéndome, con sus blancas y preciosas manos, jícaras de chocolate y tacillas de almíbar. Se me antojó que Clarita era una muñeca para mi diversión. Yo no caí en nada… no me hice cargo… pensé sólo en que, ya casada, haría una excelente señora de su casa, y me recibiría al amor de la lumbre, y yo le llevaría flores, frutas y pajaritos de regalo. ¡Si vieses qué corza he hecho venir para ella de Sierra Morena! Es un primor. La tengo abajo en el corral… y se la iba a llevar mañana. Nada… ¿has visto qué bárbaro?… sin dar la menor importancia a lo del casamiento. Ahora lo comprendo todo. ¡Qué monstruosidad! ¡Casar aquel dije con semejante estafermo! Ya se ve… ella no lo repugna… no lo entiende… ¿quién diablo sabe?… pero yo lo entiendo… y me espeluzno… me horrorizo.
—Razón tiene V. de horrorizarse… Ella lo repugna… lo entiende… pero cree que no debe resistir a la autoridad materna.
—Eso será lo que tase un sastre. ¡Pues no faltaba más! Obedecerá a su madre; pero antes obedecerá a Dios.
Diligendus est genitor, sed praeponendus est Creator
. Es sentencia de San Agustín.
—Además —dijo el Comendador—, Clarita ama a otro hombre.
—¿Cómo es eso? ¿Qué me cuentas? ¿Qué mentira, qué enredo te han hecho creer? Si amase a un galán, Clara me lo hubiera confesado.
—Ella misma ignora casi que le ama; pero me consta que le ama.
—Vamos, sí, ya doy en ello: ciertas miradas y sonrisas con un estudiantillo… Me las ha confesado. Está arrepentida… ¡Con un estudiantillo!… ¿Pues se había de ir Clarita a correr la tuna?
—P. Jacinto, V. chochea.
—¡Desvergonzado! ¿Cómo te atreves a decir que chocheo?
—El estudiantillo no es de esos que van con el manteo roto y con la cuchara puesta en el sombrero de tres picos, pidiendo limosna, sino que es un caballero principal, un rico mayorazgo.
—¿De veras? Ya eso es harina de otro costal. De eso no me había dicho nada aquella cordera inocente. Oye… ¿y es buen mozo?
—Como un pino de oro.
—¿Buen cristiano?
—Creo que sí.
—¿Honrado?
—A carta cabal.
—¿Y la quiere mucho?
—Con toda su alma.
—¿Y es discreto y valiente?
—Como un Gonzalo de Córdoba. Además es poeta elegantísimo, monta bien a caballo, posee otras mil habilidades, es muy leído y sabe de torear.
—Me alegro, me alegro y me realegro. Le casaremos con Clarita, aunque rabie Doña Blanca.
—Sí, querido maestro, le casaremos… pero es menester que seamos muy prudentes.
—
Prudentes sicut serpentes
… Pierde cuidado. Harto sé yo quién es Doña Blanca. Es omnímodo el imperio que ejerce sobre su hija. El respeto y el temor que le infunde exceden a todo encarecimiento. Y luego, ¡qué brío, qué voluntad la de aquella señora! A terca nadie le gana.
—No soy yo menos terco… y no consentiré que Clara sea el precio del rescate de nadie; que sobre ella, que no tiene culpa, pesen nuestras culpas; que Doña Blanca la venda para conseguir su libertad. Sin embargo, importa mucho la cautela. Doña Blanca, llevada al extremo, pudiera hacer alguna locura.
Después de esta larga conversación, y perfectamente de acuerdo el Comendador y el P. Jacinto, el primero se volvió a la ciudad en aquel mismo día para que su ausencia no se extrañase.
El P. Jacinto quedó en ir a la ciudad al día siguiente de mañana.
Los pormenores y trámites del plan que habían de seguir se dejaron para que sobre el terreno se decidiesen.
Sólo se concertó el mayor sigilo y circunspección en todo y disimular en lo posible la íntima amistad que entre el fraile y el Comendador había, a fin de no hacer sospechoso y aborrecible al fraile a los ojos de Doña Blanca.
Se convino, por último, en que, a pesar de la gravedad de la situación, no era ninguna salida de tono, ni tenía una inoportunidad cómica o censurable, que el P. Jacinto llevase a Clarita la corza y se la regalara.
Al volver aquella noche a la ciudad, el Comendador tuvo que sufrir un interrogatorio en regla de su sobrina, que era la muchacha más curiosa y preguntona de toda la comarca. Tenía además un estilo de preguntar, afirmando ya lo mismo de que anhelaba cerciorarse, que hacía ineficaz la doctrina del P. Jacinto de callar la verdad sin decir la mentira. O había que mentir o había que declarar: no quedaba término medio.
—Tío —dijo Lucía apenas le vio a solas—, V. ha estado en Villabermeja.
—Sí… he estado.
—¿A qué ha ido V. por allí? ¡Si le traerán a usted entusiasmado los divinos ojos de Nicolasa!
—No conozco a esa Nicolasa.
—¿Que no la conoce V.?… ¡Bah!… ¿Quién no conoce a Nicolasa? Es un prodigio de bonita. Muchos hidalgos y ricachos la han pretendido ya.
—Pues yo no me cuento en ese número. Te repito que no la conozco.
—Calle V., tío… ¿Cómo quiere V. hacerme creer que no conoce a la hija de su amigo el tío Gorico?
—Pues digo por tercera vez que no la conozco.
—Entonces, ¿qué hay que ver en Villabermeja? ¿Ha estado V. para visitar a la chacha Ramoncica?
El Comendador tuvo que responder francamente.
—No la he visitado.
—Vamos, ya caigo. ¡Qué bueno es V.!
—¿Por qué soy bueno?… ¿Porque no he visitado a la chacha Ramoncica, que me quiere tanto?
—No, tío. Es V. bueno… En primer lugar porque no es V. malo.
—Lindo y discreto razonamiento.
—Quiero decir que es V. bueno, porque no es como otros caballeros, que por más que estén ya con un pie en el sepulcro, de lo que dista V. mucho, a Dios gracias, andan siempre galanteando y soliviantando a las hijas de los artesanos y jornaleros. Ahora no… por el noviazgo; pero antes… bien visitaba D. Casimiro a Nicolasa.
—Pues yo no la he visitado.
—Pues esa es la primera razón por la que digo que es V. bueno. Nicolasa es una muchacha honrada… y no está bien que los caballeros traten de levantarla de cascos…
—Apruebo tu rigidez. Y la segunda razón por la cual soy bueno, ¿quieres decírmela?
—La segunda razón es, que no habiendo ido V. ni a ver a Nicolasa ni a ver la chacha Ramoncica, ¿a qué había V. de haber ido tan a escape como no fuese a ver al P. Jacinto y a tratar de ganarle en favor de Mirtilo y de Clori? ¿Vaya que ha ido V. a eso?
—No puedo negártelo.
—Gracias, tío. No es V. capaz de encarecer bastante lo orgullosa que estoy.
—¿Y por qué?
—Toma… porque, por muy afectuoso que sea V. con todos, al fin no se interesaría tanto por dos personas que le son casi extrañas, si no fuese por el cariño que tiene V. a su sobrinita, que desea proteger a esas dos personas.
—Así es la verdad, —dijo el Comendador, dejando escapar una mentira oficiosa, a pesar de la teoría del P. Jacinto.
Lucía se puso colorada de orgullo y de satisfacción, y siguió hablando:
—Apostaré a que ha ganado V. la voluntad del reverendo. ¿Está ya de nuestra parte?
—Sí, sobrina, está de nuestra parte; pero, por amor de Dios, calla, que importa el secreto. Ya que lo adivinas todo, procura ser sigilosa.
—No tendrá V. que censurarme. Seré sigilosa. V., en cambio, me tendrá al corriente de todo. ¿Es verdad que me lo dirá V. todo?